Acababa de anudarse la corbata sin ayuda de un espejo. (En las habitaciones de los hospitales no hay espejos, probablemente para no asustar a los enfermos). La ventana estaba abierta de par en par. La sombra que proyectaban los plátanos era fresca y, pese a la presencia de los ancianos vestidos de azul en los bancos, pese al paso furtivo de una camilla, a François le entristeció contemplar la habitación y pensar que aquello ya no tenía nada que ver con él. ¡Hasta habían quitado las sábanas por la mañana!
Félix, quien, por una vez, vestía un traje claro, salió del despacho de administración metiéndose la cartera en el bolsillo y cruzó las distintas salas con paso jovial.
—¿Lo tienes todo? —le preguntó a su hermano.
—Sí. ¿Has pagado? ¿Te has acordado de las enfermeras?
François no se olvidaba de nada, cualesquiera que fueran las circunstancias. Buena prueba de ello fue que, mientras recogía sus últimas pertenencias, comentó frunciendo el ceño:
Hubiera debido decirte que no le dieras nada a la morenita bizca. Una noche me dejó desatendido porque terminaba su turno.
Recorrieron el pasillo de baldosas amarillas.
—Hermana Adonie, ¡ya la dejo tranquila! —exclamó François—. Pero nos queda por solventar un detalle. ¿Recuerda que le dije que tomara el dinero de mi cartera? ¿Por qué no lo hizo?
—No me atreví —confesó la mujer.
—¿Cuántos ancianos hay ingresados en el hospital?
—Unos veinte.
—A diez francos por domingo… Félix, entrégale mil francos a la hermana Adonie y cada mes le mandas otro tanto. Eso sí, hermana, a condición de que haga la vista gorda cuando les encuentre un cigarrillo en los bolsillos, ¿eh?
Subieron al coche de Félix. François respiró el olor de la calle, que casi había olvidado.
—¡Anda! Si has mandado reparar el guardabarros… —comentó.
—Por cierto… —Mientras conducía Félix hablaba con cautela, echando una ojeada a su hermano por el retrovisor—. Anoche Jeanne fue a verla.
—¿Y qué le dijo?
—Preguntó por Jacques. Cuando supo que Jeanne se está ocupando del niño, no pareció contenta. Dijo: «Le había dejado instrucciones a Marthe. Quiero que la doncella venga a verme». Por lo visto, estaba muy serena, como siempre. Preguntó si su madre se había ido a casa de la señora Berthollat.
—¡Cuidado! —gritó François, y enderezó el volante.
Félix, absorto en la conversación, había rozado un volquete.
—Al marcharse, Jeanne intentó decirle: «Escucha, Bébé, a mí bien puedes contarme…». Y tu mujer contestó: «A ti menos que a nadie, Jeanne. ¿Aún no te has dado cuenta de que no tenemos nada en común? Dile a Marthe que venga a verme. No te encargues tú de Jacques».
Eran las diez de la mañana. Adelantaron unos pesados camiones de reparto. Al final de una calle avistaron la Place du Marché.
—¿Eso es todo?
—Sí. En La Châtaigneraie todo va bien. Jeanne no está muy contenta, claro. Sobre todo por lo de Jacques, es como si Bébé la acusara de no saber educar a los niños. Hombre, ya sé que… ¿Te estoy aburriendo?
—No.
Habían llegado a la finca del Quai des Tanneurs, del muelle de los curtidores, en uno de cuyos extremos se situaba la casa blanca, con aquellos adoquines irregulares donde François de niño se entretenía jugando a las canicas.
—Buenos días, señor Donge.
—Buenos días, señora Flament.
¡Se había olvidado de esa mujer! Le miraba sonrojada, emocionada, la mano en el pecho y los ojos saltones y húmedos. Seguro que era ella quien había colocado las rosas sobre el escritorio.
—¡Si supiera usted la impresión que nos hemos llevado todos cuando nos enteramos de la desgracia! —dijo—. ¿Está usted muy débil?
François le dio la espalda y se encogió de hombros. Le llegó aquel aroma un poco dulzón que reinaba siempre en la casa, sobre todo en el despacho. El sol se filtraba de un modo especial por los cristales de las ventanas y producía curiosos reflejos sobre las superficies pulidas de los muebles. En la pared, debajo del reloj Luis Felipe de marco negro y dorado, brillaba un pequeño disco tembloroso que a François de niño le intrigaba. Después del mediodía, el disco cambiaba de pared y se paseaba por la fotografía que retrataba a los miembros del congreso de maestros curtidores, en París, en la que su padre aparecía con los brazos cruzados.
—Félix, ¿han pagado los Grands Bazars Nancéens? —le preguntó a su hermano.
—No ha sido tarea fácil que esos grandes almacenes pagaran, pero ahora ya está solucionado.
Aquella era la única estancia de la casa que no había cambiado. Los hermanos Donge tenían despachos modernos en otros lugares, pero el de la casa paterna era la sede de todos sus negocios. Las paredes estaban tapizadas de un papel a rayas ya amarillento. El escritorio de François, que pertenecía al padre, estaba revestido de cuero oscuro, manchado de tinta violeta y rematado por una repisa dividida en casilleros.
De la pared de enfrente colgaba el retrato del padre de los Donge: un señor de mostacho y pelo abundante, cuello almidonado y la típica corbata negra de los artesanos endomingados. En otro tiempo la fotografía estaba en el dormitorio, donde hacía juego con la de la madre…, hasta que Bébé fue a vivir a la casa y habló de modernizarla. Ahora el retrato de la madre colgaba de la pared del despacho. Las sillas con asiento de anea seguían en el mismo lugar de siempre.
Ese olor… François se encontraba allí, un tanto ausente, retomando lentamente posesión de su hogar, de su despacho, dejando que penetrara en él aquella atmósfera, y de pronto le sorprendía aquel olor.
—Le he dejado en el escritorio una carta personal —comentó la mujer.
¡Era la señora Flament! Había olvidado el olor de su secretaria: una pelirroja entrada en carnes, de ojos vivos, labios húmedos, pechos grandes y talle esbelto, que sudaba con profusión. Ella fue la causante de que en los primeros tiempos…
La carta procedía de Deauville, y la caligrafía pertenecía a Olga Jalibert. François no se apresuró a leerla. Félix despachaba el correo de la mañana sentado a su escritorio.
En una ocasión, tal vez dos meses después de que se casaran, Bébé bajó al despacho vestida con un traje de seda.
—¿Puedo pasar? —Y entró resuelta.
Félix había salido. La señora Flament, que ocupaba su puesto, se levantó para saludar, quizá con demasiada precipitación, y dio unos pasos hacia la puerta.
—¿Adónde va usted? —intervino François.
—Creía que… —balbuceó la mujer.
—Quédese. ¿Qué ocurre, cariño?
Bébé apenas conocía el despacho y se fijaba en algunos detalles.
—Venía a saludarte —explicó su mujer—. Oh, has puesto aquí los retratos…
La vio fruncir el ceño al pasar junto a la secretaria: sin duda, reconocía aquel olor. Al mediodía, mientras comían a solas en la mesa redonda del comedor, Bébé preguntó:
—¿Es necesario que esté esa chica en tu despacho?
—La señora Flament es una mujer casada. Hace seis años que trabaja como mi secretaria. Conoce al dedillo todos nuestros negocios.
—No sé cómo puedes soportar su olor.
Tal vez el problema residía en la idea que François tenía tan arraigada: su mujer era incapaz de decir o de hacer nada sin segundas. Hablaba con demasiada calma y lo miraba fijamente a los ojos, de la misma forma que en Royan. Le irritó oírla concluir:
—Tú sabrás mejor que nadie lo que tienes que hacer…
—¡Por supuesto!
He aquí la prueba de que iba con segundas. Aunque ahora, tantos años después, François dudaba de que fuera realmente una prueba. En dos o tres ocasiones, Bébé le había pedido a Félix que le enseñara todas las dependencias de la casa. Unos días más tarde, un domingo por la mañana, mientras él estaba solo en su despacho terminando un trabajo urgente, Bébé entró enfundada en un vestido de muselina.
—¿Te molesto? —dijo.
Iba y venía por la estancia. A ratos, François oteaba el brillo de sus uñas pintadas, menester al que dedicaba todas las mañanas más de media hora.
—Oye, François.
—Dime —respondió él.
—¿No crees que yo también podría ayudar?
François se quedó mirándola frunciendo el ceño.
—¿Qué te gustaría hacer?
—Trabajar contigo en el despacho.
—¿En el lugar de la señora Flament?
—¿Por qué no? Si te preocupa que no sepa mecanografía, no tardaré en aprender. En Estambul tenía una máquina de escribir. A veces me entretenía tecleando y…
¡Sí, claro, con aquellas uñas pintadas y aquellos vestidos vaporosos como alas de mariposa!
Bajaría a trabajar pasadas las diez, oliendo a sales de baño y a cremas de belleza. ¡O sea, que estaba celosa de la señora Flament!
—No puede ser, cariño. Necesitarías años para aprender. Además, no es un puesto para ti.
—Perdona. No volveré a mencionarlo —se disculpó Bébé.
François hubiera podido añadir un comentario amable, pero no lo hizo. Cuando ella salió del despacho, un poco envarada, tensa, estuvo a punto de levantarse y de llamarla. ¡No! No había que acostumbrarla a las niñerías; si no, la vida se haría insoportable.
Al cabo de un cuarto de hora la oyó caminar por la habitación. ¿Qué hacía? Sin duda tomaba medidas, combinaba telas. Era la época en que se dedicaba a modernizar una parte de la casa. Las dos fotografías, la del padre y la madre, ya estaban en el despacho. Por la noche extendió ante él unos catálogos y unas muestras.
—¿Qué opinas, François? —le preguntó—. Esta seda es muy cara, pero es la única que he encontrado con este tono verde.
Era su color favorito: un verde almendra, dulzón.
—Como quieras. Me da lo mismo.
—Preferiría saber tu opinión.
¿Su opinión? Pues él creía que hubiera sido mejor dejar la casa como estaba. ¿Hizo mal al no decírselo abiertamente? Quizá sí. En el fondo, él la dejaba que se entretuviera como una niña para que no le molestara. No le gustaba que Bébé pensara, porque entonces era más difícil seguirle la corriente. Además, le horrorizaban las complicaciones, y ella tenía una habilidad especial para complicarlo todo.
Como una vez, por ejemplo, dos o tres semanas después de haber vuelto de Cannes. Todavía seguían allí los antiguos muebles. El matrimonio dormía en la gran cama de nogal de los padres, y las paredes de la habitación estaban tapizadas con papel pintado de flores.
Una mañana, muy temprano, mientras cantaba un gallo en el corral vecino, François se despertó al notar algo extraño. Permaneció un rato inmóvil, como paralizado por la inquietud, luego abrió los ojos y vio a Bébé sentada en la cama a su lado, contemplándole.
—¿Qué haces? —le espetó a su mujer.
—Estaba escuchando tu respiración —contestó ella—. Respiras más fuerte vuelto sobre el lado izquierdo que sobre el lado derecho.
Aquello no era como para empezar la jornada de buen humor.
—Siempre he dormido mal sobre el lado derecho.
—¿Sabes lo que estaba pensando, François? Que vamos a vivir siempre juntos, que envejeceremos y moriremos juntos.
Estaba muy seria y parecía más delgada embutida en su camisón; François tenía sueño. Eran las cinco de la mañana.
—También pensaba que es una pena que no haya conocido a tu padre.
No era una pena sino una suerte, porque el rudo señor Donge no habría acogido muy bien a una nuera como ella. ¿Cómo no se daba cuenta Bébé? ¿No había visto la fotografía del curtidor de tupido mostacho que cruzaba con hosquedad los brazos en todos sus retratos?
—¿Estás durmiendo? —le preguntó Bébé en otra ocasión.
—No —contestó él.
—¿Te molesto?
—No.
—Quiero que me prometas que, ocurra lo que ocurra, serás siempre sincero conmigo. Prométeme que siempre me dirás la verdad, aunque pueda dolerme. ¿Entiendes, François? Sería horrible vivir toda la vida juntos en la mentira. Si te decepciono, tienes que decírmelo. Si un día dejas de quererme, también tienes que decírmelo, y cada cual hará su vida. Si me engañas con otra, no me enfadaré, pero quiero saberlo. ¿Me lo prometes?
—Qué cosas tan raras se te ocurren a estas horas de la madrugada.
—Es algo que vengo pensando desde que nos casamos. ¿No quieres prometérmelo?
—Sí, mujer.
—Mírame a los ojos. Que yo sienta que es una promesa de verdad y pueda confiar en ti.
—Te lo prometo. Ahora duerme.
Tal vez Bébé no se durmió enseguida, pero a las diez de la mañana todavía no se había despertado.
—Señora Flament… —dijo François.
—¿Sí? —respondió la mujer.
—Llame usted al encargado del almacén y dígale que la traslade al despacho de al lado.
—¿Al trastero?
—Que ponga las escobas y los cubos en otra parte. Hay sitio de sobra en el fondo del patio.
Vio que su secretaria hacía una mueca con el labio. Echó una ojeada a las flores que había sobre el escritorio y, acto seguido, examinó la mirada glacial de François.
—¿Ahora mismo?
—Sí. Ahora mismo.
—¿He hecho algo mal?
Siempre que François miraba a alguien con el rostro inexpresivo, sin alzar la voz y las pupilas transparentes, ofrecía un aspecto especialmente terrible.
—No he dicho que haya hecho usted nada mal. Llame al encargado del almacén y dígale que se dé prisa.
Se levantó y apoyó la frente en la ventana, desde la que se veía el muelle de su infancia. Había transcurrido tanto tiempo de aquello que resultaba imposible dilucidar en qué orden habían sucedido los acontecimientos: la escena de la cama, primero, y la famosa promesa; luego el escarceo con la señora Flament, su olor, y la idea peregrina de trabajar en el despacho como su secretaria…
Bébé no solo sentía celos de las mujeres, sino de su trabajo, de todo cuanto anidara en su cerebro que no fuera ella. ¡Así la veía François! ¡Hasta lamentaba no haber conocido al viejo Donge! ¿Y para qué, santo cielo? ¿Para estudiar la genealogía de la familia?
¿Qué le dijo unas semanas más tarde? No, fue al menos dos o tres meses después, porque Jeanne acababa de anunciar con alegre desenvoltura que estaba embarazada.
—¡Yo que contaba con el matrimonio para recuperar la línea! —bromeaba Jeanne de buen humor—. Y encima, mi madre está enfadada.
Félix, en cambio, parecía contento. No era hombre que se complicase la vida. Su suegra sentía debilidad por él, mientras que miraba a François con recelo.
Un atardecer de otoño, François y Bébé se paseaban por el muelle, delante de la casa. Los vecinos hacían otro tanto, por parejas, por grupos. El sol se había puesto. Desde que era pequeño, François había visto a la gente salir a tomar la fresca a orillas del río antes de acostarse.
Tras un largo silencio, Bébé lanzó un suspiro y, con la mano posada en el brazo de su marido, dijo:
—¿No estás enfadado?
—¿Por qué? —preguntó François.
—Por lo que te pedí.
—¿Qué me pediste?
Era extraño: al creer que iba a hablarle de nuevo de la señora Flament, François se puso de mal humor.
—¿No te acuerdas? Que esperáramos dos o tres años antes de…
A Bébé, que era siempre tan abierta, tan segura de sí misma, se la veía nerviosa. En momentos así parecía una niña.
—¿Antes de tener un hijo? ¿Es eso? —¿Solo era eso?—. Cómo voy a estar enfadado…
—Tengo que contarte algo. No es tanto que sea egoísta y que quiera disfrutar de estos años, sino que tengo miedo, François.
—¿Miedo de qué?
—De que luego ya nada será igual. Pero si eso te disgusta, si te apetece que tengamos un hijo antes… François le acarició la mano con ternura.
—Pobrecita mía…
¡Qué extraños pensamientos se le ocurrían! Además, aunque él sí deseaba ser padre, tampoco tenía ninguna prisa.
—Entonces ¿me das dos años más?
¡«Me das»! ¿Acaso él era Dios? En fin…
—Dos, cuatro años… Los que quieras. ¿Qué te ocurre?
—Creo que empieza a refrescar.
—Nunca te abrigas lo suficiente.
—Lo siento.
¡Esa era otra! Bébé sabía que a él le gustaba pasearse al anochecer a orillas del río, donde refrescaba. ¿Por qué se ponía aquel ridículo vestido de tela de araña y solo se echaba sobre los hombros una fina prenda de seda que no la abrigaba?
Ahora le había entrado otra manía: cuando, por casualidad, tenía que ir al despacho, ya fuese para pedirle dinero o por cualquier otro motivo, llamaba a la puerta. La señora Flament se había dado cuenta y cada vez le lanzaba a François una mirada de complicidad. Resultaba especialmente ridículo porque…
Y lo demás ocurrió una noche de invierno de una forma muy tonta. El matrimonio había acudido al teatro a ver el espectáculo de una compañía de gira. Les acompañaban la señora D’Onneville, Félix y Jeanne. Luego habían tomado una copa en el Café du Centre y François y Bébé habían regresado a casa andando. Sus pasos resonaban en la acera.
Pasaron junto a una pareja abrazada contra la pared, cerca del puente; ambos cuerpos formaban uno, y se adivinaba la humedad que desprendían. Bébé se apoyó en el brazo de su marido. Un poco más allá, en el muelle, a cien metros de su casa, ella se acercó tanto que él la estrechó en sus brazos y la besó con ternura.
De pronto, cuando él menos se lo esperaba, ella se desasió con expresión fría y decidida.
—¿Qué te ocurre? —dijo François.
—Nada.
—Pero, cariño, si hace un momento…
Bébé caminaba deprisa. Aguardó en el umbral a que él abriese la puerta y luego se precipitó a su habitación.
—¿No quieres decirme qué te pasa? —Ella le lanzó una mirada breve, incisiva—. ¿No quieres?
Entretanto, François se había quitado la chaqueta para ponerse cómodo.
—Escucha, François. ¿Recuerdas la promesa que me hiciste una mañana? Que me lo contarías todo, ocurriese lo que ocurriese. ¿Estás dispuesto a mantenerla?
A François le recorrió un escalofrío de angustia.
—No te entiendo —susurró.
—¿Por qué mientes? Quedó claro que entre nosotros nunca se interpondrían mentiras, ¿no es así? —Parecía serena—. ¿De veras no sabes por qué te he rechazado cuando me besabas? Toma tu chaqueta. ¿No te ha dado tiempo de cambiarte para ir al teatro?
François no era del todo consciente de que en ese momento se estaba decidiendo su vida matrimonial.
Se hallaba sentado en el borde de la cama. Sopesaba los pros y los contras, observaba a Bébé admirando su aplomo.
—Ya te dije que no soy celosa. Lo que no quiero… ¿Entiendes? Luego no cambiará nada, puesto que soy tu mujer. Además, podrás contármelo todo como a un amigo, como si fuera Félix.
François miraba el radiador plateado que acababan de instalar. Solo le quedaban unos segundos para tomar una decisión trascendental.
—¿Hace mucho tiempo que la señora Flament es tu amante?
François se pasó la mano por la frente, luego por la cabeza a contrapelo. Se levantó y permaneció inmóvil en medio de la habitación.
—Contesta —insistió Bébé.
—Hace años que me acuesto con ella, pero no es exactamente una amante.
Se produjo un silencio. Como François no la veía, se volvió hacia Bébé, que ni se había movido ni había abierto la boca. Cuando él la miró, ella le contestó con una sonrisa.
—¡Lo ves! —exclamó ella.
—¿Qué es lo que tengo que ver?
—Siempre he pensado que ella es una mujer como las que a ti te gustan.
—Según para qué —replicó él con aspereza.
—Precisamente. Desde el primer día me di perfecta cuenta y siempre que tenía que entrar en tu despacho llamaba a la puerta.
—Si quieres, la despido.
—¿Por qué? No es culpa suya. Además, necesitarías otra secretaria.
Era una sensación curiosa: François se sentía liberado y, al mismo tiempo, flotaba en el ambiente algo insólito, que le inquietaba, como cuando se camina sobre un suelo inestable. ¡Bébé estaba tan entera! ¿No había querido ella casarse?
—¿Lo sabe Félix? —preguntó Bébé empezando a desmaquillarse.
—Seguramente lo sospecha. Nunca hablamos de estos temas.
—¡Ah!
¿A qué venía ese «ah»?
—¿Su marido no sabe nada? —preguntó ella.
Entonces François se sintió incómodo. El marido de la señora Flament era montador de teléfonos, un buen hombre con un bigote como el del padre de los Donge. En dos o tres ocasiones había acudido a reparar la línea y había trabajado en el despacho en presencia de François y su propia mujer. «Ya está, señor Donge. Creo que esta vez no volverá a estropearse». Le tendía su mano anchota y, por discreción, se despedía de su mujer dirigiéndole una breve mirada.
—No, no sabe nada —contestó él.
—¿Y a ti no te importa que por la noche, en la cama de ese hombre…?
—¡Tiene mucha menos importancia de lo que crees! Si te dijera…
—¿Si me dijeras qué?
—Nada. Te parecerá ridículo.
—Puedes contármelo, François. Ahora ya somos como amigos.
—Ni siquiera la he llamado nunca por su nombre, ni sé cuál es. Y en cuanto terminamos, sin dejarle tiempo a respirar, le dicto: «En respuesta a su…». ¿Preparada, señora Flament? Verá la fecha en la carta. «Lamento comunicarle que, en las actuales circunstancias, no podremos suministrarle…».
Aunque François no veía el rostro de Bébé inclinado sobre el tocador, la oía reír. Él mismo sonrió mientras se quitaba los zapatos.
—¿Ves cómo era muy fácil? —comentó su esposa—. Si yo no soy tu tipo de mujer… ¡Reconócelo!
—Depende de para qué. Lo cierto es que nunca has sabido, y probablemente nunca sabrás, hacer el amor. Por otra parte, tampoco es lo más importante en la vida. ¿Estás enfadada?
—¿Por qué voy a estar enfadada? Has sido sincero.
—Tú me lo has preguntado, ¿no?
—Sí.
Ya entonces François pensó que había cometido un error. Pero ¿qué iba a hacer? ¡Allá ella si se lo había exigido!
—¿En qué piensas? —le preguntó a su esposa cuando se acostaron.
Dormían en las camas nuevas que había elegido Bébé: idénticas y muy modernas. La habitación era clara; no recordaba en nada a la antigua casa.
—En lo que acabas de decirme —contestó ella.
—¿Estás triste?
—No tengo por qué.
—Si tú quieres, no volverá a ocurrir. A veces me paso días, incluso semanas sin tocarla. Hasta que una mañana, sin saber por qué…
—Entiendo.
—No puedes entenderlo porque no eres un hombre.
Bébé fue al baño, recién reformado, en el que para entrar había que bajar un escalón. En aquella casa, siempre era necesario bajar escalones y atravesar complicados pasillos.
Tardaba en salir. François se inquietó y pensó que tal vez lloraba. Estuvo a punto de ir a buscarla, pero vaciló y al final se echó atrás por temor a que se produjera una escena. Hizo bien, porque Bébé salió con los ojos secos, el rostro impasible.
—Buenas noches, François.
Lo besó en la frente y apagó la luz.
Cuando François se volvió, el encargado del almacén y la señora Flament estaban llevándose el archivador y la máquina de escribir. Los contempló como si fueran objetos inanimados, pero no fue capaz de sostener la mirada inquisidora de Félix.
—Félix, ¿qué hay del contrato con la Société des Grands Hótels Européens? —preguntó François para darse ánimos.
—Lo firmé la semana pasada. Tuve que darle diez mil francos al gerente para que…
—Cinco mil hubieran sido suficientes —dejó caer François como si necesitase vengarse de alguien, aunque lo pagase su hermano.
Y, de forma mecánica, abrió la carta de Olga Jalibert.
«Querido François:
»Te escribo desde el Hótel Royal, habitación 133. ¿No te recuerda nada? Si no llega a estar conmigo mi hija Jacqueline…».
Olga Jalibert tenía una hija, un poco retraída y huraña, que miraba a Donge con odio, como si se diese cuenta de todo. Tal vez estuviera al tanto, pues su madre apenas disimulaba ante ella.
«Cuando me enteré de la tragedia, enseguida pensé que lo mejor que yo podía hacer era desaparecer un tiempo, como si todavía fuese temporada de vacaciones. Gaston estaba de acuerdo. Por supuesto, no hemos hablado de nada, pero lo he notado inquieto y con ganas de verte. Acabo de recibir una carta de él en la que me dice que te encuentras bastante bien y que todo empieza a solucionarse.
»Aún no me cabe en la cabeza lo de Bébé. Pero ¿recuerdas lo que te dije cuando me contaste que lo sabía todo? Ay, François, todavía no conoces a las mujeres, sobre todo a las chicas jóvenes, y tu mujer sigue siendo una cría.
»¡En fin! A lo hecho, pecho. He temido mucho por ti y por todo el mundo. En una ciudad pequeña nunca se sabe hasta dónde puede llegar el escándalo.
»Como vas a abandonar el hospital (por lo que me escribe Gaston, ya habrás salido cuando te llegue esta carta, por eso te la mando a tu casa), espero que te las arregles para pasarte por aquí. Dime antes cuándo vas a venir, así podré mandar a Jacqueline a jugar al tenis con alguna amiguita.
»Tengo muchas cosas que contarte. Te echo de menos. Mejor que me llames a la hora de comer o de cenar, sin decir tu nombre, no vayan a vocearlo en el comedor.
»Me muero por estar en tus brazos. Te adoro.
»Tuya,
»Olga».
—¡Félix! —exclamó François.
Sin duda, Félix había reconocido la letra de la carta que tenía entre sus manos.
—Supongo que esta tarde no me necesitas, ¿verdad? —le espetó.
Félix pareció malinterpretarlo. Tal vez por primera vez notó un reproche en la mirada de su hermano. Entonces esbozó una sonrisa irónica rara en él, como salvando las apariencias. François, por su parte, dijo:
—Félix, creo que pasaré la noche en La Châtaigneraie. Necesito descansar. ¿Quieres que le dé algún recado a tu mujer?
—Ninguno en especial —respondió este—. Iré el sábado y me quedaré allí hasta el lunes por la mañana.
Espera, creo que Jeanne me pidió que comprara mantequilla sin sal.
—Ya la compraré yo.
De pronto François se llevó una mano a los ojos.
—¿Qué te pasa? —se asustó Félix.
Dio la impresión de que se tambaleaba, de que le fallaban las fuerzas.
—No es nada… —Apartó la mano.
—Todavía estás débil.
—Sí, un poco.
Félix había advertido un surco húmedo en su mejilla.
—Hasta mañana —se despidió François de su hermano.
—¿Te vas sin comer?
—Comeré algo allí.
—No sé si es prudente que conduzcas.
—¡No te preocupes! Respecto a los diez mil francos que diste de comisión…
—Me pareció que hacía lo correcto.
—Sí, tienes razón. Yo también lo creo.
Félix no lo entendió, pero a François le hubiera costado explicarse.
De pronto, los dos hermanos aguzaron el oído. Se oía un ruido extraño cuyo origen era difícil precisar. Al final se volvieron hacia la puerta que comunicaba con el cuarto contiguo. Era la señora Flament, que lloraba sola en su rincón, exhalando breves sollozos, con el rostro entre los brazos cruzados sobre la máquina de escribir.