4

No una sino dos asistentas habían limpiado la habitación. El enfermero les había echado una mano y la hermana Adonie en persona, emocionada como si llegara el obispo, se había cuidado de que todo estuviera impecable.

—Ponga la mesita junto a la ventana. No, la silla al otro lado; si no, la visita no verá bien para escribir.

Y todo para recibir a un hombre barrigudo y calvo que transitó algo perdido por los pasillos, seguido de un joven vestido de punta en blanco, como suele verse los domingos a tanta gente.

—Sí, hermana. Gracias, hermana. Por favor, hermana. Así estará perfecto, hermana… —agradecía la visita.

Era el señor Giffre, el juez de instrucción. Venía de Chartres, lo que suponía exactamente lo contrario de un ascenso. Sus ideas políticas eran de extrema derecha y se decía que había mandado condenar a un masón. La gente se burlaba de él por su boina vasca y su bicicleta, aunque sobre todo de sus seis hijos, a los que paseaba muy serio y orgulloso como si desfilaran en procesión.

Puesto que llevaba un mes en la ciudad y todavía no había encontrado una casa decente, un médico de los alrededores, que vivía a ocho kilómetros, había puesto a su disposición una casa destartalada, sin agua ni electricidad, que contaba con cuatro muebles viejos y desentonados.

Tal vez el señor Giffre se había tropezado en alguna ocasión con François Donge por la calle. En cualquier caso, debía de conocerlo de oídas, si bien ambos todavía no habían sido presentados. Al entrar hizo una leve inclinación y dio cuatro rápidos pasos hacia la mesita preparada junto a la ventana. Luego abrió la cartera y dijo mientras se instalaba el secretario:

—Me ha dicho el doctor Levert que podíamos quedarnos media hora. No obstante, si se nota usted cansado, basta que me lo diga y me retiraré de inmediato. ¿Me permite que comience el interrogatorio? ¿Su nombre?

—François-Charles-Émile Donge, hijo de Charles-Hubert-Chrétien Donge, curtidor, fallecido, y de Émilie-Hortense Fillâtre, de profesión sus labores, también fallecida.

—¿Ha tenido algún problema con la justicia?

El juez balbuceaba las preguntas gesticulando como quien ahuyenta una mosca, y carraspeando. Todavía no había mirado hacia la cama, donde François estaba echado sobre varias almohadas. Al otro lado de los cristales (habían bajado la persiana que formaba un gran rectángulo dorado), se oían los lentos pasos de los enfermos sobre la grava, pues era la hora del paseo.

—El domingo veinte de agosto, hallándose en su finca de La Châtaigneraie, término municipal de Ornaie, fue usted víctima de un intento de envenenamiento.

Hubo un silencio. El juez levantó la cabeza y observó que François estaba examinándole.

—Le escucho —dijo el magistrado.

—No lo sé, señor juez —repuso el enfermo.

—El doctor Pinaud, que le atendió, ha declarado que no hay ninguna duda al respecto y que ese día, sobre las dos de la tarde, usted tomó una gran dosis de arsénico, presumiblemente mezclado con el café.

De nuevo reinó un silencio.

—¿Niega usted los hechos?

—Admito que me puse muy enfermo.

—Dicho de otro modo, se niega usted a presentar una denuncia. Debe saber que, en ese caso, es nuestra obligación dar curso a la acción judicial, aunque no haya denuncia por parte de la víctima.

François seguía sin decir nada. Miraba al juez como solía mirar a la gente, al tiempo que se preguntaba cómo aquel hombre, preocupado por sus hijos, por su casa provisional, por los ocho kilómetros que tenía que recorrer en bicicleta para ir a comer, por las intrigas que empezaban ya a formarse a su alrededor, podía de pronto, con solo abrir un expediente, descubrir el menor atisbo de verdad sobre Bébé Donge, cuando su marido, después de haber vivido diez años con ella…

—Aunque el reglamento no lo contemple, le leeré el atestado del primer interrogatorio efectuado a la señora Donge. En realidad, es más bien una declaración que le hizo al inspector Janvier el domingo veinte de agosto a las diecisiete horas.

»“Yo, Eugénie-Blanche-Clémentine, de veintisiete años de edad, de casada Donge, declaro bajo juramento lo siguiente: ese día, hallándome en La Châtaigneraie, que pertenece a partes iguales a mi marido y a mi cuñado, atenté con veneno contra la vida de François Donge derramando en su taza de café cierta cantidad de arsénico. No tengo nada más que añadir”.

El juez de instrucción alzó los ojos justo a tiempo para ver que se desvanecía una sonrisa de los labios de François.

—Ya ve que su mujer reconoce los hechos.

Raras veces el señor Giffre había experimentado la desagradable sensación —como le sucedía ahora ante aquella cama de enfermo, o le había ocurrido con Bébé Donge— de meterse en camisa de once varas.

—Ahora procederé a informarle del atestado del interrogatorio al que sometí ayer a la detenida.

Lamentó haber utilizado la palabra «detenida», pero era demasiado tarde y François ya había parpadeado. ¿Bébé se habría puesto para el interrogatorio un vestido o un traje sastre? Antes de escuchar las palabras que su mujer había pronunciado, François necesitaba imaginársela. Entornó los ojos: sin quererlo, vio la escollera de Royan y, de espaldas, la pareja formada por Félix y Jeanne.

—Le ahorro las fórmulas habituales. Únicamente le leeré las preguntas y las respuestas relevantes.

»Pregunta: ¿En qué momento decidió atentar contra la vida de su marido?

»Respuesta: No podría decirle una fecha.

»Pregunta: ¿Varios días antes de la tentativa de envenenamiento? ¿Varios meses?

»Respuesta: Probablemente varios meses.

»Pregunta: ¿Por qué dice usted “probablemente”?

»Respuesta: Porque era un proyecto bastante vago.

»Pregunta: ¿Qué entiende usted por “un proyecto bastante vago”?

»Respuesta: Notaba vagamente que llegaríamos a eso, pero no estaba segura…

François suspiró. El juez lo miró, pero fue demasiado tarde: el rostro de Donge ya no expresaba más que una atención concentrada.

—¿Puedo seguir? ¿No se cansa?

—Por favor.

—Sigo, pues:

»… Pero no estaba segura…

»Pregunta: ¿Qué quiere decir usted con las palabras “que llegaríamos a eso”? Habla en un plural que no consigo entender.

»Respuesta: Yo tampoco.

»Pregunta: ¿Hacía tiempo que se producían desavenencias en su matrimonio?

»Respuesta: Mi marido y yo nunca hemos tenido desavenencias.

»Pregunta: ¿Qué le reprocha usted?

»Respuesta: Yo no le reprocho nada.

»Pregunta: ¿Tenía motivos para estar celosa?

»Respuesta: No lo sé, pero no lo estaba.

»Pregunta: Si no cabe achacar los celos a su acto, ¿qué la movió a obrar de ese modo?

»Respuesta: No lo sé.

»Pregunta: ¿Ha habido algún caso de enfermedad mental en su familia? ¿De qué murió su padre?

»Respuesta: De disentería amebiana.

»Pregunta: ¿Y su madre está sana de cuerpo y de mente? El doctor Bollanger, que la examinó, asegura que usted actuó con plena conciencia. ¿Qué tipo de relaciones mantenía con su marido?

»Respuesta: Vivimos bajo el mismo techo y tenemos un hijo.

»Pregunta: ¿Reñían ustedes con frecuencia?

»Respuesta: Nunca.

»Pregunta: ¿Hay algo que la induzca a pensar que su marido tenía alguna relación extramatrimonial?

»Respuesta: Eso nunca me ha preocupado.

»Pregunta: De haber sido así, ¿se habría vengado de alguna manera?

»Respuesta: No me hubiera afectado.

»Pregunta: En definitiva, sostiene usted que desde hacía varios meses estaba decidida a matar a su marido pero ignora el motivo de tan grave determinación.

»Respuesta: Exactamente.

»Pregunta: ¿Dónde y cuándo consiguió el veneno?

»Respuesta: No puedo decirle la fecha exacta; fue en mayo.

»Pregunta: Por lo tanto, tres meses antes del crimen. Prosiga.

»Respuesta: Fui a la ciudad a comprar varias cosas, entre otras productos de perfumería.

»Pregunta: ¡Disculpe! ¿Normalmente reside en La Châtaigneraie?

»Respuesta: Desde hace tres años vivo aquí la mayor parte del tiempo, debido a la salud de mi hijo. No es que esté enfermo, pero tiene una salud delicada y necesita el aire del campo.

»Pregunta: ¿Su marido vive con ustedes en La Châtaigneraie?

»Respuesta: No de manera fija. Venía a casa dos o tres días por semana. A veces llegaba por la noche y se iba a la mañana siguiente.

»Pregunta: Gracias. Prosiga. Me hablaba usted de un día del mes de mayo…

»Respuesta: Recuerdo que fue a mediados de mes. Al salir no había tomado dinero suficiente y pasé por la fábrica…

»Pregunta: ¿Por la fábrica de su marido? ¿Iba allí regularmente?

»Respuesta: Muy pocas veces. No me atraen sus negocios. Al no encontrarlo en su despacho, entré en el laboratorio. Mi marido es químico y hace experimentos. En un pequeño armario acristalado vi unos frascos etiquetados.

»Pregunta: ¿Hasta ese día no había pensado en envenenar a su marido?

»Respuesta: Creo que no. Me llamó la atención la palabra “arsénico”. Me hice con el frasco; solo quedaba un poco de polvo de color gris, y me lo metí en el bolso.

»Pregunta: ¿Ya con ánimo de utilizarlo?

»Respuesta: Quizás. Es difícil asegurarlo. Luego entró mi marido y me dio dinero.

»Pregunta: ¿Le entregaba usted las facturas de lo que gastaba?

»Respuesta: Siempre me ha dado todo el dinero que he querido.

»Pregunta: Así pues, durante tres meses usted ocultó el veneno aguardando el momento de utilizarlo. ¿Qué la movió a elegir ese domingo y no otro día?

»Respuesta: No lo sé. Estoy un poco cansada, señor juez, y, si me lo permite…

El señor Giffre alzó la cabeza. Se le veía serio, incómodo. A punto estuvo de pasarse los dedos por sus escasos cabellos.

—Es cuanto logré que me dijera —confesó—. Esperaba que usted me aclarara más cosas.

Por un momento, el señor Giffre olvidó que era juez y miró a François Donge como a un hombre más. Se levantó, recorrió la pequeña habitación y a continuación hundió las manos en los bolsillos de su pantalón, desmesuradamente ancho.

—Señor Donge, no hace falta que le diga que en la ciudad la gente se refiere a lo ocurrido como un drama pasional y se murmuran ciertos nombres. Ya sé que esos rumores no deben influir en la justicia. ¿Hay algo que le haga pensar que su mujer pudiera estar al tanto de alguna aventura suya?

¡Con qué rapidez avanzaba! Y cómo se paró en seco, estupefacto, cuando oyó que François contestaba:

—Mi mujer estaba al corriente de todos mis líos de faldas.

—¿Quiere usted decir que le contaba sus aventuras?

—Cuando me lo preguntaba.

—Perdone que insista. Me resulta tan sorprendente que necesito profundizar en este punto. ¿De modo que tenía usted varias aventuras?

—Sí, bastantes. La mayoría de ellas sin mayor importancia.

—¿Y al regresar a su casa usted se lo contaba a su mujer?

—Para mí era como una amiga. Ella conseguía que me sintiera cómodo.

François dijo esto último sin pensarlo, lo cual le sorprendió, y permaneció pensativo unos instantes.

—¿Cuánto tiempo hace que comenzaron esas confidencias?

—Unos años. No podría precisarlo.

—¿Y seguían siendo marido y mujer? Me refiero a si mantenían relaciones de pareja.

—No muchas. La salud de mi mujer, sobre todo después de dar a luz, no permitía…

—Entiendo. Pero asumió que usted buscara en otras mujeres lo que ella no podía darle.

—Más o menos, aunque no es exacto.

—¿Y nunca notó en su esposa el menor sentimiento de celos?

—En lo más mínimo.

—¿Mantuvieron ustedes esa amistad hasta el final, es decir, hasta el pasado domingo?

François miró al juez de arriba abajo. Se lo imaginó con los suyos en la casa del médico, a quien conocía; o bien pedaleando por la carretera con unas pinzas prendidas en los bajos de los pantalones; o los domingos en la misa mayor, seguido de sus seis hijos y de su mujer, siempre ajetreada. Luego asintió en silencio. El secretario seguía escribiendo aplicadamente; el sol tamizado por la persiana provocaba reflejos en su pelo engominado.

—Permítame que insista en ese punto, señor Donge.

El juez le lanzó la típica mirada de quien cumple con su deber aun a sabiendas de que hace mal obstinándose.

—Le aseguro que no tengo nada más que contarle, señor Giffre.

Este «señor Giffre» sonó tan inesperado que ambos hombres se miraron con la sensación de que por un momento dejaban de ser el juez y la víctima para convertirse en dos hombres a quienes el azar ponía en una situación embarazosa. El magistrado tosió y se volvió hacia el secretario como para indicarle que no transcribiera este «señor Giffre», algo que el secretario había captado por sí mismo.

—Me hubiera gustado mandar el sumario a la fiscalía lo antes posible para cortar por lo sano el revuelo que este tipo de casos suscitan siempre en una ciudad pequeña.

—¿Mi mujer ya ha elegido abogado?

—Al principio no quería. Ante mi insistencia ha contratado al señor Boniface.

Era el mejor abogado del Colegio: un hombre de unos sesenta años con barba, importante, famoso en varios departamentos.

—Ayer tarde visitó a su clienta. Por lo que deduje de lo que me contó cuando luego vino a verme, hasta ahora sabe lo mismo que yo.

¡Mejor así! Al fin y al cabo, ¿quién les mandaba a esos hombres meterse en aquello? ¿Qué se empeñaban en descubrir? ¿Y por qué? ¿Qué harían con la verdad si gracias a un milagro la descubrían? ¡La verdad!

—Señor juez…

¡No! Aún era demasiado pronto para eso.

—Usted dirá.

—Discúlpeme, pero se me ha ido el santo al cielo. Como ha tenido usted la amabilidad de decirme que en cuanto me encuentre cansado…

No estaba cansado. Jamás se había sentido tan despierto. Aquella conversación le había sentado bien. Había sido una especie de gimnasia que le hacía ver las cosas con claridad.

—De acuerdo. Nos vamos, pues. Solo le pido que reflexione, y estoy seguro de que verá que su deber, tanto en interés de su mujer como en el de la justicia…

¡Que sí, señor juez! Es usted un hombre excelente, un ciudadano modelo, un admirable padre de familia, un magistrado íntegro y sin duda inteligente. Cuando salga del hospital le ayudaré a encontrar una casita acogedora, porque conozco la ciudad mejor que nadie y tengo bastante influencia. Ya ve que no le reprocho nada, que me pongo en su lugar.

Pero, por favor, ¡deje tranquila a Bébé Donge! No intente comprenderla.

—Le ruego que me disculpe si le he fatigado.

—En absoluto. No faltaba más.

—Que descanse.

El juez se retiró después de despedirse. En el pasillo se encontró con la hermana Adonie, que le acompañó a la puerta acristalada. Le seguía el secretario, a quien el sol deslumbraba. François, sentado en la cama y contemplando la ahora inútil mesita, se decía que Bébé había actuado exactamente como debía.

Nunca se había sentido tan cerca de ella. Algunas de las respuestas que ella había dado él mismo se las habría apuntado. A ratos, mientras el juez leía el interrogatorio, le habían entrado ganas de asentir con una sonrisa de satisfacción. ¿Estaba contento? No se planteaba la pregunta, pero se sentía con la mente ágil y el ánimo sereno.

—Es usted muy amable, hermana —susurró François—. Sí, abra la ventana. Empieza a gustarme ese patio umbrío por el que se pasean los enfermos. Ayer vi a un anciano fumando a escondidas detrás de un árbol…

—¡Calle, calle, por favor! —exclamó la monja—. Si me dice quién es, tendré que castigarle.

—¿Y qué le haría?

—Le dejaría sin «paga». A los ancianos que difícilmente abandonarán el hospital, los domingos les damos un dinerillo.

—Para tabaco, ¿no?

Los ojos de la monja reían.

—Mi cartera debe de estar en el bolsillo de la chaqueta. Quédese con lo que haya dentro. Le servirá para darles la «paga» a los ancianos.

—Se me olvidaba decirle que tiene usted otra visita. No sé si…

—Le prometo, hermana, que no estoy cansado. ¿Quién es?

—El doctor Jalibert.

¡Vaya por Dios! La expresión pudibunda de la hermana daba a entender que ella también estaba al corriente de todo.

—Hágale pasar. Debe de estar impaciente.

—Lleva más de media hora recorriendo el pasillo de arriba abajo y fumando un cigarrillo tras otro. No me he atrevido a decirle nada, porque es médico, pero…

Jalibert entró como una tromba y esbozó una sonrisa forzada.

—¿Qué tal, amigo mío? —saludó—. ¿Lo ha pasado muy mal? Me ha dicho Levert que lo ha soportado todo estoicamente…

La hermana Adonie se retiró, enfurruñada, mientras el doctor seguía hablando.

—Acabo de tropezarme con el juez de instrucción, que salía de su habitación. Casualmente me encontraba en el hospital, dado que tengo aquí a un enfermo. No le hubiera molestado, pero me han dicho que hoy se encuentra mejor. ¿Me permite?

Encendía un cigarrillo, se ponía a andar, se detenía, caminaba de nuevo hacia la ventana. Era flaco, encorvado, feo de cuerpo y de espíritu.

—Supongo que ese pobre juez, que, entre nosotros, no parece una lumbrera y tiene bastante mala prensa por aquí, habrá intentado tirarle de la lengua.

—Ha estado muy correcto.

—¿Discreto? —inquirió Jalibert con una sonrisa temblorosa.

—Está haciendo lo posible para descubrir una verdad que yo todavía desconozco.

—¿No me diga? —replicó Jalibert con mal gusto.

Y pensar que por culpa de Olga Jalibert —que tenía un cuerpo macizo y sabroso como una ciruela y se enfrentaba al amor, como a la vida, con insolente ardor—, François se había visto obligado a estrechar cien veces la mano del médico, ¡a comer en su mesa y a jugar al bridge con él!

—Dígame una cosa. Supongo que usted sabrá cómo piensa plantear su mujer la defensa. Por lo visto ha elegido como abogado a Boniface. No me imagino a ese hombre austero y aburrido defendiendo un caso como este.

La inquietud debía de reconcomerlo; estaba claro que esperaba oír una palabra, y François, para mortificarle, tardaba en pronunciarla. ¿Qué otra cosa se le ocurriría a Jalibert para obligarle a hablar?

—Boniface —seguía—, con esa barba cuadrada y el pelo a cepillo, las pestañas largas y la toga reluciente, quiere dar una imagen de santo de vidriera. Un hombre que, en nombre de la moral, es capaz de deshonrar a toda una ciudad con esos alegatos brillantes que le salen. Confiarle un caso pasional a ese abogado es…

En ese momento François por fin susurró:

—No existe tal caso pasional.

Jalibert tuvo que contenerse para no dar saltos de alegría y fingió sorprenderse.

—¿Qué alegará su mujer en su defensa?

—Nada.

—¿Lo niega? Pero si el periódico de esta mañana dice que…

—¿Qué dice?

—Que lo ha confesado todo, incluida la premeditación.

—Así es.

—¿Entonces?

—Entonces nada.

Jalibert, quien, por su parte, hubiera matado a diez enfermos para ampliar su clínica o comprarse un coche más grande, no salía de su asombro y miraba a Donge con nerviosismo, sin duda preguntándose si estaba tomándole el pelo.

—Bébé tendrá que defenderse, y puede verse obligada a comprometer a terceras personas.

—No se defenderá.

—Siempre ha sido una mujer difícil —precisó Jalibert esbozando una sonrisa sarcástica—. Ayer lo comentaba con alguien y precisamente le decía: «Nunca ha sabido nadie lo que piensa Bébé Donge». Tal vez se deba a la educación que recibió en Estambul. Hay que reconocer que su madre es bastante estrafalaria. En fin… ¿Y qué móvil aduce?

—No aduce ninguno.

—¿Alegará irresponsabilidad? Desde el punto de vista médico, eso no plantea problema alguno y, desde luego, si me consultaran a mí… Lo he hablado con Levert y está dispuesto a certificar… Dígame, amigo…

François lo miraba esforzándose por no sonreír.

—¿Y si hablara usted con Boniface? O, mejor, puesto que eso no sería del todo legal, ¿y si consiguiera que alguien de confianza hablara con él? Si su mujer alega irresponsabilidad, verá cómo usted gana el caso. Yo me encargaré de pensar en los médicos a quienes podrían designar como expertos.

—Bébé no está loca. Tranquilícese, Jalibert. Ya verá cómo todo se arregla. ¿Cómo van las obras? ¿Qué tal la nueva ala de la clínica? Discúlpeme, pero tienen que hacerme las curas.

Alargó el brazo y pulsó el timbre. La hermana Adonie golpeó suavemente la puerta y entró resuelta.

—¿Ha llamado usted? —dijo la mujer.

—Ya pueden empezar la curas, hermana, si la enfermera no está ocupada.

En realidad, deseaba que se acabaran las curas y estar solo en la habitación bien limpia, con la ventana abierta al patio, las sábanas almidonadas, el cuerpo vacío y la mente ligeramente embotada por la inyección diaria. Estaba tan ansioso por reunirse con Bébé que no esperó a que se marchase Jalibert. Apenas le oyó despedirse. François había cerrado los ojos. Notó que lo desnudaban, que le daban la vuelta, que lo toqueteaban…

—¿Le duele? —preguntó la hermana.

Donge no contestó. Se hallaba lejos. Tal vez le doliera, pero no tenía importancia.

… Una habitación de hotel, o, para ser exactos, de un hotel de lujo, con amplios ventanales y un balcón de una blancura deslumbrante desde donde avistaba, más allá de la Croisette, el puerto de Cannes: los mástiles entremezclados, los elegantes cascos que se tocaban en una inmensidad de color azul lavanda donde zumbaban las motoras.

Félix y Jeanne habían elegido Nápoles. Por decoro, o por una especie de pudor, los dos hermanos habían organizado su luna de miel por separado. Quién sabe si había sido un error. Un viaje en tren de una noche en coche cama. La estación estaba repleta de mimosas. Les recibió el gerente del hotel.

—¿Los señores Donge? Tengan la bondad de seguirme.

François lucía su sonrisa más irónica, como cuando no se sentía satisfecho de sí mismo. En realidad, estaba nervioso y se sentía ridículo. ¿Acaso no es ridículo el papel que le toca interpretar al novio, en un compartimiento lleno de flores, tras haber entregado los regalos en el último momento? ¿Y acompañado de una chica que espera convertirse pronto en mujer, que sabe que se acerca el momento y observa al novio con una mezcla de impaciencia y pavor?

—¿Sabe lo que me apetece, François? —dijo Bébé.

Todavía no se tuteaban; incluso después de diez años de matrimonio, con frecuencia se llamaban de usted.

—Le parecerá una tontería, pero quisiera dar un paseo en barca. Me recuerdan los kayaks que surcaban el Bósforo. ¿Está enfadado?

¡No! ¡O sí! La idea era, desde luego, disparatada, sobre todo porque no encontraron ninguna barca de remos. El muelle estaba atestado de motoras cuyos dueños los hostigaban:

—¿Un paseo por el mar, señores? ¿A la isla Santa Margarita?

Bébé, insensible al ridículo, le apretaba el brazo y le susurraba al oído:

—Oh, una barquita para nosotros solos…

Por fin dieron con una barca. Los remos estaban tan mal sujetos que se salían continuamente. Hacía calor. Bébé, sentada en la popa, sumergía las manos en el agua. La escena parecía una postal. Los pescadores de erizos los miraban divertidos, y ellos a punto estuvieron de chocar con un yate que arribaba a puerto.

—¿Está enfadado? —insistió ella—. En el Bósforo, al atardecer, solía coger un kayak yo sola y me dejaba llevar por la corriente hasta que se hacía de noche.

—Sí, claro, en el Bósforo…

—Si está cansado, volvemos.

A él le hubiera apetecido tomar algo en el bar, pero ella se metió en el ascensor. Hasta el ascensorista dibujaba una sonrisa burlona ante su propia cara. Eran las diez de la mañana.

—¿No le molesta la luz, François? Da la impresión de que el mar esté mirándonos.

¡«El mar mirándolos»! ¡De acuerdo! François bajó las persianas y todo quedó a franjas, incluido el cuerpo de Bébé. Ella no sabía besar, sus labios permanecieron inertes. En realidad, el contacto de los labios debía de antojársele un rito tal vez necesario, pero bárbaro. Durante el tiempo del beso mantuvo los ojos abiertos, la mirada fija en el techo. A ratos, un estremecimiento como de dolor recorría su pálido rostro.

¿Qué dijo él exactamente? Algo del estilo:

—Ya verá como más adelante, dentro de unos días…

Bébé le apretó la mano con sus dedos húmedos y murmuró:

—Claro que sí, François.

La chica habló con el tono que se emplea para complacer a los demás, para que no se sientan mal. Sus pechos no eran blandos, pero tampoco firmes, y las clavículas le sobresalían a ambos lados del cuello. Como no sabía qué hacer, François se levantó en pijama y se acercó al ventanal. Abrió las persianas, encendió un cigarrillo. Si se hubiera atrevido a actuar con naturalidad, habría llamado al camarero y habría pedido una copa de oporto o de whisky. El sol iluminaba la cama. Bébé había hundido la cara en la almohada y el cuerpo bajo la sábana; François solo veía su pelo rubio. Le pareció adivinar, por ciertos temblores…

—¿Estás llorando? —le preguntó.

François acababa de tutearla por vez primera, con tono protector y huraño a un tiempo. Le horrorizaban las lágrimas, aborrecía todo cuanto complica las cosas: aquel ridículo paseo en barca, aquellos ojos clavados en el techo y ahora aquellas lágrimas.

—Cariño, te dejo descansar —dijo él—. Baja dentro de un par de horas y comeremos en la terraza.

Bébé se había arreglado con esmero. Llevaba un vestido de color crema con volantes que le daba aspecto de mujer y de jovencita a la vez. Parecía más delgada que nunca, más serio su semblante. Se esforzaba por sonreír. Se acercó a la barra, donde François acababa de pedir un cóctel.

—¡Aquí está! —exclamó ella.

¿Por qué notó François un reproche en aquellas dos palabras?

—La esperaba. ¿Ha dormido? —se interesó él.

—No lo sé.

El maître aguardaba, respetuoso, a unos pasos de la pareja.

—¿Dónde desea comer la señora? ¿Al sol o a la sombra? —intervino.

—Al sol —contestó Bébé. Luego se apresuró a añadir—: Pero si usted prefiere…

Donge prefería la sombra, pero no dijo nada.

—Le he decepcionado —comentó Bébé.

—No, mujer.

—Lo siento.

—¿Por qué quiere hablar de eso?

François alzó la cabeza mientras, con apetito, daba cuenta de los entremeses variados.

—… No tengo hambre —dijo ella—. Siga comiendo, se lo ruego, pero no me obligue… ¿Está enfadado?

¡Otra vez!

—¡Que no estoy enfadado!

A su pesar, François le había contestado con un tono furibundo.

—Ya está, señor Donge. No le hemos torturado mucho, ¿verdad? Ahora podrá descansar tranquilo durante dos o tres horas. Espere solo un momento; le pondremos la inyección. François creyó distinguir, entre el velo de sus pestañas que se cerraban, la toca y el rostro redondeado y bondadoso de la hermana Adonie.