Tras una noche de miedos y delirios, de llamadas, cuidados y sudores, tras el repugnante desorden y los hedores de las primeras horas del día, ahora resultaba grato hallarse en un hospital, al fin tranquilo, sobre una cama limpia y con todo reluciente a su alrededor: sábanas blancas, un suelo inmaculado, frascos alineados en la mesita de cristal.
En los pasillos, el ruidoso ir y venir de las enfermeras y los gritos de los enfermos, a quienes les drenaban las heridas, habían relevado el andar quedo de las monjas y el tintineo de sus rosarios. François nunca se había sentido tan vacío y limpio, lo mismo que un animal a quien el carnicero acaba de despojar de sus entrañas, de todas sus partes blandas, después de haberlo lavado y haber raspado cuidadosamente su pellejo.
—¿Se puede? El doctor Levert me ha dicho que está usted fuera de peligro.
La hermana Adonie había entrado en la habitación para informar de su estado al enfermo. Era una mujer menuda y regordeta y, según le pareció a Donge, tenía un acento muy marcado de Cantal. Este la miraba como lo miraba todo, sin prestar gran atención ni experimentar la necesidad de sonreír, y la hermana Adonie debía de malinterpretarlo, como le sucedía a la mayoría de la gente. Quizás imaginaba que a François le desesperaba lo que le había hecho su mujer, o tal vez pensaba que no le caían bien las monjas, pues ella se esforzaba por ganarse su simpatía.
—¿Quiere que le abra un poco la ventana? Desde la cama verá un trozo de jardín. Le hemos dado la mejor habitación, la número seis. Para nosotras, usted es el señor Seis. Nunca llamamos por su nombre a los enfermos. Por ejemplo, el señor Tres, que se marchó ayer, pasó varios meses aquí y nunca supe su nombre.
¡La buena de la hermana Adonie! Se esforzaba mucho pero no se daba cuenta de que François la miraba así porque no podía evitar imaginársela sin su hábito de la orden de San José. Era superior a sus fuerzas. En cuanto la monja entró, él se preguntó cómo sería sin aquel hábito que la idealizaba, sin su toca, sin el rostro sereno y sonrosado: sin duda, una campesina rechoncha, de pelo recogido en un moño, con el vientre prominente bajo el delantal de tela azul y una falda demasiado corta sobre unas medias negras de lana. La veía con los brazos en jarras en la puerta de una granja, rodeada de gallinas y ocas. La hermana Adonie, al verle tan indiferente ante su presencia, cada vez estaba más confundida. Decía:
—Querido señor, no se apresure a juzgar. No se lo tenga en cuenta a su esposa. ¡Si usted supiera lo que les ronda por la cabeza a las mujeres! Mire, sin ir más lejos: una paciente que tuvimos en la habitación de al lado intentó suicidarse tirándose por la ventana. Estaba empeñada en que era una asesina, en que una noche había ahogado a su hijo porque el niño no paraba de llorar. Lo crea o no, su hijo había muerto al nacer. Ella no llegó a conocerlo. Y una mañana, al cabo de unos meses, sin que hasta entonces hubiera dado señal alguna de trastorno mental, se despertó convencida de que había cometido el crimen.
—¿Se curó? —preguntó con tranquilidad François Donge.
—Ahora tiene otro hijo. A veces viene a vernos, cuando salen a pasear por el barrio… Calle un momento, creo que oigo pasos. Será alguna visita para usted.
—Es mi hermano.
—¡Pobre chico! Se ha pasado la noche en el pasillo. En principio está prohibido, pero al doctor le ha dado lástima. No se ha ido hasta las seis, y porque le hemos insistido en que estaba usted fuera de peligro. A ver esa muñeca. —Le tomó el pulso y pareció satisfecha—. Su hermano podrá quedarse unos minutos, pero prométame que usted se portará bien.
?Se lo prometo —dijo François, y por fin esbozó una sonrisa.
Félix no había pegado ojo. Como le había contado la hermana Adonie, a las seis habían tenido que obligarle a irse a casa a darse un baño, afeitarse y cambiarse de traje. Poco después se había presentado otra vez en el hospital. Allí estaba, de pie al fondo del pasillo, impaciente y crispado por tener que esperar como un extraño a que le permitieran ver a su hermano François.
—Pase usted —dijo la hermana Adonie—. No puede estar más de cinco minutos. Y no le diga nada que pueda ponerlo nervioso.
—¿Está tranquilo?
—No lo sé. No es un enfermo como los demás.
Los dos hermanos no se estrecharon la mano. Entre ellos esa formalidad no tenía sentido.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Félix.
Un parpadeo para contestar que todo iba bien. A continuación, la pregunta que Félix esperaba:
—¿La han detenido?
—Sí. Anoche Fachot acudió a La Châtaigneraie. Temía que la situación fuese embarazosa, pero ella se comportó.
Fachot, el juez de guardia, era amigo de ambos. Casi todas las semanas jugaban juntos al bridge.
—A él, en cambio, le incomodó. No paraba de tartamudear. Ya sabes cómo es, un poco torpe con esos brazos largos y siempre buscando un sitio donde dejar el sombrero.
—¿Y Jacques?
—No estuvo presente. Jeanne se ha quedado en La Châtaigneraie con los niños.
François se dio cuenta de que Félix mentía, pero fue comprensivo e hizo como si no se percatara.
¿Qué le ocultaba? Casi nada: un detalle sin importancia. Era cierto que las cosas habían ido bien y que las diligencias fueron, en definitiva, una mera formalidad. Fachot llegó en coche con su secretario y el médico forense. El juez de instrucción —que era nuevo en la ciudad— les seguía en un taxi, ya que no tenía coche. Todos ellos se citaron delante de la verja y se pusieron de acuerdo antes de entrar en el jardín. Bébé Donge, vestida con sombrero, abrigo y guantes, cuya maleta estaba lista sobre un peldaño de la escalera exterior, se dirigió enseguida a ellos:
—Buenas tardes, señor Fachot. —Habitualmente le llamaba Fachot a secas porque se conocían bien—. Siento que haya tenido que molestarse. Mi hermana y mi madre están aquí con los niños. Creo que lo más conveniente será que nos vayamos cuanto antes. No niego nada. He intentado envenenar a François con arsénico. Mire, desde aquí estoy viendo el papelito con que lo envolví.
Caminó hacia la mesa del toldo tranquilamente y recogió, del suelo de ladrillos rojos oscurecidos por la puesta de sol, un trocito de papel de seda hecho una bola. Y siguió hablando:
—Le agradecería que dejara para mañana el interrogatorio de mi madre, de mi hermana y del servicio.
Conciliábulo. El inspector Janvier quiso mostrarse amable:
—Ya he interrogado a la señora Donge —le informó al juez—. Le entregaré el atestado esta misma noche.
—¿Ha venido usted en taxi? —le preguntó a su vez Fachot—. ¿Puede encargarse de llevar a la señora Donge?
Al ver los coches parados ante la verja, la gente debía de pensar que se celebraba un cóctel en La Châtaigneraie, lo cual ocurría con bastante frecuencia.
Asunto concluido. Solo quedaba subir a los vehículos. En Ornaie nadie sospechó el drama que se estaba desarrollando.
—Marthe, ¿me ayuda con mi maleta? —ordenó Bébé.
Esta se acercaba a la verja cuando apareció Jacques con su mechón en medio de la frente. Todos habían recibido instrucciones para que el crío no se enterara de nada. Su tía debía tenerle entretenido con sus primos. El niño miró a su madre con respetuosa extrañeza y preguntó:
—¿Te llevan a la cárcel?
Parecía más curioso que asustado. Su madre le sonrió y se inclinó para besarle.
—¿Podré ir a verte?
—Claro que sí, Jacques, siempre que te portes bien —respondió la madre.
—¡Jacques! ¿Dónde estás? —se oyó gritar a Jeanne, alarmada.
—Vete con tu tía. Y prométeme que no volverás a ir a pescar.
Eso fue todo. Bébé subió al taxi; la comitiva, antes de entrar en los otros dos vehículos, la saludó quitándose el sombrero. Félix había llegado un poco más tarde, también en coche. Parecía desasosegado. El estado de François era todavía inestable. Al ver a su suegra y a su mujer con los ojos enrojecidos dijo con voz imperativa:
—¿Dónde está?
Los niños cenaban. Jeanne se levantó y le ordenó con serenidad:
—Vayamos al jardín.
Jeanne conocía bien aquella mirada y el temblor convulsivo en los labios.
—Escucha, Félix: es mejor que no hablemos de ciertas cosas por ahora. No sé lo que le ha pasado por la cabeza a mi hermana. Me pregunto si habrá enloquecido de repente. Bébé es una mujer distinta a las demás. Tú sabes el cariño que le tengo a François. Vuelve con él. Duerme en nuestra casa durante unos días. Creo que es preferible que yo me quede aquí con los niños. —Lo miró con dulzura—. Será mejor así, ¿no crees? —Le hubiera gustado besarle, pero aún no era el momento—. ¡Anda, vete! Dile a François que yo me ocuparé de Jacques. Buenas noches, Félix.
Aproximadamente una hora más tarde, la señora D’Onneville telefoneaba para pedir un taxi. Según decía, La Châtaigneraie la abrumaba. No podía quitarse de la cabeza el envenenamiento, y no pegaría ojo en toda la noche.
—Además, no me he traído mis cosas —terció.
Se marchó a su casa, una de las más bonitas de la ciudad, donde ocupaba una planta de ocho habitaciones, y empezó a darle órdenes a la criada.
—Nicole, mañana por la mañana salimos para Niza.
—Bien, señora.
Nicole era un diablillo, y, aunque no contaba más que diecinueve años, las dos mujeres se peleaban como si tuvieran la misma edad.
—¿Recuerda la señora que su abrigo blanco de lana está en la tintorería?
—Mañana a primera hora vete a recogerlo.
—¿Y si no está?
—Te lo traes igualmente. Ayúdame a hacer las maletas.
Para la señora D’Onneville, la jornada dominical terminó con un gran despliegue de vestidos y de ropa interior.
—¿No teme la señora que estos días haga mucho calor en Niza?
—Supongo que lo dices por el dependiente de la carnicería. Pues ya puede decir misa, que tú te vienes conmigo a Niza, hija mía.
A la mañana siguiente mandó un telegrama a la señora Berthollat, que regentaba una pensión en la Promenade des Anglais de Niza, donde la señora D’Onneville se hospedaba varias semanas al año.
Félix, que tenía los nervios a flor de piel, sobre todo porque no había dormido, se paseaba por la habitación diciendo:
—Me pregunto por qué lo habrá hecho, y por más que intento comprenderlo… A no ser…
François, siempre imperturbable, lo miró igual que antes había mirado a la hermana Adonie.
—¿A no ser qué?
—Ya sabes a qué me refiero: a no ser que se haya enterado de tu historia con Lulu Jalibert.
Félix se ruborizó. Los dos hermanos lo compartían todo. Trabajaban juntos, juntos habían montado las empresas que en la ciudad la gente llamaba «las empresas Donge». Se habían casado juntos y habían contraído matrimonio con las dos hermanas. También juntos, con fondos comunes, habían reformado La Châtaigneraie, donde ambos matrimonios se turnaban para pasar una temporada durante los meses de verano. Había sido necesaria una catástrofe para que Félix se atreviera a pronunciar con cierto tono el nombre de Lulu Jalibert, quien, como toda la ciudad sabía, era la amante de François.
Este murmuró, impasible:
—Bébé no está celosa de Lulu Jalibert.
Félix se estremeció y se volvió hacia su hermano más sobresaltado de lo que hubiera deseado. Le había sorprendido la voz de su hermano, su calma, su aplomo.
—¿Ella lo sabía? —preguntó Félix.
—Hacía tiempo.
—¿Se lo habías dicho tú?
Una mueca contrajo el rostro de François: una flecha de fuego acababa de atravesarle el cuerpo anunciando una hemorragia.
—Es muy complicado —acertó a balbucir—. Perdona, ¿te importa llamar a la enfermera?
—¿Puedo quedarme contigo?
François apenas tuvo fuerzas para esbozar un gesto negativo.
De nuevo empezaron los dolores y los cuidados. La tregua había sido corta. Después de la enfermera llegó el médico. Una inyección y un relativo alivio. El doctor Levert quería decirle algo, pero no sabía cómo.
—Aprovecho que se le ha calmado el dolor para abordar un tema delicado. Créame, hubiera preferido no hacerlo. Esta mañana ha venido a verme mi colega Jalibert. Está al tanto de su…, ya sabe, de su accidente, y se pone a su entera disposición. Me ha brindado su ayuda, si la necesita. Vaya, que si usted prefiere ingresar en la clínica…
—Gracias —respondió el enfermo.
No hizo falta decir nada más. François había oído el comentario del médico y había captado el sentido de sus palabras. Pero aquello le traía sin cuidado; en aquel momento se hallaba muy lejos de todo. Y eso a pesar de que era un hombre práctico. Todos coincidían en juzgarlo así. Algunos le reprochaban que incluso lo era demasiado, que carecía de imaginación, de sensibilidad.
En pocos años, a partir de la pequeña curtiduría que su padre tenía en las afueras de la ciudad, donde las orillas del río no eran más que taludes herbosos frecuentados por los pescadores, François había creado otras diez empresas que se extendían por todo el departamento y daban trabajo a cientos de personas.
Eran negocios aparentemente heterogéneos cuyas conexiones lógicas solo conocía Félix: la curtiduría les obligaba a comprar pieles en el campo, y las pieles a criar animales; además, aprovechaba la caseína, hasta entonces considerada como un desecho. También montaron una fábrica de material plástico. A mucha gente sorprendió ver a los Donge fabricando vasos, cucharas de servir, dedales y hasta polveras.
Para conseguir más caseína había que tratar más leche. François contrató a un especialista de los Países Bajos, y un año después fundaba en las afueras de la ciudad una fábrica de quesos holandeses. Quesos… Todo eso se hizo poco a poco, sin rudeza ni brutalidad, sin dárselas de hombre de negocios y sin dejar de dedicarse a mejorar La Châtaigneraie, ni de disfrutar de la vida.
Pero, en ocasiones, sin razón aparente, su mente se evadía, como en aquel momento en que el médico estaba hablando de cosas que consideraba serias. Ya no se trataba de imaginación, ni de elevación poética. François seguía siendo un hombre lógico.
Hablando de Fachot, quien debía de haberse comportado de modo ridículo, Félix había comentado: «Enseguida le ha hecho sentirse cómodo». François se imaginaba la escena mejor que Félix, en sus detalles más insignificantes, incluida la tonalidad violeta de las sombras del anochecer, puesto que conocía qué aspecto tenía La Châtaigneraie en cada una de las horas del día.
«Sentirse cómodo». Esa misma actitud de Bébé fue la que propició el inicio de las relaciones entre ambos. Ahora La Châtaigneraie y su ambiente un poco agobiante de próspera casa de campo se borraron de la mente de François para dar paso a Royan, con su inmenso casino blanco, sus villas y su arena salpicada de trajes de baño y de sombrillas variopintas.
A la mesa de la ruleta se hallaba la señora D’Onneville, casi igual de gorda que últimamente, flotando en un vestido vaporoso de color blanco. François apenas la conocía; solo sabía que vivía en el mismo hotel que él, el Hótel Royal, y que cuando perdía miraba con recelo a los crupieres, convencida de que todos ellos se confabulaban contra ella.
¿Cómo se llamaba la bailarina aquella? Betty, o Daisy… Era una artista de variedades de París que todas las noches hacía un número en un club nocturno de Royan. Ella quiso jugar en el casino; François iba pasándole pequeñas cantidades con cuentagotas.
—¡A la porra! —exclamó la bailarina—. Estoy harta de perder. Vamos a tomar una copa al bar. ¿Te vienes, cariño?
Era mediados de agosto y todo estaba atestado de gente. Betty, o Daisy, tenía una voz chillona y llevaba un vestido veraniego muy llamativo.
—Supongo que tendrán patatas fritas, ¿no? —terció la mujer—. Barman, sírvame un Manhattan.
Félix también estaba en el bar, acompañado de dos muchachas que a François le parecía conocer, pero poco después se acordó de que eran las hijas de la mujer del vestido vaporoso que jugaba a la ruleta. Félix, incómodo, vacilaba:
—Permítanme que les presente a mi hermano François. Jeanne D’Onneville y su hermana… Disculpe, pero he olvidado su nombre.
—Ya no tengo nombre. Todo el mundo me llama Bébé.
Estas fueron las primeras palabras que su futuro marido le oyó pronunciar.
—¿No me presentas? ¡Pues sí que eres educado! —le espetó la bailarina a François.
—Una amiga, Daisy, o Betty…
La gente los empujaba contra la alta barra de caoba. Félix, ciertamente intimidado, lanzó una mirada a su hermano para darle a entender la situación: cortejaba a Jeanne D’Onneville, quien ya entonces estaba regordeta y tenía cara de buena chica.
—¿Y si damos un paseo por la escollera? ¡Hace un calor aquí! —propuso Jeanne.
Esa escena, al final de una hermosa tarde de verano, era a la vez corriente y ridícula. Quiso el azar que Félix caminara delante con Jeanne, mientras que François se quedó detrás entre Daisy y Bébé, la hermana de Jeanne, que no había cumplido los dieciocho años. Daisy se impacientó: aquello era como pasear con la familia.
—Esto es una lata, ¿no crees? —dijo.
—Qué puesta de sol más maravillosa —contestó tranquilamente François.
—Se me ocurren cosas más excitantes que hacer. En fin, si es lo que te va… —Daisy caminó cien metros más, malhumorada—. ¿Sabes qué te digo? Estoy harta. Bye bye! —Y se perdió entre la multitud.
—No le haga caso, señorita —comentó François.
No tiene usted por qué disculparse —terció Bébé—. Es comprensible, ¿no le parece? —Se había hecho cargo de la situación y conseguía que François se sintiera cómodo—. ¿Su hermano también tiene novia?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Porque creo que lo suyo con mi hermana va en serio.
En esa época Bébé estaba muy delgada. Sus piernas parecían más largas, su cintura más esbelta, y siempre miraba a la gente a los ojos sin sonreír, lo cual llegaba a intimidar.
—Esta noche tendrá bronca con su amiga —capituló—. Lo siento. He venido por su hermano y mi hermana. Si no hubiera acompañado a mi hermana, mi madre me habría regañado.
La bronca se produjo, en efecto. Y tal vez fue por algo que dijo Daisy…
—Solo falta que ahora empieces a rondar a las vírgenes.
Al día siguiente, François se comportó con Bébé de otra manera, con cierta timidez. Se sentía especialmente patoso porque notaba que ella había advertido ese cambio de actitud. La mirada de Bébé expresaba cierta ironía y satisfacción, como también su forma de responder al tacto de la mano de François.
—¿Su amiga está enfadada? —preguntó ella.
—No tiene importancia —respondió François.
—¿Sabe usted que su hermano y mi hermana se ven todos los días y ya están pensando en escribirse? ¿Viven ustedes en París?
—No. En provincias.
—¡Ah! Nosotras hemos vivido siempre en Estambul, pero ahora que mi padre ha muerto, ya no volveremos a Turquía. Mi madre tiene una casa en el Aube.
—¿Dónde?
—En Maufrand. Es un rincón perdido. Un viejo caserón familiar que habrá que restaurar.
—Está a quince kilómetros de mi casa —constató François con satisfacción.
Tres meses después, los dos hermanos se casaban con las dos hermanas en la iglesia de Maufrand. A mitad del invierno, la señora D’Onneville, quien se aburría en su mohosa mansión, se instalaba en la ciudad y todas las semanas pasaba un día con sus hijas.
Desde luego, nada habría ocurrido si Bébé no hubiera conseguido que François se sintiera cómodo en la escollera de Royan. No fue casual: él estaba convencido de que, desde que se conocieron en el bar del casino, Bébé actuó con plena conciencia de lo que hacía.
Delante de ellos caminaban Jeanne y Félix, quienes tenían todo el aspecto de formar una pareja.
Y en cuanto Bébé y él empezaron a salir solos, ella cambió de andares. Hay una manera especial de caminar al lado de un hombre, igual que hay una manera especial de volverse y de mirarle. Hay, asimismo, en el abandono de los cuerpos, aunque sea en medio de la gente…
Bébé lo había planeado todo. ¿Se decepcionó cuando François le dijo que vivía en provincias? Quiso casarse, como su hermana. Quiso tener su casa y varias criadas. A esta conclusión había llegado François después de diez años, él, que era un hombre lúcido. ¿Se lo reprochó a Bébé? Tal vez «reprochar» fuera una palabra excesiva. En cualquier caso, a ratos la observaba como le mirara ella en Royan, con ojos críticos: Y la primera vez que la poseyó, no se ilusionó. «¡Tiene la carne flácida!», pensó. No le gustaba su cuerpo, ni le gustaba su piel demasiado blanca, ni tampoco la pasividad con que se abandonaba, con los ojos abiertos y las pupilas fijas, mientras hacían el amor.
Ella quiso convertirse en Bébé Donge. Durante diez años, François no dudó un momento de ello, y su actitud hacia su mujer había dependido de esa certeza. Era un hombre que, una vez admitida la verdad, aceptaba el desarrollo lógico de sus consecuencias.
—Esta mañana me ha telefoneado el juez de instrucción para saber cuándo puede interrogarle. — El doctor Levert sacudía un termómetro junto a la cabecera de la cama—. Me ha parecido conveniente decirle que necesita usted descansar unos días más, ya que las lavativas le debilitarán bastante. El juez no ha insistido. Según me ha dicho, desde el momento en que ella se confiesa culpable…
La mirada del enfermo impresionó al médico, quien se preguntó si había metido la pata. Levert notó en los ojos de Donge una sombra de sorpresa y de inocencia al oír la palabra «culpable».
—Disculpe que se lo haya mencionado, pero he pensado que dada la amistad que nos une…
—Tiene usted razón, doctor —respondió el paciente.
Era lo mismo que le pasaba a la hermana Adonie: la gente malinterpretaba su tranquilidad, esa serenidad casi feliz que emanaba de François en un momento en que todos se lo imaginaban sumido en el desasosiego.
—Volveré a primera hora de la tarde —dijo el médico—. Con la inyección que voy a ponerle podrá dormir unas horas.
François cerró los ojos bastante antes de que se fuera el médico; apenas fue consciente de que la hermana abría la ventana y bajaba la cortina de tela en tono crudo. Oía cantar a los pájaros. A ratos sonaban las ruedas de un coche que frenaba sobre la grava. Unos enfermos se paseaban conversando, pero solo le llegaba un baturrillo de voces, además de las campanas estridentes de la capilla. Luego, probablemente al mediodía, se escucharía la campana más grave del refectorio.
Tenía que hacer memoria, remontarse muy lejos, no olvidar nada, no equivocarse en el más nimio detalle. Pero continuamente surgían imágenes que le impedían pensar: Jacques y su pez prendido en la caña de pescar, el refulgir del sol en la tierra batida de la pista de tenis, los champiñones que había tenido que ir a comprar a la ciudad y el toldo a rayas del Café du Centre, los veladores de mármol con el borde de cobre, a la sombra…
Recordó el nacimiento de Jacques en la clínica del doctor Péchin, cuando este todavía no se había retirado al Midi. El ambiente se parecía al de aquel hospital. Esa mañana le hicieron esperar en un jardín repleto de tulipanes, porque corría el mes de abril. Hasta allí llegaba el eco de la vida en las habitaciones y en los pasillos. Cuando abrían las primeras ventanas podía adivinarse el final del desorden matinal: se habían hecho los preparativos para la jornada, cambiando las sábanas, llevando los bebés con sus madres… Estas, pálidas, yacían en sus camas mientras las enfermeras se afanaban de una habitación a otra.
—Puede usted pasar, señor Donge. —Era la voz de la hermana Adonie.
Félix debió de experimentar la misma sensación cuando entró por la mañana en la habitación después de impacientarse en el pasillo. No se adivinaba nada de lo que había sucedido antes en la estancia. Todo estaba limpio y ordenado y se había borrado cuidadosamente cualquier rastro de sufrimiento.
Bébé esbozaba una sonrisa nerviosa… ¡Su sonrisa denotaba inquietud! ¿Cómo no se había dado cuenta de eso? En esa época, François se había imaginado que ella le reprochaba su condición de hombre, porque no había sufrido, porque para él la vida continuaba igual que siempre, porque antes de visitarla en el hospital había pasado por el despacho y se había ocupado de sus negocios. ¿Quién sabe? O tal vez porque él había aprovechado la libertad de que disponía.
La hermana Adonie rondaba de puntillas por la habitación. Se inclinó sobre la cama y, al verlo tranquilo, pensó que François dormía. ¿Por qué solemos equivocarnos acerca de lo que piensan los demás?
—Ayer vino mi madre. —Fueron las palabras de Bébé—. Dice que el niño es un Donge y que no tiene nada de nuestra familia.
¿Qué debía haber dicho François y, sin embargo, no dijo?
—¿Qué tal te cuida Clo? —le preguntó su mujer—. ¿La casa no está muy desordenada?
Bébé se refería a la casa de su padre junto a la curtiduría, frente al río. François la había restaurado, aunque conservaba un aire vetusto. Tenía pasillos inesperados, paredes que no habían sido diseñadas por ningún arquitecto, habitaciones en el sótano, lucernarios…
—¡Siempre me pierdo en este laberinto! —repetía la señora D’Onneville, habituada a los edificios nuevos de la lujosa colina de Pera, desde cuyas ventanas se dominaba el Cuerno de Oro—. No entiendo por qué no os construís una casa.
Félix y Jeanne vivían dos calles más allá, en una casa un poco más moderna. A Jeanne no le gustaban las tareas del hogar, ni tampoco ocuparse de sus hijos. Leía y fumaba en la cama, jugaba al bridge y, por el placer de hacer algo, se dedicaba a las obras de caridad.
—Félix, si a las ocho no he vuelto acuesta tú a los niños —solía decirle a su marido.
Y Félix así lo hacía.
François pensó: «¿A qué viene ahora tanto alboroto, ese súbito ruido de voces como de domingo a la salida de misa mayor?». Era día de visita. Acababan de abrir las puertas y los familiares de los enfermos irrumpían en los pasillos y en las salas con uvas, naranjas y dulces.
—¡Silencio! —exclamó la monja—. Aquí hay un enfermo grave que está durmiendo.
La hermana Adonie montaba guardia ante la puerta de la habitación número 6. François no sabía si había dormido. Nunca había estado en el despacho del juez de instrucción, y se lo imaginaba mal iluminado, con una lámpara de pantalla color verde sobre el escritorio. En un rincón veía un armario empotrado. ¿Por qué lo habían puesto allí? No tenía ni idea: al lado de este había un lavamanos esmaltado y una toalla colgando de un clavo.
Al juez, que apenas llevaba un mes en Ornaie, lo había visto en alguna ocasión. Se trataba de un tipo rubio insulso, un poco gordo y un poco calvo, cuya mujer tenía una cara bastante caballuna. Los acusados probablemente se sentaban en sillas de anea. ¿Qué vestido se habría puesto Bébé? ¿Quizás el de color verde que llevaba el domingo? Seguro que no. Era un vestido de tarde.
Bébé habría elegido un traje sastre; ella siempre sabía qué era lo más adecuado para cada momento. Siendo una muchacha… ¿Pero qué importaba? ¿De qué servirían aquellos interrogatorios? Ella no diría nada, puesto que era incapaz de hablar de sí misma. ¿Por pudor? ¿Por orgullo?
Un día en que François estaba enfadado le espetó, como un latigazo:
—¡Eres igualita que tu madre, que se cree obligada a partir su apellido en dos! En vuestra familia os pierde el orgullo.
Las Donneville…, perdón: D’Onneville. Y, por su lado, los Donge, los hermanos Donge, los diligentes y obstinados hijos del curtidor Donge, que, a base de paciencia y voluntad… ¡Y aquel nombrecito de Bébé! ¡Y el café turco que a veces preparaban en las tazas de cobre baratas que le recordaban Estambul! Bazar… Oropel… Pebeteros… En cambio, los hermanos Donge curtían pieles, aprovechaban la caseína, fabricaban quesos y, desde hacía un año, criaban cerdos que alimentaban con productos desechados.
El resultado de aquel esfuerzo era La Châtaigneraie, las medias de seda a ochenta francos el par, los vestidos encargados en París y aquella lencería que… Y la enorme señora D’Onneville, con su estúpido orgullo, sus pañuelos y aquel pelo que se untaba con sabe Dios qué producto para que se le volviera de color malva… ¡Una mujer incapaz de hacer el amor! Sí, porque Bébé era incapaz de ello. Se dejaba hacer, y luego casi le entraban a uno ganas de disculparse:
—¿Te he molestado?
—¡Qué va! —respondía su mujer.
Resignada y suspirando por su triste suerte, Bébé se metía en el baño para borrar todo rastro del coito. ¿Y si, ya desde un principio, o sea, en Royan, François se había equivocado? ¿Y si ella no tenía entonces decidido fríamente que se casaría con él? ¿Y si…? Había que analizarlo todo punto por punto. Ella no diría nada y, dado el caso, no sería por orgullo, sino más bien por…
—Pero, señor Donge, le hemos dicho que nos llame —se quejó la hermana Adonie—. Tiene otra vez la cama llena de sangre.
Después François se arrepintió, pero en ese momento fue superior a sus fuerzas. Miró a la hermana Adonie como si fuera una planta, o una valla, cualquier cosa menos una monja preocupada por la salud física y moral del prójimo, y le espetó con voz áspera:
—¿A usted qué le importa?