9

François reconoció el paisaje, pues en una ocasión había hecho el mismo trayecto con Félix.

Habían salido de Millau al anochecer, donde habían comprado unos guantes, dado que Millau era la ciudad de los guantes. El encargado de la quesería también se llamaba Millau. Para llegar a Cahors, había que atravesar una amplia llanura pedregosa sin una sola casa, sin un triste árbol, un desierto de piedras como debe de haberlos en la luna.

¿Por qué tenía hoy tanta prisa? No era culpa suya si se le había olvidado. Hacía todo lo posible por recordarlo. «¡Hacer todo lo posible!». ¿Quién había pronunciado antes esa frase? Al parecer, no bastaba con eso. Y él todavía estaba débil. ¡No! Sinceramente, ni con la mejor voluntad del mundo, era incapaz de precisar por qué tenía tanta prisa.

Estaba anocheciendo; la luz era la misma que la otra vez, o, mejor dicho, reinaba una ausencia de luz que no llegaba a ser oscuridad. Esta no provenía de ningún sitio. Las piedras eran del mismo color gris frío que el cielo. No había sombras, solo algunas piedras más gruesas que las demás; tal vez aerolitos.

La jornada había terminado, pero aún no era de noche; François tenía a la vez calor y frío. Sudaba y tiritaba. Por mucho que pisaba a fondo el acelerador, su vehículo avanzaba a la velocidad de un escarabajo. Dentro de poco pasaría por delante de Bébé, pero no la vería. ¿O más bien fingiría no verla? Sabía que su mujer estaba allí, a la izquierda, junto al coche blanco. Llevaba un vestido de muselina color verde que le llegaba hasta los tobillos, una amplia pamela de paja en tonos cremas, sombrilla en mano. ¡Menuda ocurrencia cargar con una sombrilla viajando en coche! Claro que el coche era descapotable… De hecho, se parecía al de Mimi Lambert.

¡Allá ella!

Como era previsible, Bébé intentaba llamar su atención haciéndole señas con la sombrilla. ¿Por qué iba en ese pequeño coche blanco? ¿Por qué se había aventurado sola en el desierto lunar? ¿Por qué se había desviado de la carretera por aquel sendero, de donde ya no podía salir?

Bébé había sufrido una avería. ¡Allá ella! François tenía prisa… ¡Santo cielo! ¿Cómo era posible que no se acordara de adónde iba y qué tenía que hacer con tanta urgencia? François se planteó fingir no haberla visto. Por supuesto, aquella no sería una actitud nada cortés o galante. Y su padre, pese a ser un curtidor, les había enseñado a sus hijos a ser educados.

—Hola, Bébé.

¡Sin más! ¡Con alegría! Sin detenerse, sin frenar, ¡como si no se hubiera percatado de que ella había sufrido una avería! Bébé seguía haciéndole señas con la sombrilla. ¡Demasiado tarde! Él ya había pasado. Se suponía que no veía nada detrás de él… ¿Cuánto tiempo se quedaría allí? François no podía perder un minuto. Tenía una cita urgentísima; la prueba de ello era que le esperaba una multitud.

En la sala había más de cien personas. Conocía a algunas y a otras no: los obreros empleados en su fábrica, el camarero del Café du Centre, aquel que, el día de Año Nuevo, solía regalarle una botella de licor y un lápiz con publicidad…

—Siéntese. —Era una voz firme.

—Antes me gustaría explicarle, señor le Roy… -susurró François.

—Bla, bla, bla… Le he dicho que se siente.

¿Habían reconocido los presentes al abogado Boniface? El traje mayestático le confería otro aspecto, pero su barba, apenas más lisa, y sus cejas enmarañadas eran las mismas. Porque iba vestido de rey, con manto de color rojo y corona, y sostenía un cetro. Cada vez que decía «bla, bla, bla…», le daba unos golpecitos en el hombro con el cetro, y su rostro encendido como el de un rey de baraja expresaba hilaridad. Tal vez por eso los demás no le reconocían: ¡por aquel rostro encendido y aquella amplia sonrisa!

—Amiguito —dijo Boniface.

—Perdone, pero yo no soy su… —terció François.

—Bla, bla, bla… ¡Y zas!, un fuerte golpe de cetro en la cabeza. Entonces François se dio cuenta con espanto de que iba en calzoncillos. ¡Tenían que dejarle tiempo para vestirse! No podía comparecer en calzoncillos ante el rey, pues llevaría todas las de perder.

—Majestad…

—¡Silencio! Y silencio también al fondo de la sala.

François se volvía y solo veía cabezas, cientos de cabezas —habría entrado más gente—, en una espaciosa sala revestida de madera negra, como el despacho de Boniface.

—Crueldad mental… Padece usted de crueldad mental, amiguito… ¡Ja, ja! El tribunal le condena a veinte años de hospital. Hermana Adonie, ¡llévese al condenado!

—¡Señor! Señor, son las ocho.

La anciana criada de la casa del Quai des Tanneurs miraba a François angustiada.

—¿Qué traje querrá ponerse el señor? —le preguntó—. Será mejor que tome un baño. Su cama está completamente deshecha. Seguro que ha tenido un sueño agitado.

—¿Qué tiempo hace? —dijo él.

—Está lloviendo.

Un traje negro quedaría demasiado exagerado; iba a parecer que… Mejor un traje gris.

Por otra parte, no tenía que comparecer ante el tribunal: Boniface le había suplicado que se quedase en casa.

No le ha citado ni el Ministerio Público ni la defensa. Prefiero utilizar sus declaraciones anteriores, según convenga, a verlo en el estrado. Si el presidente, en virtud de su poder discrecional, decide hacerle comparecer, le llamaré por teléfono. Quédese en casa.

Se respiraba una atmósfera de funeral. Por la casa circulaban unas inhabituales corrientes de aire. La anciana criada había llorado; hablaba a François como si se dirigiera a alguien que hubiera perdido a un familiar.

—Si come algo se encontrará mejor.

Les había dado el día libre al servicio. Se notaba que las oficinas estaban vacías, pues no se oían los ruidos familiares de la fábrica. Félix y Jeanne llegaron en coche. Su hermano estaba muy serio; parecía preocupado. Al principio le miró con inquietud y luego le besó en ambas mejillas.

—¿Cómo estás, François?

Vestía con más esmero que de costumbre. Jeanne también, pero ella iba de negro. Los dos acudirían al juzgado, donde les habían citado.

—Tú estate tranquilo, ¿eh? —insistió Jeanne—. Todo irá bien. Por cierto, he recibido un telegrama de mi madre.

Le alargó un papel azul.

VIOLENTO ATAQUE DE REUMA STOP IMPOSIBLE VIAJAR STOP HE ENVIADO A BONIFACE CERTIFICADO MÉDICO Y DECLARACIÓN ESCRITA STOP TELEGRAFIADME VEREDICTO STOP BESOS VUESTRA MADRE

Miraron el reloj: eran las nueve menos diez. La vista empezaba a las nueve.

—Por favor, Félix, telefonéame en cuanto hayas declarado.

Marthe, a quien también habían llamado a declarar, llegó de La Châtaigneraie en autobús. Jacques se había quedado solo con Clo.

—Hasta luego —se despidió Félix.

Trataron de sonreírse, pero no pudieron. Una fina lluvia se deslizaba por los cristales. Apenas quedaban unas pocas hojas amarillas en las ramas negras de los árboles del muelle. Enfrente de la casa, un pescador permanecía inmóvil, petrificado en su impermeable, la mirada fija en el corcho rodeado de pequeños círculos.

—El señor debería hacer algo, cualquier cosa, para pasar el tiempo.

François tenía la mente en blanco y le ardían los labios de haber dormido mal y haber soñado tanto. Se paseaba por delante del teléfono, pendiente de la llamada, a la espera de que le dijeran que corriese a la sala del juzgado.

—Con dos sesiones bastará —había asegurado Boniface—. Dado que mi dienta lo ha confesado todo, el Ministerio Público ha renunciado a oír la versión de la mayoría de los testigos. Yo he hecho lo mismo. Cuantos menos testigos haya, más cómoda es la defensa, porque así el abogado tiene campo libre.

François había propuesto esperar en un café que había al lado del Palacio de Justicia.

—Es usted demasiado conocido en la ciudad. La gente se enteraría y lo consideraría una desfachatez.

¿Qué era lo que Boniface le había obligado a escribir? François había intentado negarse, ya que las fórmulas le parecían ridículas, ¡y tan lejos de la realidad!

«Con plena conciencia de mis facultades, ante Dios y ante los hombres…».

—¿No cree usted que…? —le había preguntado al abogado.

—Escriba lo que le digo. Es el estilo más conveniente de cara a los miembros del jurado.

«… perdono a mi mujer el daño que me ha hecho y el que ha intentado hacerme…».

—Escúcheme, señor Boniface. No tengo nada que perdonar. Considero que…

—¿Quiere o no quiere usted ayudar a la defensa?

«… Soy consciente de que la soledad y la inactividad en que he abandonado a una mujer joven, acostumbrada a una vida más lujosa…».

—¿No cree usted que si saliera a declarar y…?

—Les diría lo que me ha dicho a mí y nadie entendería nada. Con tanto justificar a su mujer, se expondría a conseguir el resultado contrario. Deme la carta.

El timbre del teléfono hizo que François se estremeciera y se precipitara hacia el auricular.

—¡Diga! Sí, François Donge. ¡No, señor! Hoy están cerradas las oficinas. Debería usted saberlo… No. Me es totalmente imposible tomar nota de un pedido.

Echó una ojeada al reloj sin soltar el teléfono. ¡Las nueve y cuarenta! La lectura del acta de acusación tenía que haber terminado, puesto que no eran más de diez páginas mecanografiadas.

En el jurado habían tenido que distribuir permisos para poder entrar. Estaban allí todas las señoras de la ciudad, entre ellas Bébé, pálida, digna, como en la iglesia, sentada en el banco del comité encargado de recaudar fondos… Boniface debía de haberle dicho que, a petición suya, François no estaría allí. ¿Tal vez ella lo buscaba con la mirada entre la multitud?

Los miembros del jurado se hallaban a un lado, en perfecto orden y con sus mejores trajes, como esperando a ser fotografiados, como en el retrato de los maestros curtidores…

—El señor debería hacer algo, cualquier cosa… —insistía la criada.

¡Las diez y media y ni una llamada! François bajó a su despacho, subió a su habitación, volvió a bajar, abrió la puerta de la calle.

—Ya sabe el señor… —le advirtió jadeante.

La mujer creía que François se disponía a marcharse. Le habían mandado cuidar de François, quien simplemente quería tomar el aire. Corría el mes de octubre. Hacía fresco. El pescador seguía allí. Pasaron unos niños embutidos en chubasqueros que les daban aspecto de gnomos.

—¿No es el timbre del teléfono? —preguntó él.

—No, señor, es el despertador de mi habitación.

Por fin, a las once y cuarto, se detuvo un coche junto a la acera. Era el vehículo de Félix, quien apareció sin sombrero.

—¿Cómo ha ido? —soltó François.

—Sin complicaciones —le explicó su hermano—. Por lo visto el jurado se muestra bastante comprensivo, salvo el farmacéutico. Boniface ya había recusado a cinco… Por supuesto, han nombrado al farmacéutico presidente del jurado.

Félix parecía venir de otro mundo.

—¿Y ella?

—Perfecta, como siempre. Quizás ha engordado un poco. Al verla entrar, todo el mundo se ha quedado sin habla.

—¿Cómo iba vestida?

—Llevaba el traje sastre azul marino y un sombrero oscuro. Parecía que entrara en el salón de una gran fiesta. Se ha sentado muy tranquila y luego ha mirado a su alrededor… —A Félix se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Y el fiscal?

—Es un tipo gordo con forúnculos. Ha estado implacable, aunque menos de lo que cabía esperar en él. Pero, hasta el momento, todo ha transcurrido con mucha normalidad. Como si se limitasen a cumplir formalidades del tipo: «¿Desea hacer alguna pregunta más al testigo?». Y Boniface: «No, señoría». «¿Y usted, letrado?». «Tampoco, señoría».

»Incluso los testigos parecían decepcionados de que les hubieran hecho acudir por tan poca cosa. Dudaban en abandonar el estrado. A la mujer de la tienda de modas no había quien la sacara de allí, hasta el punto que la gente ha empezado a reírse y el presidente ha tenido que insistir: “Le están diciendo que puede retirarse, señora”. Al final se ha ido renegando y refunfuñando no sé qué.

Al poco llegó Jeanne en taxi.

—¿Cómo estás, François? —saludó a su cuñado—. No sé si, a fin de cuentas, hubiera sido mejor que estuvieras en el juzgado. Es mucho más sencillo de lo que parece. Me daba miedo que me impresionara, pero no ha sido así. Al llegar al estrado Bébé me ha hecho una señal con la mano que los demás no podían ver. Así, levantando los dos dedos, como hacíamos de pequeñas cuando queríamos decirnos algo en la mesa. Juraría que ha sonreído. ¡Niños, a comer! Félix tiene que estar en el juzgado a la una y media, cuando se reanude la vista.

En la mesa reinó un silencio sepulcral, solo roto por el tintineo de los tenedores.

—¿Se espera que termine hoy mismo? —preguntó François.

—Dependerá del fiscal. Boniface dice que él no hablará más de una hora —dijo Félix—. Por lo visto siempre promete lo mismo, pero cuando nota que se gana al público acaba perorando durante dos o tres horas.

Félix se marchó. Jeanne, por el contrario, se quedó con su cuñado. Le comentó:

—Escucha, François, deberíamos pensar en ciertas cosas…, aunque toco madera. En caso de que la absuelvan, Bébé querrá ver a Jacques enseguida. ¿No crees que es preferible no llevarla a La Châtaigneraie? Será de noche, y temo que la casa le traiga recuerdos, así que te propongo que vayamos en coche. Conduciré yo, tú estás demasiado nervioso. Traeremos a Jacques aquí con todo lo que necesite. Si quieres, también puede venirse Clo. En una hora estaremos de vuelta. Hasta entonces seguro que Boniface no te necesitará.

Aún no eran las tres. François terminó cediendo a los planes de Jeanne. Circularon en medio de la lluvia por una calle desierta. El limpiaparabrisas no funcionaba, de modo que Jeanne tenía que inclinarse hacia delante para ver bien.

—En cuanto Félix te llame, te vas para el juzgado. Deja el coche frente a la puerta que da a la Rue des Moines.

La verja blanca. Clo acudió corriendo, pensando que traían la gran noticia, que quizá la señora…

—¡Clo, vista deprisa al niño! Meta en una maleta su neceser y su pijama —ordenó Jeanne.

—¿Dónde está mamá? —preguntó Jacques.

—Seguramente esta noche verás a tu madre —le dijo su tía.

—¿No la condenarán?

Mientras ayudaban a vestir a Jacques, François iba y venía por La Châtaigneraie, que ya no reconocía como suya. Le daba la impresión de que la abandonaba para siempre, de que aquello era una mudanza definitiva.

—¿Y si llamo? —se le ocurrió decir.

—¿Adónde? —se extrañó su cuñada.

—A casa.

Donge telefoneó.

—¿Angèle? Soy el señor… ¿No me ha llamado nadie? ¿Está segura? ¿No se ha alejado del teléfono?… ¡Bien! Llegaremos dentro de media hora. ¿Está lista la habitación del niño?… Eche unos cuantos leños, sí, que ha refrescado.

Con todo, el día transcurrió más deprisa de lo que cabía esperar. Boniface debía de estar en pleno alegato, la nariz atiborrada de rapé, las mangas desplegadas; cuando alzara la voz, se oiría vibrar el eco de las sílabas en los rincones más alejados de la sala. Tal vez había jóvenes abogados que permanecían de pie junto a la puerta de los testigos…

—François, te sentaría bien una copa de aguardiente. Jacques estaba en la cocina charlando con la anciana Angèle:

—¿Tú sabes qué ha hecho mamá? No la condenarán, ¿verdad? Si lo hacen, sería un error judicial. Me lo ha dicho Marthe.

Marthe, que se había dejado el paraguas en la sala de los testigos, regresó de la audiencia empapada.

—Ahora hablaba el señor Boniface —anunció la criada mientras se sonaba—. Muchas personas del público están llorando. El señor Félix me ha dicho que vuelva y les diga que todo va bien.

—No, François. No vayas todavía… —le rogó Jeanne.

Pero él no aguantaba más. Se puso el abrigo y buscó febrilmente el sombrero. Había anochecido. Se le olvidó encender los faros del coche y, cuando pasó por el puente, un policía le llamó la atención. En la plaza del Palacio de Justicia, la multitud iba y venía, como en el entreacto de una obra de teatro, y discutía en pequeños corros. François comprendió que el jurado se había retirado a deliberar. Permaneció en el coche, estacionado en la acera, temiendo que le reconocieran. Vio salir a Félix del estanco, sin sombrero ni abrigo. Este descubrió enseguida el coche y le dijo:

—Acabo de llamarte. Sabremos el veredicto dentro de unos minutos. No tenías que haber venido.

—¿Qué se prevé? —quiso saber François.

—Nada malo. Boniface ha hecho un alegato magnífico. Por lo visto es buena señal que el jurado tarde tanto en deliberar, mientras que si acaban en pocos minutos… Quédate en el coche, François. ¿Te traigo algo de beber?

—No. ¿Y Bébé?

—Como siempre. ¿Te ha contado Marthe que había mujeres llorando en la sala? Boniface ha descrito largo y tendido su vida en Estambul, su familia, sus…

François le apretó con fuerza el brazo al ver que la gente se empujaba para entrar en la audiencia. Instantes después, se supo que era una falsa alarma: el jurado seguía reunido. Félix, para entretener a su hermano, hablaba por los codos y sin convicción, desgranando frases:

—Se ha extendido mucho sobre la falta de preparación de la juventud actual para la vida real y sobre las inevitables repercusiones de una educación que descuida de manera sistemática…

Las luces se reflejaban en la plaza llena de charcos. Unos periodistas retransmitían las novedades desde el café de la esquina. Un hombre de mediana edad y bien vestido, que probablemente había reconocido el coche de Donge, tuvo el descaro de pegar la cara al cristal y no se apartó hasta que vio que los dos hermanos le miraban. Al instante, lo vieron charlando con un grupo de gente en las escaleras, señalando el coche.

—Quédate aquí, François —ordenó su hermano—. Cuando emitan el veredicto no debes…

De pronto sonó un timbre, como en el teatro. La gente se empujaba. Se veían siluetas que corrían sorteando los charcos.

—No te muevas de aquí, ¿me oyes?

Un coche aparcó detrás de su vehículo. Era Jeanne, que tampoco aguantaba más.

—¿Van a leer el veredicto? —dijo.

François asintió a sus palabras.

—Adelanta el coche unos metros —siguió ella—. Dentro de un momento aquí habrá mucha gente. Ahora te enseño la puerta.

Se trataba de una puerta de estilo gótico como de sacristía. No había ningún vigilante. Los escalones gastados de la entrada daban a un corredor oscuro, más bien un subterráneo: las entrañas del Palacio de Justicia.

—¿Adónde vas, François? —Jeanne se alarmó.

Este dio unos pasos sin poder evitarlo. Subió los escalones. Jeanne le siguió, alarmada. El pasillo formaba un recodo. Se advertía la presencia humana, el calor animal: la gente se agolpaba a una puerta custodiada por un guardia; del interior se filtraba una franja de luz. Al otro lado de la puerta, se adivinaba una multitud desconcertada. De pronto se alzó una voz deliberadamente impostada y clara que recalcaba cada sílaba:

—La respuesta del jurado a la primera pregunta es: Sí.

La primera pregunta era: «¿Tenía la acusada la determinación de matar a su marido?».

—Segunda pregunta: Sí.

Aquí se trataba de la premeditación. A François le había costado entender las explicaciones de Boniface al respecto, quien le había dicho:

—Aunque el jurado conteste «Sí» a la primera pregunta, es posible que conteste «No» a la segunda.

—Pero si mi mujer ha confesado premeditación…

—Eso no importa. Se trata de determinar el grado de la pena. Si contesta «No» a la segunda pregunta, el jurado rebaja esa pena un grado.

Llegaba un rumor de la sala. Jeanne buscó la mano de François en la oscuridad y se la apretó. Sonó otra vez el timbre. Se llamó al público al orden.

—Respuesta a la tercera pregunta: Sí.

Se produjo un revuelo a su alrededor. Así pues, el jurado había apreciado circunstancias atenuantes.

—Quédate aquí, François —le rogó su cuñada.

De todas formas, aunque hubiera querido entrar el guardia se lo hubiera impedido.

Se hizo un silencio. Luego se oyeron unos pasos. Durante los escasos instantes que iba a tardar el jurado en deliberar, la gente se dirigió hacia la salida. Si el juicio hubiera durado dos horas más, si hubiera durado toda la noche, nadie se habría marchado. Pero desde el momento en que se sabía el veredicto…

—Estate tranquilo, François.

Jeanne lloraba en silencio. No podían verse; solo distinguían la franja de luz bajo la puerta y los galones plateados del guardia.

—Tras haber deliberado el jurado…

Dejaron de oírse los pasos sobre las baldosas. De pronto todo el mundo se quedó quieto.

—… condena…

Se escuchó un sollozo: era Jeanne, pese a haberse jurado mantener la compostura. No soltó la mano húmeda de François.

—… a cinco años de trabajos forzados…

Se produjo un ruido extraño parecido al del mar cuando arrastra guijarros al retirarse. Era la reacción del público. Algunos se marchaban. Otros se demoraban en la sala, cuyas luces estaban ya medio apagadas.

—¡Ven! —gritó la mujer.

Jeanne conocía las dependencias: ambos corrieron por un pasillo y su cuñada abrió una puerta. Entraron en una pequeña estancia sin más muebles que un banco, cuyas paredes eran de piedra desnuda. Enfrente había otra puerta abierta. Salieron los jueces, uno tras otro, y de pronto apareció Bébé, quien descendió tres escalones, seguida por dos guardias y por Boniface, que iba desplegando sus alas negras…

Todo desapareció, la puerta abierta, la sala vacía, los representantes de la ley y el abogado con su toga. ¿Seguiría allí Jeanne? En la penumbra no quedaba más que Bébé, con un misterioso velo bajo el sombrero que le cubría el rostro.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó su esposa a François. Y de inmediato añadió—: ¿Dónde está Jacques?

—En casa. Yo pensaba que…

Tenía un nudo en la garganta y las palabras le brotaban ampulosas y ásperas como huesos de melocotón. Alargó sus manos hacia las manos blancas de su mujer, que emergían de las mangas oscuras del traje sastre.

—Perdona, Bébé… Yo… —balbuceó François.

—¡Jeanne! ¡También tú aquí! —exclamó Bébé.

Las dos hermanas se fundieron en un cálido abrazo, o más bien fue Jeanne quien, sollozando, se arrojó en los brazos de su hermana.

—No llores. Dile a Marthe… Da igual, creo que vendrá a verme mañana. Me he informado. Hasta dentro de una semana no me trasladarán a Haguenau.

Mientras la escuchaba, François recordó la imagen de una película que había visto con… ¿Por qué tenía que haber sido con Olga? Varias mujeres, vestidas con uniforme de color gris y zuecos, caminaban en fila y, como fantasmas, ocupaban sus puestos a lo largo de las mesas de taller… Llevaban el pelo muy corto. En cuanto levantaban la cabeza, una celadora…

¿Qué importaba la presencia de Boniface y de los guardias? Llegados a ese punto, ¿tenían algún sentido las convenciones sociales?

—Perdóname. Creo que lo he entendido… Yo confiaba en que… —le dijo a su mujer.

François adivinaba los ojos de Bébé a través de la fina gasa del velo. Ambos permanecían tranquilos y serios. De pronto ella sacudió la cabeza. Ya no era una mujer como las demás: se había convertido en alguien tan inaccesible como debió de parecerles la Virgen a los primeros cristianos.

—¡No hubiera servido de nada, François! Es demasiado tarde, ¿entiendes? Se ha terminado. Ni siquiera yo sabía hasta qué punto… Cuando te tomaste el café, yo te miraba… Te miraba con curiosidad, solo con curiosidad. Para mí ya no existías… Y cuando te levantaste apretándote el pecho y saliste corriendo hacia la casa… Yo solo pensaba: «¡Ojalá sea rápido!». Se ha terminado. Tal vez no debería decírtelo, pero así es mejor. Se lo he explicado al señor Boniface… Creo que he esperado demasiado tiempo, que he confiado demasiado tiempo en que algo cambiase.

»Lo único que te pido es que dejes que Marthe siga cuidando de Jacques. Está acostumbrada y sabe lo que tiene que hacer. Señor Boniface, le estoy muy agradecida. Ha hecho usted todo lo que ha podido. Sé que si hubiera seguido sus consejos desde el principio…, pero no quería que me absolvieran. ¿Qué es eso?

El fogonazo de un flash hizo que Bébé se estremeciera. Un fotógrafo había logrado introducirse en la sala.

—Adiós, Jeanne. Adiós, François —se despidió Bébé Donge.

Esta salió flanqueada por los dos guardias en dirección al coche celular que la esperaba en el patio.

—Deberías pedir el divorcio y rehacer tu vida —añadió—. Que nosotros nos hayamos equivocado no significa que… ¡Tienes tanta vitalidad!

Esto fue lo último que François le oyó decir a su mujer: «¡Tienes tanta vitalidad!». Y Bébé lo había dicho con envidia, con pena.

Una puerta. Pasos.

—Ven. —La que se venía abajo era Jeanne, que se arrojó desesperada en brazos de François—. ¡No es posible! ¡No! ¡No es posible! ¡Bébé! ¡Nuestra Bébé! François, no dejes que se vaya…

François le daba golpecitos en la espalda a su cuñada de forma inconsciente. Boniface se hizo a un lado carraspeando con discreción.

—¡François! —siguió Jeanne—. ¡Bébé en Haguenau! ¿Por qué no dices nada? ¿Por qué dejas que le hagan eso? ¡François!… ¡No! Me niego a que…

Jeanne forcejeaba y François tuvo que llevarla a la salida, donde Félix les esperaba, consternado.

—Pobre François… —dijo Félix.

¡Ni hablar! ¡Nada de «pobre François»! ¡No había «pobre François» que valiera! Pero lo que sí había era… ¿Qué había? No podía explicárselo a nadie, ni siquiera a Félix o a Jeanne. Lo que había era que ahora le tocaba a él. Ella había pasado, allá arriba, por la superficie lunar. Él gesticulaba, la llamaba…

—Demasiado tarde, François. —Bébé tenía prisa.

La arrastraba el engranaje. A él no le quedaba más que sentarse en su soledad y esperar que ella pasara otra vez, si es que eso sucedía. Tenía que atender a los ruidos, a los pasos, al impacto nítido de los aerolitos y al ruido de los vehículos que…

—François, sube al coche de Félix. Él conducirá.

Era la voz de Jeanne. Una acera, la lluvia, la cristalera de un café donde alguien jugaba al billar ruso… ¡Como si él no pudiera conducir! Pero ¿para qué preocuparles?

—No tenías que haber traído a Jacques. Ahora tendremos que…

—¡Quiero dormir en La Châtaigneraie! —anunció François.

—Son las ocho… —dijo Jeanne.

—¿Qué más da? Llevaremos a Jacques y a Marthe. Conduciré despacio.

Tenía que tranquilizar a su hijo. Luego…

—Ya no es el mismo hombre desde que Bébé… —dijo alguien.

¿Qué sabía la gente? La gente nunca entiende nada; de lo contrario, quizá la vida resultaría imposible.

—Diríjase a Félix Donge. A partir de ahora, es él quien…

Boniface había asegurado, con la nariz atiborrada de rapé y la camisa sucia:

—¿Cinco años? ¡Un momento! Tres meses de prisión preventiva suponen seis meses de condena efectiva. Si a eso añadimos la reducción por buena conducta más algún indulto presidencial… Pongamos unos tres años, tal vez menos.

François contaba los días sin importarle cuál de las Bébés regresaría.

Al menos estaría allí. ¡Al menos estaría allí!

E incluso si ya, como había anunciado ella honestamente…

—Será mejor que hable con su hermano Félix.