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Ahora François estaba seguro de que no se equivocaba. Tal vez había sido una intuición, pero había resultado casi más tangible que una prueba. ¡Y pensar que en aquel momento no le había dado importancia! Se había quedado en su sillón de rota, con los ojos entornados, amodorrado por el sol y la comida.

La nitidez del recuerdo era sorprendente, como si, presintiendo la importancia que cobraría ese instante en el futuro, hubiera fotografiado la escena a contraluz. François, en su sillón, estaba situado un poco más abajo, y la reverberación del sol en los ladrillos rojos del camino confería unos tonos cálidos a todo lo que veía.

Su suegra se hallaba a la izquierda, bastante cerca de él y de perfil. Aunque no la miraba, conservaba en la retina la mancha violeta de su chal vaporoso. Más lejos, Jeanne, vestida de blanco, reposaba en la tumbona. François tenía enfrente la mesa, con su toldo a rayas de color naranja. Marthe, que acababa de dejar la cafetera y las tazas, se alejaba hacia la casa. Se oían sus pasos en los ladrillos del camino.

Bébé, por su parte, permanecía de pie ante la mesa. François la observaba con aquella mirada maliciosa que a tanta gente le parecía dura. ¿Acaso era porque veía las cosas como eran en realidad?

A su mujer, por ejemplo, ¡que atendía al ridículo nombre de Bébé! Estaba de espaldas sirviendo el café en las tazas, o al menos eso le pareció a François por la posición de su brazo, que tapaba con el cuerpo lo que estaba delante de ella. No cabía duda de que en aquel momento resultaba atractiva: una figura ágil, un tanto indolente, a quien favorecía el vestido verde que había comprado en París.

En realidad, si François se fijó en ese momento en su mujer fue por el vestido. En efecto, observó que era bastante transparente. A contraluz, se veían nítidamente las piernas y los muslos, y se distinguía el lugar exacto hasta donde llegaba la ropa interior.

Las piernas le recordaron las medias de seda ultrafinas que Bébé se obstinaba en llevar, aunque fuera en el campo. Aquella mujer, que desde hacía meses no había tenido ocasión de desnudarse ante un hombre, llevaba una ropa interior de coqueta redomada!

Eso fue lo que pensó primero, como hombre práctico que era, como quien constata una evidencia. El asunto de las medias no le indignaba ni le preocupaba, pues no se tenía por una persona tacaña. Su segundo pensamiento, suscitado por el primero, es decir, por la evocación de la desnudez de su esposa, fue que si bien Bébé era atractiva, su cuerpo poco garboso y sin consistencia tenía una palidez poco incitante.

«Mamá, ¿un terrón de azúcar?». Pero no fue esa frase: antes había pronunciado otra que a François le había llamado la atención. Jeanne, tumbada como una odalisca, acababa de encender un cigarrillo y había dicho: «Félix, ¿me sirves una copa de licor de endrina?».

François no tenía a Félix en su campo visual. Probablemente se hallaba detrás de él. En buena lógica, hubiera debido acercarse a la mesa, pero entonces intervino Bébé con cierta vehemencia: «No te molestes, Félix, ya se la sirvo yo».

¿Por qué lo había dicho, cuando ella prefería que la sirvieran a servir a los demás? ¡Para que nadie viera lo que sucedía en la mesa! Esta estaba colocada de tal forma, a un lado de los sillones, que Bébé no tenía a nadie delante de ella. Después había preguntado: «Mamá, ¿un terrón de azúcar?».

François no se estremeció ni frunció el ceño. Fue algo mucho más sutil, casi inexistente. Las pupilas de Bébé se movieron despacio, ¡lo justo para poder observar a la señora D’Onneville! Todavía ahora le parecía recordar que esta había entreabierto la boca, como cuando uno está a punto de hacer un comentario y opta por callar porque no merece la pena. De haber hablado, seguramente hubiera dicho: «¿Hace veintisiete años que eres hija mía y aún no sabes cuántos terrones tomo con el café?». No lo dijo, pero daba igual porque ese era su estilo.

Supuestamente, Bébé había empezado a llenar las cinco tazas. En La Châtaigneraie se servían los terrones de azúcar envueltos en papel. Por eso ella se había visto obligada a hablar: para colmar un silencio y fijar la atención de la concurrencia en otro lugar mientras ella hacía un gesto, cual si fuera un prestidigitador. ¿Le temblaban las manos? ¿Se le hizo un nudo en la garganta? François no podía saberlo, pues la había observado de espaldas. Comoquiera que fuera, en el hueco de aquella mano que todos admiraban, seguro que ocultaba un papelito conteniendo un polvo blanco.

«Mamá, ¿un terrón de azúcar? ¿Y tú, François? ¿Dos?». Ni que decir tiene que Bébé sabía cuántos terrones tomaba su marido. Pero, puesto que les daba la espalda a todos, necesitaba saber que cada uno ocupaba su lugar habitual, oírlos mientras desenvolvía los dos terrones y vertía el polvo blanco que contenía el otro papelito.

La prueba de ello era que a su hermana y a Félix no les preguntó nada. Otra prueba —de haber recapacitado hubieran aparecido cien evidencias—: se había olvidado de servirle el licor de endrina a Jeanne, después de no haber dejado que lo hiciera Félix.

Ahora bien, pese a que entonces François no había analizado los hechos, sí había barruntado algo anormal, sin duda equívoco y amenazador. ¿Por qué no reaccionó? Quizá porque uno no es capaz de hacerlo cuando se produce este tipo de avisos.

Incluso cuando él se tomó el café y notó que sabía mal. Estuvo a punto de comentarlo. ¿Por qué calló? Porque estaba acostumbrado a guardarse para sí sus reflexiones. Aparte de su hermano Félix, allí no había nadie con quien tuviera algo en común.

François no soñaba despierto: era un hombre práctico, sin imaginación. En La Châtaigneraie se sentía tan en su casa como en una habitación de hotel. Lo único que allí le resultaba familiar era la nariz de su hijo. Por si fuera poco, ¡últimamente al crío parecía intimidarle la presencia de su padre!

Cuando Bébé por fin se sentó, debió de sentirse aliviada al ver que él se tomaba la taza sin rechistar.

Nadie habría pensado siquiera en la posibilidad de un envenenamiento. Era una tarde de domingo en familia, con su suntuoso vacío y sus inmensos campos de silencio, que cada cual, arrellanado en su sillón, pasaba a su antojo. El que primero abría la boca parecía regresar de un viaje sin historia.

François no dormía, aunque no estaba del todo despierto cuando le asaltó aquel malestar que le recorrió el cuerpo. «Indigestión», pensó al principio. «Es el café. ¿Tendré que levantarme para ir a vomitar?». La perspectiva lo incomodaba, pero casi de inmediato sintió en la nuca un escalofrío, al tiempo que comenzaban a palpitarle las sienes. Jamás había estado enfermo. ¿Se había expuesto demasiado tiempo al sol esa mañana mientras pasaba el rodillo por la pista de tenis?

El malestar aumentaba. Empezó a sudar y, por primera vez en su vida, creyó notar la médula espinal dentro de la columna vertebral. No le gustaba ni molestar ni que le molestaran, de modo que se levantó sin decir nada a nadie, con el único temor de no poder llegar al baño. Mientras cruzaba el jardín, cuyo color rojo le pareció más agresivo que nunca, iba diciéndose:

—No puede ser…

Aquellos eran los síntomas del envenenamiento por arsénico. Siendo químico, los conocía. En ese caso…

En el comedor casi tropezó con Marthe, que estaba guardando la vajilla en el aparador. No le dijo nada, pero notó que la mujer se sorprendía al verlo. Tenía que actuar con rapidez. En el baño, apenas le dio tiempo a quitarse la chaqueta y el cuello duro de la camisa antes de meterse el dedo en la boca. Vomitó un poco. Le ardía la garganta y le daba igual vomitar en el suelo. Luego, asustado por el frío que le agarrotaba el cuerpo, gritó desde la ventana:

—¡Félix!

Le aterraba morirse. Se encontraba muy mal y, aunque era consciente de los tremendos esfuerzos que aún tenía que realizar, no podía evitar pensar: «O sea, que lo ha hecho». Bébé nunca le había amenazado con matarlo. Jamás se le ocurrió pensar que algún día pudiera envenenarle. No obstante, no estaba indignado ni sorprendido. A decir verdad, no se lo reprochaba.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Félix.

—Llama al médico. Que venga cuanto antes. ¡Pobre Félix! François hubiera preferido sufrir él que ver a su hermano sufriendo.

—¿Está de camino? Trae leche de la nevera. No les digas nada a las criadas.

¡Hasta tuvo tiempo de sentirse satisfecho de sí mismo! ¿Acaso no pensaba en todo? ¿No hacía lo que había que hacer sin perder la sangre fría? Y las tres mujeres seguían fuera, ¡bajo el toldo naranja!

¿En qué estaría pensando Bébé mientras miraba hacia la ventana abierta?

Así que era eso. Durante años nadie había sospechado nada, ¡ni siquiera él! Se había equivocado, como los demás, o, mejor dicho, no se había dado cuenta de nada. Tampoco eso era del todo cierto, pues, al igual que con los terrones, ¿no había intuido a veces una suerte de advertencia? Él había preferido no enterarse y…

François no perdió el conocimiento, pero todo se volvió confuso: el médico, Félix asustado, el lavado de estómago, el frío de las baldosas del baño y sus brazos, que alguien —al parecer sentado sobre su pecho—agitaba cadenciosamente.

El médico le dijo a Félix:

—A su hermano le han envenenado con una gran dosis de arsénico. Tiene suerte de…

—¡Imposible! ¿Quién iba a hacerlo? —exclamó Félix—. Hemos pasado el día en familia. No ha venido nadie.

François sobrevaloraba su estado, pues creyó que esbozaba una sonrisa irónica.

—Hay que llamar a una ambulancia —explicó el doctor—. ¿A qué clínica lo llevamos?

A pesar de los dolores que le atenazaban y del fuego que le ardía en las entrañas, François logró gemir con la boca contraída por una mueca:

—Clínica no.

Lo decía por el doctor Jalibert, cuya clínica aún no estaba terminada. Si a François lo internaban en otro centro, Jalibert le echaría en cara que recurriera a uno de sus colegas. En la ciudad, la gente no lo entendería.

—Al hospital Saint-Jean —balbuceó el enfermo. De nuevo intervino el doctor, un hombre honesto y concienzudo:

—Me veo obligado a dar parte a la autoridad. El Palacio de Justicia estará cerrado en domingo, pero conozco al que está de guardia. Lo llamaré por teléfono. Creo que es el número dieciocho ochenta. Señor Donge, haga el favor de pedir que me pongan con el dieciocho-ochenta.

Fue entonces cuando François dijo, o creyó decir:

—Eso no, doctor…

Acababa de pasar una familia detrás de la verja. El padre llevaba a un niño a hombros; la madre tiraba de otro. Olía a polvo del camino, a sudor, al jamón recalentado de los bocadillos y al vino mezclado con agua de las cantimploras.

Tocaban de nuevo las campanas, tal vez el final de vísperas. En ese momento llegó una ambulancia blanca con una cruz roja y, en los flancos, pequeños cristales esmerilados. La verja estaba abierta. Sin prestar atención a las tres mujeres, el vehículo avanzó hasta las escaleras y un enfermero en bata blanca se apeó de un salto.

Aunque fuera poca cosa, impresionaba lo suyo: a causa de una ambulancia, de su color, de un distintivo y un uniforme, el drama irrumpía en la casa de manera tangible.

El generoso pecho de la señora D’Onneville se agitó. La madre miró severamente a su hija, que ni siquiera había pestañeado.

—Parece que no te afecte lo que está ocurriendo —le soltó la madre a su hija.

Le aterraba la tranquilidad de que hacía gala Bébé. La miraba con los ojos desorbitados, como si la viera por primera vez.

—Hace tiempo que François y yo no tenemos nada en común —repuso Bébé.

Ahora fue Jeanne quien observó a su hermana. Lo hizo con una mirada más aguda, más penetrante, hasta el punto de que Bébé se sintió incómoda. Luego Jeanne se precipitó hacia las escaleras diciendo:

—Voy a ver qué ocurre.

El enfermero y el médico sostenían a François, que estaba lívido y cuya cabeza reposaba vencida en el hombro.

—¡Félix! —exclamó Jeanne asiendo del brazo a su marido.

—Déjame —respondió este.

—¿François se encuentra mal?

—¿Quieres saberlo? ¿De verdad quieres saberlo?

Félix gritaba al tiempo que intentaba no romper en sollozos ni golpear a su mujer, mientras ayudaba a levantar a François para meterlo en el vehículo.

—¡Le ha envenenado la puerca de tu hermana! Jamás en la vida había utilizado una palabra malsonante. Cualquier tipo de vulgaridad le horrorizaba.

—Félix, ¿qué dices? —se sorprendió Jeanne.

Bébé Donge permanecía a menos de cinco pasos de ellos, inmóvil: el pelo rubio, que seguía tiñéndose, brillando al sol, etérea con su vestido verde, una mano colgando, la otra sobre los senos pequeños y caídos. Se quedó mirándolos.

—¡Bébé! ¿Has oído lo que Félix…? —dijo su hermana.

—Escucha, Jeanne: Bébé…

Ahora hablaba la señora D’Onneville, quien también lo había escuchado. Toda su vaporosa mole se tambaleaba, a punto de desplomarse, pero como se temía que nadie le prestaría atención, aguantaba cuanto podía.

Félix había subido a la ambulancia.

¡Félix! Déjame acompañarte —insistió Jeanne.

Este le lanzó una mirada tan cargada de odio como si fuese Bébé o hubiera intentado, al igual que su hermana, envenenarle.

La ambulancia arrancó. El doctor Pinaud, que iba sentado delante, le indicó al conductor que parara un momento y asomó la cabeza por la ventanilla, dirigiéndose a Jeanne:

—Será mejor que vigile a su hermana mientras…

Lo que dijo después no pudo oírse. El conductor, pensando que el médico había terminado de hablar, arrancó de nuevo y tomó la curva muy cerrada.

Cuando Jeanne miró a su alrededor, todo había cambiado en el jardín. La señora D’Onneville se había desplomado sobre un sillón y lloriqueaba dándose golpecitos en la cara con un pañuelo de encaje. Los niños llegaron corriendo de la pista de tenis. Jacques se detuvo a unos pasos de su madre. ¿Había escuchado algo? ¿Se había quedado atónito al ver la ambulancia?

—Mamá, ¿qué le ha pasado al tío? —Bertrand tiraba de la falda de su madre, que se había sentado en el césped.

—¡Marthe! —gritó Bébé Donge—. ¿Se puede saber dónde se ha metido?

—Aquí estoy, señora.

La criada se restregaba los ojos con la punta del delantal. Probablemente no se había enterado de nada pero, como había visto salir una ambulancia de la casa, lloraba por si acaso.

—Ocúpese de Jacques. Lléveselo a pasear hasta Les Quatre Sapins.

—¡No quiero pasear! —se opuso el niño.

—Marthe, ¿me ha oído?

—Sí, señora.

Y Bébé Donge, fiel a sí misma, se encaminó hacia la entrada de la casa.

—Eugénie…

Era la primera vez en muchísimos años que Jeanne se dirigía a su hermana por su nombre, pues, al igual que su madre, Bébé se llamaba Eugénie.

—¿Qué quieres?

—Tengo que hablar contigo.

—No tengo nada que decirte.

Bébé subió despacio la escalera. ¿Estaba más impresionada de lo que quería aparentar? ¿Le temblaban las piernas bajo el ligero vestido verde? Jeanne siguió a su hermana hasta el comedor, cuyas persianas permanecían cerradas durante las horas más calurosas del día.

—Por lo menos contéstame.

Bébé se volvió hacia ella con cara de hastío. Su mirada reflejaba esa trágica serenidad de quienes saben que en lo sucesivo nadie va a comprenderles.

—¿Qué quieres?

—¿Es cierto?

—¿Que he querido envenenarle? —pronunció la palabra con naturalidad, sin asomo de asco o de horror—. Lo ha dicho él, ¿no?

Jeanne captó una segunda intención en sus palabras, aunque no acertó a calibrarla. Lo intentó más adelante, sin éxito. Ese «Él» iba en mayúscula. Bébé no se refería a un hombre como los demás, ni siquiera a su marido. Hablaba de «Él».

A «Él» no le reprochaba que la hubiera acusado. Tal vez Jeanne se equivocaba. De hecho, no se creía especialmente dotada para la psicología. Sin embargo, esa satisfacción…, porque Bébé parecía satisfecha de que François la hubiera culpado de intentar asesinarle. Y ella esperaba la respuesta de su hermana con un pie apoyado en el primer peldaño de la escalera. Los zapatos, de un color verde más intenso, hacían juego con el vestido.

—¿Es verdad? —insistió Jeanne.

Bébé dio por finalizada la conversación y empezó a subir la escalera sin apresurarse, recogiéndose la falda por la parte de delante, que era muy amplia y le llegaba hasta el tobillo.

—¡Bébé! —Pero Bébé seguía subiendo—. Supongo que no irás a…

Al llegar al descansillo se detuvo un instante y volvió la cabeza en la penumbra.

—No temas, Jeanne. Si preguntan por mí, estoy en mi habitación.

Las paredes del dormitorio, tapizadas de satén, parecían el interior de una lujosa bombonera. Bébé se miró en el espejo de tres lunas y, con un movimiento habitual en ella, se recogió el pelo dejando al descubierto las axilas depiladas. Una rendija entre los postigos filtraba un rayo de sol, que dibujó un triángulo en un pequeño secreter lacado. El reloj de péndola marcaba las cuatro y diez.

Bébé Donge se sentó ante el secreter, lo abrió con desgana y tomó un bloc de papel azulado.

Daba la impresión de que tenía que escribir una carta difícil. Con la punta del portaplumas apoyada en la barbilla, miraba distraídamente los postigos, tras los cuales las moscas zumbaban al sol. Por fin empezó a escribir, con una caligrafía picuda e inclinada propia de una interna de colegio:

«1. No hay que olvidarse de que Jacques tome la medicina todas las mañanas. Aumentad progresivamente la cantidad de gotas en cuanto empiece a refrescar.

»2. Un día de cada tres, hay que sustituir el chocolate de su desayuno por copos de avena, sin endulzarlos tanto como la última vez (tres terrones son suficientes).

»3. No hay que ponerle los zapatos de ante, puesto que son demasiado porosos y pueden mojarse con el rocío. Mucho cuidado con esto, sobre todo en septiembre. Tampoco hay que dejarle salir cuando haya niebla.

»4. Hay que evitar que circulen periódicos por la casa, ni siquiera los que hayan servido para envolver alimentos. No hay que cuchichear en los rincones o detrás de las puertas, ni poner cara de pena.

»5. En el armario de la izquierda de su habitación está…».

A ratos alzaba la cabeza y aguzaba el oído. Aunque no parecía que alguien hubiera subido la escalera, de pronto escuchó en el descansillo la voz de su hermana, quien preguntaba tímidamente:

—¿Bébé?

—Déjame. Estoy ocupada.

Jeanne aguardó un instante, oyó deslizar la pluma sobre el papel y volvió a bajar.

«… 12. No hay que dejar que Clo, que se va de la lengua, compre en el pueblo. Encargadlo todo por teléfono. Marthe, reciba usted personalmente a los repartidores, y nunca en presencia de Jacques».

¿Era ese el coche que Bébé esperaba? No. De hecho, el vehículo circuló por la carretera sin detenerse en La Châtaigneraie. Debía de haberse levantado viento con la llegada del crepúsculo, porque se oía sonar el tocadiscos del merendero de Ornaie. El rayo de sol que caía sobre el secreter se había vuelto más oscuro.

—Que no, mamá, que no está loca —decía Jeanne—. Seguro que hay algo que no sabemos. Bébé siempre ha sido reservada.

—Nunca ha gozado de buena salud —se lamentaba su madre.

—Eso no es un motivo. Si no la hubieras mimado tanto…

—Cállate, Jeanne. No es hoy el día más apropiado. ¿De verdad crees que ella lo ha envenenado? Pero entonces…

La señora D’Onneville hizo acopio de energías: se incorporó y miró hacia la verja blanca, que se había quedado abierta.

—Van a venir a detenerla. Dios mío, ¡qué vergüenza!

—Tranquilízate, mamá.

—¿Tú también te pones en contra de ella?

—Que no, mamá.

—Claro, ¡como tú también estás casada con un Donge! Yo, desde luego, no me atreveré a ver a nadie. Seguro que mañana sale en la prensa.

—Pasado mañana, porque hoy es domingo y…

La llegada de un taxi fue casi tan impresionante como la aparición de la ambulancia. El conductor cruzó la verja, pero el doctor Pinaud, que iba dentro del vehículo, se inclinó para avisarle de que habían llegado. El taxista, pensando que no podría entrar en la propiedad, hizo marcha atrás y detuvo el coche.

El hospital era un hermoso edificio del siglo XVI, con altos tejados en forma de punta, cuyas tejas, con el paso del tiempo, se habían tornado multicolores, paredes blancas, amplias ventanas con pequeños cristales y un patio interior sombreado por plátanos. Un grupo de ancianos vestidos de uniforme azul deambulaba lentamente de banco en banco, uno con un vendaje en la pierna y un bastón en la mano, otro con la cabeza vendada, otro apoyado en una monja cubierta con una toca…

Habían trasladado a François al quirófano para facilitar las cosas. El doctor Levert, a quien habían avisado por teléfono, había llegado previamente y ya se encontraba allí, con las manos enfundadas en unos guantes de goma. Todo estaba listo para la intubación y las curas.

François se había jurado que no iba a gemir. Las dos inyecciones de morfina que le habían puesto no le habían ofuscado por completo, y le avergonzaba verse desnudo como un cadáver ante la joven enfermera. Le hubiera gustado tranquilizar a Félix, que se encontraba angustiadísimo y a quien el médico amenazaba con hacerle salir del quirófano.

Tenía los ojos cerrados cuando vio el papelito. Literalmente, lo descubrió: ya no estaba en el hospital Saint-Jean, junto al canal, sino en el jardín de La Châtaigneraie. El color rojo del camino de entrada formaba un inmenso charco soleado. Las patas de la mesa dibujaban su sombra en el suelo. Allí, entre ambas, había un papelito arrugado. Él lo había visto. La prueba de ello era que ahora lo estaba recordando, y no deliraba. ¿Dónde lo había dejado Bébé después de verter el veneno en la taza? Su vestido no tenía bolsillos, de modo que debía haber hecho una bola en su mano sudorosa, y la había dejado caer al suelo, pensando que un papelito pasaría inadvertido en el jardín. ¿Estaba aún allí? ¿Bébé lo había recogido para quemarlo?

—Durante unos instantes procure no moverse —dijo el doctor Levert.

François apretó los dientes, pero no pudo contener un grito del que luego se arrepintió. Al mismo tiempo Félix lanzó un suspiro.

—¿Está en casa la señora Donge?

El hombre era muy alto y delgado. Vestía un traje gris de fea lana y pésimo corte que a todas luces procedía de una tienda de confección. Sostenía el sombrero en la mano mientras el doctor Pinaud, de pie en la sala, conservaba el suyo puesto.

—¿Quiere usted ver a mi hermana? Está en su habitación. Ahora mismo voy a buscarla.

—Dígale que soy el inspector Janvier, de la brigada móvil.

Era el domingo por la tarde. El comisario estaba participando en un campeonato de billar que se celebraba en la población vecina. El sustituto, obligado a permanecer en su casa por el inminente parto de su mujer, no paraba de llamar por teléfono.

—Bébé, ¿te has cerrado con llave? —preguntó su hermana.

—No. Gira el pomo.

Jeanne, en su nerviosismo, giraba el pomo de la puerta al revés. Bébé Donge, que no se había movido del secreter, leía lo que había escrito. Preguntó:

—¿Cuántos son?

—Solo ha venido uno.

—¿Quiere llevarme enseguida?

—No lo sé.

—Por favor, dile a Marthe que suba.

—Mi hermana no tardará en bajar, inspector.

El médico hablaba en susurros con el inspector Janvier, a quien parecía agradar el reluciente parquet del comedor. Jeanne observó que llevaba una pieza llamada invisible en el zapato. Mientras, en la habitación, Bébé ultimaba los detalles:

—Traiga mi maleta de piel de cerdo, Marthe. No, mejor la maleta de avión, que es más ligera, y ponga ropa interior para un mes, dos batines, mis… ¿Se puede saber por qué llora?

—Por nada, señora.

—En cuanto a los vestidos… —Bébé abrió un armario para elegir los vestidos que necesitaría—. Para lo demás le he dejado instrucciones. Escríbame cada dos días para contarme cómo van las cosas por aquí, y no se ahorre los detalles. ¿Dónde ha dejado al señorito Jacques?

—Está con sus primos.

—¿Qué les ha dicho?

—Que el señor había tenido un pequeño accidente.

—¿Y ahora qué están haciendo?

—Jacques les está explicando cómo pescó el pez esta mañana.

—Bajo enseguida. Cuando esté lista la maleta, tráigamela.

Al ver la cama, a Bébé le entraron ganas de echarse, aunque fuera unos minutos.

—Por cierto, Marthe, se me olvidaba. Si el señor vuelve antes que yo… —La doncella prorrumpió en sollozos—. Pero ¿es que no hay modo de decirle dos palabras? Procure que Jacques no note ningún cambio. Siga mis instrucciones, ¿entendido? Hay cosas a las que el señor no concede la menor importancia.

—Disculpe que le haya hecho esperar, señor comisario —saludó Bébé.

—Soy el inspector Janvier —la corrigió el hombre—. He venido a la espera de que se reúna la fiscalía. —Sacó un reloj de plata del bolsillo—. Si me lo permite, podría proceder a un primer interrogatorio para…

—¿Espero fuera? —preguntó el doctor Pinaud, vestido con su traje de pesca, cuyos zapatos con clavos habían rayado el parquet.

—Si no le importa… Luego necesitarán su declaración —informó Janvier.

El inspector se sacó del bolsillo una ridícula libreta con la que no sabía qué hacer.

—Estará usted más cómodo en el despacho de mi marido —terció Bébé—. Tenga la bondad de seguirme.

Quién sabe qué hubiera ocurrido si de pronto el perfecto mecanismo de esa mujer se hubiera detenido: quizá se hubiera desplomado y Bébé Donge habría dejado de existir.