8

—Siéntese, señor Donge.

El abogado Boniface dejó que transcurriera un instante de silencio, como hacía en el tribunal, durante el cual aprovechó para aspirar un poco de rapé, con el que se embadurnó las fosas nasales. Acto seguido, miró a Donge con la ferocidad con que un examinador observa a un aspirante.

—Creo que coincidimos en casa Desprez-Mouligne, de mi cuñada, ¿no es así?

—No era yo, sino mi hermano Félix.

Sin duda Boniface había adquirido la costumbre de aspirar rapé al estar prohibido fumar en el Palacio de Justicia. Lo hacía de manera desmañada: su barba gris y su pechera estaban salpicadas de polvo de tabaco. Era el propietario de la toga más raída del juzgado y no se cuidaba las uñas. Se diría que hacía ostentación de la mugre de un modo agresivo, como un signo exterior de su integridad moral.

A François lo había recibido la criada más seca y más fea de la ciudad. El amplio pasillo estaba pintado imitando mármol y había adquirido la tonalidad de una bola de billar vieja; en la casa flotaba un olor a platos sucios.

El abogado Boniface era viudo y tenía una hija jorobada. Tal vez por temor a que su despacho, muy oscuro a causa de los muebles negros, pareciera demasiado alegre, había hecho poner vidrieras hasta la mitad de las ventanas.

—Es evidente que si usted hubiera presentado una denuncia o si le hubiera citado el Ministerio Público no le habría pedido que viniera a verme.

François estaba tan perdido e intimidado como el primer día en que fue a la escuela. Aparte de su familia, aún no había tomado contacto con el mundo exterior, y el despacho del abogado era un sitio igual de lúgubre que la antesala del Palacio de Justicia. En él uno se sentía materia judicial, una materia que Boniface iba a empezar a remover con fría y feroz energía.

La alfombra estaba desgastada; el escritorio, atestado. El aire olía a papel antiguo. Lentamente, y poniendo en el ademán la misma elocuencia que en su modo de aspirar rapé, Boniface desplegó un pañuelo, hundió en él la nariz, se sonó con estrépito entre tres y cinco veces, examinó con interés el resultado obtenido y dobló el pañuelo con esmero.

Había otro detalle que colocaba a François en situación de inferioridad: nunca había recurrido a Boniface, ni como consejero, ni para una consulta, ni con motivo de una asesoría de los pleitos derivados de sus negocios. Él siempre había confiado en un joven jurista a quien aquel probablemente menospreciaba. Casi le hubiera gustado disculparse por ello. Boniface era el único abogado de la ciudad digno de tal nombre, el abogado de todas las familias que se preciaban, cuyos secretos conocía mejor que un confesor.

—Según creo, su abuela era una Chartier. ¿Sabía usted que la conocí en mi juventud? Tenía un hermano, Fernand, que era teniente de caballería en Saumur, donde vivía un primo mío que había heredado una pequeña propiedad a unos kilómetros de la casa de los Chartier. Chartier padre era contable. Recuerdo que padecía de gota. Fernand Chartier protagonizó un feo asunto de juego en Montecarlo y murió en las colonias. ¿Estaba usted al tanto?

—Tenía una vaga idea.

Delante de Boniface, bajo su velluda y mugrienta manaza, asomaba una carpeta color salmón con un dossier que ostentaba en letra redonda las palabras: «caso Donge». Allí dentro se hablaba de Bébé.

—Por lo que respecta al Donneville con el que se casó su suegra, si no me equivoco era un ingeniero oriundo del norte, de Lille o de Roubaix. Tengo entendido que después de casarse aceptó un trabajo en Turquía. Por aquella época, Eugénie Chartier tenía fama de ser una de las mujeres más guapas de la ciudad.

Su mano abría y cerraba la carpeta. François se estaba preguntando cuándo abordaría de una vez el asunto. El abogado lo planteó sin más preámbulos:

—Verá usted, señor Donge, lo más lamentable de este caso es el arma que utilizó mi clienta. En ocasiones los miembros del jurado disculpan un disparo o una cuchillada, si bien los jurados de provincias son más severos que los de París. ¡Pero jamás se muestran indulgentes con las envenenadoras! En mi opinión, no les falta razón. Resulta casi imposible alegar crimen pasional cuando este se ha cometido recurriendo a un veneno. Bajo el efecto de una violenta emoción, uno puede disparar una pistola o incluso propinar a alguien un hachazo. En cambio, cuesta admitir que la emoción perdure el tiempo suficiente para procurarse un veneno, esperar el momento idóneo y realizar los gestos imprescindibles.

Boniface volvió a aspirar rapé sin apartar la mirada de François, quien nunca se había sentido tan incómodo sentado en una silla. Sin duda era la primera vez en la vida que Donge se veía incapacitado para reaccionar. No se reconocía a sí mismo, ni tampoco el drama, ni a la Bébé del «caso Donge», tal como aparecía en el dossier aplastado por la manaza del abogado.

—Por añadidura, mi clienta ha cometido la imprudencia de confesar que se había agenciado el veneno tres meses antes del crimen. ¿Conoce usted al señor Roy, nuestro fiscal? Preveo ya las consecuencias que extraerá de tal constatación. ¿Puedo preguntarle, señor Donge, bajo qué régimen se casaron ustedes?

—No hicimos capitulaciones matrimoniales.

François contestaba dócilmente, con voz impersonal, como en la escuela. Estaba nervioso. En aquel despacho de muebles negros, objetos ajados, con aquellas vidrieras de colores que tamizaban la luz, hubiera sido incapaz de imaginarse siquiera la figura de su mujer, ¡su cara, sus cabellos!

—De modo que se casaron en régimen de gananciales. Eso no me facilita las cosas. ¿En cuánto estima usted su fortuna?

—No es fácil calcularlo.

—Grosso modo…

—Si tuviéramos que venderlo todo de repente… La curtiduría no tiene mucho valor. Pero la quesería, los terrenos, las dependencias y el utillaje han costado más de doscientos mil francos. En cuanto al…

—¿Qué ingresos obtiene usted?

—Alrededor de los seiscientos mil francos, entre mi hermano y yo.

—Entiendo. Son ustedes socios. Evaluemos el capital que le corresponde en poco más de dos millones. El fiscal dirá tres.

—No veo la relación —se permitió contestar tímidamente François.

—¿La relación entre esa cantidad y el acto cometido por mi clienta? Eso es que usted ignora, señor Donge, que los envenenamientos son, nueve de cada diez veces, es decir, en un noventa y cinco por ciento, crímenes dictados por el interés. En el cinco por ciento restante, la autora es una mujer que quiere quitarse de encima a un marido molesto para casarse con su amante. Eso es lo que se ve con frecuencia en las granjas. Por citar un ejemplo: una campesina que quiere casarse con el criado y echa mano a un matarratas para enviudar.

Boniface desplegó de nuevo el pañuelo e hizo otro trompeteo nasal. Luego suspiró satisfecho y guardó silencio un momento mientras examinaba a su interlocutor.

—Me apresuro a añadir que no creo que ese sea el caso. No obstante, dado que ignoramos el terreno que elegirá el Ministerio Fiscal para plantear su alegato, debemos estar prevenidos. Recuerdo el caso Martineau, en el que uno de mis ilustres colegas parisinos había preparado minuciosamente el sumario. Sin embargo, el fiscal enfocó el caso de tal manera durante la vista que…

François sudaba a mares. Si alguien le hubiera preguntado dónde se encontraba, le habría costado contestar. No acababa de situarse, ni en el tiempo ni en el espacio. Venía a ser un suplicio similar al de las salas de espera, pero mucho más desconcertante. Para colmo, la voz del abogado barbudo y descuidado no cesaba de perorar, satisfecha y despiadada, un tanto gutural:

—¡Dos millones es una cantidad más que respetable, señor Donge! Ignoro quiénes integrarán el jurado. Habrá entre ellos pequeños comerciantes acuciados por la necesidad de hacer frente a un vencimiento de unos miles de francos, empleados, rentistas modestos… Cuando se les hable de dos millones… Hay otro detalle en el que tal vez no haya caído usted: ¿quién le asegura que el domingo veinte de agosto fue la primera vez que le vertieron arsénico en el café?

—Hombre…

—¡Déjeme terminar! —Hablaba del mismo modo que comería un ogro hambriento: con los dientes, con la barba, moviendo toda su mole—. Mi clienta ha declarado que tomó el arsénico de su laboratorio hace tres meses. Y todo el mundo sabe, porque lo ha leído alguna vez en las crónicas de los sucesos o en los informes de los tribunales, que para simular una muerte natural el arsénico debe administrarse en dosis progresivas. ¿Quién le asegura que no lleva tiempo ingiriendo pequeñas dosis sin enterarse?

François abrió la boca para decir algo, pero no le dio tiempo. Un gesto categórico de la manaza de uñas negruzcas le dejó sin habla.

—Debemos razonar con frialdad. Prescindamos por ahora de los móviles. Nos consta que estos ya existían tres meses atrás, puesto que entonces mi clienta, exponiéndose a que alguien la descubriera, sustrajo un frasco de arsénico de su laboratorio. Durante esos tres meses, usted acudió con regularidad a La Châtaigneraie…

¡Era imposible asociar la palabra «Châtaigneraie» en boca de Boniface con su casa luminosa y perfectamente ordenada!

—… Usted durmió, comió y tomó café allí como siempre. En numerosas ocasiones se reunió con su suegra, su hermano y su cuñada en el jardín donde tuvo lugar el drama. Por lo tanto, durante tres meses concurrieron las mismas circunstancias que llamaremos favorables. ¿Por qué esperó mi clienta tanto tiempo? ¡Déjeme hablar, señor Donge! Mi deber es poner sobre la mesa todas las hipótesis, y créame si le repito que el señor Roy, el fiscal, no se privará de hacerlo. ¿Aportó su mujer alguna dote al matrimonio?

Si François se hubiera hallado en el despacho del abogado Boniface, por ejemplo, en calzoncillos, no se habría sentido más incómodo.

—No. Fui yo quien…

—Su cuñada se casó al mismo tiempo que ustedes. ¿Aportó alguna dote al matrimonio?

—Mi hermano tiene los mismos principios.

—¡No, señor Donge! Lamento verme obligado, como abogado, a inmiscuirme en este tipo de intimidades, pero aquí no cuentan los sentimientos. Ninguna de las señoritas D’Onneville pudieron aportar dote alguna, por la sencilla razón de que su madre carece prácticamente de fortuna, por no decir de recursos. De no haberse producido determinados acontecimientos, la señora D’Onneville disfrutaría hoy de una posición respetable. Para desgracia suya, desde su regreso a Francia cambiaron muchas cosas en Turquía, y las acciones que le dejó su marido hoy apenas tienen valor. Por eso su suegra no tardó en hipotecar la casa de sus padres en Maufrand.

De repente, François pensó en la mosca debatiéndose en la superficie oscura del agua, pero ya no la comparaba con Bébé, sino con él mismo. No cesaba de sudar, y tenía ganas de pedirle al abogado que abriera la ventana; necesitaba respirar aire puro, ver pasar a hombres normales por la calle, oír otras voces aparte de la complacida voz del abogado.

—En resumidas cuentas, usted y su hermano mantienen a la señora D’Onneville desde hace diez años.

François habría querido gritar: «¡Déjeme en paz con sus sermones! Todo esto no tiene nada que ver con Bébé, ni con nosotros, ni con La Châtaigneraie, ni con…». Le temblaban las manos y tenía la garganta seca. Ver cómo Boniface se introducía el rapé en las narices llenas de pelos le provocaba náuseas.

—Comprenderá usted que cualquier caso, ya sea el más grande o el más pequeño, tanto un caso de pared medianera como un crimen, debe examinarse bajo todos los puntos de vista.

—Mi mujer no necesitaba dinero.

—Pongamos que usted le daba todo el dinero que quería. Pero ¿está seguro de que su presencia, el hecho de que usted estuviera vivo, no le impedía utilizarlo como ella deseaba? ¿Está seguro de que la vida que llevaba con usted era la que ella ansiaba vivir? —El viejo de las barbas esbozó una sonrisa: le traían sin cuidado las personas, no veía más que los actos y sus mecanismos—. La señora D’Onneville siempre ha sido una mujer frívola y ha educado a sus hijas con la misma mentalidad. Y es del dominio público que se quejaba de la «atmósfera polvorienta» de nuestra ciudad, como ella solía decir. La manera de vestir de su mujer no diré que causase escándalo, pero sorprendía, al igual que la indiferencia y el desprecio que mostraba hacia Ornaie. Usted es un hombre de negocios, señor Donge…

—Puedo asegurarle que…

—¡Bla, bla, bla…!

François se quedó estupefacto. ¿Cómo podían salir esas sílabas de aquella boca?

—En asuntos de este tipo, debe aprender a no asegurar nada. Así pues, he demostrado que…

François estuvo a punto de gritar: «¡Usted no ha demostrado nada!».

—He demostrado que el crimen por interés no debe descartarse a priori. Hemos examinado los números. Volvamos a los hechos. Aquel domingo no sucedió nada anormal ni excepcional. Su esposa no recibió ninguna carta anónima. La noche anterior no se produjo discusión alguna entre ustedes…

—¿Cómo lo sabe? —se atrevió a objetar François. El abogado apoyó la mano en el dossier, acariciándolo.

—Todo está aquí dentro. Tenemos las declaraciones de mi clienta. Nos consta asimismo que aquella mañana ustedes no se vieron hasta la hora de comer, de lo que deduzco que aquel domingo no había más motivo para envenenarle que cualquier otro día. Y le diré más…

François fue incapaz de contenerse y se levantó de un salto, pero Boniface lo obligó a sentarse con un gesto terminante.

—Luego escucharé sus objeciones. Le diré más: aquel domingo había por lo menos tres testigos, y entre estos se contaba el más peligroso para su mujer, su hermano, cuyo cariño hacia usted es de todos sabido.

»Señor Donge, obviamente su mujer sabe que usted es químico. Su hermano, aun careciendo del título, está tan familiarizado como usted con los venenos que utilizan a diario en su fábrica. —Esta vez Boniface no sonrió, aunque observó con aire satisfecho a su interlocutor mientras se manoseaba la barba—. ¿Por qué ella, una mujer inteligente, le administra ese día, y no otro, una dosis semejante? Se lo diré pero, si lo prefiere, imaginemos que quien le habla es la fiscalía. Aquel domingo su mujer comete un error. Hasta entonces, le ha administrado en el café pequeñas dosis de arsénico, las justas para irle minando poco a poco y preparar el terreno. Ese día, en el jardín demasiado soleado, rodeada de varias personas, su mano vacila y…

—Le juro que todo eso es…

Boniface, contrariado, soltó un suspiro.

—¡Por favor, señor Donge! Estamos repasando los hechos, y nada puedo hacer si la lógica nos lleva a formular ciertas hipótesis. No soy yo quien ha de juzgar, sino unos hombres sencillos que solo sabrán de usted y de mi clienta lo que se diga en el tribunal.

Entonces François reaccionó como la mosca en el agua helada. Se quedó paralizado; ya no se sentía con fuerzas para luchar. ¿Seguía escuchando? Las palabras de Boniface le llegaban de muy lejos, pero con una nitidez que tenía algo de crudo, de implacable.

—La instrucción finalizó ayer. Esta mañana se enviará el sumario a la fiscalía. Por desgracia este no es obra mía, sino de su mujer, y ella se ha negado en todo momento a seguir mis consejos. ¿Cómo podríamos haber alegado un crimen pasional sin involucrar a terceros? Existen en su vida ciertas aventuras lo bastante notorias como para que sea conveniente mencionarlas en la vista con la discreción que requieren.

Pronunció estas últimas palabras atropelladamente. Saltaba a la vista que Boniface reprobaba cualquier atentado contra la moral: su hija jorobada, la criada intratable, sus uñas mugrientas y su despacho lúgubre como una rebotica, los libros descuajaringados colocados como los frascos sobre estantes de color negro…

—El señor Giffre, el juez de instrucción, para quien este es su primer caso importante desde que fue destinado aquí, ha dirigido los interrogatorios con una prudencia y una sagacidad que no me abstengo de calificar como admirables. Si me lo permite, le leeré algunas de las respuestas de mi clienta.

¿Aparecería por fin Bébé, siquiera deformada por el terrible abogado y por el juez aficionado a montar en bicicleta? Boniface abrió el dossier de la carpeta color salmón y extrajo unas hojas mecanografiadas.

—Pregunta: Ayer usted declaró que no sentía celos de su marido y que, unas semanas después de contraer matrimonio, le concedió entera libertad en sus relaciones con las mujeres.

»Respuesta: Siempre que no me ocultase nada.

François cerró los ojos un momento. Le parecía estar viendo a Bébé respondiendo con voz clara, erguida y con las facciones endurecidas. Boniface le echó un vistazo y prosiguió la lectura:

—Pregunta: ¿Ese pacto fue respetado a partir de entonces por ambas partes?

»Respuesta: Siempre.

»Pregunta: ¿Quería usted a su marido?

»Respuesta: No lo sé.

»Pregunta: Dicho de otra forma, ¿vivían ustedes como marido y mujer o más bien como amigos, según parece desprenderse de sus anteriores declaraciones?

»Respuesta: Como marido y mujer.

Boniface volvió a escrutar el rostro de François, que permanecía rigurosamente inmóvil, esta vez con mayor curiosidad. Saltaba a la vista que el abogado no podía entender que se pudiese vivir como…

—Pregunta: ¿Tales actitudes no le parecen contradictorias?

»Respuesta: Entonces no lo creía.

»Pregunta: ¿Y ahora?

»Respuesta: No lo sé.

»Pregunta: ¿Mantiene usted que no atentó contra la vida de su marido por celos?

»Respuesta: Sí.

—¡¡Es evidente!! —intervino François.

Boniface, sorprendido y atónito, se quedó mirando a François con estupor rayano en lo cómico. Y, dado que François no decía nada, se apresuró a atiborrarse la nariz de rapé y prosiguió:

—Pregunta: Señora Donge, le haré una pregunta más concreta. Si el móvil del crimen no son los celos, ¿debo concluir que actuó por odio o por amor?

»Respuesta: Por odio.

»Pregunta: Sin embargo, ayer mismo usted declaraba que quería a su marido. ¿En qué momento el odio sustituyó al amor?

»Respuesta: No puedo precisarlo.

»Pregunta: ¿Hace varios años?

»Respuesta: No lo creo.

»Pregunta: ¿Un año?

A François aquello le recordó cuando iba de niño al confesonario: el sacerdote se empeñaba en saber si había pecado de intención, pensamiento, gesto o mirada.

—Respuesta: No lo sé.

»Pregunta: ¿Seis meses?

»Respuesta: Probablemente más.

»Pregunta: ¿Y pensó en matar a su esposo cuando sustrajo el veneno de su laboratorio?

»Respuesta: Todavía no tenía intención de matarlo.

»Pregunta: ¿Qué se proponía entonces?

»Respuesta: No lo sé. Nuestro matrimonio no podía seguir así. Tenía que ser él o yo. No tuve valor para matarme, quizá por Jacques. Un niño necesita más a su madre que a su padre.

»Pregunta: De modo que se planteó cuál de los dos tenía que morir.

»Respuesta: Eso es.

»Pregunta: ¿Duró mucho tiempo esa incertidumbre?

»Respuesta: Varios meses.

»Pregunta: ¿Dónde guardó el arsénico mientras tanto?

»Respuesta: En mi tocador, dentro de una polvera.

»Pregunta: Y cada vez que su marido acudía a La Châtaigneraie, ¿usted podía mirarlo, podía comer con él y dormir en la misma habitación aun sabiendo que un día u otro atentaría contra su vida?

»Respuesta: No lo había decidido todavía, pero le daba vueltas a la idea.

»Pregunta: Debía de reprocharle a su marido cosas terribles.

»Respuesta: Ya no podía vivir a su lado.

»Pregunta: ¿Podría precisar esos reproches?

»Respuesta: No.

»Pregunta: ¿Le negaba él lo necesario para subsistir? ¿Le reprochaba algo? ¿La maltrataba? ¿Era celoso o sospechaba de usted?

»Respuesta: No me hacía el menor caso.

»Pregunta: ¿La animó alguien de su entorno a dar ese paso?

»Respuesta: No.

»Pregunta: ¿Qué relaciones existían entre su madre y su marido?

»Respuesta: Supongo que las normales entre yerno y suegra. François no se mostraba intolerante con ella y le daba dinero.

»Pregunta: ¿Nunca discutía con ella?

»Respuesta: Casi nunca.

»Pregunta: ¿Le hubiera dado usted más dinero a su madre si hubiera dispuesto de la fortuna de su marido?

»Respuesta: Quizá sí.

»Pregunta: ¿Admite haber atentado por odio contra la vida de su marido, pero es incapaz de explicar los motivos de ese odio?

»Respuesta: Sufría demasiado.

»Pregunta: Los jueces estadounidenses admiten, como causa de divorcio, un motivo que nuestras leyes no reconocen y que denominan “crueldad mental”. ¿Acusaría usted a su marido de “crueldad mental”?

»Respuesta:

»Pregunta: El domingo veinte de agosto usted preparó fríamente su muerte. Cuando salió de su habitación llevaba encima el arsénico. ¿Conocía los efectos del veneno?

»Respuesta: Sabía que era mortal.

»Pregunta: ¿Y no le preocupaban las consecuencias que podía acarrearle su acto?

»Respuesta: ¡No! Aquello tenía que terminar de una vez por todas.

»Pregunta: ¿Qué era lo que tenía que terminar?

»Respuesta: No lo sé. Sería demasiado largo de explicar.

»Pregunta: Inténtelo.

»Respuesta: Usted no lo entendería.

»Pregunta: ¿Llevaba el arsénico en la mano cuando sirvió el azúcar en el café?

»Respuesta: Lo llevaba metido en el pañuelo desde que bajé a la terraza.

»Pregunta: ¿No lo dudó en ningún momento? ¿No sintió ningún escrúpulo?

»Respuesta: No.

»Pregunta: ¿Cuándo decidió atentar contra la vida de su marido?

»Respuesta: Por la mañana, al levantarme. François pasaba el rodillo por la pista de tenis. Iba en pijama y zapatillas.

»Pregunta: ¿Bastó esa visión para decidirla a acabar con su vida?

»Respuesta: Sí.

»Pregunta: ¿No le remordió la conciencia al verle beber el café envenenado?

»Respuesta: No. Solo me pregunté si se daría cuenta.

»Pregunta: ¿Y no notó nada extraño?

»Respuesta: Creo que le encontró mal sabor. François no se fija en los detalles.

El abogado observó a Donge. No entendía por qué su interlocutor se agitaba en la silla; seguramente se encontraba ante un «François inesperado»…

—Prosiga —dijo Donge muy serio.

—Observará que este interrogatorio está conducido con mano experta. No es el primero que tengo entre las manos, y puedo asegurarle… Veamos, ¿por dónde íbamos?

»Pregunta: A partir de ese momento, ¿esperó usted el resultado de su acción?

»Respuesta: Sí.

»Pregunta: ¿En qué pensaba?

»Respuesta: En nada. Me decía a mí misma que por fin todo había terminado.

»Pregunta: ¿Se sentía liberada?

»Respuesta: Sí.

»Pregunta: ¿De qué se sentía liberada?

»Respuesta: No lo sé.

»Pregunta: Quizá de una tutela que la incomodaba, ¿no es así? ¡Ahora podría llevar la vida que le apeteciera!

»Respuesta: No es eso en absoluto.

»Pregunta: Y cuando él se levantó con los primeros dolores y fue tambaleándose al baño…

»Respuesta: Deseé que todo terminase cuanto antes.

»Pregunta: ¿No temió que se descubriera su crimen?

»Repuesta: No lo pensé.

»Pregunta: Si su marido hubiera muerto, ¿qué habría hecho?

»Respuesta: Nada. Hubiera seguido viviendo con mi hijo.

»Pregunta: ¿En La Châtaigneraie?

»Respuesta: No, no lo creo, aunque quién sabe… No había previsto los detalles. Solo sabía que tenía que ser él o yo porque no aguantaba más.

Boniface se quedó pasmado cuando alzó los ojos del dossier que acababa de cerrar y vio que François le miraba con expresión de triunfo. A François, por su parte, le decepcionó la mirada penetrante que le dirigió el abogado.

—¿Lo ve? —exclamó Donge.

—¿Qué es lo que tengo que ver?

—Me parece que…

—Pues a mí me parece, señor Donge, que nos hallamos ante un caso de cinismo como no he visto otro en mi ya larga carrera. Si le soy sincero, esperé poder escudarme en la irresponsabilidad de la acusada. Por desgracia, los tres expertos que han sido nombrados para el caso, y cuyo juicio respeto, se muestran categóricos: su mujer es plenamente responsable de sus actos, a lo sumo podríamos alegar cierta hipersensibilidad debida a la soledad en que ha vivido durante estos últimos años. Tal vez si hubiera utilizado un revólver…

—Pero es que no se da cuenta de que precisamente…

François casi hubiera llorado de rabia ante tanta incomprensión. Ya no se sentía en el despacho del abogado Boniface, sino en una suerte de laberinto donde se debatía en vano, tropezándose con paredes desnudas y superficies que no ofrecían asidero alguno.

¿Cómo no se daban cuenta todos ellos, el juez, padre de seis o siete hijos, el fiscal y Dios sabe quién más, de que detrás de las respuestas de Bébé, tan claras, tan francas, tan explícitas, había…?

Él sí lo había entendido pero, por desgracia, se sentía incapaz de explicarlo. Aquel pálpito, el pulso que latía y latía… El tipo de vida que ella ansiaba a toda costa… Y, sin embargo, a su alrededor no encontraba más que el frío desierto del agua verdosa en que iba a hundirse. La conciencia de que era la única persona en el mundo, el hombre que… Durante años, él había podido… Durante años, cien, mil veces, había tenido ocasión de comprender… Habría bastado con hacer un gesto…

Bébé lo sabía. Estaba pendiente de todas sus reacciones. Él llegaba rebosante de vida; se cambiaba de traje, se desperezaba… ¿Por fin aquella vez…? ¡Pero no! Satisfecho al disponer de unas horas de descanso, François pasaba el rodillo por la pista de tenis, en pijama y zapatillas, con el pelo alborotado. Reparaba el grifo de la cocina, corría a la ciudad a comprar champiñones. Disfrutaba en solitario, sin dignarse… Y entonces llegó alguien a quien aferrarse: Mimi Lambert, que traía a la casa la ilusión… ¡Él la echó con cajas destempladas! ¿Por qué? No lo sabía. ¡Tal vez porque era su casa! ¡Porque él era el amo y señor! ¡Porque él era el hombre! Solo él importaba, aunque no estuviera casi nunca en casa.

«Tú has querido casarte, hermanita, así que ahora confórmate. Pero te has casado con un Donge, y los Donge…». Jeanne había sabido liberarse porque no amaba lo suficiente. Los comités, las ayudas infantiles y las obras de beneficencia le bastaban para restablecer el equilibrio y desfogar sus energías.

Para su desgracia, Bébé había amado hasta la perdición, ¡sin remedio! ¡Y él no se había dado cuenta de nada!

—Lo único que puedo decirle, señor Donge, puesto que ha perdonado a su mujer y desea que la absuelvan, es que, como abogado…

Boniface, como hombre, juzgaba a ambos con mucha más severidad que cualquier jurado. El hombre volvió a llenarse las narices de rapé.

—No puedo adelantarle en qué basaré mi alegato, porque eso dependerá tanto de la composición del jurado como de la requisitoria. Pero permítame que le confiese, con toda franqueza, que me enfrento a un caso extremadamente difícil y que…

François no supo nunca cómo había conseguido salir de aquella trampa. Boniface debió de abrir la puerta, y François, apenas vio la luz de fuera y aspiró un aire distinto, salió a toda prisa. ¿Llegó a balbucir una frase de despedida? En la calle lucía el sol y flotaba una nube de polvo. Un verdulero ambulante arrastraba una carreta a la que iba atado un perro.

«Los jueces estadounidenses…», había dicho el juez de instrucción, quien no era tonto… ¿Qué palabras había empleado? «Crueldad mental». François intentó arrancar el coche tres veces sin darse cuenta de que se había olvidado de meter la llave en el contacto.

Bébé había declarado: «Tenía que ser él o yo. Un hijo necesita más a su madre que a su padre».

François no se acordaba de que en Ornaie era día de mercado, así que durante un largo rato estuvo tocando el claxon en una esquina atestada de gente.

—¿No ve que hoy está prohibido circular en coche? —le gritó una mujer señalándole un letrero entre los adoquines.

Él se vio obligado a hacer un montón de maniobras y dar marcha atrás.