La presencia del pequeño coche blanco de dos plazas, aparcado ante la verja de La Chátaigneraie, bastó para cortar en seco la euforia de François, pues, desde la casa del Quai des Tanneurs, se había sentido como si se dirigiese a una primera cita amorosa.
¿Quién estaría de visita en La Chátaigneraie? La verja estaba cerrada. Bajó del coche frunciendo el ceño, la abrió y echó un vistazo al jardín. Bajo el toldo de color naranja, reconoció a su cuñada Jeanne en su tumbona. Frente a ella había una mujer con sombrero, sentada en un sillón de rota, pero de lejos François solo distinguía una mancha de color.
Para meter el coche en el garaje, tenía que pasar junto al toldo, por el camino de ladrillos. Al ver que se acercaba, un perro danés blanco con manchas negras se irguió en el césped. François supo entonces que les había visitado Mimi Lambert, quien se levantó de un salto del sillón y debió de decirle a Jeanne: «Prefiero no verle».
François aparcó el coche en el garaje y dejó la puerta abierta. Al encaminarse hacia el toldo, vio a su cuñada acodada en la verja y a Mimi Lambert sentada al volante de su pequeño coche descapotable con el perro a su lado, que le sobrepasaba en una cabeza.
La mirada de François se posó de forma involuntaria en los vasos de cristal tallado en los que habían servido el aperitivo, cuya ancha boca resultaba extraña y refinada a un tiempo. El hielo los cubría de un fino vaho y los restos de limón temblaban en un fondo líquido de hermoso color rojo.
Jeanne se acercó a él con naturalidad y le tendió la mano.
—Hola, François. ¿Cómo estás?
—Hola, Jeanne. ¿Y los niños?
—Los he mandado con Marthe a Les Quatre Sapins. No tardarán en volver.
Jeanne se recostó en la tumbona. De pie desarrollaba una actividad desbordante, pero cuando descansaba adoptaba instintivamente, como un animal que se estira, la posición de decúbito supino.
—¿No ha querido verme la señorita Lambert?
—¡La pobre ha salido aprisa y corriendo! Por lo visto estuviste muy grosero con ella.
François se había sentado en el mismo sitio que el domingo del gran drama. Se sirvió un vaso de aperitivo y lo saboreó al tiempo que acariciaba, con una mirada lenta y profunda, casi voluptuosa, la casa, el jardín, la mesa y el toldo. Tal vez fuese la debilidad la que le infundía esa sensibilidad inaudita. Antes, en la carretera, se sentía tan impaciente por llegar, por ver la verja blanca y el tejado rojo de La Chátaigneraie, que sus manos se crispaban espasmódicamente sobre el volante.
—Me hubiera gustado hablar con ella.
—¿Con Mimi Lambert?
Una espingarda, «la Espingarda», como la llamaban en la ciudad. ¿Qué edad tendría ahora? ¿Treinta y cinco años? Lo cierto es que era una mujer de edad indeterminada. Siempre había sido igual: demasiado alta, de complexión robusta, rostro hombruno y voz grave. Vestía trajes de chaqueta que resaltaban su porte varonil, y en su casa, en el Moulin, donde criaba perros daneses, llevaba botas y pantalones de montar.
Si algún extranjero, que había leído en Vida en el campo el anuncio sobre la cría de perros del Moulin, preguntaba dónde se hallaba la casa, la gente contestaba no sin cierta ironía:
—Está en medio del puente. No tiene pérdida.
En Mimi Lambert todo era original: sus andares, aquella curiosa casa construida sobre un puente, río arriba, los enormes perros a los que paseaba en coches demasiado pequeños, el interior de su hogar…
—¿Te importa decirme a qué ha venido?
—Claro que no. Pues como los demás… Es increíble lo tonta que llega a ser la gente. Ahora resulta que Mimi Lambert piensa que tiene algo que ver con lo ocurrido. —Jeanne alzó un poco la cabeza para observar a su cuñado, que guardaba silencio—. ¿Me escuchas?
—Sí, sí, perdona. Estaba pensando…
—Me ha contado algunas cosas que no he entendido, porque no sé lo que ha ocurrido entre vosotros. Dice que no tenía que haber hecho caso de tu actitud y tenía que haber seguido frecuentando a Bébé. ¿Es cierto que fuiste grosero con ella?
Era verdad. Mimi Lambert se había encaprichado de Bébé, tanto que las malas lenguas aseguraban que les unía algo más que una hermosa amistad. François no era celoso, pero le exasperaba entrar en cualquier momento en la habitación de su mujer y toparse siempre con la Espingarda instalada como en su casa. Mimi apenas le saludaba, y a él le parecía que su presencia allí estaba de más. La conversación se interrumpía. Era evidente que las dos mujeres esperaban a que se fuera. Y si él se mostraba dispuesto a quedarse, la señorita Lambert se levantaba y le daba un beso a Bébé.
—Hasta mañana, cariño —decía la mujer—. Te traeré lo que te he prometido.
A continuación François le preguntaba a su esposa:
—¿Qué te ha prometido?
—No tiene importancia —contestaba invariablemente Bébé.
Aquella historia duraba ya cuatro años. La habitación de Bébé olía a cigarrillos de marcas extranjeras.
Seis meses atrás, un día François se mostró menos paciente que de costumbre. O, mejor dicho, actuó como lo hacía en determinadas circunstancias. Durante meses, e incluso años, era capaz de soportar cualquier cosa de una persona, hasta que se le agotaba la paciencia y estallaba, hecho una furia.
En aquella ocasión François llegó a La Chátaigneraie cansado después de una semana de trabajo intensivo, con ganas de disfrutar de la paz de su hogar. Miró fríamente a la señorita Lambert, eternamente instalada en la habitación de Bébé, y, con aquel talante tranquilo que tanto atemorizaba a sus empleados y trabajadoras, le espetó:
—Señorita Lambert, ¿le importaría dejarme alguna vez solo con mi mujer?
Mimi se fue sin decir nada y se olvidó el bolso. Al día siguiente mandó a alguien para recogerlo y no volvió a aparecer en la casa.
—¿Puedo seguir? —terció Jeanne.
—Sí, perdona —se disculpó François.
—Estaba diciendo, pero ya no atendías, que Mimi Lambert no es mala persona. Solo que, como la mayoría de las solteronas, es tremendamente fantasiosa. Según ha dicho, ha venido a exponerme un caso de conciencia. Su amistad era para Bébé más que un apoyo. ¿Cómo ha dicho exactamente? Ah, sí, que ella «había conseguido darle un sentido a la vida de Bébé». Así las cosas, no tenía derecho, por culpa de un agravio, y por si fuera poco a causa de un hombre, a abandonarla. ¿Por qué sonríes?
—No estoy sonriendo. Continúa.
—Le gustaría ver a Bébé y darle ánimos. Tiene la intención de pedir permiso para ir a visitarla.
Le he aconsejado que por ahora deje tranquila a mi hermana. Da la impresión de que la gente juega a ver quién dice más tonterías sobre Bébé. Ayer mismo vinieron las señoritas Lourtie con el pretexto de que pasaban por aquí. ¿Conoces a Laurence Lourtie, la mujer del cervecero?
Vagamente.
François conocía bien la ciudad y a su gente, pero algunas personas no eran para él más que siluetas. Debía de ser una mujer gruesa de barbilla alargada…
—Solemos reunirnos en la Goutte de Lait. Supuestamente, quería consultarme algo sobre la obra de beneficencia. Pero, mira tú por dónde, se trajo en el coche a la señorita Villard, la sobrinita de Boniface. Las recibí aquí, en el jardín, y no me quedó más remedio que invitarlas a tomar el té. Ya se han terminado las pastas.
»Comentaban: “Hablando de la pobre Bébé…”, y venga suspiros y sobrentendidos. Me da que Boniface mandó a su sobrinita a propósito para enterarse de lo que opinábamos. Un pequeño complot. Y añadían: “Algunos sostienen, ya sabe usted cómo habla la gente, que se trajo de Turquía el hábito de tomar estupefacientes y que con una amiga…”. ¡ Se refería a Mimi Lambert! ¡Te das cuenta! Bébé, a los dieciséis años, porque esa era la edad que tenía cuando volvimos a Francia, ¡adicta a los estupefacientes!
»Eso sí, según los mismos rumores, tú te diste cuenta y pusiste fin a esas orgías. ¿Qué más contaron? Ah, sí… Dominique, el farmacéutico, que publica un periódico semanal, va diciendo por ahí que está preparando un artículo demoledor en el que arremete contra la burguesía de la ciudad.
François, ¿me escuchas?
François no estaba escuchando. Le entristecía ver cómo le habían embargado la atmósfera dulce y apacible del hospital, su cama blanca, la hermana Adonie con las manos sobre el regazo, el tintineo del rosario y, en el patio umbrío, las figuras azuladas de los ancianos que caminaban lentamente. Acababa de salir de allí y ya lo echaba de menos.
—No vuelven los niños —observó mirando hacia el seto.
—No es tarde —repuso Jeanne.
Eran las doce del mediodía. Si Bébé estuviera allí, los niños estarían sentados a la mesa. Sin embargo, bajo la batuta de Jeanne reinaba una inevitable relajación en la casa.
—¿Adónde vas, François?
—Ahora vuelvo. —Estuvo a punto de añadir: «Voy a la habitación de Bébé».
En realidad, era algo parecido lo que iba a hacer. Necesitaba tomar contacto con su vida, pero no a través de aquella tormenta de chismes. En el comedor, siempre sumido en penumbra, que olía a cera y a fruta madura, ¿qué otra cosa podría encontrar sino la serenidad de Bébé?
Ella había arreglado la casa. Las habitaciones eran claras y en tonos pastel. Las cortinas de seda filtraban los rayos del sol más delicados, los más embriagadores… Todo lo que tenía ese carácter un poco frágil, etéreo, era obra de su esposa; parecía emanar de ella.
Entre el periodo de la casa del Quai des Tanneurs, cuando Bébé se encargó de modernizar la finca familiar, y lo que hubiera podido denominarse la época de Mimi Lambert, mediaban por lo menos tres años, etapa de la que él menos recuerdos conservaba.
Por aquel entonces François estaba pletórico y en plena expansión. El impulso que habían experimentado sus negocios se remontaba a aquella época. Había viajado solo y en compañía de Félix. Había tenido que resolver delicados asuntos relacionados con el capital. Tiraba hacia delante, sin titubear, seguro de que todo saldría bien. Y, en efecto, así había sido. ¿No debería estar contenta Bébé? Cuando él volvía a casa, la encontraba en compañía de su madre o con su hermana. Él la besaba, y todo parecía ir bien. ¿No había dicho ella que quería ser una compañera para su marido? Él no podía dedicarle mucho tiempo y, cuando la encontraba melancólica, lo achacaba a su salud.
—Me gustaría pedirte algo, François —le dijo Bébé. Acababan de comprar La Chátaigneraie y ya habían empezado las obras. —¿Te importaría que tuviéramos un hijo?
François no pudo evitar fruncir el ceño: no se esperaba semejante petición, sobre todo formulada con tanto aplomo, como si se tratara de un importante negocio.
—¿Quieres tener un hijo? —repitió él.
—Me gustaría.
—En ese caso…
Pensándolo bien, la idea no le había disgustado. De ese modo Bébé tendría algo de qué ocuparse y se sentiría menos sola cuando él tuviera que ausentarse unos días.
Le parecía estar viéndola embarazada, más pálida que de costumbre, dirigiendo las obras de la mañana a la noche. François se creía obligado a llevarle flores y caramelos. Y puesto que en otoño ya estaban terminadas tres habitaciones, Bébé insistió en pasar el invierno en La Chátaigneraie.
—La comida está servida.
François se sobresaltó. Marthe abrió la puerta y se lo encontró sentado en la cama de su mujer.
—¿Ha vuelto Jacques? —preguntó él.
—Están todos en la mesa.
François bajó al comedor. Su hijo no se levantó, pero lo miró con cierta curiosidad. Tendió la mejilla y le dio un beso como al desgaire, rozando apenas la oreja de su padre. También estaban los hijos de Jeanne, con la servilleta anudada al cuello.
—Saludad a vuestro tío.
—Hola, tío —dijeron los niños.
François tuvo que volver la cabeza para disimular una ligera desazón. Luego se sentó frente a su hijo. Acababa de tener una sensación extraña: al inclinarse sobre el rostro de Jacques, le pareció que iba a besar a Bébé, pues reconoció en el niño la palidez, la piel diáfana y el mismo aire ausente, de vida al margen de la vida. ¿Por qué durante tantos años, al referirse al crío, le había dicho a ella, sin intención expresa, «tu hijo»? Y eso que no podía renegar de él: ahí estaba aquella nariz, la nariz aguileña de los Donge, que introducía una nota discordante en la cara del niño.
Sin embargo, al observarlo uno no se sentía en presencia del hijo de un hombre. Se notaba que era el hijo de una mujer, de quien había heredado el porte, la debilidad, la timidez. Jacques trataba con mucha seriedad a su padre, como se trata a un extraño. A veces iba con él al jardín o al garaje, pero solo para reparar una caña de pescar o un juguete. Nunca se mostraba efusivo, ni se producía esa intimidad cálida, confiada, carnal, que existía entre Jacques y su madre. ¿Era esa la causa de que François no se interesara por él? Por su temperamento no le gustaban los débiles, o, para ser exactos, los desdeñaba, pasaba por su lado sin prestarles atención. Siempre había tratado más a los traviesos hijos de su cuñada que al suyo.
—Come, Jacques —murmuró Jeanne sin demasiada convicción—. Ya sabes que a tu madre no le gustaría verte jugar con la comida.
El niño le dirigió una mirada sombría, observó un instante a su padre y se puso a comer, pintada en su cara una mueca de desprecio.
—¿Adónde vas, François? —exclamó la cuñada.
François se había levantado de la mesa antes de terminar su plato y se había encaminado hacia la escalera. Acababa de asaltarle una inquietud casi dolorosa que le oprimía el pecho y hacía que le temblaran las manos. Necesitaba estar solo y seguir buscando a Bébé a su alrededor, como un maniaco.
¿Cómo no lo había entendido hasta ahora? Empezó a pasearse por la habitación de su mujer y a punto estuvo, cual si fuera un viudo, de abrir el armario de Bébé para palpar la suavidad de sus vestidos y besar la punta de un pañuelo. ¡No había entendido nada! ¡Desde el primer día! ¡Desde Royan! ¡En Cannes! Incluso desde mucho tiempo atrás, desde su infancia, cuando su madre, a la que siempre había visto trajinar por la casa como una hormiga, decía siempre con respeto: «¡Cuidado, pronto llegará vuestro padre!».
¿Acaso a una muchacha como Bébé, por el hecho de apellidarse D’Onneville (¡y encima el apóstrofo era inventado!) y por haberse educado en el barrio más elegante y cosmopolita de Estambul, había que tratarla de distinta manera que a la mujer de Donge padre, el curtidor?
¿Quién había pronunciado antes la palabra «fantasiosa»? Bien. Pues la vida no era ninguna fantasía. No estaba hecha de sueños de muchacha, sino de duras realidades. Bébé tendría que acostumbrarse, como cualquier persona, y dejaría de mirarle cuando se acercara a ella con aquellos ojos de gacela espantada.
François estaba pletórico y en plena expansión. ¿Acaso tenía tiempo de preocuparse por las fantasías de una chiquilla? Y, porque no supiera hacer el amor, ya que carecía de la menor sensualidad, ¿tenía él que prescindir de amor toda su vida?
¿Lo había entendido por fin Bébé? ¡Mejor así! Después de todo, su mujer no era tan novelera como parecía. François le daba todo lo que ella deseaba. ¿No te gusta el dormitorio de los suegros, en la casa del Quai des Tanneurs? ¡Pues lo cambias, cariño! Con tal de que no me toques el despacho…
Por lo visto, no le gustaban los retratos del señor y la señora Donge, colgados a ambos lados de la cama. Al fin y al cabo, no los había conocido. De acuerdo: ya se los bajaría él al despacho. Lo importante era que no se dedicara a meterse en su vida y a complicársela. ¡Como había hecho con la señora Flament! ¿Qué más le daba a Bébé, si no tenía la menor noción de lo que era el placer físico? ¡Ya se acostumbraría! Se volvería como las demás esposas y eso era lo que él quería.
En cuanto a inmiscuirse en sus negocios, ¡ni hablar! ¡Nada se le había perdido en ellos a una mujer que todas las mañanas tardaba tres horas en arreglarse! Se untaba con yema de huevo las mejillas para cuidarse la piel, se entretenía con cremas de belleza y se envolvía las manos en servilletas húmedas para tenerlas blancas.
—¿Qué tal, cariño? —decía Bébé.
—Bien —contestaba François.
—¿Has pasado un buen día?
—No muy malo. ¿Por qué no contestaba que había pasado un buen día, si sabía que a ella le hubiera gustado oírlo? Luego estaban todas aquellas complicaciones: «¿Te importa que no tengamos un niño hasta dentro de dos o tres años?». O bien: «¿Estás enfadado por lo que te dije el otro día?». Para después una mañana acabar declarando, como quien habla de negocios: «Ahora sí me gustaría tener un hijo».
Para Jeanne tener hijos había resultado tan fácil como comer pasteles. Félix nunca había tenido que aguantar aquellas miradas equívocas que Bébé le lanzaba a François cada vez que volvía a casa. A veces le daba la impresión de ser el enemigo, o, cuando menos, el importuno. Si Bébé escribía algo, se las arreglaba para que él no pudiera leerlo.
—¿Qué hacías? —le preguntaba.
—Nada —decía ella.
—¿Te aburres?
—No. ¿Y tú? ¿Has trabajado mucho?
—Sí.
—¿Has visto a mucha gente?
—A toda la que tenía que ver por los negocios.
Bébé esbozaba una sonrisa angelical. En momentos como aquel, a François le daban ganas de abofetearla. O de marcharse espetándole: «Ya volveré cuando me recibas mejor».
Bébé había hecho cosas peores. François se puso colorado solo de pensarlo. El día en que le dijo que quería tener un hijo, a él le irritó tanto su modo de plantearlo que se puso manos a la obra. Ella no protestó, sino que se limitó a preguntarle, con toda naturalidad:
—¿Seguro que estás sano? ¡Lo decía porque él tenía amantes! ¡Porque de vez en cuando se acostaba con la señora Flament! ¡Porque cuando viajaba no rechazaba las ocasiones que se le presentaban!
—Estoy perfectamente sano. No te preocupes.
¿Qué le contestó ella, con esa voz monótona que tanto molestaba a François?
—Entonces de acuerdo.
¡De aquello había nacido su hijo!
Aquel día François estuvo a punto de decirle: «Ya tienes a tu hijo. Ahora a lo mejor te conviertes en una mujer normal. Porque tú quisiste ser la señora Donge». De pronto, mientras se hallaba en el dormitorio de tonos verde almendra, dio un puñetazo en la pared, con la intención de romperla, y rugió con una rabia rayana en el frenesí:
—¡Estúpido!… ¡Estúpido!… ¡Estúpido!
¡Él! ¡Ellos dos! ¡La vida!
Lo estúpido era aquel continuo conflicto entre los dos durante…, ¿durante cuánto? ¡Durante diez años! ¡Los diez mejores años de la vida! ¡Era estúpido hacerse daño de la mañana a la noche! Era estúpido vivir el uno junto al otro, dormir en la misma habitación, engendrar un hijo pero ser incapaces de comprenderse.
François había acudido a La Chátaigneraie para calmarse, para recuperar la imagen de Bébé. Sin embargo, ante lo que veía por doquier, le asaltaba una inmensa indignación contra sí mismo. ¿Por qué, debido a qué aberración no se había dado cuenta? ¿Era un monstruo, como su mujer debía de pensar? ¿Era más egoísta y ciego que nadie? ¿O era sencillamente un hombre?
Ahora se percataba de que algunos días había llegado a odiarla. Cuántas noches hubiera podido regresar a dormir a La Chátaigneraie y se lo había pensado en el último minuto, no con intención de irse con alguna amante, sino para no ver a Bébé, para no encontrarse con aquella mirada fría que juzgaba y condenaba. Esas noches se acostaba solo en la casa del Quai des Tanneurs, y leía en la cama hasta que le entraba sueño.
—¿Tuviste mucho trabajo ayer? —le preguntaba ella. —Sí, mucho —contestaba él.
Ella no le creía. Estaba convencida de que se trataba de otra de sus aventuras. Y François ahora estaba seguro de que olfateaba su ropa, su aliento, buscando cualquier olor extraño. Él llegaba del exterior, traía el aire y la vitalidad a aquella casa tranquila y silenciosa como un convento, donde Bébé vivía pendiente de un hijo enfermizo.
«¡Me reprocha mi vitalidad!», había pensado François muchas veces. «Le da rabia tener que quedarse en el campo por la salud de Jacques. ¿Acaso no es ese el destino de tantas mujeres? De mi madre, sin ir más lejos. Pero, claro, como ella es una D’Onneville…».
Bébé jamás le reprochaba nada. ¡Era demasiado orgullosa para eso! Al revés: cuanto más le odiaba, cuantas más sospechas o reproches alimentaba contra él, más procuraba cuidar su comportamiento en público. Probablemente quería que dijeran en la ciudad: «La verdad es que Bébé Donge es una madre y una esposa modélica».
Cuando él regresaba en coche, ella acudía a su encuentro en el garaje tomando a Jacques de la mano.
—Saluda a tu padre —le exigía al niño.
—Hola, papá —decía el crío.
—¿Has trabajado mucho? —Y su esposa sonreía sin alegría.
—Sí, mucho —respondía François.
Incluso a veces le parecía percibir una segunda intención en las frases que ella pronunciaba.
«¿Has trabajado mucho?», venía a significar: «Seguro que te has ido de juerga, mientras que yo aquí…». ¿Era él el culpable de que ella fuese de constitución delicada y de que su hijo, pálido y larguirucho, creciese como un espárrago? ¿Tenía que renunciar a vivir, a prosperar, a construir, a llevar la vida para la que sentía que había nacido?
François veía las cosas con lucidez. Cuando era pequeño, ya decían de él: «Tiene unos ojos tremendos, como si viera el fondo de las cosas».
Pues sí: su mujer estaba celosa. Tenía celos de todo, de las mujeres, de su oficina, de sus negocios, de los cafés que frecuentaba, del coche que conducía, de la libertad que tenía de ir y venir a su antojo, del aire que respiraba, de su buena salud, de…
Un día en que François, exasperado, volvía en coche a la ciudad, lo entendió: Bébé se había casado con él porque estaba celosa de su hermana, de la pareja que formaban Jeanne y Félix, quienes en Royan caminaban delante de ellos con ese andar despreocupado de las personas que saben que tienen un futuro en común.
¿Por qué no había de tener ella un marido y formar una pareja? ¿Iba a quedarse sola con su madre? ¿Iba a permitir que siguieran llevándola de playa en playa y de baile en baile hasta que…? ¡Muy bien! Él haría lo mismo que ella, que había ordenado su vida a su manera. En su habitación, Bébé jugaba con sus pinturas y sus ungüentos, como lo hace una niña con su muñeca; jugaba con su hijo, jugaba con la casa, que no paraba de cambiar… Era correcta con él, pero nunca le hablaba de sí misma, ni de ellos.
Él haría lo mismo: a partir de entonces, cuando llegaba a La Chátaigneraie se cambiaba de ropa, se paseaba por el jardín, pasaba el rodillo por la pista de tenis, esperaba a Félix para jugar un partido… ¿También sentía celos de Félix? ¿No eran los Donge los opuestos a los D’Onneville?
Olga Jalibert le había comprendido; no era inteligente, pero sí intuitiva. Le comentaba: «Mira, la desgracia que tienes es que tu esposa no es una mujer, sino una adolescente. Y lo peor es que lo seguirá siendo siempre. Es incapaz de seguirte. Sueña con pasarse la vida descendiendo por un río, susurrándole palabras de amor al hombre que rema frente a ella».
Olga tenía una clara noción de lo que era la realidad, de lo que era el amor y, sobre todo, de lo que eran los hombres. «Dentro del algún tiempo, François, si sigues el camino que te has trazado, y sé que lo seguirás, serás la persona más poderosa de la ciudad. Y, entonces, si te lo propones, llegarás aún más lejos. Acuérdate de lo que estoy diciéndote. —Pronunciaba esas palabras desnuda sobre una cama, mientras fumaba un cigarrillo y se acariciaba los pequeños pechos morenos que él acababa de mordisquear—. Ojalá nos hubiéramos conocido antes. Gaston es incapaz de hacer nada si no se le empuja. Pero tú y yo, juntos…».
¿Había notado Bébé el olor de Olga Jalibert? Era muy posible, como también lo era que se acercara mientras él dormía para olfatearle la piel.
—Me gustaría darte un consejo, François —terció un día Bébé—. No creas que estoy celosa, pero deberías andarte con cuidado con la señora Jalibert. Puede que me equivoque. Sin embargo, me da la impresión de que quiere llevarte demasiado lejos.
¡Vaya, vaya! ¿También tenía olfato para los negocios y temía por la fortuna familiar? La víspera, precisamente, Olga le había hablado del proyecto de una clínica, de la que él sería uno de los principales accionistas.
—No temas. Sé lo que me hago —objetó él. François había invertido en la clínica casi como por desafío.
¿Qué podía reprochársele? Le daba a su mujer todo el dinero que ella quería. Sus negocios iban viento en popa. Acudía siempre que podía a La Châtaigneraie. Tenía gustos sencillos y no gastaba casi nada en sí mismo. Jamás sus aventuras amorosas habían provocado el menor escándalo. En la ciudad, cualquier persona que hablara con Bébé le comentaría: «Los Donge saben lo que quieren. Llegarán lejos».
Y todo pese a compartir su vida con una criatura demasiado imaginativa que encargaba en París vestidos de varios miles de francos para pasearse sola por un jardín perdido de provincias, y que, junto con una persona como Mimi Lambert, se dedicaba a traducir a poetas ingleses. ¡Porque eso era lo que hacían! Y con tanta pasión como si de ello dependiera el destino del mundo. Cuando François regresaba para descansar unas horas al aire libre, Clo, la cocinera, se alarmaba:
—¡Se ha olvidado usted de comprar los champiñones! O la mantequilla sin sal, o cualquier cosa que no pudiera encontrarse en Ornaie.
—¿Podría usted darle un vistazo al grifo del lavadero? —le pedía.
Y François, en pijama, iba a reparar el grifo y a pasar el rodillo por la pista de tenis. Entretanto, las cortinas de la habitación permanecían echadas hasta las diez o las once de la mañana. Bébé bajaba por fin, acicalada como si fuera a una fiesta, con ropa interior de mujer provocadora, liviana, cimbreante, y esbozaba una sonrisa estereotipada.
—François, vístete. Hoy comeremos pronto —decía.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Jeanne. François se detuvo, sorprendido. De pronto se vio de pie en medio de la habitación, pero no recordó que un instante antes se paseaba, frenético, de un lado a otro de la estancia.
—¿Qué te ocurre?
Su cuñada lo examinaba desde el umbral de la puerta, asustada. François se miró en el espejo de tres lunas, observó su rostro desencajado, los ojos febriles, el pelo hirsuto. Se había arrancado la corbata, que ahora le colgaba a ambos lados del cuello.
—No sé si has hecho bien viniendo a descansar aquí —comentó ella—. Yo creo que te encontrarías más cómodo en tu casa del Quai des Tanneurs, con Félix. Estás dándole demasiadas vueltas a todo.
François le dirigió una amarga sonrisa. Se la veía alarmada, como siempre preocupada por mantener la paz y la tranquilidad a su alrededor.
—Quizá te sentaría bien hacer un viaje —siguió—. Nadie ha sabido entender a Bébé. Yo creo que le viene de su padre, quien…, ya te lo contaré otro día. Mi madre se enfadaría.
—Dime una cosa, Jeanne. —A su cuñada le sorprendió la brusquedad en su voz—. Contéstame con franqueza. ¿Tú crees que soy un marido como los demás? ¿Un buen marido?
—Pues…
—Contesta.
—Pues sí, claro.
—¿Estás segura de que soy un buen marido?
—Aparte de las cosas que se cuentan… ¡Pero eso no tiene importancia! Estoy convencida de que Félix… Mientras yo no me entere y no ocurra en mi propia casa…
—Para que lo sepas, Jeanne: soy un monstruo, un estúpido. Soy un pobre imbécil. ¿Me oyes? ¡Yo tengo la culpa de todo!
—Cálmate, François, por favor. Los niños están merendando abajo. Jacques lleva unos días nervioso. Ayer mismo me preguntó…
—¿Qué?
—Me preguntó… Es que me asustas, François… Me preguntó qué crimen había cometido su madre, y no supe qué contestarle.
—¿Sabes qué hay que contarle? Que su madre ha cometido el crimen de querer demasiado a su padre. ¿Me has entendido?
—¡François!
—No temas, no me he vuelto loco. Sé lo que me digo. ¡Anda, vete! Déjame solo un rato más.
Bajaré cuando esté tranquilo. Y no le digas nada a Jacques. Ya hablaré yo con él algún día. ¡Si tú supieras, Jeanne, lo tontos que llegamos a ser los hombres! —Y repetía—: ¡Tontos!… ¡Tontos!… ¡Tontos!