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¿No ocurre a veces que un mosquito apenas perceptible agita más la superficie de una charca que la caída de un guijarro grande? Así sucedió aquel domingo en La Châtaigneraie. Para los Donge, otros domingos fueron en cierto modo históricos, como el domingo de la tormenta, cuando el haya se desplomó «tres minutos después de que pasara mamá», o el domingo de la gran pelea, la que tuvo a ambos matrimonios varios meses sin dirigirse la palabra.

Aquel domingo, por el contrario, el que podría denominarse el domingo del gran drama, se desarrolló con la limpidez y la calma con que discurre un arroyo en un llano. François se despertó sobre las seis, como acostumbraba hacer siempre que estaba en el campo. Su mujer no lo oyó abandonar la habitación de puntillas o, si lo oyó, ni pestañeó.

Era un 20 de agosto y ya había amanecido. El cielo se había teñido de un azul pálido de acuarela.

La hierba humedecida exhalaba una grata fragancia. En el baño, François se alisó el pelo con el peine, bajó en pijama y zapatillas y entró en la cocina, donde Clo, la cocinera, algo más vestida que él, vertía lentamente el agua hirviendo en la cafetera.

—¡Otra vez me han comido los mosquitos! —dijo la mujer, mostrando sus pálidos muslos, salpicados de manchas rojas.

François se tomó el café y salió al jardín. A las diez, seguía allí. ¿Qué hizo exactamente? Nada especial. En el huerto, observó que muchas tomateras se habían caído. Tendría que decírselo al día siguiente a Papau, el jardinero. Y recordarle que no dejara que la manguera zigzagueara por los caminos. Además, las judías verdes había que recogerlas antes, y no esperar a que se hicieran tan gordas.

Se abrieron unas persianas en la primera planta de la casa y por la ventana asomó la cabeza de un niño. François agitó la mano para saludar a su hijo y el niño hizo lo propio. Llevaba un batín de color blanco. Con el pelo largo y alborotado, su rostro parecía más escuálido, más demacrado.

Tenía la misma nariz larga y torcida del padre. Llamaba la atención. Por ese simple rasgo, François no podía negar que fuera hijo suyo. En todo lo demás, el niño se parecía a su madre. De ella había heredado su fragilidad, esa apariencia de fina porcelana. ¡Hasta el azul de los ojos de un azul de porcelana!

Marthe, la doncella, se disponía a vestir al niño. Las habitaciones eran claras. La casa, alegre.

Para cualquier urbanita, se trataba de la casa de campo ideal. Nada recordaba la casucha campesina que sirviera de base para reconstruirla. Hermosos céspedes. Suaves pendientes. Un huerto que en primavera era delicioso. Un bosquecillo y un riachuelo de aguas claras.

Repicaron las campanas. Por encima de los manzanos se divisaba el campanario cuadrado de Ornaie. Detrás de un seto discurría un camino empinado y abrupto, y François oyó los pasos de los vecinos que iban a misa. Hasta él llegaba el jadeo de las comadres sofocadas. Era curioso: no se las veía. Seguían parloteando hasta el repecho. Pasados unos metros, las palabras se espaciaron. Al final, la cháchara se interrumpió a mitad de una frase para reanudarse al llegar a lo alto de la cuesta.

François fue a buscar el rodillo y aplanó la pista de tenis; luego tensó la red. Serían las nueve cuando vio aparecer a su hijo, que sujetaba una caña de pescar en la mano.

—Ponme el anzuelo —dijo el niño.

Jacques tenía ocho años, largas piernas flacas y labios carnosos de chica.

—¿Se ha levantado tu madre? —preguntó el padre.

—No lo sé.

El niño bajó al riachuelo. Nunca había pescado nada, pero el azar quiso que aquel domingo picara un pececillo en el anzuelo. No se atrevía a tocarlo y jadeaba, asustado.

—¡Papá! ¡Un pez…! Corre, ven…

Cuando François Donge, en pijama y con las zapatillas empapadas, se dirigía hacia el invernadero, apareció la cocinera en el extremo del camino de entrada.

—¿Qué ocurre, Clo?

—Que se ha olvidado usted de comprar los champiñones. No puedo preparar el pollo a la campesina sin ellos, y en el pueblo no venden. ¡Todos los domingos la misma monserga! François iba a comprar los sábados y amontonaba en el coche todo lo que le habían pedido que trajera. Cada cual le entregaba su lista; la cocinera la escribía siempre a lápiz en un trozo de papel arrugado.

—¿Está segura de que me pidió champiñones?

—Estoy segura de que se los apunté en la lista.

—¿Y no estaban en el coche?

¡Mala suerte! François fue a vestirse; aguzó el oído tras la puerta de su habitación: si su mujer no dormía, desde luego no hacía ruido.

François Donge era no muy alto, más bien delgado pero membrudo, fuerte, de rasgos finos, con una larga nariz torcida muy característica y mirada maliciosa. «¡No me mires con cara de burlarte de todo!», solía decirle Bébé Donge, su mujer. ¡Bébé! ¡Menuda ocurrencia, llamarla Bébé! Después de diez años de matrimonio, François todavía no se había acostumbrado. ¡En fin! No había nada que hacer, porque todos, tanto su familia como sus amigas, la habían llamado siempre así.

Sacó el coche del garaje, bajó a abrir la verja blanca y volvió a cerrarla. La ciudad distaba unos quince kilómetros. Había muchas bicicletas en la carretera, lo que se notaba sobre todo en la cuesta de Bel-Air, porque los ciclistas se veían obligados a apearse y empujarlas. En la linde del bosque la gente preparaba los bártulos para comer al aire libre. François estaba abonado al coto de caza, y pensó que, cuando se abriera la veda, volverían a toparse con cascos de botellas.

El puente. La Rue du Pont-Neuf: más de un kilómetro de calle recta, cortada en dos por el sol, con apenas cuatro o cinco personas en las aceras. Las persianas de las tiendas estaban echadas y los letreros destacaban más que otros días, la gran pipa roja del estanco, el enorme reloj de la relojería, la placa del oficial del juzgado, quien, precisamente, estaba poniendo su coche en marcha.

La Épicerie du Centre, cubierta con un gran entoldado, olía a pan de especias. El tendero de la tienda de comestibles llevaba un guardapolvo de color crudo. También él, dentro de un rato, metería a toda su familia en el coche que utilizaba para el reparto.

—Póngame una bolsita de caramelos para mi hijo.

—¿Cómo sigue Jacques? Seguro que se divierte en el campo. ¿Y la señora Donge? ¿No se aburre aquí sola?

En realidad, François se olvidó de darle la bolsa de caramelos a su hijo, y bastante tiempo después, por lo menos tres semanas más tarde, cuando volvió a ponerse el traje se la encontró, pringosa, en el bolsillo. ¡Tres semanas más tarde! Uno dice: «Dentro de tres semanas…». O bien: «Hace tres semanas…».

Pero no se imagina lo que puede ocurrir en ese tiempo, o en unas pocas horas. A ver quién iba a decir que tres semanas más tarde Bébé Donge estaría en la cárcel. La mujer más delicada, más guapa, más elegante. Ni siquiera se hablaba de ella como se hacía de cualquier otra mujer, como, por ejemplo, de su hermana Jeanne.

Si alguien decía: «Ayer me encontré a Jeanne en la sombrerería», estas palabras se pronunciaban con naturalidad. La persona en cuestión se había encontrado a Jeanne Donge, sin más, la esposa de

Félix Donge, una mujer activa, regordeta, puro nervio. Porque las dos hermanas se habían casado con los dos hermanos.

«Ayer vi a Jeanne» no era un acontecimiento. En cambio, si alguien decía «He ido a La Châtaigneraie y he visto a Bébé Donge» se veía obligado a añadir: «¡Qué mujer tan deliciosa!». O bien: «Estaba más atractiva que nunca». O incluso: «No hay nadie que vista como ella». ¡Bébé Donge! ¡Qué preciosidad! Un ser etéreo, inmaterial, como surgido de un libro de poesía. ¡Bébé Donge en la cárcel!

François subió al coche, pensó en tomar el aperitivo en el Café du Centre pero decidió no hacerlo, no fuera a llegar tarde con los champiñones.

En la cuesta, adelantó al vehículo que conducía su hermano Félix. La señora D’Onneville, su enorme y digna suegra en común (antes de casarse, su difunto marido escribía su apellido «Donneville»), iba sentada a su lado, como siempre vestida con prendas vaporosas. Detrás, vio a Jeanne y a sus dos hijos. Bertrand, el pequeño, que tenía diez años, se asomó a la ventanilla y agitó el brazo cuando pasó su tío.

Los dos coches llegaron uno tras otro a la entrada de La Châtaigneraie. La señora D’Onneville comentó:

—No veo la utilidad de adelantarnos. —Y, a renglón seguido, añadió, observando las ventanas abiertas de la casa—: ¿Se ha levantado Bébé?

Estuvieron esperando a Bébé Donge durante más de media hora. Había tardado dos horas en arreglarse, como de costumbre. Saludó a la concurrencia:

—Hola, mamá. Hola, Jeanne. Hola, Félix. François, ¿se te ha vuelto a olvidar algo?

—Los champiñones.

—Espero que esté lista la comida. ¡Marthe! ¿Ha puesto la mesa en la terraza? ¿Dónde se ha metido Jacques? ¡Marthe! ¿Ha visto a Jacques?

—No, señora —contestó la doncella.

—Estará en el riachuelo —terció François—. Esta mañana ha pescado un pez y se ha vuelto loco de alegría.

—Como se moje los pies, se pasará quince días en cama —suspiró Bébé.

—Aquí llega el señorito Jacques —dijo Marthe.

Hacía calor. El sol era pegajoso y el césped estaba repleto de saltamontes. ¿De qué charlaron durante la comida? De una persona, por supuesto: del doctor Jalibert, que se estaba construyendo una nueva clínica. Obviamente, fue la señora D’Onneville quien habló de él, y mientras lo hacía no dejó de mirar a Bébé Donge y a François. Tenía ganas de espetarle a su hija:

«¿Pero es que no sabes que tu marido y la hermosa señora Jalibert…? Toda la ciudad está al corriente. Hay quien dice que el propio Jalibert está enterado y cierra los ojos a la evidencia».

El caso es que Bébé Donge no se inmutó al oír el apellido Jalibert. Comía con delicadeza, alzando el dedo meñique. Sus manos eran una obra de arte. ¿Estaba escuchando? ¿Pensaba en algo?

Durante la comida no dijo más que:

—Come bien, Jacques.

Dos hermanos y dos hermanas se habían convertido en dos matrimonios por obra del destino. En la ciudad la gente los llamaba «los hermanos Donge». Tanto daba a cuál de los dos hubieran visto, o con cuál hubieran hablado. François y Félix parecían gemelos, aunque se llevaran tres años. Félix, como su hermano, poseía la famosa nariz de los Donge. Su estatura y su corpulencia eran idénticas.

Vestían los mismos trajes, casi siempre en tonos grises.

No necesitaban decirse nada: pasaban toda la semana juntos, trabajaban en el mismo negocio, en los mismos talleres, en los mismos despachos, veían a las mismas personas y les preocupaban las mismas cosas. Tal vez Félix tenía menos carácter que François. Y en los detalles se notaba que François era el que mandaba.

Sin embargo, Félix se había casado con la vivaracha Jeanne, quien entre plato y plato encendía un cigarrillo, pese a la mirada reprobadora de su madre.

—Bonita educación les das a tus hijos —comentó.

—¿Crees que Bertrand no fuma a escondidas? —dijo Jeanne—. Anteayer lo pillé cogiendo cigarrillos de mi bolso.

—Si te los hubiera pedido, no me los habrías dado —replicó el niño.

—¿Lo oyes?

La señora D’Onneville se limitó a suspirar. No tenía nada en común con los hermanos Donge.

Había pasado la mayor parte de su vida en Estambul, donde su marido era director de los diques.

Allí vivió en un ambiente refinado, entre diplomáticos y personalidades que estaban de paso. Aquel mismo domingo iba vestida como si tuviera que asistir a un almuerzo en alguna embajada de Therapia.

—¡Marthe! Sirva el café y los licores en el jardín —ordenó Bébé.

—¿Podemos jugar al tenis? —preguntó Bertrand—. ¿Un partido, Jacques?

—Cuando hayáis hecho la digestión —intervino la madre—. Primero dad un paseo. Además, hace mucho calor.

Los sillones de rota estaban a la sombra de un gran toldo color naranja; el camino de ladrillos era de un rojo intenso. Jeanne eligió la tumbona y se estiró. Encendió otro cigarrillo y empezó a lanzar bocanadas hacia el cielo, que iba tornándose violeta.

—Félix, ¿me sirves una copa de licor de endrina? —le pidió a su marido.

Para ella, los domingos en La Châtaigneraie olían a licor de endrina, del que tomaba dos o tres copas después de comer.

Bébé Donge iba llenando las tazas de café, que alargaba a cada uno.

—Mamá, ¿un terrón de azúcar? ¿Y tú, François? ¿Dos? ¿Quieres aguardiente, Félix?

Hubiera podido ser un domingo cualquiera en hora lánguida. Las moscas volaban y ellos intercambiaban frases perezosamente. La señora D’Onneville hablaría de sus inversiones.

—¿Dónde están los niños? ¡Marthe! Vaya a ver qué hacen.

Al rato los dos hermanos se dirigirían a la pista de tenis, y hasta el final de la tarde se oiría el ruido seco de las pelotas al golpear las raquetas. De cuando en cuando se veían pasar cabezas por encima del seto: seguramente eran ciclistas, porque desde allí no veían a los peatones, solo se escuchaban sus voces.

Pero las cosas no sucedieron así. Hacía poco menos de una hora que habían tomado el café cuando François se levantó y se dirigió hacia la casa.

—¿Adónde vas? —inquirió Bébé Donge sin mirarlo.

—Ahora vuelvo.

El hombre avanzaba cada vez más deprisa. Se oyeron portazos y ruidos en el baño.

—¿Anda mal del estómago? —preguntó la señora D’Onneville.

—No lo sé. Normalmente lo digiere todo —contestó la mujer de François.

—Hacía unos minutos que lo veía pálido.

—Pues no hemos comido nada indigesto.

Los niños cruzaron el jardín corriendo. Transcurrieron unos instantes en silencio, y de repente se escuchó la voz de François, que llamaba desde el baño:

—¡Félix!

El grito sonó tan extraño que Félix se levantó de un salto y salió a toda prisa. La señora D’Onneville observó las ventanas abiertas. Dijo: —¿Qué le pasará?

—¿Qué va a pasarle? —murmuró Jeanne, abstraída en el humo de su cigarrillo, que se diluía en el violeta del cielo.

—Parece que estén telefoneando.

Los ruidos de la casa llegaban muy nítidos: en efecto, se oía sonar la manivela del teléfono.

Luego Félix hablando:

—¡Oiga! Señorita, sé que la centralita está cerrada, pero es urgente. ¿Puede ponerme con el número uno de Ornaie? Sí, con el doctor Pinaud. ¿Cree que está pescando? Por favor, llámele de todas formas… ¡Oiga! ¿Es la casa del doctor Pinaud? Aquí La Châtaigneraie. ¿Dice usted que ya ha vuelto? Que venga urgentemente. ¡Da igual! Sí, es muy urgente. No hace falta, señora. Que venga como está.

Las tres mujeres se miraron.

—¿No vas a ver qué ocurre? —se extrañó la señora D’Onneville, volviéndose hacia Bébé Donge.

Esta se levantó y se dirigió hacia la casa. Solo estuvo allí unos minutos, y cuando regresó seguía tan tranquila como de costumbre.

—Están encerrados en el baño. No han querido dejarme entrar. Dice Félix que no es grave.

—Pero ¿qué le pasa? —repuso la madre de esta.

—No lo sé.

El médico llegó en bicicleta, vestido con el traje de tela oscura que se había puesto para pescar.

A medida que avanzaba por el camino de ladrillos rojos, se notaba su sorpresa al ver a las tres mujeres sentadas bajo el toldo como si tal cosa.

—¿Ha habido un accidente?

—No lo sé, doctor. Venga conmigo; mi marido está en el baño.

La puerta se entreabrió para dejar pasar al médico, pero se cerró ante Bébé Donge, quien permaneció inmóvil en el descansillo. La señora D’Onneville, exasperada, se había levantado y se paseaba a pleno sol.

—Me gustaría saber qué mosca les ha picado para no decirnos nada. ¿Y Bébé? ¿Qué hace? ¡Tampoco vuelve!

—Cálmate, mamá —protestó Jeanne—. A ver si van a darte otra vez tus mareos. ¿Qué ganas alterándote?

Se abrió de nuevo la puerta del baño. El médico, en mangas de camisa y un tanto agitado, se topó con Bébé Donge, que permanecía de pie en la penumbra, y le dijo:

—Suban toda el agua hervida que puedan.

Bébé bajó a la cocina. Llevaba un vestido de muselina color verde claro. Su pelo era de un rubio apagado.

—¡Clo! Haga el favor de hervir agua y llevarla al baño.

—He visto llegar al médico. ¿El señor está enfermo?

—No lo sé, Clo. Suba usted el agua hervida.

—¿Hace falta mucha?

—Ha dicho el médico que toda la que se pueda.

La cocinera subió con dos jarros de agua, pero tampoco la dejaron pasar al baño; volvieron a entreabrir la puerta. Con todo, pudo ver un cuerpo tendido sobre las baldosas, o, mejor dicho, distinguió las piernas y los pies, lo cual le impresionó más que si hubiera visto un cadáver.

Eran las tres de la tarde. Los niños, quienes no se habían enterado de nada, acababan de irrumpir en la pista de tenis, y se oía la voz de Jacques, que le decía a su prima:

—Tú no juegas. Eres demasiado pequeña.

Jeannie tenía seis años. Lo más probable era que se echara a llorar y luego acudiera a quejarse a su madre, quien le contestaría, como siempre:

—¡Apáñatelas, hija! No es asunto mío.

La señora D’Onneville, de pie, escrutaba las ventanas de la primera planta.

—Mamá, ¿puedes acercarme los cigarrillos? —le pidió Jeanne.

En otras circunstancias, la señora D’Onneville se hubiera indignado ante el hecho de que su hija, arrellanada en una tumbona, le pidiera a ella, a su madre, los cigarrillos que estaban encima de la mesa. Sin embargo, le tendió la pitillera sin darse cuenta de ello. Seguía con la mirada a Bébé, que acababa de reaparecer en la entrada y se acercaba con su andar habitual.

—¿Cuál es el problema? —volvió a preguntar la madre.

—No lo sé. Ahora están encerrados los tres.

—¿Y no te parece extraño?

Solo entonces Bébé Donge hizo un gesto de impaciencia.

—¿Qué quieres que te diga, mamá? Sé lo mismo que tú.

Jeanne se revolvió en la tumbona, intentando ver a su hermana. Le sorprendía que Bébé alzara la voz, pero como no lograba verla desistió. Ante ella, unos geranios de un rojo color sangre contrastaban con el verde del césped. Zumbaba una avispa. La señora D’Onneville, inquieta, lanzó un largo suspiro. ¿Por qué los hombres habían cerrado las ventanas del baño? En cuanto Félix lo hizo, se había oído la voz de François que decía:

—Eso no, doctor…

Las campanas tocaban a vísperas.