Demontre! —exclamó Goethe al notar el impacto de una encorchada botella de borgoña contra su cráneo, lanzada con tal ímpetu que el dolor se extendió por todo su cuerpo.
Ni siquiera tuvo tiempo para sacar su pulgar de la boca de la mujer. Aturdido, se recostó sobre la mesa para no perder el equilibrio y caer de rodillas, pero el otro lo agarró enseguida por el cuello y lo obligó a darse la vuelta con la idea de derribarlo de un puñetazo. Mientras tanto, Schiller había alzado la cornamenta —cabeza y placa incluidas— y la dejó caer con fuerza sobre la espalda del agresor. Cuando el hombre se derrumbó, inconsciente, los trozos de vidrio crujieron bajo el peso de su cuerpo. Sin soltar aún la cornamenta, Schiller tendió a su amigo la mano que le quedaba libre y lo ayudó a mantenerse en pie hasta recuperar los cinco sentidos.
Además del hombre al que Schiller había abatido tenían ante sí a otros cuatro tipos, a cuál más robusto, que en aquel instante empezaban a desviar sus miradas del cuerpo inmóvil de su compañero. Eran corpulentos y musculosos, fornidos hombres de campo que, en caso de llegar a las manos, harían sin duda gala de una gran disposición y pericia. La mujer se alejó del banco para seguir el combate desde una distancia más prudencial, y, mientras, el dueño de la taberna recogió a toda prisa las jarras y las botellas con la intención de ahorrarles un destino parejo al del borgoña.
Goethe alzó las manos en un gesto apaciguador y dijo:
—Messieurs, aparten de sí odio y rencores. Estoy dispuesto a resarcirlos por sus molestias y a correr con los gastos de este desaguisado.
—Desde luego que lo hará, maldito profanador de tumbas —dijo uno de los aldeanos, al tiempo que se quitaba el chaleco de cuero—. Correrá con todos los gastos. Pagará con una moneda muy especial.
Ambos escritores dieron un paso atrás simultáneamente, pero descubrieron que a su espalda no tenían más que la pared; la puerta de salida se encontraba justo al otro lado, tras los cuatro hombres que empezaban a cercarlos. Schiller miró a Goethe. Éste se encogió de hombros.
—¡A por ellos, que son pocos y cobardes! —dijo Schiller, alzando la cornamenta sobre su cabeza y arremetiendo contra el más brioso de sus atacantes, al que dio en plena mandíbula e hizo caer al suelo.
Los otros tres se abalanzaron sobre él, le arrancaron de las manos la cabeza disecada y le propinaron una buena manta de golpes. Un puñetazo en la cara le partió el labio y otro en el estómago lo dejó sin respiración. Entonces fue Goethe quien se lanzó contra ellos, se enzarzó con uno en concreto, cayó al suelo acometiéndolo y continuó la pelea rodando con él en una y otra dirección.
Entretanto, Schiller había recuperado el aliento y se había precipitado contra una viga de madera sosteniendo bajo el brazo la cabeza de uno de aquellos aldeanos. El hombre cayó desmayado al suelo y Schiller corrió hacia Goethe —quien, tendido sobre las tablas del suelo, nada podía hacer para zafarse de los codazos de su oponente— y de una patada lo separó de su rival. Después cogió una mesa y la lanzó hacia los hombres, lo cual les procuró el tiempo que precisaban para salir huyendo de la taberna, no sin antes tirar a sus espaldas cuantas sillas encontraron por el camino, a fin de dificultar el trayecto de sus perseguidores.
En cuanto salieron a la calle, Goethe se hizo con la pala que el dueño había utilizado para apartar la nieve de la entrada y la colocó de tal modo entre el pomo y el marco de la puerta, ahora cerrada, que los aldeanos no pudieron abrirla. Lo único que logró atravesar aquella puerta fueron sus gritos sordos y sus maldiciones.
Schiller se inclinó hacia delante y se apoyó en las rodillas hasta recuperar el aliento. Goethe tenía la espalda recostada sobre la pared. Sangre, sudor y vino humeaban sobre su cabeza en la silenciosa atmósfera invernal.
—Estoy, ¡ay!, cual si me hubiera explotado el esqueleto —dijo, jadeando—, y mi cuerpo aún viviera para sentirlo. —Se llevó una mano a la cabeza y después se lamió los dedos—. No me habría importado sacrificar mi cráneo, pero lo del vino es una lástima.
Schiller se incorporó y cogió con los dedos dos ensangrentados fragmentos de vidrio que se habían quedado atrapados entre el pelo de Goethe.
—Nos hemos dejado los abrigos en el salón —dijo.
—Cierto es. Pero, hablando del salón… ¿Por qué estará todo tan silencioso ahí dentro?
En el salón reinaba el silencio, efectivamente, porque los tres aldeanos habían salido por la puerta de atrás y estaban dando la vuelta a la taberna. En cuanto los dos weimareses vieron sus rostros iracundos doblando la esquina, dieron por finalizado su descanso, decidieron que ya habían recobrado el aliento y salieron pitando de allí. El camino hacia la calle estaba sitiado por los aldeanos, de modo que tuvieron que abandonar el pueblo por otro lado, corriendo entre las casas y los campos de rastrojos. La nieve era espesa y profunda, y tanto perseguidores como perseguidos avanzaban con lentitud, como en un suelo de ajonje, y tropezaban repetidamente en la oscuridad de la luna nueva. Pronto el campo empezó a dibujar una pendiente y al final dejó de ser campo para convertirse en orilla. Los escritores llegaron hasta el río, pero Schiller se negó a poner un pie en el hielo.
—¡Muerte y maldición! —imprecó—. El Ilm.
—¡Adelante, crucémoslo!
—No, gracias, prefiero entregarme a esos desaprensivos que a los peces.
—¡Pero si estamos en febrero! Descuide, el hielo soportará nuestro peso.
—¿Me da su palabra?
—Usted limítese a caminar. Le doy mi palabra —le respondió Goethe.
—Que el cielo me proteja de sus despropósitos. Ahí voy, por respeto a las canas.
Sin dudarlo, Goethe pisó el hielo con su bota. Se oyó un chasquido hueco bajo su suela, pero la superficie helada y cubierta de nieve aguantó su peso. Schiller dudó hasta el último segundo, pero al final, cuando sus perseguidores llegaron a menos de diez pasos de él, se decidió a seguirlo. También ellos osaron pisar el Ilm, mas regresaron corriendo a la orilla segura en cuanto vieron a Schiller hundiéndose en el hielo a apenas un metro de llegar al otro lado. El suelo se abrió bajo sus pies y el Ilm lo cubrió hasta los muslos. Cuando Goethe lo sacó de allí temblaba como una hoja.
—¡Me dio usted su palabra de que no me hundiría!
—Pues es evidente que me equivoqué. En fin, ya estamos a salvo.
Las botas de Schiller escupieron agua helada en cuanto puso los pies en el suelo. Con un suspiro se sentó en la nieve, sobre los fondillos de sus pantalones, y vació sus botas.
Una bola de hielo blanco aterrizó entre los dos hombres. El más joven de los aldeanos no había encontrado ninguna piedra que lanzarles, de modo que se había creado su propio proyectil improvisado.
—¡Por poco! —gritó Goethe, llevándose las manos a la boca y formando un cono junto a las comisuras de sus labios.
—¡Sabemos dónde vive, consejero! —le espetó el portavoz de los aldeanos, con el puño alzado, desde el otro lado del río—. ¡No cante victoria antes de tiempo! ¡Iremos a Weimar y le haremos una visita que no podrá olvidar en mucho tiempo!
—Los espero con impaciencia, señores, y los recibiré con los honores que se merecen —respondió Goethe, sonriendo—. ¡Hasta entonces, vayan con Dios!
El tercer hombre cogió por el cuello a su joven acompañante, que ya estaba formando una segunda bola de nieve, y entonces se dieron la vuelta y regresaron hacia Oßmannstedt, con los hombros encogidos para protegerse del frío.
—Estoy helado —se quejó Schiller, en cuanto Goethe lo hubo ayudado a ponerse de nuevo en pie—. ¡Frío, frío y humedad!
—¿Quiere que vayamos a casa de Wieland para entrar en calor?
—No, no quiero ir a casa de Wieland, quiero ir a mi casa —dijo Schiller, frotándose los brazos con las manos y echando un vistazo hacia la calle, iluminada por las estrellas—. Nada de esto habría pasado si nos hubiésemos limitado a discutir sobre el origen de las plantas.
Habían salido de Weimar hacia el mediodía, en dirección Apolda, y mientras caminaban junto a la orilla del Ilm se habían dedicado a hablar de todo un poco: empezaron comentando la fastuosa coronación de Napoleón Bonaparte como emperador de los franceses en la catedral de Notre-Dame de París, continuaron debatiendo sobre los planes que el corso tenía para Europa y acabaron hablando sobre el pueblo francés como tal y los motivos del estrepitoso fracaso de su revolución. Y de ese modo olvidaron cuanto los rodeaba, hasta el punto de que al caer la noche se encontraron en Oßmannstedt, donde continuaron su conversación en la primera y única taberna junto a la que pasaron, acompañados de una sopa de lentejas con tocino ahumado, mucho pan y demasiado vino.
Tras observar la cornamenta de un gamo que pendía sobre una de las ventanas, Goethe condujo la conversación hacia el tema del hueso intermaxilar, y fue así como pasaron de la política a la ciencia. Con el permiso del dueño descolgaron la cornamenta de la pared y, con la ayuda del animal disecado, Goethe realizó una verdadera disertación sobre el lugar exacto en el que el mencionado hueso se unía a la mandíbula del animal e informó que en el caso de los seres humanos había desaparecido porque crecía pegado a la mandíbula ya desde antes de su nacimiento. La conclusión de su improvisada conferencia, pues, pasaba por afirmar que aquel hueso invisible no era ni más ni menos que una muestra de que, pese a las diferencias que existen entre los seres vivos que pueblan la Tierra, en todos ellos subyace una forma primigenia y original, un proyecto de construcción en el que hombres y animales fueron creados del mismo modo.
Llegados a ese punto, la ponencia había logrado llamar la atención del resto de los clientes de la taberna, y, en respuesta a las miradas de curiosidad, el consejero repitió en voz alta el discurso con el que acababa de ilustrar a Schiller, por mucho que este intentara disuadirlo de ello como si intuyera ya de antemano la catástrofe en la que acabaría convirtiéndose aquella lección de anatomía. Y es que, aunque los hombres de Oßmannstedt lo escucharon al principio con suma atención, cada vez parecían estar más en desacuerdo con la idea de provenir del mismo saco que el resto de las criaturas de la gran génesis pina. Y cuando se enteraron de que Goethe había sacado a la luz sus calumniosos conocimientos en la torre fúnebre de Jena, sus protestas empezaron a subir de tono. Pero ni siquiera entonces quiso Goethe prestar atención a su amigo, que le aconsejó interrumpir su discurso. Por el contrario, elevó si cabe aún más el tono, a fin de imponer su voz a la de sus detractores, y cuando al fin, algo nervioso, se acercó a la única mujer allí presente y le metió el dedo en el paladar con la idea de comprobar en un ser vivo la ubicación del hueso intermaxilar, ésta gritó horrorizada, en la medida en que se lo posibilitaba la presencia de la mano del consejero en el interior de su boca, y uno de los aldeanos se hizo con una botella de vino aún cerrada y la estampó contra el cráneo de Goethe.
Y solo gracias al Ilm lograron abandonar sanos y salvos la weimaresa ciudad de Oßmannstedt.
—Hay algo que debo reconocer: a su lado no cabe el aburrimiento —dijo Schiller algo más tarde, ya de noche, cuando se despidieron en la explanada. Habían regresado de Oßmannstedt a paso ligero, de modo que pese a la falta de abrigo habían entrado en calor. Schiller estornudó y luego añadió—. Aunque, con toda certeza, esta escapada me obsequiará con un buen calenturón.
—El aburrimiento es mucho más enojoso que la fiebre. Schiller se rió:
—Tiene usted toda la razón: en la vida hay que escoger entre el aburrimiento y el sufrimiento. Pero la próxima vez que tenga previsto recorrer los alrededores para informar al vulgo de que el ser humano no es más que un animal desollado, le ruego que no cuente conmigo para que lo acompañe, o mejor dicho, para que lo proteja, si no es con una mordaza.
—¿Nos veremos mañana?
—Si Dios quiere —le respondió Schiller, dispuesto ya a marcharse—. Buenas noches. O quizá debería decir ya buenos días.