2
WEIMAR

La mañana del 19 de febrero de 1805, Goethe fue despertado bruscamente de su sueño a base de sacudidas y de gritos. Ebrio tras los vinos de Oßmannstedt y agotado por el trayecto de vuelta, apenas llevaba unas pocas horas tirado en la cama, boca abajo, sin haberse quitado siquiera la levita. Por llevar, llevaba puestas hasta las botas.

—¡Por todos los santos, mujer! ¿Es que hay un incendio?

—Y ¿a qué viene entonces, oh frenética Megera[1], tanto alboroto?

—El duque requiere su presencia —respondió Christiane—. Dice que le diga que es importante.

—Pues dile que le he dicho que iré por la tarde —dijo Goethe, con voz tomada.

Puso ambos pies en el suelo, ambos codos sobre las rodillas y hundió la cara en ambas manos.

—¡Por el amor de Dios, tengo la cabeza como un bombo!

—Haga un esfuerzo. Ha venido el consejero Voigt. Y ha dicho que el asunto no admite demora.

—¿Voigt? —gruñó Goethe—. ¿Dispongo al menos de un tiempo para asearme?

—No.

—No. Levántese ya, demontre, a no ser que desee ser despertado de golpe con un puñado de nieve de la repisa de la ventana. Le traeré una levita que no apeste a vino y una peluca que oculte el rastro de la pasada noche. Por cierto: no tengo el menor interés en saber lo que hizo o dejó de hacer. Probablemente ni siquiera usted mismo lo recuerde.

—Una mujer así no puede ser más que un castigo divino… —murmuró Goethe, frotándose la nuca.

En el lugar en el que recibió el botellazo la noche anterior se le había formado una desagradable costra de sangre y vino. Al mirarse al espejo vio que, además, los puñetazos le habían hinchado el ojo izquierdo, que estaba teñido de negro. Tenía manchas rojas diseminadas por las mejillas y un corte en la comisura del labio. Mientras Christiane iba a por sus cosas, él se lavó la cara con celeridad. Al secarse encontró otro pedacito de vidrio en la nuca y lo tiró a la palangana. Después Christiane le colocó la peluca, al tiempo que él vaciaba de un trago una enorme taza de café. Ya en la puerta, ella le puso un panecillo en la mano y un beso en la boca, y, masticando, Goethe se dirigió a donde le había indicado su mujer. Hacía un frío terrible, no corría ni pizca de viento y el cielo tenía el color de la nieve sucia.

Anduvo tan rápido como se lo permitió el resbaladizo adoquinado, y cuando alguien lo saludaba se limitaba a inclinar la cabeza por toda respuesta. Una familia de gansos lo esquivó entre graznidos y se peleó después, tras su paso, por una miga del bocadillo que le cayó al suelo.

Pocos metros más adelante, un joven se le acercó.

—¡Señor Goethe! ¡Señor consejero, se lo ruego, deténgase un minuto!

—Si deseo seguir siendo consejero, eso es precisamente lo que no debo hacer. Corre prisa, ¿sabe usted?

—Entonces permítame al menos, si es tan amable, que lo acompañe un tramo del camino.

—Faltaría más, caballero —le respondió Goethe con la boca medio llena—. Mas ¡ay!, si se diera el caso de que resbalo, le corresponderá a usted la nada gloriosa tarea de amortiguar mi caída.

Mientras cruzaban juntos el mercado, Goethe echó un vistazo al muchacho. Llevaba el pelo oscuro bien peinado sobre su rostro ovalado, casi infantil, y aunque llevaba un abrigo largo y una bufanda alrededor del cuello la palidez de su rostro daba a entender que había pasado un buen rato a la intemperie, esperándolo, perseverante pese al frío, y sin duda agradecía ahora la ligereza de su paso.

—Mi muy honorable señor Von Goethe, me acerco a usted rebosante de devoción y con el corazón arrodillado ante su excelencia —comenzó a decir el joven—. Hasta hace poco yo era subteniente del ejército prusiano y, como usted, pertenecía a la expedición militar del Rin, mas a la sazón he vuelto la espalda a las huestes para dedicarme en cuerpo y alma a mi vocación por la escritura.

—Lo cual nos convierte en camaradas, o en rivales.

Solo entonces el joven reparó en el ojo morado de Goethe.

—¡Demontre, señor consejero! ¿Qué demonios le ha pasado? ¿Quién le ha desfigurado el rostro?

—Un crítico de mi obra. Mas dígame, ¿qué puedo hacer por usted?

—Vengo por recomendación de Wieland, en cuya casa me hospedo en la actualidad, y quien opina que usted, Goethe, máximo exponente vivo de la poesía alemana y principal sujeto de mi admiración al tiempo que director del Teatro de la Corte local, es la persona idónea a la que presentar una comedia surgida de mi pluma, hasta el momento aún desconocida, mas sin duda adecuada para divertir e ilustrar oportunamente, tanto a usted mismo como al diligente público weimarés.

Goethe se detuvo unos segundos e hizo un guiño a su acompañante.

—Mi joven amigo, si toda su comedia está redactada con semejante maraña de frases subordinadas y resubordinadas, me temo que hasta el público más diligente acabará desconcertado y fatigado en lugar de divertido e ilustrado.

El otro no le devolvió la sonrisa.

—Wieland me dijo que el teatro anda falto de comedias.

—Cierto es, vive Dios. Cuanto más aflictiva resulta la actualidad, mayor la necesidad de amenizarla y buscar solaz —dijo Goethe, llevándose a la boca el último, y sin duda demasiado grande, trozo de su bocadillo—. D’ahí que loz cobediógafoz ademanez coffien tato en Napoleó.

—Por eso tiene que representar usted mi obra, excelencia.

—Bueno, antes de tener que representarla tendría que leerla, ¿no le parece?

—Pues léala. Léala, señor consejero, y si tiene alguna pregunta o se le ocurre alguna idea, podemos hablar de ello. Pero, por favor, no se desentienda. Confío en la buena voluntad de vuecencia.

Y dicho aquello, desabrochó los botones de su abrigo con manos temblorosas y sacó a la luz la pieza que ocultaba en su interior. Se trataba de una pequeña carpeta de cuero que contenía una copia de la comedia, escrita en papel barato y encuadernada mediante un sencillo hilo de lino. Goethe dudó un instante, pero el joven lo miraba con una expresión tan emotiva, incluido un pequeño moco en la punta de la nariz enrojecida, que no osó rechazarlo.

A esas alturas de la conversación habían llegado ya a la residencia palaciega, y el compañero de viaje de Goethe se despidió con infinitas muestras de agradecimiento y cortesía. El manuscrito era demasiado grande para cualquiera de los bolsillos de Goethe, de modo que se vio obligado a llevarlo en las manos. Aquello le hizo arrepentirse inmediatamente de haberlo aceptado, pues su aparición con un libro en la mano podía inducir a pensar que no se había apresurado lo suficiente para llegar hasta allí, sino que, por el contrario, se había tomado su tiempo para disfrutar de la lectura. Aligeró el paso al entrar en el patio del castillo, por si se daba el caso de que alguien estuviera observándolo desde una ventana. Efectivamente, el consejero Voigt apareció y bajó la escalera con pasos presurosos antes incluso de que Goethe se hubiera sacudido la nieve de los zapatos.

El ministro, de su misma edad, congeló su saludo en cuanto se dio cuenta del maltrecho semblante del escritor.

—¡Demontre, Goethe! ¡Está usted verde y azul como un arlequín! ¿Ha ido acaso a pisar uvas y se ha caído en la tina? —dijo, y arrugó la nariz—. Al menos eso es, ¡ay!, a lo que huele…

Goethe entregó su sombrero y su abrigo a un lacayo y siguió a Voigt hasta el piso de arriba. El ministro no pudo aportarle información alguna sobre los motivos de aquella reunión del Consejo Secreto. En la sala de audiencias, blanca y dorada, los esperaba el duque Carlos Augusto de Sajonia-Weimar-Eisenach, que se había cubierto la nuca con una piel de leopardo para combatir el frío, y tres invitados más, reunidos en torno a una mesita en la que les esperaban té y pastitas. Cuando todos los sirvientes abandonaron la sala y cerraron las pesadas puertas tras de sí, Goethe depositó la carpeta de cuero sobre una mesa que quedaba junto a la pared y Carlos Augusto presentó a los allí reunidos. En la chimenea crepitaba el fuego, y Goethe deseó con todas sus fuerzas que el humo absorbiera el olor a borgoña reseco de su cuello. Tendría que haberse cambiado de camisa.

El primero de los tres concurrentes era un capitán de la Armada británica llamado sir William Stanley. Sir William iba vestido de paisano, con un frac oscuro de cuello alzado, corbata blanca de seda, pantalones de lino verde oliva y botas altas. Junto a él, sobre los cojines de la recamiére, descansaban su bicornio y su bastón, con el puño de marfil en forma de cabeza de lobo. El capitán tenía la cara tan delgada como los labios, y su avinagrada fisonomía no podía ser más que un castigo divino; o eso, o una expresión de disgusto provocada por el té que le habían servido y que había optado por dejar enfriar en su tacita de porcelana sin tocarlo siquiera. Hasta aquel momento había estado ojeando la última edición del hondón una Varis, que había quedado abierta por una página en la que podía verse una caricatura de firma inglesa inspirada en la coronación del emperador Napoleón: un corso bajísimo, más bien un pigmeo, engalanado con un atuendo que le venía indudablemente grande, y siguiendo hasta el altar a un malhumorado Papa. A su izquierda, la emperatriz Josefina, artificial y exageradamente voluptuosa, y, frente a ellos, el propio diablo oficiando la ceremonia.

El segundo invitado, el barón Louis Vavel de Versay, antiguo legado de la embajada neerlandesa en París, podría haber pasado por el hermano menor de Carlos Augusto, dado que también él tenía la faz redonda, la barbilla insólitamente prominente y la misma expresión amable. En contradicción con la vestimenta de sir Stanley, la de De Versay parecía remontarse más bien a la época de la coronación de José II: levita azul con bordados dorados y peluca con coleta que le cubría todo el pelo, a excepción del rubio bigote.

Pero quien de veras llamó la atención de Voigt y Goethe desde el primer instante fue el tercer personaje: una mujer que compartía la chaise longue con el holandés y cuyo rostro estaba cubierto por un opaco velo verde del que solo lograban escaparse los rizos castaños de su pelo. Llevaba un vestido negro con una cinta asida bajo el pecho y un gran chal sobre los hombros. Carlos Augusto empezó a presentarla, pero justo en aquel momento se atragantó y tuvo que intervenir ella misma, quien pronunció «Sophie Botta» al tiempo que ofrecía los dorsos de sendas manos a los consejeros para que se los besaran. La gentileza de sus movimientos no dejaba lugar a dudas de que, tras el velo, no podía haber sino más belleza.

—Nos hemos reunido aquí —dijo Carlos Augusto, elevando la voz en cuanto todos hubieron tomado asiento— porque estamos absolutamente convencidos de que, tras su desatinada e ilegítima coronación como emperador de Francia, el advenedizo Napoleón Bonaparte no aspira a otra cosa que a persistir en la ampliación de su falso imperio y a propagar la guerra por toda Europa; y porque estamos convencidos de que alguien puede, y debe, poner coto a sus desmanes. Como británicos, holandeses y alemanes que somos, hablamos también en representación de los españoles, los suecos y los rusos, y —no lo olvidemos— de los militantes de una Francia que busca su identidad en la convivencia pacífica con los demás países, y no en el sometimiento de propios y extraños. —Hizo una pausa y miró a Sophie Botta—. Por cuanto a mí respecta, opino que los alemanes deberían tener un interés especial en contener a Napoleón. El desplazamiento de la frontera francesa hasta el Rin, la ocupación de Holanda y la conversión de Maguncia en el verdadero bastión del reino nos dan una idea más que evidente del modo en que Bonaparte pretende seguir expandiendo sus dominios. Los estados alemanes están reñidos entre sí y solo piensan, en su provecho particular, lo cual les impide formar un ejército común y los convierte en botines fáciles para el recién coronado emperador. Y eso sin atender al hecho de que algunos de los príncipes alemanes, empezando por los bávaros, conceden tan poco valor a la patria y al honor que son capaces de aliarse con los déspotas solo para obtener, a cambio de su traición, unas migajas del pastel. Las tropas francesas ya estuvieron en una ocasión frente al Fulda, poco antes de llegar a Eisenach, y no tengo el menor interés en volver a verlas por ahí.

—Al fin y al cabo, el corso se encuentra en una posición ciertamente inestable en su propio país —añadió Stanley—, y las guerras, como bien sabemos, son un modo formidable de encubrir las debilidades de la política interna y reunir a los ciudadanos tras una cortina de humo.

—¿Inestable? —preguntó Voigt entonces—. ¿Acaso el pueblo no está de parte de Napoleón? ¡Toda Francia prorrumpió en gritos de júbilo cuando la corona se posó sobre su cabeza!

—Toda Francia prorrumpió también en gritos de júbilo cuando la corona se posó sobre la cabeza de Luis XVI, pero al poco tiempo gritó con el mismo júbilo cuando la guillotina rebanó esa misma cabeza. De entre todos los pueblos del mundo, y con su permiso, madame, los habitantes de Francia son los más versátiles en cuanto a simpatías y antipatías. Pero las guerras de Bonaparte les han costado ya demasiado dinero y solo han servido para sumir al país en la miseria. Además, el número de sus enemigos en el interior de Francia ha aumentado tras el secuestro y asesinato del inocente duque de Enghien, al que se acusó injustamente, mientras que los franceses han empezado a recordar que su revolución no se inició para abolir un trono real y sustituirlo luego por uno de emperador. La abominada aristocracia, a la que los sansculottes desearían haber exterminado con la guillotina, empieza a ser defendida ahora por Napoleón, que no duda en ir concediendo nuevos títulos de nobleza a sus seguidores.

—Nuestra voluntad es, pues —dijo entonces el holandés, tomando la palabra—, quitar de en medio a Bonaparte, sea como sea, y sustituirlo por un gobernante que resulte más popular para los franceses. Si aniquilamos a Napoleón pero no proponemos un sucesor adecuado, su corona irá a parar directamente a su hermano o a su hijastro o a cualquier otro miembro de su recién fundada familia imperial.

—¿Más popular que Napoleón? —preguntó entonces Voigt—. ¿Qué emperador podría ser más popular que Napoleón?

Como ninguno de los allí presentes se decidía a responder, fue el propio Carlos Augusto quien habló.

—Luis XVII —dijo.

—¿El hermano del rey decapitado? ¿El conde de Provenza?

—No.

—¿El conde d’Artois?

—No, ninguno de sus hermanos. Nos referimos a su verdadera Majestad, Luis XVII, el Delfín de Viennois, Luis Carlos, duque de Normandía, hijo de Luis XVI y María Antonieta, y descendiente legítimo del trono real francés.

Voigt miró a Goethe y Goethe a Voigt, pero enseguida comprendieron que no estaban intentando gastarles una broma, de modo que al final fue Goethe quien tomó la palabra.

—El Delfín murió en prisión hace diez años. El único miembro de su familia que sobrevivió a la revolución fue su hermana, María Teresa Carlota.

Cuando Sophie Botta le respondió, lo hizo con un acento encantador.

—Se confunde usted, señor Von Goethe, o, mejor dicho, han logrado confundirlo, como al resto del mundo y especialmente a un carcelero. Es cierto que Luis Carlos estaba enfermo cuando lo detuvieron en el Temple parisino, pero no lo es que muriera por culpa de su enfermedad. Quien falleció fue otro chiquillo, un huérfano enfermizo que pesaba y medía aproximadamente lo mismo que él. Luis Carlos fue secuestrado en el Temple, del que lo sacaron vestido con la ropa del otro muchacho. Y mientras el falso Delfín era enterrado en el cementerio de Santa Margarita, el verdadero estaba ya a buen recaudo. El grupo de acompañantes que lo sacó de Francia fue cambiando y renovándose continuamente para asegurarse el éxito de la misión y el Delfín fue conducido por Italia e Inglaterra hasta llegar a América.

—Con todos los respetos, madame Botta: ni yo mismo habría podido imaginar para mis obras una trama tan inverosímil y descabellada como ésta. Le ruego que me permita dudar de todas y cada una de las palabras que acaba de pronunciar usted para componer este relato borbónico.

—Cuantos conocieron al Delfín y han sobrevivido a la etapa del terror podrán confirmar que se trata del hijo de Luis XVI: los ayudantes de cámara y las sirvientas de Versalles, los ministros y, sobre todo, su hermana, la Madame Royale.

—¿Y quién asumió la responsabilidad de semejante intercambio? Usted misma acaba de afirmar que los monárquicos fueron prácticamente eliminados por los jacobinos.

—No fue un monárquico, sino un republicano: el vizconde de Barras. Su intención era presionar así al hermano de Luis, el conde de Provenza, pues, en caso de que se llegara a una restauración del orden, él sería el próximo rey de Francia. Lo que no debía de entrar en sus planes, por supuesto, era que el Delfín se le escapara durante la huida.

Carlos Augusto posó una mano sobre la pierna de Goethe.

—Mi presencia en esta sala, así como la de los representantes de estos tres estados, debería ser prueba suficiente de que madame Botta está diciendo la verdad: el Delfín vive; o, mejor aún, Luis XVII vive. Y es nuestra voluntad que acceda al trono de Francia, reconcilie jacobinos, monárquicos y bonapartistas y ponga fin al derramamiento de sangre en Europa. De ese modo, ni que decir tiene, concluiría de una vez por todas el lamentable capítulo de la Revolución francesa, y el foco infeccioso en el que se ha convertido Francia dejaría de contagiar los estados sanos con su misérrima epidemia revolucionaria.

—Luis ha cumplido ya los dieciocho años y tiene edad suficiente para acceder al trono —añadió Sophie Botta—. Si hiciera su aparición con la adecuada dosis de humildad y firmeza, el pueblo lo recibiría con los brazos abiertos. Y Luis XVII reinaría de nuevo para el pueblo, y no ya, como Bonaparte, para sí mismo.

—¿Y dónde se encuentra el Delfín en este momento? —preguntó Voigt.

—Ajá —se limitó a decir la dama.

Goethe asintió.

—Intuyo que tras ese «ajá» subyace el motivo último por el que nos han convocado aquí, de modo que repetiré la pregunta: ¿Dónde está el Delfín?

—Viajó en barco desde Boston hasta Hamburgo —le respondió ella—. La idea era que lo recibieran los oficiales prusianos, pero fue interceptado y secuestrado por la policía francesa. ¿Recuerda lo que le he dicho sobre el vizconde de Barras, el que fuera responsable del rapto de Luis en el Temple? Pues bien, antes de que ambos rompieran definitivamente sus relaciones, éste confió el secreto a Bonaparte; toda la trama del intercambio. Desde aquel momento, Napoleón no ha dejado de buscar al sucesor del trono con el mismo afán implacable con el que Herodes buscara en su tiempo al hijo de Dios. Y deberíamos avergonzarnos de nuestro exceso de confianza: Fouché logró encontrar a Luis, y ahora lo tiene en manos de sus hombres.

—A cada minuto que pasa me siento más desorientado.

Pese al velo, Goethe reconoció que la dama esbozaba una sonrisa.

—Ánimo, señor Von Goethe, que ya vamos acercándonos al final de la historia. Como sin duda habrá imaginado, Bonaparte no tiene el menor interés en que nadie sepa de la existencia de Luis. Si resulta que el joven que salió del barco en Hamburgo no es más que un embustero, y esa posibilidad existe, evidentemente, Bonaparte lo encerrará por ello o se limitará a expulsarlo del país. Pero si descubre que se trata efectivamente de Luis XVII… Entonces no dudará en quitar al monstruo de en medio con la misma rapidez y falta de escrúpulos con la que otrora se librara del malogrado duque de Enghien.

Carlos Augusto apartó algunas de las tazas de té, dejando así espacio para un pequeño mapa de Europa que sacó de debajo de la mesa.

—A estas alturas, Fouché ya ha ordenado la búsqueda de la antigua niñera de Luis Carlos, una tal madame De Rambaud. En cuanto den con ella, ambos se encontrarán de nuevo a medio camino entre París y Hamburgo: en Maguncia, primera ciudad del territorio francés.

—¿Y por qué no lo llevan directamente a París?

—Suponemos que por discreción. En París el riesgo de que la gente reconozca al Delfín es demasiado alto. Así que lo retienen en Maguncia. Creemos que la tal Rambaud hará su aparición en el transcurso de esta semana, evidentemente bajo arresto, que vendrá y reconocerá al Delfín, y que éste será ejecutado clandestinamente, in situ. Así están las cosas.

Goethe miró el mapa, que era de cuando el Sacro Imperio Romano llegaba hasta el Sarre y no solo hasta el Rin.

—¿Y en qué medida podemos alterar nosotros este lamentable estado de las cosas?

Sir William carraspeó. El barón De Versay echó un poco más de azúcar en su té, ya de por sí demasiado dulce.

—Usted conoce la ocupada Maguncia como la palma de su mano. Reúna una tropa de hombres de confianza, parta hacia allí sin perder un minuto y libere al Delfín antes de que madame De Rambaud pueda identificarlo. Antes de que el canciller pueda tocarle un solo pelo.

—¿Yo?

—No se me ocurre nadie mejor que usted para afrontar un encargo de semejante envergadura.

—Su Alteza bromea, ¿no es así? Yo no soy, a buen seguro, el hombre en cuyas manos desea poner el destino de Francia y de Europa. ¿Por qué yo y no los tíos del Delfín, el conde de Provenza y el conde de Artois?

Sophie Botta suspiró.

—Porque no son más que unos cobardes ególatras que solo sueñan con reinar algún día y no quieren que el Delfín entorpezca su acceso al trono.

—¿Y qué me dice de los emigrantes? Alemania está llena de partidarios consagrados a los Borbones que pagarían lo que fuera por liberar al joven monarca.

—Eso es cierto —respondió ella—. Pero cuantos pudieran considerarse apropiados para esta campaña ya estarán siendo observados a conciencia. Su compromiso no haría sino poner en peligro al propio Luis. Fouché ha tejido una espesa red de espías entre los emigrantes y sus anfitriones alemanes. —Señaló con un dedo la tela de seda verde oscuro que le cubría el rostro—. Éste es el motivo de que me cubra con este maldito velo que me malogra la vida: ni siquiera en esta acogedora sala, tan alejada de París, puedo correr el riesgo de descubrir mi verdadera identidad, por insignificante que sea. A menudo pienso en el duque de Enghien y recuerdo que las trampas de Napoleón actúan incluso muy alejadas de la frontera francesa. Si no fuera por él, sabe Dios que llevaría ya un tiempo de camino hacia Maguncia.

Goethe no respondió y, dado que el resto de los allí presentes tampoco abría la boca, se hizo el silencio en la sala por primera vez. El fuego crepitó en la chimenea y el té burbujeó en el estómago del diplomático holandés. Voigt abrió la boca, pero no acertó a pronunciar palabra. Agradecía al ministro que no hubiese contado con él para realizar también aquel precario viaje, y seguramente no quería arriesgarse a decir algo que pudiera hacerlo cambiar de opinión. De modo que se quedó observando el lienzo que pendía de la pared, justo detrás de sir William, como si acabara de descubrir en él un detalle hasta el momento desconocido.

Por fin, Carlos Augusto se puso en pie.

—Permítanme hablar un momento a solas con el consejero. En el reservado.

Goethe se despidió de los allí presentes con una inclinación de cabeza y siguió al duque hasta la habitación contigua.

—Tengo la cabeza como un bombo —dijo Goethe—. El impacto de una segunda botella no me habría desorientado más que esta insólita explicación.

—¿Bebió ayer?

—Entre otras cosas. Si hubiese sabido que hoy iba a toparme con Napoleón, seguro que me habría ido antes a dormir.

Goethe se acercó a la ventana y miró hacia el puente sobre el río Ilm. En su superficie helada había quedado abierto un minúsculo agujero, de no más de tres metros cuadrados, en el que al parecer se habían reunido todos los cisnes de Weimar, que pataleaban y aleteaban a fin de evitar que el hielo acabase con su última opción de acceder al agua. Le habría encantado salir a patinar un rato.

—Dudas. ¿Por qué? ¿Admiras a Napoleón?

—Bueno… Alguien a quien todos odian, tiene que ser sin duda interesante. Su fachoso arte sufre lo que Shakespeare con la poesía o Mozart con la música. Mi admiración, empero, no implica la renuncia a enfrentarme a él. ¡Uno bien puede admirar a sus enemigos!

—Entonces, querido amigo, te suplico que te enfrentes a él. Que luches contra el enemigo. Que vayas a Maguncia y rescates al rey de Francia.

—Escucha, Carlos, esto no es un juego de niños. Me pides que descienda a los infiernos para salvar un alma perdida. ¡Y Maguncia, por ende! ¡Ni más ni menos que Maguncia!

—No olvides que nosotros nos conocimos en Maguncia, viejo amigo.

Goethe se alejó de la ventana y se dio la vuelta.

—¿Quién es la francesa? Sophie Botta no es su verdadero nombre.

—No. Pero conozco su verdadera identidad y solo puedo decirte una cosa: tiene todos los motivos del mundo para cubrirse con un velo y temer a los hombres de Fouché. Sea como fuere, su credibilidad es incuestionable, y además hace gala de una magnífica valentía. Y tiene el rostro de un ángel. Me temo que no puedo decir nada más: he dado mi palabra.

—¿Y puede saberse qué empeño te ha movido a sellar esta insólita y memorable alianza?

—De todos los estados del imperio alemán, el mío debe de parecer el más suculento para el ducado de Napoleón: aunque somos pequeños, ocupamos una posición clave en el centro de Alemania, y enfrentar el ejército de Sajonia-Weimar con el de Francia sería como desafiar a un león con una rata. Como anfitrión he despuntado entre muchos monárquicos y nunca he ocultado la antipatía que siento hacia el corso. Y he encabezado numerosas batallas contra Francia. Quizá no sea más que una motita de polvo en el ojo del emperador, pero precisamente por ello querrá librarse de mí cuanto antes. Si Napoleón entra en Alemania (cosa que hará, sin duda, mientras nosotros seguimos de brazos cruzados), no solo deberé temer por mi ducado sino también por mi propia vida. —Carlos Augusto cogió a su amigo por los brazos y le dijo, con sincera desesperación—: Si alguna vez he necesitado tu apoyo, es ahora. Ayúdame y obtendrás cuanto desees.

En el camino de vuelta a casa, Goethe elaboró mentalmente una lista de las cosas que exigiría al duque: la progresiva disminución de las cargas fiscales y laborales para los campesinos de su principado, el nombramiento de Hegel como catedrático de filosofía en la Universidad de Jena y la destitución de la actriz preferida del duque, Karoline Jagemann, del Teatro de la Corte, porque sus continuas intrigas y sus jueguecitos de poder lo tenían atacado de los nervios. Estaba a punto de prestar un servicio hercúleo a Carlos Augusto, y tenía derecho a cobrárselo. Aquello no podía quedar en meras promesas. Considerando el riesgo que entrañaba el plan de la dama, Goethe pensó que en el centro de la Plaza Mayor aún quedaba espacio suficiente para una estatua de bronce, y… Pero enseguida descartó la idea.

Christiane se le acercó mientras él se quitaba las botas en el pasillo, y le preguntó si tenía pensado desayunar o si prefería comer ya. Pero, mientras se dedicaba a la enumeración de las opciones culinarias con las que podría ayudarlo a saciar su apetito, la joven le vio levantar la vista de sus botas y enmudeció.

—¿Nos han declarado la guerra, acaso? —preguntó.

Goethe movió la cabeza hacia los lados, sonriendo.

—No, mas pese a todo debo partir. El duque me envía a… Hessen.

—¿A Hessen? ¿Y se puede saber qué se le ha perdido allí?

—Disposiciones burocráticas. Mas yo te digo que no estaré fuera más de una semana, y que te traeré una botella del mejor vino del Rin. —Goethe se quitó la peluca. El calor le había reblandecido la costra y el postizo blanco presentaba dos manchas de sangre de color rojo intenso—. Hazme unos huevos revueltos con bacon. Tengo más hambre que el propio Cronos. Por cierto, ¿dónde está mi hijo?

—Augusto está en el jardín, haciendo un muñeco de nieve.

—Dile que vaya a buscar a Schiller. ¡Y que le inste a venir a verme al instante, aunque al hacerlo pierda la inspiración!

—¿La inspiración de hacer un muñeco de nieve?

—¡No me refiero a Augusto, criatura, sino a Schiller!

Una vez en su alcoba, Goethe tomó la cartera de cuero que utilizó por última vez durante una excursión por el bosque turingio, la puso sobre la mesa en el centro de la habitación y empezó a llenarla de ropa para su viaje a Maguncia; lo suficientemente discreta para no levantar sospechas y lo suficientemente abrigada para soportar el frío eme asolaba Alemania durante aquella época. Después se dispuso a reunir cuanto le parecía necesario: una cantimplora de Sicilia y una navaja con empuñadura de concha, regalo del duque en Suiza; una soga que llevó consigo a Harz, pero que no utilizó entonces, ni nunca; una lámpara de aceite de Messing, de las minas del limen, y para acabar una brújula que en una ocasión le había mostrado el camino hacia la Champaña y de vuelta a casa. Esperó a que Christiane le trajera el humeante desayuno en una sartén de hierro negra antes de empezar a escoger también las armas más útiles para aquella empresa. Se decidió por un sencillo estilete y dos pistolas. Mientras comía iba llenando el tenedor y llevándoselo a la boca. Augusto había vuelto y se hallaba de nuevo en el jardín, dando los últimos retoques a su muñeco de nieve. Las campanas de San Pedro y San Pablo dieron las doce.

No tardaron en llamar a su puerta y Schiller hizo su aparición, con el rostro teñido también con los tonos verdes y azulados de la batalla del día anterior.

—¿Qué sucede? ¿Acaso no sabe vivir tranquilo? ¿O no quiere? —Descubrió entonces a Goethe inclinado sobre la pólvora y un saquito de perdigones—. ¡Por todos los diablos, Goethe! No irá usted a vengarse brutalmente de los fornidos de Oßmannstedt, ¿no?

—De ningún modo. El adversario contra el que preparo esta pistola es mucho mayor que un puñado de aldeanos. Bien mirado, se trata del mayor adversario que pueda alguien tener sobre la Tierra.

Cuando Schiller comprendió que Goethe no estaba bromeando, borró la sonrisa de su rostro.

—¿Y de qué adversario se trata? —preguntó— Del emperador francés.

—¿Cómo? ¿Pretende hacer frente al propio Napoleón?

Mientras extendía otros utensilios sobre su mesa a fin de decidir cuáles de ellos añadiría a su austero equipaje, Goethe narró a su amigo el encargo que le habían hecho Carlos Augusto y sus acompañantes. Schiller cogió una silla y lo escuchó con atención.

En cuanto Goethe hubo acabado, Schiller le preguntó:

—¿Es cierto lo que acabo de oír?

—Sí.

—¿De modo que he venido a despedirme?

—No. A acompañarme.

Los hombres se miraron a los ojos en silencio, hasta que Schiller dijo al fin:

—Especifique.

—Quiero pedirle que me acompañe a Maguncia. Le tengo por un luchador ágil y astuto, y no podría imaginar esta aventura con un compañero que no fuera usted.

—Hum.

—¿A qué viene ese «hum»? Valor no le falta.

—Tengo el valor suficiente para cruzar descalzo todo el infierno. Mas… ¿por qué yo? ¿Y por qué usted, puestos a preguntar? ¿Por qué Carlos Augusto y la imagen de esa mujer velada lo han escogido, ¡ay!, precisamente a usted? ¿Qué se esconde realmente tras ese velo? ¿No hay, acaso, hombres más jóvenes y capacitados para llevar a cabo una misión como ésta, cuyas consecuencias podrían cambiar el curso de la historia? ¿Ninguno, en todo el ejército de Sajonia-Weimar? ¡Maguncia es una fortaleza!

—Irrecusable. Pero no se trata de sitiar la ciudad, sino de hacer una incursión. Lo cual exige astucia y entrega. Dicho con otras palabras: no soldados, sino pensadores. Y, a ser posible, pensadores maduros y sabios —dijo Goethe—. ¿Acaso duda de la historia sobre el Delfín?

—No. A estas alturas de la vida considero que todo es posible. He sido testigo de sucesos mucho más improbables que este que al final han resultado ser reales. Y, para serle sincero, ya había imaginado algo por el estilo. Es solo que me parece alarmante, o más aún, inconveniente, arrimarse al demonio de la política estatal. Creía que ambos habíamos decidido renunciar al presente para dedicarnos exclusivamente a lo eterno; es decir, a la verdad y la belleza.

—Pero no puedo quedarme de brazos cruzados mientras Napoleón prende fuego a nuestro Reich. Ya nos ha arrebatado todas las regiones alemanas que quedaban a la izquierda del Rin, ha convertido Colonia en Cologne, Coblenza en Coblence y Maguncia en Mayence. Y seguirá devorando nuestro país.

Schiller sonrió.

—¿El cosmopolita Goethe se ha vuelto de pronto sacro-romano-germano-nacionalista? Qué sonidos tan insólitos emergen hoy de su boca…

—De acuerdo, me conoce usted bien. En realidad me importa un rábano que Mayence pertenezca a Hesse, a Prusia, al Palatinado o incluso a Francia. Maguncia es Maguncia, y punto. Mas lo que sí me preocupa, como al duque, es nuestra pequeña Weimar. Es mi deseo que siga siendo como es.

Schiller movió su silla para poder apoyar los brazos cruzados sobre el respaldo.

—Permítame ejercer por un instante de abogado del diablo: si Napoleón entrara en nuestra anticuada ciudad, quizá contribuyera a su progreso…

—Un regalo envuelto en un lazo de sangre y lágrimas. Sé lo cruel que el corso puede llegar a ser: un hombre que no se inmuta ante la muerte de millones de personas; que afirma que la humanidad estaría a salvo si él no hubiese existido… No, si el acceso a su Code Civil pasa por poner en juego la vida de nuestros hijos, le aseguro que no lo quiero.

—¿Y para evitar que un déspota declare la guerra en el interior de nuestras fronteras, lo sustituirá usted por otro déspota? ¿Quiere volver al pasado, al Antiguo Régimen?

—¡No tiene por qué ser así! —exclamó Goethe. Se dirigió hacia el globo terrestre que estaba cerca de la ventana y le dio impulso, de modo que éste empezó a dar vueltas y el día y la noche se sucedieron a ritmo de segundero—. Al fin y al cabo vamos a salvar la vida de Luis Carlos, y a acompañarlo de vuelta a casa. ¡Imagine la influencia que podemos ejercer sobre él! El chico es joven y susceptible. Podremos enseñarle a aprender de los errores de su padre y de Napoleón. Podremos formarlo a nuestro antojo. Podremos inculcarle los ideales que consideremos oportunos. Ya he tenido la oportunidad de convertir a Carlos Augusto, otrora despreocupado amante de la diversión, en un gobernante ilustrado y escrupuloso, capaz de impulsar y hacer florecer un insignificante ducado. ¡Imagínese, pues, lo que podríamos lograr juntos, como educadores y consejeros reales de la más bella monarquía del mundo!

Schiller apartó la vista de Goethe, deambuló por la habitación unos segundos y observó por fin la bola del mundo. Parpadeó.

—¿Podría decirme por qué demonios hace girar la bola del mundo?

—No tengo ni idea. —Goethe tocó el Ártico con la mano y detuvo el globo terráqueo—. Pero permítame decirle solo una cosa más; una solo, y después cerraré la boca: deberíamos hacer cuanto esté en nuestras manos para librar a cualquier hombre del ocaso, y más aún si se trata de un inocente y atormentado huérfano. Luis es un joven íntegro y no debería acabar su vida bajo el peso de la guillotina o consumido en una oprobiosa prisión. La insolente tiranía que osó capturarlo ha empezado a alzar el puñal para asesinarlo. Su cuello será el mejor botín para cualquier verdugo. Dicho de otro modo: aunque fracasara en mi intento de subirlo al trono, me conformaría con protegerlo del cadalso y del destino que corrieron sus padres. Quizá no podamos cambiar nuestro siglo, pero sí resistirnos a sus desmanes y luchar por mejorarlo…

Schiller asintió con todo su tronco, aunque de un modo casi imperceptible. Se quedó callado un buen rato mientras Goethe lo observaba, la mano aún en el Ártico. Entonces el primero se sentó de nuevo en la silla, haciendo ruido al respirar, y miró sonriendo a su interlocutor.

—¡Adelante, pues! Emprendamos la marcha. Restablezcamos las fronteras de nuestro siglo. Mas para ello… deberemos avanzar codo con codo.

Goethe se dirigió hacia Schiller con los ojos brillantes, y ambos amigos se asieron por los brazos con fuerza.

—¡Codo con codo! —repitió Schiller—. Lo cierto es que me apetece importunar a Napoleón. ¡La meta es digna y el precio, elevado!

—Me siento pletórico, mi fiel amigo. Ya no temo al infierno ni al diablo.

Ambos hombres se separaron.

—De todos modos andaba algo estancado en mi trabajo —dijo Schiller—. Una escapadita al Rin y a Maguncia me vendrá de perlas. Y, por ende, ayer quedó bien claro que está usted perdido sin mí.

—¿Qué anda escribiendo?

—Algo sobre piratas y botines y caníbales y un amor en alta mar. Pero no acabo de coger el hilo. Empiezo a preguntarme si debería tirar a los piratas por la borda y escribir la segunda parte de mi exitosísimo drama Los bandidos.

Goethe carraspeó.

—¿Carraspea?

Goethe carraspeó de nuevo.

Schiller alzó las manos, asintiendo.

—De acuerdo, de acuerdo, tiene usted razón. Abandonaré la empresa. Dejaré Los bandidos en paz y me esforzaré por que nuestras inminentes heroicidades al servicio de la paz se conviertan en el contenido de mi futura obra. Lolo me tachará de loco en cuanto le diga que debo partir hacia Francia, y no me dejará sin oponer resistencia. Mas no importa, me temo: llevo ya suficiente tiempo comportándome cual filisteo enmohecido, con el gorro de cama sobre la cabeza y la pipa entre los labios. Ha llegado el momento de despedirse del sofá orejero y de la fábrica weimaresa de almas avinagradas. Quiero volver a sentir el polvo de las calles. Adieu! ¡Al diablo con la vida privada! ¡Quiero frescura! ¡Vamos, manos a la obra! ¿Cuándo partimos?

—Esta misma noche. Solo nos falta un tercer compañero de viaje. Alguien que conozca Maguncia y las tierras del Rin mejor que nadie; que domine Francia y su idioma hasta el punto de poder pasar por uno de ellos; que tenga pasaporte francés y que, por casualidad, esté pasando una temporada en nuestra tierra. —Goethe tomó la lámpara que tenía sobre la mesa y encendió su pabilo con el de una vela—. Tendremos que descender a los infiernos para encontrarlo.

Schiller frunció el ceño.

—¿A los infiernos? ¿Y de quién se trata, de Mefistófeles[2]?

Goethe se rió.

—No. De Alexander von Humboldt.

—¡Oh!

—¿Decepcionado?

—De los hermanos Humboldt, Wilhelm, el mayor, ha sido siempre mi preferido. Alexander suele imponer a más gente y pasar por encima de su hermano porque tiene mucha labia y sabe hacerse valer, pero… me parece algo turbio.

—Pues yo lo tengo en gran estima y le debo un agradecimiento: mis trabajos sobre historia natural despertaron de su letargo en su compañía. Sin su aliento jamás habría retomado mi estudio de osteología y no habría descubierto el hueso intermaxilar.

Schiller recorrió con dos dedos el corte que tenía sobre el labio y le dijo:

—Pues desde anoche me siento tentado a afirmar que habría sido mejor no descubrirlo… Pero dígame, ¿Humboldt no está ya medio afrancesado? ¿No prefiere vivir en París que en su Berlín natal?

—Ama a los franceses pero odia a Napoleón. Mejor imposible. Y tenemos la gran suerte de que ahora mismo se encuentra en Weimar, investigando. Le doy mi palabra de que nos resultará de extraordinaria utilidad.

Schiller hizo un gesto de negación con las manos.

—La última vez que me dio usted su palabra casi muero congelado.

Anduvieron por las callejuelas y los jardines que conducían al parque y descendieron por una escalera que moría ante el Ilm. Allí donde la orilla del río iniciaba su pendiente hallaron el portal esculpido en piedra y la puerta de madera coronada con ornatos de hierro negro. Sobre ella, un arco de piedra salpicado de carámbanos. Abrieron la puerta y avanzaron por un pozo cavado en la piedra caliza, hacia el sur. Cuanto más descendían más calor hacía. A la izquierda, un corredor estrecho y cubierto con planchas de piedra.

Al cabo de un rato llegaron a una cueva artificial en la que encontraron a Alexander von Humboldt, trabajando a la luz de las antorchas, con un martillo en una mano y un cepillo enorme en la otra. Sobre el arenoso suelo, a sus pies, un librito de notas y varios trozos de piedras de distintos tamaños. En algunas de ellas podía reconocerse aún el trenzado de plantas antiguas, y otras resultaban ser, si se las miraba con atención, huesos y dientes de animales. Humboldt se había quitado el abrigo y la chaqueta, y la toba había teñido de marrón su camisa y su pañuelo. También su rostro estaba sucio, y en su desgreñado pelo se entreveían minúsculos fragmentos de la piedra caliza del techo… Pero ni siquiera eso empañaba su soberbio aspecto. Su perfil, la claridad de su mirada, el brillo broncíneo de su piel, con aquel eterno moreno tropical —mucho más llamativo comparado con la extrema palidez bibliotecaria de los otros dos—. Así imaginaba Goethe a su joven Fausto, y si Humboldt hubiese sido actor en lugar de científico, Schiller le habría concedido el papel de Karl Moor sin asomo de duda.

Humboldt se quedó de piedra al descubrir ante sí, en la cueva, a los dos grandes pensadores weimareses, y frotó repetidamente su polvorienta mano en el pantalón antes de ofrecérsela. Para no agobiar al prusiano con excesiva premura en sus extraordinarias intenciones, Goethe empezó interesándose por sus investigaciones, a lo que Humboldt respondió con una descripción tan exhaustiva de la geología de aquel lugar y de sus fósiles hallazgos, que al final Goethe se vio obligado a interrumpirlo. Llegó entonces el turno de hablar al weimarés, y el prusiano puso los brazos en jarras para escuchar su relato acerca del Delfín. Por supuesto, el escritor le habló solo del rescate, no de la prevista restauración del desbancado regente Luis XVII, y solo mencionó el nombre del duque de entre todos sus mandantes.

Mientras su amigo hablaba, Schiller observó a Humboldt por el rabillo del ojo.

Goethe concluyó su disertación con el ruego de que Humboldt se uniera a su empresa, a lo que éste respondió:

—Hasta la fecha he procurado mantenerme al margen de la política, una de las pocas ciencias que jamás ha despertado mi interés y de la que me consta que jamás me ha sido de ninguna utilidad, cuando no ha contribuido directamente a perjudicarme. Pese a todo, si los Dioscuros de Weimar solicitan mi ayuda, no mostraré tanta estulticia como para negarme. Contrariar sus deseos, señores míos, sería como contrariar los deseos de los dioses. Cuenten ustedes conmigo, pues; será un placer acompañarlos a donde deseen, aunque para ello me vea obligado a entrar en el propio Louvre.

Goethe le ofreció la mano, satisfecho, y Humboldt la estrechó con la suya, no sin antes haberla frotado de nuevo en sus pantalones.

—¿Y sus piedras? —le preguntó Schiller mientras también él le ofrecía la mano.

—Mis fósiles podrán esperar tranquilamente una semana más; no en vano llevan haciéndolo más de cien mil años.

Goethe recalcó entonces el carácter secreto de aquella misión y la prisa que corría, a lo que Humboldt les respondió que en menos de una hora estaría listo para partir, pues estaba acostumbrado a viajar a salto de mata y con poco equipaje. Los dos escritores abandonaron la cueva mientras el científico clasificaba sus descubrimientos. Fuera había oscurecido, y solo gracias a la lámpara de Goethe lograron encontrar el camino de vuelta a la ciudad. Se separaron en Frauenplan.

En la cocina de Goethe, Christiane, Augusto y el consejero Voigt esperaban en silencio el regreso del escritor. Christiane había servido a Voigt un té y ambos consejeros se dirigieron con sus tazas a la sala Urbino, situada en el piso superior. Una vez allí, Voigt sacó un monedero con dinero alemán y francés y monedas por valor de dos mil táleros imperiales[3], aportados en partes iguales por la emigrada frau Botta y los gobernadores de Sajonia-Weimar-Eisenach y Gran Bretaña, y le hizo entrega, también, de numerosos salvoconductos de la cancillería del duque con los que podría moverse libremente por el Reich, así como un plano de Rinhesse, otro de Maguncia y una copia hecha a mano de un croquis de la casa alemana maguntina, sede de la prefectura francesa y por tanto emplazamiento del tribunal que decidiría sobre el futuro de Luis Carlos de Borbón. Voigt señaló un retrato del duque que pendía de una de las paredes de la habitación y recordó a Goethe, reiteradamente, su deseo de que la misión fuera un éxito, así como su más encarecido deseo de que el escritor no pusiera en peligro su vida en las calles de Maguncia. Si tenía más preguntas, sir William estaría encantado de respondérselas mientras lo acompañaba con sus hombres hasta Eisenach.

Cuando Voigt se hubo marchado, Goethe se dedicó de nuevo a su equipo. Christiane subió al estudio con las manos escondidas en el delantal, y al ver los billetes rompió a llorar. El dinero y el educado silencio de Voigt le parecieron pruebas más que suficientes para concluir que su Wolfgang iba a realizar un viaje del que quizá no regresaría. Él la tomó entre sus brazos y le secó las lágrimas con la manga de su levita. Le prometió que tendría mucho cuidado y que no moriría en Francia o en cualquier lugar alejado de allí, sino recostado en la butaca de su comedor. Tras un afectuoso beso, Christiane se retiró a prepararle provisiones para el viaje. Goethe cerró su mochila, la cubrió con una pesada manta y enfundó su pistola. Aún le quedó tiempo para darse un baño caliente que le preparó su sirviente, Carlos, y cuyo placentero efecto sería probablemente lo más confortable que iba a sentir en unos cuantos días.

Humboldt esperaba ya a su puerta, con una talega junto a los pies, cuando Goethe salió de casa a las ocho en punto. Había empezado a nevar y Frauenplan se extendía oscura y abandonada ante ellos. Schiller se les unió poco más tarde, con un bastón nudoso en la mano y una cartera a la que había atado una ballesta.

—¿Les sorprende que lleve este extraño utensilio a la espalda? —preguntó Schiller—. Pues sepan que soy un maestro en el uso de la ballesta. Esta arma silenciosa supera con creces a la mezquina y ruidosa pistola. ¡Nos protegerá a todos!

Schiller andaba a paso ligero e inspiró tan intensamente el aire helado que no pudo evitar arrancar a toser. Goethe preguntó a su amigo si su precaria salud le permitiría realmente afrontar los desvelos que se les avecinaban, a lo que éste respondió sonriendo, tras limpiarse la comisura de los labios con un pañuelo:

—No permitiré que me haga esta pregunta un hombre diez años mayor que yo.

En aquel momento Humboldt llamó la atención de ambos hombres y les señaló una figura encapuchada que se dirigía hacia ellos desde Brauhausgasse. Goethe se percató de que no era el británico y empezaba ya a sospechar de que se trataba de un bonapartista cuando reconoció al subteniente prusiano que le había salido al encuentro aquel mediodía. El hombre parecía helado, como si desde entonces no hubiera podido calentar siquiera los dedos junto a una chimenea. El joven deseó buenas noches a Schiller y a Humboldt, a quienes no reconoció tras sus grandes bufandas, y le preguntó a Goethe si había tenido tiempo de leer ya su comedia.

—Ni remotamente —le respondió éste, recordando de pronto que había olvidado el manuscrito en la sala de audiencias del palacio—. Ha escogido usted uno de los días más saturados de mi vida para abordarme. Lo lamento, pero tendré que darle largas por el momento. Buenas noches.

—¿Cuándo lo leerá?

—En cuanto encuentre el tiempo necesario, aunque le advierto que tardaré un poco. Buenas noches.

El subteniente echó un vistazo al equipaje de los tres hombres.

—¿Se van de viaje? ¿Adonde?

—Con su permiso, mi joven amigo, me temo que no puedo responder a su pregunta. Y ahora, buenas noches.

Pero el joven no permitió que se zafara de él. Observó largamente la cartera de Goethe y, al alzar la vista de nuevo, tenía las mejillas enrojecidas y su voz sonó algo más áspera.

—Wieland dijo que yo podría cubrir el vacío de la literatura dramática. Uno que ni siquiera usted o el señor Schiller han logrado cubrir. Llegará el día en el que pasaré por encima de usted, ya sea con su ayuda o sin ella.

Goethe intercambió con Schiller una mirada burlona.

—¿De modo que eso dice Wieland? Bueno, espero que la lectura de su obra me convenza también de ello.

—No. No quiero esperar más. No necesito su valoración. Devuélvame mi obra.

—Ah —dijo Goethe, y carraspeó—. Le ruego que me disculpe, pero no la llevo encima. Está en el castillo.

—¡Cristo resucitado! ¡Le dije explícitamente que no la soltara ni un segundo!

—Tranquilícese, hombre. Está allí. Tan seguro como que hay estrellas en el cielo. Nadie se la llevará.

El subteniente observó a Goethe con gravedad.

—Está bien, ya veo que… me ignora. Me ignora usted porque no me conoce. Y por eso le odio. Pues… que le vaya bien. ¡Espero que su viaje lo conduzca al infierno y que no regrese jamás!

Y dicho aquello se dio media vuelta y se marchó antes de que Goethe pudiera abrir la boca para rebatir su acalorado discurso. Los tres hombres lo vieron alejarse con pasos coléricos, cruzar Frauenplan y desaparecer entre la nieve. Humboldt fue el último en apartar la mirada de aquella visita nocturna.

—El chico es rápido en el manejo del lenguaje —dijo Schiller.

—Cierto es. Primero me alaba y de inmediato me maldice —dijo Goethe, moviendo la cabeza—. ¡La juventud vive siempre en los extremos!

—Una criatura adorable, sin duda. ¿Y quién era, por cierto?

—Un subteniente prusiano que se nos ha vuelto poetastro y que hasta hace un minuto era ferviente admirador de mi arte. —Al ver la sonrisa de Schiller, Goethe continuó—. No se burle. Los tipos como él suelen escoger a un héroe al que emular en su ascenso al Olimpo del arte. Pero Wieland me envía siempre a los sujetos más estrafalarios. Ojalá este absurdo mosto pudiera dar un buen vino.

En ese momento, cuatro dragones de la guardia de la monarquía británica doblaron la esquina, seguidos de una berlina tirada por dos caballos, capota negra y unos farolillos encendidos a derecha e izquierda del carromato. Ayudaron al silencioso cochero a cargar sus equipajes y entraron en la cabina, por fin, junto a sir William. El británico dio la señal de partida con un golpe de bastón, y mientras los hombres se acomodaban con almohadas y mantas, el cochero hizo volar su convoy por la calzada que conducía a la ciudad de Erfurt.