7

—¿De veras quieres saberlo? —preguntó Jeanne—. Es que es tan aburrido… Mis padres intentaron ser felices, como vosotros, o como Félix y yo. Hicieron todo lo posible. Ahora mi padre está muerto. Y en estos momentos…

El fresco hálito de la noche entraba por la ventana abierta. La luna empezaba a asomar entre las copas de los árboles. Los niños estaban acostados y las criadas terminaban de fregar los platos en la cocina. De Jeanne solo se veía, en el fondo del sillón, una figura clara y el punto refulgente del cigarrillo, cuyo olor se mezclaba con el intenso perfume de la noche.

—… Me parece estar viendo a mi madre saliendo de la pensión Berthollat envuelta en su abrigo blanco. Camina por la Promenade des Anglais, donde hay gente sentada en todos los bancos del paseo, y se dirige muy digna al casino de la Jetée. Si le ha vuelto a atacar el reuma, como le sucede casi siempre que viaja al sur, se habrá llevado el bastón, que le confiere el aspecto, no sé por qué, de una gran dama en el exilio. A veces, cuando no juega a la ruleta, mi madre parece una reina.

François permanecía inmóvil, sin fumar y sin hacer el menor ruido. Como vestía de oscuro, apenas se advertía su presencia por la mancha lechosa del rostro.

—Será mejor que cierre la ventana. Estás muy débil. —La mujer se levantó.

—No tengo frío —dijo él.

Se había envuelto en una manta como un enfermo. Un rato antes, mientras Jeanne estaba con él arriba, había sufrido un breve desmayo. No tuvo tiempo de llamar al doctor Pinaud, ya que François se recobró enseguida.

—No hace falta que venga el médico.

Le bastó con tomarse una de las pastillas que Levert le había prescrito en el hospital, por si se producía ese tipo de contratiempos. Ahora estaba sentado en la penumbra como un convaleciente. Él había elegido aquella estancia oscura, aquel ventanal abierto a la noche, frente a los árboles, con aquel olor a humus y el canto obstinado de los grillos.

—Si conocieras Estambul, lo entenderías mejor —le explicó a su cuñado—. Toda la colonia extranjera vive en la colina, en Pera, donde levantaron una ciudad moderna. Vivíamos en un piso grande, en un edificio moderno de siete plantas de color blanco, y nuestras ventanas daban a los tejados de la ciudad y al Cuerno de Oro. ¿Bébé nunca te ha enseñado las fotos?

Tal vez sí, tiempo atrás, pero no les había prestado atención. Las primeras palabras de Jeanne le habían dejado pensativo. Recordaba que Bébé, al poco de estar casados, le había dicho: «Me hubiera gustado conocer a tu padre». ¡Y ahora le asaltaba a él la misma curiosidad!

—Creo que ahora la vida en Turquía ha cambiado. Por aquella época era muy suntuosa. Mamá tenía fama de ser una de las mujeres más guapas de Pera. Mi padre, por su parte, era alto y delgado. Tenía porte de aristócrata. Al menos siempre oí decirlo.

—¿Cómo llegó allí? —preguntó François.

—Se fue para trabajar de ingeniero. ¡Si supiera mi pobre madre que estoy contándote todo esto! ¿Seguro que no sería mejor cerrar la ventana? ¿Quieres que le diga a Clo que te prepare una infusión? Como quieras… La carrera de mi padre en Estambul fue rápida. Se decía, y creo que es cierto, que el mérito era de mi madre. El embajador de Francia de entonces estaba soltero. Íbamos con frecuencia a la embajada, donde organizaban cenas o almuerzos. El embajador le pedía consejo a mi madre para casi todo, y al final acabó siendo ella la verdadera señora de la casa. ¿Entiendes?

—¿Y tu padre?

—Recuerdo un detalle divertido. Cuando le nombraron director de los diques, mamá le obligó a llevar monóculo, y eso le provocó un tic nervioso. ¿Quieres saber si sospechaba la verdad? No lo sé. Yo era demasiado joven, y estábamos siempre al cuidado del servicio. Teníamos tres o cuatro criadas. En casa reinaba el caos más absoluto. Mi madre se vestía para salir, nos llamaba a todos, corría de aquí para allá porque el teléfono sonaba sin cesar, las visitas se sucedían, y cuando no encontraba su sortija, no le habían entregado el vestido a tiempo.

»Solía decirles a las criadas: “¿A qué hora ha salido el señor? Póngame con su despacho”. Y le llamaba por teléfono a la oficina: “¡Oiga! Soy la señora D’Onneville. ¿No ha llegado aún? No, nada. Gracias”. Mi pobre padre nunca alzaba la voz. Parecía un perro lebrel elegante y dócil y, cuando se veía apurado, se ponía a limpiarse el monóculo y empezaba a temblarle el párpado. Mi madre le sugería: “Ya que sales, llévate a una de las niñas”. Al principio me llevaba a mí, pero en cuanto me internaron en el pensionado le tocó a Bébé ir de carabina.

—Anda, dame un cigarrillo —le pidió François a Jeanne.

—¿Te sentará bien?

—Por supuesto.

Se sentía relajado. La propia debilidad le producía una especie de sosiego, y aspiraba la noche a pleno pulmón sin saber si se hallaba en La Chátaigneraie, en la Baie des Ânges de Niza o en el Bósforo.

—Continúa.

—¿Qué más quieres que te cuente? Mi padre nos llevaba con él a una o a otra, a veces a las dos, ya que no le quedaba más remedio. Al poco nos miraba, nervioso, y decía: “Tengo que hacer un recado, niñas. Os dejo un momento en la pastelería. Eso sí, no se lo digáis a vuestra madre”.

»A veces era difícil callar, porque mamá nos preguntaba cuando regresábamos. Teníamos que contárselo todo hasta el detalle más insignificante: dónde habíamos ido, a quién nos habíamos encontrado… Ella inquiría a mi padre: “¿Cómo puede ser que hayas vuelto a gastarte trescientos francos en dos días?”. Y él contestaba: “Te aseguro que…”.

»Discutían así mientras se vestían para ir a una cena. Casi todos los días acudían a un compromiso en una embajada, en una legación, en casa de algún banquero o de algún rico israelita. Nosotras nos quedábamos con las criadas.

»Mi madre fue volviéndose cada vez más insoportable, pero yo ya no estaba en casa. Me habían internado en las ursulinas, en Therapia, pero Bébé tuvo que vivir sus reproches: “Estarás contento, ¿no?”. El caso es que mi padre tuvo que trampear toda su vida, de la mañana a la noche, ocultarse, discurrir, inventarse mentiras grandes y pequeñas, buscar complicidades con el servicio… Les decía: “No le diga a la señora que…”.

»Luego murió. La gente creía que mi madre se convertiría en la esposa del embajador, pero no fue así, y regresamos a Francia. Ahora ya sabes por qué tu suegra se pasea por Ornaie como un alma en pena. En Estambul ella era la hermosa señora D’Onneville, reina y señora, habituada a mandar. Y hoy es una mujer madura y entrada en carnes encerrada en una ciudad de provincias. Cuando le dije que quería comprarle un perro para que le hiciera compañía, literalmente me espetó: “¿También tú me sales con eso? Para que parezca una vieja, ¿verdad? ¡Gracias, hija mía! Antes prefiero morirme”.

Del piso de arriba llegaban los ruidos que hacía Jacques al revolverse en la cama. Casi siempre tenía el sueño agitado.

—Cada cual nace en una familia, ¿no? —concluyó Jeanne con indiferencia fingida—. Y cada familia tiene su forma de vivir. En la nuestra cada uno iba a su aire. Nos encontrábamos por casualidad. Chocábamos unos con otros al azar, como las bolas de billar, y al momento salíamos disparados en otra dirección. Cuando en tu casa reina ese desorden a diario, no eres consciente de ello pero tampoco eres infeliz.

François la miraba fijamente pero solo veía la mancha clara de su vestido. De repente, le pareció descubrir a su cuñada. Nunca le había prestado atención. ¿No sería que no hacía caso de nada que no fuera él o no le incumbiera directamente? Siempre la había considerado una buena chica bulliciosa que fumaba y hablaba a tontas y a locas con voz chillona.

—¿Bebé era ya introvertida? —preguntó François tras un instante de vacilación.

–Siempre ha sido así. La verdad es que apenas la conocía; era demasiado niña para mí. Le encantaba robarme las polveras, los perfumes, las cremas… Desde su más tierna infancia le gustaba acicalarse. Si no se la oía era porque con toda seguridad estaba encerrada en su habitación probándose ante el espejo vestidos o sombreros que nos había quitado a mi madre o a mí. Aparte de eso, creo que nunca la vi jugar. Nunca tuvo muñecas, ni amiguitas, como yo.

»La verdad es que ella conoció la peor época, cuando las peleas entre mis padres se hicieron tan frecuentes que vivir con ellos era un auténtico tormento. Por eso la dejaban siempre con las criadas.

—Jeanne, ¿qué te ocurre? —preguntó François.

Había notado una vacilación, un ligero titubeo en la voz de su cuñada.

—En fin, ahora ya no importa si te lo cuento. No entiendo cómo pudo callárselo durante tanto tiempo. Incluso me pregunto si… Una vez, no hará más de cuatro o cinco años, porque Jacques ya caminaba solo, Bébé vino a casa con vuestro hijo. Yo estaba ordenando unas fotografías antiguas. Se las fui enseñando una a una comentándole cosas: «¿Te acuerdas de Fulano? Lo recordaba más alto…».

»Entonces encontré un retrato de ella cuando tenía unos trece años. En la misma imagen salía una de las criadas, una griega que no recuerdo cómo se llamaba. Le dije a Bébé: "¡Y pensar que tú también has sido niña!”. Ella se sonrojó; luego tomó la foto y la hizo trizas con rabia. Yo le pregunté: “¿Se puede saber qué te pasa?”. Y ella me respondió: “No quiero acordarme de esa mujer”. Al no entender su reacción insistí: "¿Se portaba mal contigo?". "Si tú supieras…" Y empezó a pasearse por la habitación con un rictus de amargura en la boca. Ahora ya lo sabes. ¡Pobre Bébé! Estaba temblando. En fin… Pásame otro cigarrillo. ¿De verdad no quieres que cierre la ventana? Se está levantando niebla.

Del césped húmedo subía un vapor formando una fina capa que se estiraba y se deshilachaba apenas a un metro del suelo.

—No sé qué hubiera hecho en su lugar; seguramente no me hubiera callado. Pero Bébé era una adolescente. Como siempre, la habían dejado sola en casa con una de las criadas, en este caso la chica griega. Para jugar, o por el motivo que fuera, Bébé se había escondido en el cuarto de la plancha. Al poco la criada entró en la habitación con su amante, un agente de policía, por lo que pude entender. Me imagino el efecto que debió de producirle la escena: no se atrevía a gritar o a moverse. En un momento dado el hombre dijo: «Me parece que hay alguien». Y la criada contestó: «Si es la niña, allá ella. Bastantes cosas ha visto ya para que nos andemos con remilgos». Bébé estuvo muy afectada durante varios días. Sin embargo, no le contó nada a nadie, ni a mi madre.

¿Por qué entonces François recordó la escena de Cannes, cuando se dirigió hacia la ventana de la habitación del hotel y se fumó un cigarrillo?

—No sé qué más podría contarte. —Jeanne suspiró—. Será mejor que vayamos a acostarnos.

—Quédate un rato más.

La voz de François se volvió afectuosa. Jamás se había sentido tan cercano a su cuñada. Le daba la impresión de que estaba descubriendo a una persona nueva, a una amiga.

—¿Nunca te ha hablado de mí?

—¿En qué sentido?

—No sé. Podía haberse quejado. Podía…

—¿Os peleabais a menudo?

—Nunca.

También Jeanne se quedó pensativa.

—Es curioso lo distintos que llegan a ser dos hermanos. Aunque lo mismo puede decirse de dos hermanas. Bébé y tú parecíais una pareja feliz que no se complicaba la vida. ¿Para qué? Ya ves Félix y yo. Él va y viene; yo voy y vengo… Estamos juntos y contentos. Cuando él se marcha seguimos contentos. ¿Qué pasaría si intentáramos…?

—Si intentarais ¿qué? —preguntó con delicadeza François al ver que ella dejaba la frase a medias.

—¿Y yo qué sé? —Jeanne se puso en pie. Parecía sacudirse la humedad nocturna que les invadía, como si se tratara de una misteriosa angustia—. ¿De qué sirve preguntarse tantas cosas? Hacemos lo que podemos, como lo hicieron nuestros padres y como lo harán nuestros hijos. ¡Vamos! Levántate. Será mejor que te lleve a la cama.

—Bébé ha sido muy desdichada —murmuró François sin moverse.

—¡Peor para ella! Cada cual se labra su felicidad o su desdicha.

—A no ser que sean responsables los demás.

—¿Qué quieres decir? ¿Que tú la has hecho desdichada? ¿Lo dices por Olga? ¿Crees que Bébé ha actuado de este modo porque descubrió la verdad?

—No.

—¿Entonces? ¿Le pregunto yo algo a Félix cuando vuelve de un viaje de negocios? ¡No quiero saberlo! Una vez se lo dejé claro: mientras yo no vea nada y no ocurra en mi casa, mientras…

—Estás mintiendo.

—¡No miento! —Jeanne pronunció estas palabras casi gritando y golpeando el suelo con el pie.

—Sabes perfectamente que no es tan sencillo.

—¿Y qué? ¿De qué serviría? Bébé y tú siempre habéis estado así. Os habéis pasado la vida interrogándoos sobre vosotros mismos y preguntándoos: «y si…».

—Precisamente, no.

—¿Qué quieres decir con «precisamente»?

—Bébé ha vivido siempre sola.

—¿Acaso no vive todo el mundo solo? Dejémoslo. Temo que vaya a darte otro desmayo.

Sin consultárselo, cerró la ventana y le dio al interruptor. Una vez que les inundó la luz evitaron mirarse a la cara.

—¿No tienes que tomar ninguna pastilla antes de acostarte? ¿Quieres una infusión? Veo que las chicas han subido ya a acostarse. —Jeanne iba de un lado a otro procurando recobrar su aire cordial—. ¡Levanta, François! Mañana…

¿Qué iba a ocurrir mañana?

¿Por qué se había enfadado cuando Bébé, casi con humildad, en cualquier caso con timidez, apenas entraron en la casa del Quai des Tanneurs y al ver el retrato de Donge padre con sus mostachos, murmuró «Me habría gustado conocer a tu padre»?

No lo había dicho porque sí. Bébé nunca hablaba de más, a diferencia de su hermana, quien siempre parecía desahogarse. Tampoco lo comentaba por cortesía. Su mujer era consciente de que llegaba de lejos y arrastraba consigo, en su interior, cierta faceta de su padre, que mendigaba la complicidad de sus hijas, de su madre, una mujer profundamente inconsciente, y de un Pera pródigo en fiestas pero también en pesares.

Durante dieciocho años su cabecita había trabajado sola y, sin ayuda de nadie, había procurado olvidar el horrible recuerdo de la criada griega y el agente de policía fornicando sórdidamente sobre la mesa de planchar. Por eso en Royan Bébé le había hecho sentirse cómodo. Enseguida se había dado cuenta de la relación que François mantenía con Betty, o Daily, la artista de variedades. Ella se lo había dicho.

No le interesaba el matrimonio, como él había pensado con vanidad. Del matrimonio ya había tenido un buen ejemplo en casa. Tampoco buscaba una relación sexual, pues el mero recuerdo de lo que había visto todavía la hacía palidecer.

La primera vez que pisó la casa del Quai des Tanneurs, Bébé pareció paralizada por la angustia. Había entrado con el hombre que sería su compañero durante el resto de su vida. Contempló las paredes, notó la densidad del aire, se impregnó de los olores familiares y, al detenerse a observar los retratos, murmuró:

—Me habría gustado conocer a tu padre.

Tal vez lo dijo porque así habría resultado más fácil comprenderse el uno al otro.

En una ocasión Bébé bajó al despacho, posó la mirada en el sitio donde François se sentaba todos los días y contempló el trozo de muelle, la vista que él tenía siempre ante sus ojos.

—¿No quieres que…?

¡Y François no había entendido nada! ¿No estaba el lugar de su mujer en el piso de arriba? ¡Que arreglase ella la casa a su antojo! Ella debía cumplir como esposa: hablar con los proveedores, los decoradores y los ebanistas, instruir a la cocinera y entablar relaciones en la ciudad.

Él la había aconsejado:

—Cuando hagas amistades, cosa que ocurrirá muy pronto, no te aburrirás.

—No me aburro.

Jeanne encendió maternalmente la lámpara de la mesilla de noche, comprobó que hubiera agua en la jarra y que estuviera bien puesta la manta.

—¿Me prometes que te acostarás enseguida? ¿Puedo irme tranquila?

A François le hubiera gustado estamparle un beso en la mejilla. Durante más de diez años, la había considerado una chica regordeta sin interés. Ahora entendía por qué su cuñada se dedicaba a tantas obras benéficas, en las que tenía fama de liosa.

—Mejor que no pienses tanto. Buenas noches, François.

Jeanne entró en la habitación de Jacques para cerciorarse de que este dormía y no se había destapado; luego en la de sus hijos. Por fin François la oyó desnudarse y meterse pesadamente en la cama, donde se fumaría otro cigarrillo antes de conciliar el sueño.

¿Cómo había empezado aquello? ¿Había que remontarse a la señora Flament? François sintió que la frente se le perlaba de sudor. Le parecía imposible, monstruoso. Le desesperaba pensarlo siquiera. ¿Había que remontarse a Cannes, cuando remaba patosamente, incómodo por las miradas irónicas de los marineros de los yates?

Era algo tan humano… El cansancio de una noche en tren, tras la ceremonia de la boda y el banquete… El deseo legítimo de poseer a su mujer… Un poso de mentalidad tradicional… ¿Había sido buena idea pasear en barca? Incluso la figura de Bébé en aquel instante, demasiado romántica…

Pero si le bastaba con eso…

No podía dormir. Se revolvía en la cama y pensaba que Jeanne estaría controlando los ruidos, por si él sufría otro desmayo. Pero el motivo del desvanecimiento de aquella tarde había sido la rabia, porque… François logró calmarse. Procuraba comprender casi de modo científico. Le horrorizaban las vaguedades, las soluciones a medias. Siempre había tenido fama de ser un hombre racional.

No pensaba en Bébé. Su esposa había dejado de ser el problema. En realidad, él era el problema.

¿Por qué, en virtud de qué aberración había vivido tanto tiempo con ella sin comprenderla? ¿Cómo había sido capaz de malinterpretarla hasta el punto de odiarla?

«Me habría gustado conocer a tu padre». ¿Revelaba esa frase una buena voluntad por parte de ella? De pronto, François descubría un montón de pruebas que no había entendido en su momento. Por ejemplo: cuando ella se sentó junto a François, dormido, que respiraba con dificultad…

Él era el hombre con quien iba a compartir su vida. Ella no sabía casi nada de él. Y, sin embargo, allí estaba, durmiendo pegado a su piel, a su carne. Él respiraba, tal vez soñaba; ella ignoraba por completo sus sueños. Incluso cuando él tenía los ojos abiertos, ¿podía adentrarse en sus pensamientos?

«Espero que vivamos toda la vida juntos». Bébé había visto a otras dos personas, su padre y su madre, viviendo juntas. Había sido su testigo y hasta su cómplice. «Quiero que me prometas que, ocurra lo que ocurra, serás siempre sincero conmigo». Se revolvió de nuevo entre las sábanas húmedas: la situación seguía atormentándole. «¿De qué sirve darle vueltas a todo eso?», había suspirado filosóficamente Jeanne en la penumbra. «Hacemos lo que podemos… ¿Le pregunto yo algo a Félix cuando vuelve de un viaje de negocios?». ¿No tenía razón? ¿Acaso ella era desdichada? ¿Lo era Félix? ¿No crecían sus hijos tan apaciblemente como plantas? ¿No era Bébé la que se equivocaba aspirando a lo imposible?

De forma inconsciente alargó los brazos. En aquel momento lo hubiera dado todo por acariciar el delgado cuerpo de su mujer, cuya flacidez le había decepcionado tanto al principio. Si hubiera estado allí, si hubiera podido estrecharla en sus brazos, tal vez habrían hecho el amor como solo se hace en los sueños, sus almas se habrían elevado por encima de la materialidad…

François estaba sudando. Desde el accidente transpiraba más que de costumbre, y su sudor tenía un olor acre. En la casa del Quai des Tanneurs flotaban siempre olores intensos, entre otros el del tanino, a los que estaba acostumbrado desde niño. Siempre que regresaba de un viaje respiraba aquellos efluvios familiares con gusto, como cuando le llegan a uno en el campo el olor a estiércol y a leña ardiendo.

Quizás hubiera bastado con tomar a Bébé de la mano. Pero ¿necesitaba Félix tomar de la mano a Jeanne? ¿Su padre tomaba de la mano a su madre? ¿Habían sido desdichados por ello? ¿Puede un hombre trabajar, poner en marcha fábricas, una quesería, criar cerdos y…? ¡No! ¡François no tenía razón! Se le ocurrían buenos argumentos, ¡pero no tenía razón! Uno no puede conocer a una jovencita ingenua en la playa de Royan, llevarla a una casa y allí, sin más, abandonarla a su soledad. ¡Ni siquiera a su soledad! ¡A la soledad de un ambiente extraño que puede resultar hostil! ¿Cómo había podido creer que a Bébé le bastara con ser su mujer?

Otro recuerdo. Otro indicio que se le había pasado por alto, ya no sobre la mentalidad de Bébé, sino sobre la suya propia: ella estaba en la clínica, a punto de dar a luz. Él se había impuesto hallarse presente por lo menos durante el parto. La tenía tomada de la mano. Estaba mal sentado. No acertaba a abstraerse de la vida del exterior. Entre dos contracciones, ella le había preguntado casi suplicante:

—¿Me quieres un poco, François?

Y él había contestado sin titubear, convencido de que tenía razón:

—Si no te quisiera del todo, no me habría casado contigo.

Entonces Bébé volvió la cabeza, y poco después se le crispó el rostro presa de un fuerte dolor.

Cuando unas horas más tarde le llevaron al niño y ella entreabrió los ojos, todavía atontada por la anestesia, sus primeras palabras fueron:

—¿Se parece a ti?

A François se le llenaron los ojos de lágrimas. Al abandonar la clínica, diez minutos después, sintió un vacío en el pecho. Se sacó del bolsillo las llaves del coche, encendió el motor y salió a toda velocidad hacia el sol que inundaba la calle. Cien metros más allá, lo había olvidado todo. Volvía a ser François Donge, volvía a asentarse firmemente en lo que consideraba la realidad.

¿Durante cuánto tiempo había luchado Bébé contra el vacío? De pronto su mujer le recordó a una mosca que, un atardecer, había visto caer en el arroyo de La Chátaigneraie. Al principio la mosca no había creído en lo inevitable, puesto que agitaba las patas y batía las alas, como si un esfuerzo pudiera aún devolverla al aire libre. Esos movimientos la hacían dar vueltas, pero François creyó que conseguiría subir a una hoja de roble que formaba un islote flotante.

Luego se quedó inmóvil un instante. ¿Tal vez por cansancio? ¿Por prudencia? ¿O por no derrochar sus fuerzas? Y de nuevo reemprendió una desesperada lucha, un esfuerzo prodigioso, unos círculos cada vez más grandes en el agua tornasolada.

Sin embargo, las alas estaban ya mojadas. Los remolinos iban haciéndose más profundos. ¿Qué abismo infinito representaba para ella el agua oscura y helada, esa suerte de agujero negro? François se había recostado en el tronco inclinado de un sauce y se había fumado un cigarrillo.

—Si un pez…

¿Se daba cuenta la mosca de que la hoja de roble era su salvación? Agitaba las patas, pero estas, empapadas, no lograban aferrarse al agua. François hubiera podido cortar una ramita y empujar la hoja hacia la mosca. Tenía curiosidad por presenciar el episodio hasta el final, aunque no fue posible. Agotada, tras unos minutos de inmovilidad que la acercaban a la muerte, la mosca volvió a moverse.

—¡François! —gritó Jeanne, que aquel día se encontraba en La Chátaigneraie—. ¡A comer!

¿No había intentado Bébé cien veces, mil veces…? Y él había malinterpretado aquellos esfuerzos como indiferencia, o cautela. Bébé asumió su relación con la señora Flament, pero François sabía que todas las noches, cuando la besaba en la frente o en la mejilla distraídamente, le olía y se preguntaba si aquel día…

Él estaba alegre, contento, animado. El trabajo había ido bien. Los negocios marchaban viento en popa. El empeño de los Donge había creado nuevos puestos de trabajo en la ciudad. Cien, doscientas, quinientas personas vivían de los Donge, del esfuerzo de François y de su hermano Félix.

—Desde esta mañana somos los suministradores oficiales de la Intendencia —le explicó a su esposa.

—¡Vaya! —respondió ella.

Bébé sonreía por cortesía, y él le echaba en cara que no compartiera su entusiasmo. Entretanto, ella se había pasado todo el día en su charca helada de soledad.

—¿No te alegras?

—Por supuesto. ¿Vas a salir esta noche?

—Tengo que ir sin falta a ver al abogado por lo del contrato.

—Quería enseñarte las cortinas que he comprado para el saloncito…

Un gesto vago por toda respuesta: esos asuntos a él no le incumbían. ¡Solo faltaba que encima tuviera que ocuparse de las cortinas del «saloncito»! ¿Las que había antes, de la época de sus padres, no eran lo bastante buenas?

—Volveré tarde. No me esperes despierta.

Y cuando François regresaba a casa, en los pliegues de la ropa y en los poros de la piel se había quedado impregnado el aire tonificante del mundo exterior, que Bébé percibía como miasma.

—¿Estás durmiendo? —le preguntaba.

Bébé no contestaba, pero François sabía que no dormía, y eso le irritaba. Sin embargo, si ella fingía dormir era para que no se notara que se había quedado despierta esperándole, pendiente de los menores ruidos. ¡Y él no había entendido nada!

«Si no te quisiera del todo, no me habría casado contigo». Por lo tanto, como se había casado con ella…

Un rayo de luz se ensanchó y dejó entrever una figura con el pelo lleno de horquillas. Era Jeanne, que entraba para regañarle.

—François, será mejor que te tomes algo para dormir. Hace una hora que te oigo suspirar y dar vueltas en la cama. Voy a echarte veinte gotas. ¡Bébetelas! Como esto siga así, se nos pondrán a todos los nervios como a mi pobre hermana…