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«UN DESTINO DESPIADADO»

Cuando los marinos norteamericanos subieron de nuevo a bordo de sus barcos, que permanecían intactos en Bikini, después de la explosión de la bomba atómica, se fueron sintiendo gradualmente dominados por un miedo extraño, obsesivo. Y exclamaron: «Sólo hay puentes en que puede uno permanecer únicamente breves momentos; un aire respirable sólo con máscaras antigás y que, sin embargo, tiene el mismo olor que el aire en cualquier otro lugar; un agua en la que no se puede nadar; un pescado que no se puede comer… ¡se trata de un mundo mancillado!». En efecto: los productos derivados de la fisión atómica, extendidos sobre los barcos como una capa de pintura, no podían ser suprimidos según la vieja y feliz prescripción de la Marina «de una limpieza a fondo de proa a popa». Los neutrones y rayos gamma persistían, revelados únicamente por los contadores Geiger; continuaban propagando el terror de la enfermedad, de la desintegración, y el nuevo horror de la muerte atómica.

Para sentir que un aire malsano, que los contadores Geiger no pueden captar, sigue hoy flotando en Alemania, no hace falta ser un gran psicólogo ni poseer una sensibilidad particularmente aguda para las variaciones atmosféricas. Bien es verdad que ningún pútrido miasma se eleva ya de las ciudades en ruinas, y que los campos ofrecen un paisaje limpio y hermoso. Liberados ya de sus peores miserias materiales, los alemanes atienden alegremente sus asuntos. En la posadas pueblerinas, por las tardes, cantan, bailan y beben sus vasos de cerveza con el corazón más alegre que la mayoría de nosotros. Aunque sin duda sigue vivo el odio hacia las tropas de ocupación y sus «colaboradores», está muy bien disimulado. ¿Por qué, pues, no acaba uno de sentirse a gusto entre esta gente?

Sabido es que muchos miembros de la Gestapo y de la SS siguen aún en libertad, ya sea porque se han procurado documentos falsos y han cambiado de personalidad, ya porque sus víctimas, que podrían ser sus denunciadores, hace mucho tiempo que fueron enterrados. Se dice también que tal vez el joven tan cortés y lleno de atenciones con nosotros en el hotel en que nos hospedamos, tiene las manos manchadas con la sangre de centenares de hombres (un agente de la Gestapo, que era buscado como autor de sesenta asesinatos distintos, fue descubierto recientemente camuflado bajo la identidad de un popular intérprete de un campo inglés). De seguro que todo eso influye en la sensación de malestar de que hablamos, pero yo diría que la razón principal de ese malestar es todavía más sutil: consiste en que la mancha que el régimen nazi echó sobre el país no ha sido borrada con el suicidio o la ejecución de sus jefes, ni quedará lavada tampoco con el castigo del último de sus cómplices. El ácido de la sospecha y del espionaje incesantes, de los arrestos al amanecer, de las torturas sádicas y los asesinatos en la celda, y por encima de todo, de la hipocresía y la mentira que pervirtieron a un Estado policíaco, ese ácido ha mordido muy profundamente en la vida del país. Su huella, como ocurre con la de los productos de fisión, no puede ser lavada. La sombra de Hitler entenebrece toda la escena alemana. «¡Se trata de un mundo mancillado…!». Por lo menos, ésa fue la impresión que personalmente experimenté mientras escuchaba el relato de los últimos días de Rommel y de las circunstancias que rodearon su salida de este mundo. Y no es que hubiera algo siniestro en los lugares donde oí esa historia, ni tampoco detalles morbosos en las personas que me la contaban. Todo lo contrario. Mientras permanecía sentado en la casa del general Speidel, que domina la apacible pequeña ciudad de Freuenstadt, en la Selva Negra, experimenté algo así como un sentimiento de nostalgia por los viejos interiores victorianos o eduardinos de mi infancia. En casas como aquella —para el gusto moderno, tal vez excesivamente atiborradas de objetos— llevaron una vida confortable y bien ordenada generaciones enteras de ingleses: el dinero, invertido juiciosamente, la fe en Dios y en el Gobierno, los criados ocupando el lugar que les correspondía, el gato junto a la chimenea y el agente de policía haciendo su ronda. ¡Diríase que se hallaba uno en el North Oxford de hace cuarenta años!

Aunque esté llena de reliquias del soldado, aunque retratos al óleo y fotografías del desaparecido cubran todas las paredes, aunque su máscara mortuoria esté allí, guardada en su pequeño cofre, de la casita de la señora Rommel, emana la misma tranquilidad y seguridad que del hogar de los Speidel. Lo mismo puede decirse de la casa de Aldinger o de aquella en la que hablé con el doctor Strolin, que fue el último de mis informadores. En cada una de ellas se hacía una pausa en la narración de la historia y se ponía de lado los papeles, colocando un mantel bordado, a la hora del té. En cada uno de aquellos hogares había el equivalente de nuestras porcelanas de china, unas «Meissen» a las que se prodigaba atentos cuidados, que no tenían ninguna resquebrajadura y que, una vez acabado su servicio, eran colocadas nuevamente en su vitrina. En todas aquellas casas se servía también un pastel que durante mucho tiempo fue familiar a los ingleses y que podría ser muy bien el símbolo de una época ya desaparecida.

En lo que concierne a la persona misma del doctor Speidel, diré que se parece a lo que realmente es: «un profesor». Su esposa, a la que cualquiera consideraría demasiado joven para tener ya una hija de diecisiete años, da la impresión de no haber tenido nunca más preocupaciones que sus pequeños ajetreos domésticos. Los hijos son gentiles, bien educados; sólo hablan cuando uno se dirige a ellos directamente. En cuanto a Aldinger y su esposa, son el prototipo de la buena sociedad de las ciudades provincianas. El doctor Strolin, por su parte, ofrece ese porte seguro del hombre habituado desde largo tiempo a la autoridad que le confiere su buena posición.

A pesar de que su rostro vigoroso esté surcado de profundas arrugas, la señora Lucía María Rommel no muestra ninguna otra huella de su experiencia, la más desgarradora que mujer alguna haya tenido que soportar. De un porte que evoca más bien el tipo de mujer de la Italia del Norte que el típicamente alemán, carece por completo de la sentimentalidad que tantas veces halla uno en la gente de Alemania. Habla de mein Mann, de su marido, con alegría y orgullo. A pesar de las dos guerras, pasaron juntos y felices treinta años. En cuanto se gana uno su confianza, habla gustosamente del fin de su marido, sin amargura, pero con profundo desdén hacia los responsables de lo ocurrido. Sólo una vez reveló cuán vivos permanecían sus sentimientos al cabo de cinco años de los hechos. Fue cuando visité en su compañía su antigua casa sobre la colina que dominaba Herrlingen, casa transformada hoy en escuela. La señora Rommel no descendió del automóvil cuando éste se detuvo ante la verja. «Me gusta contemplar los niños jugando en ese jardín —me dijo—, pero no quiero volver a entrar en esta casa».

Su hijo Manfred, que actualmente estudia Derecho en la universidad de Tubinga, es un joven muy agradable, perfectamente equilibrado, consagrado a su madre y a la memoria de su padre y que, por lo que yo pude observar, no sufre de ningún «complejo». Lo que tuvo que vivir a la temprana edad de quince años no le desequilibró ni le llenó de sentimientos de amargura.

Sin embargo, sobre esta tela de fondo de aspecto casi victoriano, aquella gente, tan normal y gris en apariencia, se había visto implicada o se había comprometido por su propia decisión en la lucha contra un régimen tan inflexible y duro que aplicaba a sus adversarios castigos aún más terribles que la misma muerte. Aquel contraste era lo que, para mí, daba a la historia su aspecto macabro e inquietante. Destaquemos el hecho de que todos ellos dieron tales pruebas de coraje que hube de convencerme de la superioridad de sus nervios sobre los míos.

Rommel había regresado de África del Norte en marzo de 1943, «habiéndole hecho tragar el anzuelo a Hitler», como entonces se decía. Hacía ya mucho tiempo que sabía que Keitel y Jodl eran enemigos suyos, tanto en el terreno profesional como en el privado. Rommel despreciaba a Goering, en quien no tenía ninguna confianza; Kesselring, a su entender, había hablado mal del Afrika Korps y del propio Rommel a Goering. No hacía mucho, el general Schmundt había advertido a Rommel que sus acciones estaban en baja a los ojos de los jefes del Partido, en particular para Bormann, de tan misteriosa influencia sobre el Führer. No tenía en la corte de éste ningún amigo, si exceptuamos al mencionado Schmundt, que siempre hablaba en favor de Rommel. No obstante todo esto, Rommel, aún después de El Alamein, continuaba creyendo que todos los males procedían del círculo que rodeaba a Hitler y que éste llegaría a ver claro y actuar abiertamente tan pronto se desembarazase de sus sicofantes.

Ahora ya había perdido todas sus ilusiones. Sabía que Adolfo Hitler carecía de toda generosidad, que ni siquiera se mostraba leal con aquellos que le servían y que era incapaz de aceptar los dictados de la razón. Aquello fue para Rommel una revelación desalentadora, siendo como era un hombre sencillo y recto, que ordinariamente no daba muchas pruebas de sutileza de espíritu, salvo en el combate bélico. Como soldado que siempre había vivido apartado de las corrientes políticas, aquella revelación le impresionó bajo un punto de vista puramente personal y profesional. Había perdido la fe en un hombre que había sido un amigo y su dueño, pero que continuaba siendo el jefe de las fuerzas armadas alemanas. Así fue como, poco a poco, llegó al convencimiento de que, no sólo estaba en peligro la victoria en la guerra, sino que Alemania corría indefectiblemente hacia la derrota y la desintegración por culpa de Hitler.

Abrió del todo los ojos durante los meses que pasó en Alemania, antes de tomar el mando del grupo B de ejércitos. Hacía mucho tiempo que sentía desprecio por la «escoria» nazi. Pero ahora, por vez primera, oficiales alemanes que habían sido testigos oculares de los hechos le hablaron de las atrocidades cometidas en Polonia y en Rusia por la Gestapo y las SS y de las que aún seguían cometiendo en los países ocupados de la Europa occidental. Por vez primera también, Rommel oyó hablar del trabajo forzado, de las exterminaciones masivas de judíos, de la batalla del Ghetto de Varsovia, de las cámaras de gas y otras cosas semejantes. En África del Norte era algo que caía de su peso que Alemania sólo podía hacer una guerra de caballeros…

Entraba en lo propio del carácter de Rommel que acudiera en seguida a hablar con Hitler de todas aquellas cosas. «¡Perderemos la guerra si toleramos todo eso!», le dijo al Führer. Le propuso el licenciamiento de la Gestapo y la dispersión de las SS entre las otras fuerzas armadas regulares. Al mismo tiempo, suplicó a Hitler que hiciera cesar el enrolamiento de los muchachos demasiado jóvenes. «Destruir así la juventud del país es una locura», se atrevió a añadir. La ingenuidad de Rommel pudo haber irritado a Hitler, y Himmler se hubiera divertido con ella si el Führer le hubiese comunicado las proposiciones de Rommel. Hitler, sin embargo, accedió a discutir con Rommel durante un buen rato, lo cual no deja de ser extraño. Aunque, al acabar la charla, el Führer no dejó en el ánimo de Rommel la menor duda acerca de su decisión de no cambiar nada de los métodos empleados hasta entonces. Rommel comprendió entonces que hasta los crímenes de su dueño y señor formaban parte de un plan.

Reflexionando sobre todo esto durante los primeros días del verano de 1944, Rommel alcanzó, por primera vez en su vida, un cierto grado de conciencia política. Coincidió en sus conclusiones con las de muchos otros generales alemanes: Hitler llevaba el país a la ruina; había que neutralizarlo. Mientras le secundasen el Partido, la SS, y también muchos oficiales o soldados de la Wehrmacht, no habría ningún medio de desembarazarse de él, a excepción de una guerra civil. Tal vez fuera suficiente alejar de él a sus consejeros y conservarlo como una mera figura simbólica sin ninguna autoridad real. ¿Pero cómo realizar aquella empresa? Antes de haber podido conducir sus reflexiones hasta el fin, Rommel recibió el mando del grupo B de ejércitos, marchando, primero a Italia del Norte y luego a Francia. Por el momento arrumbó el problema en un último plazo de su espíritu, consagrándose del todo, como era en él habitual, a la tarea particular que tenía por delante.

Durante este mismo período, otros personajes, cuyos planes estaban más maduros, habían puesto sus ojos en Rommel. El doctor Goerdeler, alcalde de Leipzig, y el coronel general Beck, antiguo jefe del Estado Mayor general, eran los hombres clave del complot contra Hitler. Según ellos, la conjuración no tendría ninguna posibilidad de triunfar si no se unía a ella alguna figura popular, un nuevo Hindenburg que se pusiera al frente de ella en el momento oportuno; habría de ser un hombre que gozara ya de la confianza pública y a quien nadie pudiera acusar de actuar movido por ambiciones e intereses personales, y había de ser, desde luego, un militar a quien el ejército en peso siguiera sin vacilación. A pesar de su gran capacidad y su elevado carácter, el general Beck no parecía el hombre apropiado: la mayoría de los alemanes casi no habían oído hablar de él, porque Hitler lo tenía arrumbado en la oscuridad desde 1938. Y del resto de los generales entonces en activo, ninguno alcanzaba el prestigio de Rommel a los ojos del público. Después del propio Hitler, Rommel era sin duda el hombre más popular en toda Alemania. Así, pues, nada se oponía políticamente a que fuera él el elegido. Era verdad que, con gran disgusto del propio Rommel, la propaganda oficial había hecho de él un perfecto nazi. Al mismo tiempo se sabía que era respetado por los ingleses, con quienes, llegado el momento crucial, habría de tratar y parlamentar. Exceptuando un pequeño círculo de gente, nadie sospechaba que se había opuesto a Hitler en más de una ocasión. La elección de Rommel parecía, pues, la más acertada.

Los conspiradores, afortunadamente, podían entrar en contacto con él por conducto del doctor Karl Strolin, Oberburgermeister o alcalde permanente de Stuttgart desde el año 1923 y muy conocido en el extranjero donde, antes de la guerra, había presidido la última Conferencia de la Federación Internacional de Arquitectura y Urbanismo. Enérgico y de gran capacidad, sumamente popular en su ciudad de Stuttgart, el doctor Strolin se había contado al principio entre los más ardientes partidarios de Hitler y del Partido. El cónsul general de los Estados Unidos en Stuttgart, que conoció a Strolin durante siete años (de 1934 a 1941), ha mostrado, con el tributo de homenaje que le rindió, que era posible, por lo menos en los comienzos del régimen, ser nazi sin por eso tener que ser un gángster. Ese cónsul norteamericano escribía en 1948:

Strolin es un hombre de elevados principios humanitarios.

Y prosigue su carta, que yo vi con mis propios ojos:

Me han confirmado esa opinión lo mismo alemanes que norteamericanos, y en particular los miembros de la comunidad israelita, que hablaban siempre de él con gran respeto y de la manera más elogiosa. Su noble carácter, sus esfuerzos incansables en favor de cuantos se hallaban en la aflicción, le granjearon el respeto tanto del pueblo alemán como de todos aquellos a cuyo bien se consagró con tanto altruismo.

El ataque contra Checoslovaquia hizo que el doctor Strolin se volviera contra Hitler; su amistad con el doctor Goerdeler hizo de él un conspirador. Aunque consiguiera, de modo bastante sorprendente, mantenerse como alcalde de Stuttgart hasta el fin de la guerra, desarrolló una acción antinazi nada menos que desde 1939. Uno de los veinticinco miembros de la Resistencia Francesa que fueron condenados a muerte en Alsacia ha contado cómo Strolin les salvó la vida a todos. Es un detalle a añadir al crédito que le granjeó su inteligencia y coraje.

Capitán de infantería en la Primera Guerra Mundial, dos veces herido, Strolin había pertenecido al Estado Mayor del 2.o cuerpo de ejército, al mismo tiempo que Rommel. Siendo ambos por temperamento combatientes de primera línea y sintiéndose desgraciados en el Estado Mayor, trabaron amistad. Y aunque Strolin fuese hombre de más amplias perspectivas que Rommel, siguieron siendo amigos en el período de entreguerras; no hacía mucho que Strolin había ayudado a Rommel a trasladar a su familia desde Wiener Neustadt a su nueva residencia de Wurtemberg.

Strolin comenzó su misión a través de la señora Rommel. En agosto de 1943 tuvo el valor de firmar un documento en que Goerdeler y él habían fijado las grandes líneas de una insólita reivindicación: se pedía en el mismo que cesaran las persecuciones contra los judíos y las Iglesias cristianas, la restauración de los derechos cívicos, y que se retirara de manos del Partido la administración de la justicia. Esta herética petición fue enviada al secretario del Ministerio del Interior. Inmediatamente Strolin recibió aviso de que sería juzgado bajo la acusación de «crímenes contra la patria», en caso de que no abandonara la actitud que reflejaba su escrito. «Tuve por lo menos la satisfacción —ha dicho Strolin— de enterarme de que no podía esperarse nada por las vías legales».

Strolin entregó una copia del citado documento a la señora Rommel. Hacia últimos de noviembre, a menos que no fuera con motivo de un corto permiso de Navidad (la señora Rommel no recuerda cuándo fue examinado), ella, a su vez, hizo conocer el escrito a su esposo. El documento causó en Rommel una viva impresión; sus ideas seguían ya entonces una parecida dirección. En diciembre, Strolin se las arregló para hacer una nueva visita a la señora Rommel en Herrlingen, sabiendo de antemano que también el general Gausi, jefe del Estado Mayor de Rommel, estaría en la casa. Su intención era simplemente pedirle a Gausi que le concertara una entrevista con Rommel, pero pudo darse cuenta de que Gausi, que se había tenido que enfrentar con algunos de los fiauleiters de Hitler, estaba también contra éste…

La entrevista decisiva tuvo lugar en la casa de Rommel, en Herrlingen, a últimos de febrero de 1944. Strolin tuvo que acudir a ella secretamente. El ex comisario de Policía de Stuttgart, aquel mismo Hanh que Rommel conociera en 1939, había advertido a Strolin que su nombre figuraba en la lista de sospechosos que había que liquidar en el caso de que se desarrollara en Alemania un movimiento de resistencia al nazismo. Strolin no ignoraba tampoco que su teléfono estaba conectado a una mesa de escucha oficial y que todas sus conversaciones eran anotadas.

La conversación duró entre cinco y seis horas y Strolin conserva de ella un vivo recuerdo. «Comencé —narra Strolin— discutiendo sobre la situación política y militar de Alemania. Nos pusimos inmediatamente de acuerdo. A renglón seguido dije a Rommel: “Si ve usted la situación como nosotros, lógicamente debe usted llegar a las mismas conclusiones”. Le expliqué entonces que algunos oficiales superiores del ejército del Este tenían el propósito de hacer prisionero a Hitler, obligándole a anunciar por radio su abdicación. Rommel aprobó la idea. Pero ni en aquel momento ni tampoco más adelante supo nada acerca del plan para asesinar a Hitler» (el general Speidel, por el contrario, sostiene que Rommel estaba al corriente de ese plan, pero que lo desaprobaba).

Pero sigamos con el relato de Strolin, que prosigue en estos términos:

»Dije en seguida a Rommel que de todos los generales alemanes él era el más grande, el más popular y el más respetado en el extranjero. «Sólo usted —le dije— puede impedir una guerra civil en Alemania. Debe usted dar su nombre al movimiento». Yo no le dije que se trataba de hacer de él el Presidente del Reich: esta idea, de hecho, no me fue sugerida sino después de una ulterior conversación con Goerdeler. No creo que Rommel oyera hablar de esto durante los últimos días de su vida.

»Rommel vacilaba. Le pregunté entonces si las armas secretas no nos procurarían tal vez una última oportunidad de ganar la guerra. Me contestó que no sabía nada sobre aquellas armas, fuera de lo que había leído en los informes propagandísticos, pero que a su entender no teníamos ya ninguna posibilidad de vencer. Militarmente hablando, la guerra estaba perdida. Le pregunté si consideraba que Hitler se daba perfecta cuenta de lo deplorable de la situación. «Lo dudo. En todo caso, vive de ilusiones». Nueva pregunta mía a Rommel: ¿No podría él pedirle una audiencia al Führer para intentar abrirle los ojos? «He procurado hacerlo ya varias veces —me dijo Rommel— sin ningún éxito. No me importaría intentarlo de nuevo, pero en el Cuartel General desconfían de mí y estoy seguro de que no me dejarán a solas con el Führer. Ese condenado Bormann está siempre presente».

»Decidimos finalmente que Rommel procuraría de nuevo, en el momento oportuno, hablar con Hitler y hacerle entrar en razón. De fracasar en su nueva tentativa, le expondría por escrito toda la situación, explicándole al Führer la imposibilidad de ganar la guerra y pidiéndole que aceptara las consecuencias políticas de esa realidad. En última instancia, Rommel pasaría a la acción directa. El mariscal reflexionó largamente después de todo esto, y dijo, por fin: “Creo es mi deber aportar mi ayuda a Alemania”. Ahora ya podía sentirme seguro de él. Rommel no era un gran intelectual y no entendía más de política que de arte; pero era un hombre de honor y nunca faltaría a su palabra. Además, a diferencia de muchos generales, tenía el coraje necesario para actuar».

En abril, Strolin descubrió un nuevo aliado en la persona del general Speidel, cuando éste fue nombrado jefe del Estado Mayor de Rommel. Speidel formaba ya parte de la conspiración y desde aquel momento Strolin estuvo casi constantemente en contacto con él y, a través de él, con Rommel, siempre por correspondencia. Speidel discutió del tema con su antiguo jefe, el general Heinrich von Stulpnagel, gobernador militar de Francia, y con el general von Falkenhausen, gobernador militar de Bélgica. Rommel tomó parte en algunas de aquellas discusiones y, desde luego, fue informado de todas ellas. Stulpnagel ocupaba el centro mismo de la conspiración. Él y Speidel habían elaborado las bases de una petición de armisticio que esperaban les sirviera para negociar con los generales Eisenhower y Montgomery. En el caso de que, llegado el momento, Hitler aún no hubiera sido derribado, las negociaciones tendrían lugar sin que él lo supiera. Este armisticio debería prever la evacuación de los territorios ocupados en el Oeste, mientras que en el Este se mantendría un frente acortado.

En verdad, los Aliados no hubieran podido acceder a dichas condiciones. Se habían comprometido a no firmar una paz separada, en la que no participara Rusia. Por lo demás, arrastraban la obsesión de la rendición incondicional. Esta decisión, tomada en Casablanca, «reunió a latigazos bajo la cruz gamada a todos los alemanes», reforzó el poder de Hitler, prolongó la guerra y costó la vida a millares de ingleses y norteamericanos. Speidel y Stulpnagel imaginaban, sin embargo, que Churchill y el presidente Roosevelt acogerían con agrado la oportunidad que se les ofrecía de mantener al ejército Rojo apartado de Europa occidental siempre que ello no les obligara a negociar con Hitler o los nazis.

El 27 de mayo se celebró otra importante reunión en casa del general Speidel, en Freudenstadt. La provocó Rommel y asistieron a la misma Speidel, que ostentaba la representación del propio Rommel, Strolin y von Neurath, antiguo ministro de Asuntos Exteriores del Reich y más tarde gauleiter de Checoslovaquia. Antes de acabar ante el tribunal de Nuremberg, que le condenó a quince años de cárcel, lo cual le haría sin duda pensar en las ironías de la vida, recordando que bajo Hitler se había expuesto a una condena mucho más severa. Me estremecí cuando el general Speidel me dijo, como sin darle importancia: «Tomamos asiento alrededor de esta misma mesa; von Neurath ocupaba la silla en la cual se sienta usted ahora».

Apasionado por los informes como todos los alemanes, Strolin había establecido un memorándum particular del encuentro. Estaba destinado a Rommel y daba cuenta detallada de la situación en todos sus aspectos. Pregunté a Strolin si con ello quería decir que toda la conversación fue anotada por escrito. «Naturalmente —me contestó— aquel memorándum fue recopiado en mi oficina por uno de mis empleados hasta tener varios ejemplares. El empleado estaba muerto de miedo y se apresuró a quemar los copiadores tan pronto acabó su trabajo. Me pareció que tampoco el general Speidel tenía muchas ganas de que le encontraran con una de aquellas copias encima. De todos modos se llevó una y yo otra a Stuttgart». De seguro que aquello les daría la impresión de llevar consigo una granada con el pasador quitado.

Ni el propio Rommel cuidaba tanto de su seguridad como a él le gustaba dar a entender. En las dependencias de oficiales hablaba siempre con gran franqueza sobre la guerra y sobre el Führer. Esto, en el fondo, no tenía mucha importancia, porque podía fiarse de los hombres que componían su Estado Mayor. Uno de ellos, espíritu más meticuloso que crítico, llevaba un Diario de guerra, escrito en primera persona, como si lo escribiese personalmente Rommel: era su deber, a juicio de X…, consignar, no solamente los acontecimientos de cada día, sino también las obiter dicta del mariscal. El tal X… era hombre muy escrupuloso y Rommel se divirtió mucho cierto día leyendo en uno de los párrafos del Diario:

7 de la mañana: desayuno (tortilla); 7 h. 30 m.: comienza la batalla de Caen…

Le gustó mucho también leer:

Doy un paseo con X… y con el mariscal von Kluge.

Y también:

He discutido con X… acerca de la situación militar: está de acuerdo conmigo.

Se divirtió mucho menos, sin embargo, cuando tropezó con este texto:

Las órdenes de Hitler no son sino pura tontería; ese hombre debe estar loco.

Y con este otro:

Cada día nos cuesta inútilmente muchas vidas humanas; urge hacer la paz…

Rommel dijo entonces al meticuloso X…

¡Pero por Dios! ¿Es que quiere usted mandarme al patíbulo?

Luego dio orden a Aldinger de que preparara una versión revisada y corregida de aquel Diario. Tiempo después, el propio Aldinger y el hijo de Rommel, Manfred, quemaron el original del Diario, que Aldinger se había empeñado en conservar. Hay que decir que esta manía típicamente alemana de convertirlo todo en carpetas y de conservar hasta los documentos más comprometedores, ha causado la pérdida de no pocos conspiradores.

En la reunión del 27 de mayo, el general Speidel trazó una panorámica de la situación militar. Cuando hubo terminado, von Neurath declaró: «Mientras Hitler esté en el lugar que ocupa, no podremos conseguir la paz; debería usted decirle a Rommel que se prepare a asumir sus responsabilidades». El resto de los conjurados compartían aquel mismo sentimiento, y ése fue el mensaje que el general Speidel llevó al Cuartel General de La Roche-Guyon.

Mientras tanto, la voluntad de acción de Rommel había cobrado nuevo vigor alimentándose de una savia poco corriente: el plan clandestino de Jünger. Ernst Jünger, el conocido autor de Tempestad de acero, el soldado de primera línea que, incluso después de 1914-18, había creído que la guerra era el más noble oficio del hombre, fue luego uno de los primeros en escribir, bajo forma alegórica, una novela contra los nazis, Los acantilados de mármol, libro que fue censurado. Pues bien: Jünger había preparado ahora, en secreto, un esquema de tratado de paz, basado en la idea de una Europa unificada sobre los fundamentos del cristianismo: abolición de las fronteras y retorno de las masas a la fe cristiana. A su entender, era la única manera de alejar el peligro del bolchevismo. Rommel encontró ese proyecto apasionante y convincente, confiando en verlo publicado a su debido tiempo, sintiéndose llamado a crear ese momento oportuno.

A partir de febrero, se halló Rommel sin duda en una de las situaciones más extraordinarias en que pueda hallarse un general. Por un lado, había sido elegido por Hitler para defender el «muro del Atlántico» con el objetivo de frenar la invasión en las playas. Con tal motivo, la prensa alemana le favorecía de nuevo con una oleada de publicidad, y los aliados, de una parte, y el ejército alemán, de otra, tenían fijos los ojos en él. Por otro lado, estaba persuadido de que era imposible detener la invasión y se disponía, a menos que lograra convencer a Hitler, a proponer un armisticio a los generales Eisenhower y Montgomery en cuando la mencionada invasión se viera coronada por el éxito.

Rommel habló frecuentemente con Aldinger de aquel dilema. «Es una estupidez continuar la guerra —decía Rommel—. Cada día que pasa nos cuesta una ciudad… ¿y para qué?, ¿qué obtenemos con ello? Tan sólo hacer más fácil la propagación del comunismo en Europa y la reunión de todas las potencias occidentales. Si tuviéramos la bomba atómica, creo que nuestro deber sería proseguir la guerra, ya que la bomba inclinaría la balanza a nuestro favor y el primero que la posea no vacilará en usarla. Pero estoy personalmente convencido de que nosotros no la poseemos y que, consiguientemente, debemos hacer la paz». Al mismo tiempo, Rommel reconocía que era inútil soñar con hacer la paz prescindiendo de Hitler mientras no se produjese la invasión, e incluso más, hasta que la invasión no hubiese triunfado evidentemente. «En África, yo era dueño y señor de mis actos, la tropa no contaba con más órdenes que las mías; aquí, en cambio, soy únicamente un diputado de Hitler». Sometidos diariamente a una propaganda intensiva, convencidos sin saberlo de la existencia de las misteriosas armas secretas, los soldados rasos considerarían como traidor a quienquiera que les hablase de rendirse, y, de consuno con la mayoría de los oficiales subalternos, se negarían a seguirle. Así, pues, no quedaba otro camino que procurar hacer frente a la invasión y prepararse al mismo tiempo para hacer a su debido tiempo, proposiciones de paz a los Aliados.

Dando pruebas de un extraordinario sentido del equilibrio mental, Rommel hizo la hazaña de montarse en aquellos dos caballos al mismo tiempo. Como soldado, hacía cuanto podía y más para elevar el ánimo del adormilado ejército del Oeste y para insuflar a la tropa la decisión enérgica de hacer frente a una invasión. Trabajó día y noche en el mejoramiento de las defensas del «muro del Atlántico», descuidadas durante mucho tiempo. En sus órdenes del día declaró una y otra vez que aquel «muro» era —o lo sería muy pronto— inexpugnable. Y hasta los mismos jefes aliados llegaron a formarse una idea exagerada de su potencialidad defensiva. Cuando el desembarco se produjo con éxito, Rommel se batió desesperadamente para lanzar al mar a los invasores. No hubiera podido hacer más de lo que hizo si hubiera estado obnubilado por un único problema y si hubiera creído sinceramente —al menos, implícitamente— en sus propias profecías. De igual modo, ningún general hubiera podido arriesgar su vida con más generosidad que como lo hizo Rommel. El motivo es que, profesionalmente, Rommel conservaba aún su fe en el Führer a la vez que en el ejército. No hubo ni el menor rastro de indecisión en sus actos de jefe. Siempre detestó el sacrificio innecesario de tropas, y, sin embargo, no dejó de mandarlas una y otra vez al combate, en violentos contraataques. Con los sentimientos de dolor que cualquiera puede imaginar. «¡Nunca hasta ahora había enviado yo hombres a una muerte segura!», dijo con tristeza a Ruge. Se le ha podido criticar a Rommel su táctica y su estrategia, pero nadie de nuestro bando insinuó jamás que fuera un boxeador fullero.

Al mismo tiempo, esa entrega a la lucha no le impedía ajustarse rigurosamente a las condiciones que él mismo había formulado en su reunión de febrero con el doctor Strolin. Su informe del 12 de junio sobre la situación militar era un leal aviso a Hitler, advirtiéndole que las cosas se desarrollaban «con extraordinarias dificultades» y que la superioridad aliada, particularmente en lo concerniente a la aviación, no permitía acariciar demasiadas esperanzas de impedir una ruptura del frente. El 17 de junio obtuvo en Soissons una entrevista personal con Hitler, que ambos hombres consideraban necesaria. Planteó a Hitler en el curso de la misma la alternativa de pedir la paz o establecer una línea defensiva por detrás del Orne. El 15 de julio, en fin, envió su último mensaje al Führer. Fue herido antes de que pudiera recibir la contestación de Hitler y de poder dar el paso decisivo que debía acercarle a los jefes aliados. Fue el único punto del programa establecido de común acuerdo con sus amigos que Rommel no pudo ejecutar. Dado el giro que tomaron los acontecimientos, tal vez hubiera sido preferible que Rommel muriera a causa de sus heridas. En su caso, más de uno hubiera muerto. Pero una vez más Rommel dio pruebas de su capacidad de recuperación y de su extraordinaria vitalidad. El barón von Esebeck (que, por cierto, se libró de una buena por milagro, ya que habitualmente acompañaba a Rommel en sus viajes, pero el 17 de junio se quedó en el Cuartel General para escribir un artículo) vio a Rommel en el hospital del Vesinet, el 23 de julio. Tomó asiento al lado de su cama. «Me siento feliz de que sea usted —le dijo Rommel—, temía que se tratara del doctor. Me tiene prohibido sentarme en la cama…». Y prosiguió: «Estoy seguro de que está convencido de que me voy a morir, pero yo no tengo la menor intención de hacerlo. Haga, pues, el favor de sacarme una foto, sentado». Y dicho esto, se enderezó, se puso su guerrera de uniforme sobre el pijama y presentó al objetivo de von Esebeck su perfil derecho, que no había recibido ninguna herida. «Así podrán convencerse los ingleses de que no han logrado matarme», añadió. Luego continuó charlando casi normalmente con von Esebeck, repitiéndole lo que ya le había dicho el 12 de junio, tras redactar su informe para Hitler: la guerra estaba perdida. Y explica von Esebeck: «Le llenaba de amargura, en particular, el desfallecimiento total de la Luftwaffe. No pronunció una sola palabra acerca del proyectado atentado contra Hitler».

También Ruge y Speidel pudieron visitar a Rommel algunos días después de haber sido herido. Notaron que había logrado afeitarse él solo. Un pobre médico, que era sin embargo mayor general, fue regañado ásperamente por Rommel, porque había dicho a éste que se mantuviera tranquilo. «No necesito que me diga usted lo que puedo o lo que no puedo hacer —exclamó Rommel—. Sé perfectamente cuándo debo hacer cada cosa». En adelante, Ruge le visitó a diario, o casi, para leerle algo. «Le leía El túnel, de Kellerman —me ha contado Ruge—, que es una obra que trata de la construcción de un túnel que unía Europa con los Estados Unidos. Ese era su tipo de lecturas preferido. Hablábamos también con frecuencia de la posguerra. Las enormes diferencias de nivel entre el flujo y el reflujo del mar en las costas de Bretaña habían impresionado mucho a Rommel; más de una vez me dijo cuánto se hubiera interesado por un proyecto de utilización de la fuerza motriz de las mareas. En todo caso, quería dedicarse, cuando la guerra acabara, a cuestiones técnicas y prácticas».

Rommel hablaba con franqueza al almirante Ruge sobre el proyecto de asesinato de Hitler. «Es una mala manera de resolver las cosas. Ese hombre es la encarnación del demonio, ¿por qué convertirlo en héroe y mártir? Mejor sería hacer que el ejército lo detuviera y lo juzgara. No destruiremos la leyenda de Hitler hasta que el pueblo alemán conozca la verdad».

Y prosigue Ruge: «Yo temía por la vida de Rommel y nunca perdí la esperanza de poder hacer que cayera en manos de los ingleses. Pero, a pesar de que éramos muy buenos amigos, jamás me atreví a sugerirle aquel camino. El caso era que pronto debería regresar a su casa».

El 8 de agosto, prescindiendo de los reproches del profesor Esch, jefe médico en el Vesinet, y del doctor Schennig, del grupo B de ejércitos, Rommel insistió en que se le trasladara a su casa de Herrlingen. «Estaba resuelto —cuenta la señora Rommel— a no caer en manos del enemigo hallándose gravemente herido». Le acompañaron en el viaje los dos médicos citados, quienes lo confiaron a los cuidados de los profesores Albrecht y Stock, de la Universidad de Tubinga. El profesor Albrecht, que era un especialista de la cirugía del cerebro, afirmó, después de reconocer a Rommel: «Tendré que revisar todos mis cursos magistrales. Nadie hubiera podido sobrevivir a heridas como éstas». Añadió que «por su propio interés» hubiera preferido atender a Rommel en su clínica de Tubinga.

Contrariamente a lo esperado, las heridas cicatrizaron rápidamente. Rommel recuperaba visiblemente sus energías de día en día. En el ínterin, la señora Rommel mostró su extrañeza de que nadie, entre los altos dignatarios del Reich y del Alto Mando, se tomara la molestia de telefonear pidiendo noticias sobre el estado de su marido. Ella no sospechaba que la mano de Hitler estaba a punto de volver a apretarse en torno a su esposo. De cualquier manera hubiera sido un sospechoso, a causa de los puntos de vista «derrotistas» que se había atrevido a expresar. Pero es que, además, había una pista que conducía directamente a él.

Cuando al atardecer del 20 de julio se supo que el atentado contra el Führer había fracasado y que Hitler, sobreviviendo al mismo, estaba dando órdenes, el general Heinrich von Stulpnagel fue llamado por el mariscal von Kluge a La Roche-Guyon. Von Kluge estaba al corriente del complot, pero no había tomado parte activa en él. Caso de que hubiese tenido éxito, se hubiera puesto abiertamente al lado de los conspiradores, y hasta se hubiera encargado de hacer los primeros gestos de acercamiento a los Aliados con vistas a una petición de armisticio. Tal como estaban las cosas, su opinión era que no podía intentar nada. Eso fue lo que le dijo a von Stulpnagel, para enterarse a renglón seguido, por boca de éste, de algo que le dejó estupefacto: antes de abandonar París, von Stulpnagel había ordenado la detención de los miembros de la Gestapo y de la SD, que era la policía de seguridad de las SS. Además, von Stulpnagel esperaba que von Kluge proseguiría el cumplimiento del plan. Éste contestó que no tenía intención de hacer nada de aquello. Tras una discusión de gran tirantez, von Kluge dijo a von Stulpnagel que volviera a París y que pusiera inmediatamente en libertad a los SD.

El jefe de las SS, general Oberg, estaba dispuesto a quitarle importancia a las cosas y a sostener que las órdenes de detención de von Stulpnagel eran, como máximo, un mero ejercicio. Al día siguiente, sin embargo, llegó un aviso para que el general von Stulpnagel acudiera a informar al Gran Cuartel General de Berlín. El general emprendió viaje en automóvil. En qué momento concreto de su larga excursión decidió suicidarse, es algo que jamás se sabrá. Probablemente tomó la decisión antes de llegar a Verdún, ciudad en cuyos alrededores participó en sangrientos combates durante la Primera Guerra Mundial. Lo cierto es que aquél fue el lugar que eligió para suicidarse. Ordenó a su chófer que llevara el automóvil hasta las orillas del Mosa y que le dejara a solas. Von Stulpnagel bajó lentamente del coche, tomó su revólver y se disparó un tiro en la cabeza. No se mató; únicamente quedó ciego. El chófer acudió al oír el disparo, y encontró a su señor aún vivo. Lo sacó del agua y lo condujo, inconsciente, al hospital de Verdún. Le hicieron urgentemente una operación, consiguiendo salvar uno de sus ojos. Cuando iba recobrando el conocimiento, repitió varias veces: «Rommel». Según el coronel Wolfgang Muller, fue el cirujano quien se puso en contacto con la Gestapo de París. Según el general Speidel, en cambio, las SS y la Gestapo vigilaban ya junto a su lecho de hospital. De una u otra forma, el hecho es que la Gestapo fue avisada. Y von Stulpnagel acabó su viaje a Berlín en compañía de la Gestapo. En Berlín fue torturado. Nadie sabe si dijo entonces algo de compromiso; pero bastante había dicho ya en su delirio de enfermo. Luego de ser torturado, fue juzgado, condenado y ahorcado. Speidel lo describe como un hombre valiente y honrado, «un caballero sin miedo y sin tacha». ¡Lástima que no tuviera más acierto con su pistola![15]. Cuando el 18 de agosto el mariscal von Kluge, también como Stulpnagel llamado a Berlín, decidió tomar el mismo camino, recurrió al veneno, y no falló el golpe.

En Herrlingen, las semanas transcurrían apaciblemente, sin otros acontecimientos que las periódicas visitas del profesor Albrecht, que se mostraba encantado con los progresos de su paciente. Muy pronto Rommel pudo levantarse y sentarse un poco al sol, en su jardín, y luego dar algunos paseos. De todos modos, durante los primero días de su convalecencia se produjo un incidente bastante pintoresco. Hacia mediados de agosto, a poco de haber regresado Rommel a su hogar, un hombre intentó introducirse en la casa a través del paso subterráneo que conducía al refugio antiaéreo. No se prestó demasiada atención al asunto. Durante aquel verano de 1944 eran tantos y tantos los desertores, los evadidos de los campos, los trabajadores extranjeros que en Alemania habían tomado las de Villadiego…

El 6 de septiembre Rommel recibió otra visita inesperada. El general Speidel acudió a verle para comunicarle que el día antes se había visto destituido de sus funciones de jefe del Estado Mayor del grupo B de ejércitos; al día siguiente tenía que presentarse ante el general Guderian, que era entonces jefe de Estado Mayor en el Gran Cuartel General. «Speidel nos dijo —me contó la viuda de Rommel— que Keitel y Jodl habían hablado de mi marido como de un derrotista y le puso en guardia contra ellos. A causa del estado de salud de mi marido, Speidel no quiso decirle nada más sobre el particular. Rommel pensó que Keitel y Jodl buscaban un chivo emisario, alguien a quien echar las culpas de la situación militar en el Oeste. Esa era la razón de que la prensa y la radio alemanes hubieran hablado de su “accidente” y no de un ataque enemigo, y de que difundieran la noticia tan tardíamente, cuando, en cambio, los periódicos extranjeros la habían publicado algunos días antes».

El general Speidel no tuvo ni siquiera la oportunidad de trasladarse por sí mismo a Berlín. Quizá había el temor, no conociéndole a fondo, de que, como el mariscal von Kluge, los generales Beck, von Stulpnagel y otros, eligiese el camino más fácil para acabar de una vez. Como decimos, eso era no conocer el carácter de Speidel. El caso es que a las 6 de la mañana llamaron brutalmente a la puerta de su casa de Freudenstadt. Era un oficial de las SS acompañado de un policía armado. Traían orden de que el general Speidel les siguiera en el acto. El oficial tenía tanta prisa que no se detuvo ni a registrar la casa, y gracias a ello la señora Speidel pudo guardar una fotografía del fallecido general Beck que tenía colgada (sigue aún hoy allí), en lugar de honor, sobre una de las paredes del salón, y tuvo tiempo también de guardar algunos documentos… Su esposo fue llevado en coche hasta Stuttgart y de allí, por tren, estrechamente vigilado, hasta Berlín, donde fue encarcelado en la prisión de la Gestapo situada en la Prinz Albrechtstrasse. Algo más tarde, ya de madrugada, su adjunto personal telefoneó a Herrlingen para informar a Rommel de la detención de Speidel. Oficialmente nunca le fue anunciada, pese a que seguía siendo, por lo menos nominalmente, el jefe del grupo B de ejércitos, y debía normalmente comunicársele. Rommel envió una carta personal de protesta a Hitler por conducto de Sepp Dietrich, quien debía hacerla llegar al Führer. No pudo saberse si se hizo así, pero, desde luego, Hitler no contestó.

Por la tarde de aquel mismo día unos amigos de Herrlingen avisaron por teléfono a la señora Rommel de que dos hombres de aspecto sospechoso rondaban por los alrededores de su casa, intentando manifiestamente introducirse en la propiedad. Se alejaron cuando quisieron tomar contacto con ellos. Hacia las tres y media de la tarde, Aldinger pudo comprobar que los dos hombres, uno de los cuales llevaba gafas ahumadas, se habían apostado en el bosque, sobre un montículo que estaba detrás de la casa, y se enteró también de que los dos llevaban pasaportes recientes, que los presentaban como ingenieros de Regensburg. Pretendían que estaban empleados en trabajos de guerra y que habían sido evacuados de la zona de Herrlingen. El propietario de una posada local explicó al suboficial Gottcher, que era el secretario de Rommel desde hacía varios años, que los dos desconocidos poseían sus propios automóviles, que habían aparcado cerca de su establecimiento.

Por la noche, al enterarse de la detención de Speidel, Strolin decidió correr el riesgo de viajar de Stuttgart a Herrlingen y se encontró con que la casa de Rommel estaba vigilada. Este último, inquieto e incluso alarmado hasta cierto punto, le indicó que hablara en voz baja. «¿Sabemos acaso si no han instalado un micrófono secreto en el interior de la casa?», murmuró. Sobre su escritorio había una pistola, y Strolin le preguntó para qué creía que podía servirle, a lo cual contestó Rommel: «No temo a los ingleses ni a los norteamericanos, pero sí a los rusos… y a los alemanes». Enseñó a Strolin una copia del mensaje que había enviado a Hitler, y luego los dos amigos discutieron juntos los medios más eficaces para ayudar a Speidel. Rommel dijo que él ya había telefoneado al Alto Mando, pero sin haber obtenido satisfacción. No querían decirle ni el porqué de la detención de su jefe de Estado Mayor. Fue aquella la última vez que Strolin vio vivo a Rommel. La esposa de éste le telefoneó pocos días después, para pedirle que no volviera más a su casa. La esposa de Rommel comenzaba ya a temer la acción de la Gestapo.

Algunos días después se presentó en casa de Rommel otro visitante. Era un tal Maier, jefe local del Partido en Ulm. Se mostró ostensiblemente en plan de amigo y preguntó a Rommel, mientras tomaba el té con él, si podía fiarse de sus criados. Luego le dijo en tono confidencial que el jefe de las SS de Ulm le había contado que Rommel no creía ya en la posibilidad de una victoria alemana y que se había acostumbrado a hablar mal de Hitler y del Alto Mando. «¡Una victoria alemana! —exclamó Rommel—. ¡Haga usted el favor de mirar el mapa! Por aquí están los ingleses, por allí los norteamericanos, allá abajo los rusos… ¿de qué puede servir hablar todavía de victoria?». Cuando Maier se aventuró a pronunciar el nombre de Hitler, Rommel comentó: «¡Ese maldito idiota!». Maier le suplicó que fuera más prudente, advirtiéndole: «Mariscal, no debería usted decir esas cosas, porque muy pronto tendrá usted la Gestapo pisándole los talones, si no es que ya le sigue a usted ahora».

El propio Manfred, hijo de Rommel, encontró que su padre habló aquel día a Maier con excesiva franqueza, tratándose de un desconocido.

Un periodista italiano ha contado hace poco que Maier, en cuanto regresó a su casa, escribió un informe de treinta páginas sobre su conversación con Rommel, que al otro día llegó a Berlín, entregándolo personalmente a Bormann. Los Rommel, sin embargo, se muestran escépticos sobre el particular. De regreso de Heidenheim, Maier pasó unos meses en compañía de Manfred Rommel en un campo francés de prisioneros de guerra, en Lindau, y aseguró al joven que jamás sospechó que su padre hubiera sido asesinado. Maier murió poco después en un campo de concentración norteamericano, sin haber podido ser interrogado. De todos modos, la historia podría ser auténtica; la utilización de los «lobos con piel de oveja» era un viejo truco nazi.

Transcurrió otro mes antes de que el adversario hiciera un nuevo movimiento. Rommel podía ya ir en coche a Tubinga para recibir los cuidados médicos. Tenía señalada una de aquellas visitas médicas para el día 10 de octubre. Pero el día 7 el mariscal Keitel le telefoneó para comunicarle que el 10 debería encontrarse en Berlín para una importante entrevista. A tal fin, sería puesto a su disposición un tren especial, la noche del día 9. Rommel, a su vez, telefoneó a Tubinga, al doctor Albrecht, anunciándole que debía suspender temporalmente su tratamiento porque había sido llamado a Berlín. Albrecht y Stock le conjuraron severamente a que no emprendiera un viaje tan largo. Rommel dijo entonces a Aldinger que telefoneara personalmente a Keitel.

Fue el general Burgdorf, «Jefe de Personal del Ejército», el que se puso al aparato. «Mi marido —cuenta la viuda de Rommel— tomó el teléfono; yo me hallaba en la misma habitación, acompañada de Aldinger. Mi marido rogó a Burgdorf que le dijera a Keitel que sus médicos le prohibían viajar a causa de su estado de salud. A renglón seguido le preguntó para qué se le convocaba y si no podía un oficial desplazarse a Herrlingen para estudiar con él el asunto de que se tratara. El general Burgdorf contestó que había sido Hitler el que había manifestado a Keitel la necesidad de ver a Rommel, para tratar con él de su futuro empleo». En todo caso, no estaría en condiciones de ocupar un puesto hasta dentro de algunos meses. Aldinger tuvo la impresión de que Rommel se sentía molesto e incómodo, pero dice que no hizo ninguna confidencia sobre la conversación con Burgdorf. Tampoco dijo nada a su esposa, aun sabiendo que ésta vivía dominada por el temor desde que Speidel fue detenido. Al día siguiente, Manfred se reincorporó a la batería antiaérea en la que servía.

El 13 de octubre, el Cuartel General del Distrito 5 hizo una llamada telefónica desde Stuttgart a Herrlingen. Como Rommel y Aldinger no estaban en casa, se hizo cargo de la comunicación un ordenanza, a quien se encargó que dijera al mariscal que el general Burgdorf llegaría a Herrlingen el día siguiente por la mañana, acompañado del general Maisel. Éste pertenecía también al Servicio de Personal, y desde el 20 de julio estaba encargado de estudiar los expedientes de los oficiales sospechosos de complicidad en el atentado contra Hitler. Cuando el ordenanza le transmitió el mensaje, Rommel casi no dijo nada. Hizo observar a Aldinger que los dos generales vendrían sin duda a discutir con él acerca de la invasión, o bien el asunto de sus futuras funciones. Contrariamente a lo acostumbrado en él, permaneció en silencio el resto de la jornada.

El día siguiente por la mañana, Manfred llegó con permiso en el tren de las seis, y encontró a su padre ya levantado. Desayunaron juntos y luego fueron a dar un paseo, que Rommel aprovechó para hablar a su hijo de la visita que esperaba. «¿Vienen a proponerle a usted un nuevo puesto?», preguntó Manfred. «Eso es lo que han dicho», respondió Rommel. Manfred notó que su padre tenía un aire inquieto. Pero pronto se dominó y comenzó a hablar con su hijo del futuro de éste. Rommel deseaba que fuera médico y no militar. A las once de la mañana regresaron a casa.

Exactamente a las doce se presentó el general Burgdorf, acompañado del general Maisel y de un tal comandante Ehrenberger, que era otro Ordonnanzoffizier. Llegaron en un pequeño automóvil de color verde, que conducía un hombre que llevaba el uniforme negro de las SS. Los dos generales estrecharon la mano de Rommel, quien les presentó a la señora Rommel, a Manfred y al capitán Aldinger. Al cabo de un momento, el general Burgdorf expresó el deseo de hablar a solas con el mariscal. La esposa de Rommel subió a sus habitaciones y este último se fue con Burgdorf a una habitación de la planta baja, seguidos de Maisel. En el momento de irse, Rommel se volvió hacia Aldinger y le dijo que reuniera «los papeles». Había, en efecto, pedido a Aldinger que preparara una carpeta con sus órdenes del día y sus informes sobre la situación correspondientes a la batalla de Normandía, porque esperaba ser interrogado acerca del desembarco. Como de costumbre, Aldinger tenía ya la carpeta a punto y permaneció charlando con el comandante Ehrenberger delante de la puerta principal de casa, mientras Manfred se iba a su cuarto, a colorear unos mapas para su padre.

Una hora después aparecía Maisel, seguido, un par de minutos después, por Burgdorf. Rommel no estaba con ellos. Había subido directamente a la habitación de su mujer.

La viuda de Rommel cuenta lo que sucedió entonces:

Cuando entró en la habitación vi en él una expresión tan rara y terrible, que le dije: «¿Qué ha ocurrido? ¿Te sientes enfermo?». Me miró durante un buen rato, antes de exclamar: «Vengo a decirte adiós. Dentro de un cuarto de hora, estaré muerto… Sospechan que tomé parte en el intento de asesinato de Hitler. Al parecer, mi nombre estaba en una lista hecha por Goerdeler, en la que se me consideraba futuro Presidente del Reich… Jamás he visto a Goerdeler… Ellos dicen que von Stulpnagel, el general Speidel y el coronel von Hofacker me han denunciado… Es el mismo método que emplean siempre… Les he contestado que no creía lo que me decían, que tenía que ser mentira… El Führer me da a elegir entre el veneno o ser juzgado por el Tribunal del Pueblo. Han traído el veneno. Dicen que hará sus efectos en menos de tres segundos». La señora Rommel pidió a su esposo que optara por presentarse ante el Tribunal: él no había sido nunca partidario del asesinato de Hitler, jamás lo hubiera admitido… Pero Rommel dijo: «No, desde luego, no temería ser juzgado públicamente, porque estoy en condiciones de defender todos mis actos. Pero es inútil; estoy seguro de que si eligiera ese camino, tampoco llegaría con vida a Berlín».

Mientras Rommel se despedía de su mujer, entró Manfred muy alegre en la habitación, para comunicar a su padre que los generales estaban esperándole. Entonces Rommel se despidió también de su hijo. Luego se apartó, dirigiéndose a la habitación vecina, inmediatamente seguido de Manfred. Rommel llamó a su ordenanza y le mandó que buscara a Aldinger. Cuando acudió éste, le explicó lo que le habían pedido que hiciera. Ahora ya Rommel mostraba una calma absoluta, pero Aldinger oía los sollozos de la señora Rommel en la habitación vecina. Aldinger no estaba de ningún modo dispuesto a aceptar el curso de los acontecimientos. «Exhorté a Rommel —ha contado— a que por lo menos hiciera lo posible por huir. Quizá los dos pudiéramos abrirnos paso, juntos, con nuestras armas. En otros tiempos nos habíamos hallado ya en situaciones más difíciles todavía, y habíamos logrado salir de ellas…». Rommel me dijo: «Eso no nos serviría de nada, querido amigo, todas las calles están bloqueadas por los coches de las SS y la Gestapo tiene completamente cercada la casa. Jamás lograríamos llegar hasta nuestros soldados. Por otra parte, han cortado el teléfono. Ni siquiera puedo llamar a mi Cuartel General». Le contesté que por lo menos podíamos darnos el gusto de aniquilar a Burgdorf y Maisel. «No —me dijo Rommel—, ellos se limitan a cumplir órdenes. Además, tengo que pensar en mi mujer y en Manfred». Y me explicó entonces que le habían prometido no hacerles ningún mal a su esposa y a su hijo si él se envenenaba. Pagarían a la viuda una pensión y a él se le harían funerales nacionales. Sería enterrado cerca de su casa, en Herrlingen. Hasta le habían descrito todos los detalles de la ceremonia fúnebre, que estaban ya previstos… En cambio, si escogía el otro camino de ser juzgado por el Tribunal del Pueblo, las cosas cambiarían del todo…

Rommel todavía dijo algo más a Aldinger. «He hablado ya con mi mujer, y mi decisión está tomada. Jamás aceptaré ser colgado por Hitler. No he tenido parte alguna en el intento de asesinato. Únicamente he procurado servir a mi país, como hice durante toda mi vida; pero ahora sé ya lo que me toca hacer. Dentro de media hora aproximadamente, telefonearán a Ulm para decir que he sufrido un accidente mortal». Y acaba Aldinger: «Cuando Rommel había tomado una decisión, era inútil querer disuadirle de ella…».

Algunos de los conspiradores supervivientes piensan que Rommel debió haber insistido para que le llevaran ante el Tribunal del Pueblo y allí, denunciando a Hitler, hubiera podido hacer algo importante en favor de Alemania. Su presencia en el banco de los acusados, sostienen esos conspiradores supervivientes, habría quebrantado la confianza pública en el régimen. Si Rommel hubiera sido más fanático, si hubiera aceptado sacrificar a su mujer y a su hijo, si hubiera gozado de mejor salud, si se hubiera sentido dispuesto a ser estigmatizado como felón y a morir con la soga al cuello, pero quizá con una oportunidad de poder hablar… evidentemente su elección hubiese sido muy diferente. En verdad, su caso personal puede ser debatido infinitamente; pero, heroica o no, la elección debía hacerse al instante.

Tomada ya su decisión, Rommel bajó por la escalera con Manfred y Aldinger. Los generales estaban contemplando el jardín. Cuando le vieron, se dirigieron al automóvil y Rommel fue el primero en subir, acomodándose en el asiento de atrás. Burgdorf y Maisel subieron a continuación. El comandante Ehrenberger se había marchado ya, con objeto de tomar todas las disposiciones adecuadas. El automóvil de color verde se puso en marcha…

Veinticinco minutos después, sonó el teléfono. Se puso al aparato Aldinger. Era el mayor Ehrenberger, que telefoneaba desde Ulm: «Aldinger, ha ocurrido una terrible desgracia. En el coche, el mariscal ha sufrido de repente una hemorragia cerebral. Ha muerto». Aldinger no dijo nada. «¿Ha oído usted bien lo que acabo de decirle?», preguntó Ehrenberger, para asegurarse. «¡Sí, lo he oído!», contestó finalmente Aldinger. Ehrenberger agregó: «Haga usted el favor de decirle a la señora Rommel que regresaré a su casa inmediatamente». Aldinger subió lentamente los escalones que conducían a la habitación de la viuda. No fue necesario que pronunciara una sola palabra. Al cabo de media hora, se oyó en la alameda el ruido de un automóvil. Aldinger bajó hasta el rellano de la escalinata. Era Ehrenberger, que deseaba ver a la señora Rommel. Aldinger respondió que ésta no podía recibirle, y Ehrenberger no insistió. Le acompañó Aldinger y los dos viajaron en silencio hasta el hospital de Ulm. Aldinger fue conducido a la habitación en que yacía el cuerpo de Rommel. «Hubiera querido quedarme a solas con él, pero Ehrenberger no se apartó de mí ni un momento», dice Aldinger.

Mientras me contaba esta historia, las lágrimas inundaban su rostro. Rommel había sido durante treinta años su mejor amigo a la vez que su héroe. Tuve que hacer un esfuerzo para no olvidar que aquel hombre bajito, meticuloso, que podría haber pasado toda su vida apaciblemente en cualquier oficina gubernamental, se había encontrado de pleno en muchas batallas de las dos guerras mundiales. Al otro lado de la mesa, la mujer de Aldinger, joven, bonita y algo rechoncha, lloraba silenciosamente con los ojos fijos en su costurero. En aquel hogar Rommel no sería olvidado jamás.

Mientras Aldinger estuvo ausente en el hospital, el coronel Kuzmany, comandante en jefe de la plaza de Ulm, llegó a Herrlingen, siendo recibido por la señora Rommel. Estaba profundamente conmovido, aun sin tener la menor sospecha de la verdad de lo ocurrido. Dijo que inmediatamente después de que Rommel fuera llevado al hospital, los generales Burgdorf y Maisel habían acudido a verle en su Cuartel General, para anunciarle la repentina muerte del mariscal. Al mismo tiempo, le habían ordenado que tomara las medidas necesarias para la organización de los funerales nacionales.

Ya más avanzada la tarde, Aldinger acompañó a la señora Rommel y a Manfred al hospital. El oficial médico que dirigía el hospital le contó que los dos generales habían llegado con el cadáver de Rommel a las 13 h. 25 m. de la tarde. Cumpliendo sus órdenes, él había practicado al cuerpo de Rommel una puntura con el fin de ver de estimular el corazón. «No se produjo ninguna reacción», añadió el médico con voz apagada. Aldinger comprendió que el hombre estaba a punto de hacer alguna otra observación, pero que no se atrevía a formularla. Dijo, finalmente, que por orden de la superioridad no se le haría la autopsia al cadáver. A continuación, les llevó a la habitación mortuoria. «Al ver a mi marido —cuenta la señora Rommel—, lo primero que observé en su rostro fue una expresión de profundo desprecio. Jamás en vida vi en él una expresión semejante». Todavía hoy puede apreciarse esa expresión en la mascarilla mortuoria de Rommel.

La tarde del día siguiente, 15 de julio, la señora Rommel, Manfred y Aldinger fueron a esperar a la hermana de Rommel, que llegaba de Stuttgart. Aldinger había sido llamado al Cuartel General de Ulm para presentar su informe, y la señora Rommel y Manfred le recogieron de paso. «Mientras le esperábamos en la calle, apareció súbitamente el general Maisel. Avanzó hacia nuestro automóvil y quiso darnos el pésame, me contó la señora Rommel. Pero yo le volví la cara mientras hablaba e hice como si no viera la mano que él nos tendía». Aldinger me explicó también que Maisel le preguntó antes dónde se encontraba la señora Rommel y «cómo se había tomado la cosa». Aldinger le contestó: «Está ahí fuera, en su coche, y en cuanto a lo otro, ya puede usted suponer cómo ha acogido lo que le ha ocurrido».

Cuando la hermana de Rommel vio el cuerpo de éste, notó inmediatamente aquel aire de desprecio que los demás habían observado la víspera. Y eso pese a que nadie le había contado todavía las circunstancias de su muerte.

El cuerpo de Rommel fue llevado a su casa. Se le puso bajo una bandera con la cruz gamada, dejando su rostro descubierto, en la sala donde se desarrolló su conversación con los dos generales. Cumpliendo órdenes de Ulm, dos oficiales montaron guardia junto al cadáver, con los sables desenvainados.

Los generales Burgdort y Maisel regresaron a Berlín. Luego de su marcha, Aldinger descubrió que la gorra de Rommel y su bastón de mariscal habían desaparecido. En un arranque muy propio de él, telefoneó sin pérdida de tiempo a Burgdorf, pidiéndole la devolución de aquellos objetos, así como de los papeles que llevaba encima Rommel en el momento de su muerte. Fueron devueltos el kepis y el bastón de mando, pero no así una copia del mensaje de Rommel del día 15 de junio, que Aldinger sabía muy bien que el mariscal llevaba en uno de los bolsillos de su guerrera.

Burgdorf cayó muerto durante los últimos combates de Berlín. Maisel vive actualmente en zona norteamericana. Hace dos años compareció ante un tribunal de desnazificación, explicando que el automóvil utilizado para la macabra tarea fue detenido a varios centenares de metros del domicilio de Rommel, en la carretera de Blausberen. El general Burgdorf le ordenó, como al chófer, que bajaran del coche, porque deseaba quedarse a solas con Rommel. «Alrededor de cinco minutos más tarde —explicó Maisel— observamos que también el general Burgdorf había bajado ya del automóvil y se paseaba yendo y viniendo muy cerca de éste. Transcurridos otros cinco minutos nos hizo una señal con la mano para que nos acercáramos. Cuando acudimos, vimos que Rommel estaba tendido, inconsciente, sobre el asiento de atrás del coche…». El chófer Dose, que era un miembro de la SS, cuenta a su vez que el mariscal Rommel estaba encorvado, sacudido de vez en cuando por un sollozo, en manifiesto estado de inconsciencia y con las angustias de la agonía. Podemos dar crédito a sus palabras: los SS eran buenos jueces en la materia. Dose levantó a Rommel y le puso la gorra, que había caído en el piso del coche.

Maisel explicó también ante el tribunal de desnazificación que durante mucho tiempo él mismo había dudado de que Rommel, uno de los favoritos particulares de Hitler, pudiera haber intervenido en el intento de asesinato de éste, pero que luego, cuando el general Burgdorf le leyó un par de páginas mecanografiadas de su expediente, la conducta de Rommel se le apareció tan clara que no tuvo ya ninguna duda de su culpabilidad y de lo fundadas que eran las acusaciones que se le hacían. Nadie invalidó ante el tribunal el relato de Maisel. La viuda de Rommel había sido invitada a deponer como testigo, pero renunció a hacerlo, porque no quería volver a ver más al general Maisel, ni siquiera en el banquillo de los acusados.

El asunto Maisel fue aplazado para dar curso a un complemento de información. En el verano de 1949 el general Maisel fue declarado culpable de ofensas incluidas en la categoría II de la ley de desnazificación. Esa culpabilidad entrañaba una pena de dos años de reclusión; pero como Maisel había pasado dos años en la cárcel mientras se le instruyó el proceso, no tuvo que cumplir la sentencia. Burgdorf me fue descrito como «un carnicero borracho, de lenguaje obsceno, que jamás debió ser elevado al generalato». En cuanto a Maisel, otro general que lo conoció bien, me dijo: «Podía estar uno seguro de que cada vez que hubiera que hacer algún asunto sucio y tenebroso, Maisel se entregaría con deleite a él».

«Me gustaría poder coger entre mis manos a ese general Maisel», me dijo el general Hans Cramer, que perteneció al Afrika Korps.

Desde el momento en que fue anunciada públicamente la muerte de Rommel, comenzó a llegar una avalancha de telegramas y de cartas de pésame. Hitler envió el 17 de octubre un telegrama no demasiado efusivo:

Le ruego quiera aceptar mi más profunda condolencia por la muerte de su marido. El nombre del mariscal Rommel estará unido para siempre a los heroicos combates del Norte de África.

El lector observará que no hablaba para nada ni de la batalla de Normandía, ni de las heridas que Rommel había recibido.

El doctor Goebbels envió también a la viuda «su más profunda condolencia». Joachim von Ribbentrop declaró que se había sentido muy afectado al enterarse de que Rommel había muerto «a consecuencia de las graves heridas recibidas en Francia». Aseguraba a la viuda de Rommel que los triunfos de éste «pertenecen a la historia de este gran período». Kesselring escribió algo después:

Yo no estaba siempre de acuerdo con él, del mismo modo que él tampoco me comprendía siempre… Pero me sentí muy feliz cuando Rommel fue nombrado para un puesto importante en el Oeste, ya que su experiencia de combatiente contra ingleses y norteamericanos había de sernos de gran valor… Su energía, su personalidad y su intuición nos permitirían evitar muchas cosas realmente evitables.

El general Gambara, uno de los mejores altos jefes italianos, escribió:

Estará siempre vivo en el corazón y en el pensamiento de todos los que, como yo, tuvieron el honor de verle siempre sereno y valiente bajo el fuego enemigo.

El mariscal Model sucesor de von Kluge como comandante en jefe para el Oeste, presentó a Rommel en una orden del día como

… uno de los más grandes entre los jefes alemanes… con un luminoso espíritu de decisión, un soldado de la mayor bravura y de una audacia inigualada… Colocado siempre en primera línea, inspiraba a sus hombres, con su ejemplo personal, nuevas acciones llenas de esplendor…

Hubo un par de ausencias destacadas. Ni entonces, ni más tarde, enviaron ningún mensaje Keitel y Jodl. Heinrich Bormann, el adjunto de Hitler, sufrió un lapsus, olvidando añadir a su carta de pésame el tradicional Heil Hitler! Unos días después, dimitía de su cargo…

El pésame de Himmler tomó una forma bastante curiosa. Tres días después de la muerte de Rommel, envió a su asistente personal, aquel Berndt de quien hablamos ya en este libro cuando, procedente del Ministerio de Propaganda, fue a incorporarse al Afrika Korps. Berndt entregó a la viuda de Rommel un mensaje personal de Himmler, en el que éste pretendía conocer toda la historia de aquella muerte y declaraba estar horrorizado y que por su parte jamás se hubiera avenido a tomar parte en una cosa así. En aquella época Berndt servía en las SS. Había vuelto antes al Ministerio de Propaganda, pero por poco tiempo, ya que Goebbels lo expulsó del mismo por haber repetido la observación de Rommel, de que la guerra estaba perdida. Ahora, Berndt quiso añadir una nota personal al mensaje de Himmler. Según él, todo el asunto lo habían combinado Keitel y Jodl.

Algún tiempo después, poco antes de morir él también, Berndt escribió desde el frente una carta extraña y exaltada. Decía en ella que la muerte de Rommel sirvió a «un objetivo más alto», pero que no fue Hitler el responsable de ella. Berndt creía sinceramente lo que decía, porque era uno de aquellos hombres que jamás perdieron su fe en el Führer. Pero Himmler, en cambio, suponiendo que no hubiese tenido intervención en el asunto, sí sabía, al menos, que Keitel y Jodl no se hubieran atrevido jamás a desembarazarse de Rommel sin haber recibido una previa orden de su dueño y señor. Escasos fueron los crímenes importantes que se perpetraron sin que Hitler fuera consultado. En realidad, la responsabilidad de las disposiciones incriminadas no podrá ser establecida jamás con exactitud. Hasta en la Alemania nazi, tan metódica, era cosa rara que se tomara nota por escrito de las órdenes referentes a un crimen cuya víctima era un mariscal. La familia de Rommel y sus amigos, sin embargo, no tienen la menor duda sobre la personalidad de aquel que pronunció la palabra decisiva.

Los funerales tuvieron lugar el 18 de octubre. Fue una ceremonia complicada. Como los gangsters de Chicago, también los nazis tenían un agudo sentido de las ceremonias fúnebres. Como ellos, no ponían límite alguno al uso de ornamentos funerarios y eran maestros consumados en el arte del ceremonial. Hitler ordenó un día de luto nacional y Rommel fue enterrado con todos los honores militares. Todas las tropas de las guarniciones próximas estuvieron presentes. El féretro fue sacado de la casa cubierto con una enorme bandera con la cruz gamada, mientras una guardia con cascos de acero y guantes blancos presentaba armas. De allí fue llevado al palacio del Ayuntamiento de Ulm, donde fue colocado en una gran sala abovedada, que se utilizaba habitualmente para las recepciones y ceremonias cívicas. El exterior del edificio fue tapizado de banderas y dentro del mismo, los pilares estaban coronados por águilas, banderas y laureles. Sobre el féretro habían sido colocados el bastón de mariscal de Rommel, su casco y su espada. Las piedras preciosas de sus condecoraciones, ganadas en dos guerras, brillaban sobre un cojín de terciopelo. Montaban guardia cuatro oficiales que ostentaban el brazalete del Afrika Korps, que fueron relevados, al aproximarse la hora de la ceremonia, por cuatro generales de la Wehrmacht.

Fuera del edificio, en la plaza, formaban dos compañías de infantería, una de aviación y otra —¡oh delicada atención!— de la Waffen SS. Había también una banda militar. Millares de curiosos se apretujaban en la plaza, contándose entre ellos muchos niños, para los que Rommel fue siempre un héroe fabuloso, los cuales no dejaban de fijarse en la llegada de los oficiales de alta graduación, de los representantes del Partido, del Reich y de los países aliados de Alemania. Llegó en último lugar el mariscal von Rundstedt, que era el jefe de más alta graduación de todo el ejército alemán. Cuando von Rundstedt entraba en el salón, acompañado de los familiares de Rommel, la banda tocó la marcha fúnebre de El crepúsculo de los dioses. El mariscal von Rundstedt pronunció en seguida una oración fúnebre en nombre del Führer, «el cual —dijo—, como jefe del ejército, nos ha convocado aquí para darle el último adiós al mariscal Rommel, caído en el campo del honor».

Todo el mundo se dio cuenta de que von Rundstedt estaba muy envejecido. Relató cómo Rommel había sido herido por el enemigo en Normandía. «Un destino despiadado —dijo— nos lo arrebató en el momento mismo en que la batalla se acercaba a una crisis». Enumeró a continuación los servicios prestados por Rommel durante las dos guerras, extendiéndose ampliamente en la evocación de sus campañas en África del Norte y del respeto que hasta el enemigo le había profesado. Habló con menos detenimiento sobre la batalla de Normandía; su único comentario fue decir que «Rommel había trabajado infatigablemente en los preparativos de la lucha contra la invasión» y que desde el comienzo de la batalla, se volcó en ella sin preocuparse para nada de su persona.

El mariscal alcanzó las cumbres del arte oratorio y del sarcasmo cuando declaró —o declaró por su boca el anónimo autor del discurso— que «este combatiente infatigable por la causa del Führer, Rommel, estaba imbuido de los principios del nacionalsocialismo, de los que había sacado toda su energía y que fueron siempre el motor principal de todos sus actos». Y terminó aquel fragmento con unas palabras que merecen la inmortalidad: «Su corazón pertenecía al Führer».

«En nombre de Adolfo Hitler», colocó a continuación una magnífica corona a los pies de Rommel, mientras la banda de música tocaba el Ich hatt’einen Kameraden, el homenaje quizá más emotivo que un soldado puede ofrecer a otro. Hitler fue siempre un sentimental…

Del Ayuntamiento hasta el horno crematorio, el ataúd fue llevado en un armón de artillería, tirado por un pesado tractor de infantería. Se quería borrar pronto toda posible prueba peligrosa, que una exhumación podría revelar. En los asientos del tractor iban unos jóvenes soldados sentados rígidamente, con los brazos cruzados. La guardia presentó armas de nuevo, sonó otra vez la música, los generales y los representantes del Partido saludaron en rígida posición de firmes, hubo aún otros discursos, alguien puso las condecoraciones de Rommel, sobre un cojín de terciopelo, junto al cuerpo de Rommel y la corona enviada por Hitler, a sus pies…

El almirante Ruge, llegado de Berlín en tren especial, representaba a la Marina alemana. Ignoraba la verdad de los hechos, pero el comportamiento de von Rundstedt en el salón del Ayuntamiento y la ausencia del mismo en el crematorio le habían hecho sospechar parte de la misma. La señora Speidel, Strolin y von Neurath estaban también entre la asistencia. Tuvieron que hacer gran acopio de valor para asistir a la ceremonia. La señora Speidel no podía tener muchas esperanzas de volver a ver vivo a su esposo, porque las puertas de la prisión de Albrechtstrasse rara vez se abrían para dejar en libertad a un detenido. Strolin, por su parte, adivinó la verdad de lo ocurrido en el mismo momento en que la señora Rommel le había comunicado por teléfono la muerte de su esposo. Y a partir de aquel momento, cada amanecer había estado esperando oír en su puerta aquellos golpetazos que un día despertaron a los Speidel. ¿Acaso no había sido él quien metiera a Rommel por los senderos de la conspiración? En cuanto a von Neurath, no podía estar más comprometido en el complot.

Es de suponer con toda seguridad que la Gestapo había enviado una representación al entierro. En efecto, podía verse en él a algunos jóvenes de paisano que, un poco distanciados, seguían con su mirada todo el espectáculo desde el otro lado de la pared que cercaba el lugar. No es de extrañar, pues, que la señora Speidel tuviera miedo de responder a los saludos de Strolin. Sin embargo, las detenciones hubieran estado desplazadas en aquellos momentos. El director de escena de la mascarada había dispuesto que el último acto de la misma finalizara con una nota de dignidad y de pesar. «Un profundo respeto para la muerte del mariscal»: tal había sido la orden.

Las cenizas de Rommel fueron llevadas a Herrlingen al otro día. Construido en un estrecho valle de escarpadas colinas, cubiertas de árboles a uno y otro lado, Herrlingen es un pueblecito de casas blancas que tienen techo de tejas y ventanas saledizas. Un riachuelo límpido serpentea veloz por el valle. El pueblo es particularmente hermoso en verano, cuando todos los jardines se pueblan de flores, o en otoño, cuando las hojas se visten de un color café dorado. Tampoco carece de encanto la iglesia del pueblo, con su inclinada techumbre en tenso declive, cubierta de pizarras ennoblecidas por el tiempo, y con su torre cuadrada, coronada por la cúpula de un verde deslavado. Restaurada por el primer rey de Wurtemberg, en 1816, la iglesia conserva partes que datan del siglo XVI. Alrededor de ella se agrupan las casas de campo.

El cementerio de Herrlingen, que comparten católicos y protestantes, aunque la iglesia sea católica, está formado de terrazas que van descendiendo hasta el camino, al otro lado del cual corre el río. En primavera, cada tumba es un ramillete de pensamientos y alhelíes. Frente a las tumbas familiares pueden verse algunas cruces de madera, imitación en miniatura de las que hay en los cementerios militares: evocan la memoria de los jóvenes de Herrlingen que cayeron en África, en Monte Casino, en Riga, en Bielgorod o, más sencilla y frecuentemente, «en el Este» a secas. El cementerio está cercado por una tapia blanca, en cuya base se han plantado montones de flores. El lugar que se reservó a Rommel está precisamente en uno de los ángulos de dicha tapia, y desde él puede verse la iglesia, las copas de los árboles del camino, en la parte de abajo, y la pendiente llena de hierba que baja de una pelada colina, tan escarpada como la de Mont Matajur. Se trata de un lugar tranquilo. Allí, en presencia de sus amigos y su familia, fue sepultado todo lo que de Rommel era mortal.

Aunque no sea empresa cómoda interrogar a una mujer acerca de los sentimientos que experimenta ante la tumba de su esposo, yo llegué a conocer a la señora Rommel lo bastante para atreverme a preguntarle si, en la época en que murió Rommel, no tuvo la tentación de provocar un escándalo y denunciar a sus asesinos. «Sí, me costó mucho dominar esa tentación, —me contestó la viuda de Rommel—. En el salón del Ayuntamiento, durante el discurso de von Rundstedt, me moría de ganas de empezar a gritar que todos estaban perpetrando una falsedad. Pero ¿de qué hubiera servido aquello? De nada. Los responsables se las hubieran arreglado para ahogar la protesta, o para deshonrar públicamente a mi marido, lo que aún hubiera sido peor. Y en definitiva, estaba ya muerto… Y yo, además, tenía que pensar en Manfred. Por mí misma no sentía ninguna preocupación, pero usted debe de estar enterado de las represalias que tomaron con los familiares de los ejecutados a causa del 20 de julio, a veces hasta con parientes lejanos… Hubieran matado a Manfred. Ellos, desde luego, ya contaban con la presión que todo eso ejercería forzosamente en mí. No, no; mi marido había tomado su decisión con pleno conocimiento de causa, pensando en Manfred y en mí, y yo no era nadie para comprometerla después de su muerte…».

Todo sucedió, pues, conforme a los planes trazados de antemano. Únicamente un observador de espíritu extremadamente crítico hubiera podido preguntarse por qué el mariscal von Rundstedt tropezó varias veces durante la lectura de su discurso, como si se lo hubieran entregado sólo unos minutos antes de la ceremonia. ¿Y por qué ni una sola vez dirigió la palabra a la señora Rommel? ¿Por qué, al pasar ante Strolin y von Neurath, enarcó las cejas y les dedicó una mirada tan rara? Strolin me dijo: «Es que conocía la verdad o la intuía, y detestaba el papel que le obligaban a representar». Hay que decir, en efecto, que von Rundstedt era un soldado y un caballero que desde hacía mucho tiempo despreciaba a Hitler y al Partido. Otro militar, pero de una clase muy distinta, tuvo también ciertas sospechas. «¿Pero qué es lo que ocurre realmente en estos funerales?», preguntó a Strolin un oficial SS conocido suyo. Y aclaró su pregunta: «No sé, pero he tenido la impresión de que había algo que fallaba…»[16]

Con todo, ese tipo de sospechas no se había generalizado. Exceptuando los círculos más íntimos y elevados del Partido y del Alto Mando, la gran mayoría de los alemanes creía que Rommel había muerto a causa de sus heridas y le lloraban sinceramente, a pesar de que no les faltaban preocupaciones y molestias propias. Pregunté cierto día al capitán Hartmann, en Heidenheim, si él había tenido alguna sospecha de esa clase. Y me contestó: «En el primer momento, no sospeché nada. Pero al cabo de unos días de haberse celebrado los funerales, iba paseando con un amigo cuando éste, volviéndose de pronto hacia mí, me preguntó si yo sabía algo sobre lo ocurrido, como si diera por sabido que algo extraño había pasado. A partir de aquel momento, empecé a reflexionar. Yo había visto a Rommel después de muerto, y pude contemplar su rostro perfectamente normal: no había en él huella alguna de violencia o de bala o de otra cosa parecida. Pero yo había pasado con él toda una jornada en Herrlingen, tres semanas antes y me dio la impresión de que se había repuesto completamente de sus heridas y se hallaba en magnífica forma moralmente. Habíamos estado hablando de la primera guerra, y pude comprobar que recordaba todos los nombres y todas las fechas. No esperaba que le dieran un nuevo puesto de mando, porque sabía que tenía en contra suya a Goering y al Alto Mando. También se hallaba convencido de que teníamos perdida la guerra. Pero nada de lo que me dijo transparentaba que sintiera algún temor por su vida». Hartmann siguió, pues, reflexionando y preguntándose si no habría habido algo extraño en todo aquello. Pero no supo la verdad hasta abril de 1945, cuando la señora Rommel se lo contó todo. Mientras tanto, con todo el coraje que era posible tener, la vida había recobrado su vigor en la solitaria casa de la colina. No había habido más que un pequeño cambio. Desde mucho tiempo atrás, había en la casa un viejo soldado que ayudaba en los trabajos domésticos; era un soldado que al perder en la guerra un pie, quedó casi completamente inválido, sobre todo porque a eso se añadía la grave herida en el pecho que le causó la explosión de un obús. Entre las tareas que tenía encomendadas en casa de los Rommel figuraba la de ponerse al teléfono cuando llamaran. Eso hizo, como ya contamos al lector, el 13 de octubre, recogiendo el mensaje de los generales Burgdorf y Maisel que anunciaban su visita. Pues bien: pocos día después de los funerales, la señora Rommel recibió la orden de reexpedir el citado soldado inválido a su regimiento. Y por más que la viuda del mariscal intervino, recordando la casi invalidez del hombre, éste fue enviado a la línea de combate, cerca de Praga.

Gracias a las gestiones de un amigo muy influyente que tenía en el Alto Mando, al que telefoneó pidiéndole ayuda, la señora Rommel logró que el veterano pudiese regresar a Herrlingen. Pero apenas acababa de llegar, recibió de nuevo la orden de reincorporarse al combate. Al cabo de poco tiempo, llegaba la noticia de que había muerto. Tal vez aquellos insistentes llamamientos a filas de un soldado poco menos que inválido, respondieron a la escasez de hombres, que se dejaba sentir, o al simple hecho de que la señora Rommel, que ya no era más que la viuda de un mariscal, no tenía ningún derecho a los servicios de un ordenanza. La señora Rommel, sin embargo, pensó y sigue pensando que no dejaba de ser extraño que las más altas autoridades se interesaran tanto por un humilde soldado inválido.

Por lo demás, no fue nunca inquietada en el sentido propio de la palabra. Los SS, que una noche descubrió en su jardín, es posible que estuvieran allí sin ninguna especial intención siniestra. En todo caso, se alejaron del jardín en cuanto fueron descubiertos y se les preguntó qué hacían allí. La señora Rommel me contó:

No me puse particularmente nerviosa aunque no dudara de que un día tal vez vendrían a por mí, sobre todo porque en aquella época mataban a mucha gente por el solo delito de saber más de la cuenta. Sentía inquietud sólo por Manfred. ¡Les hubiera sido tan fácil decir que había muerto en combate!

Cuando su madre dijo esto, Manfred le puso cariñosamente la mano en la espalda, y le contestó:

Pues yo estaba inquieto tanto por usted como por mí. Yo era, desde luego, de los que sabían demasiado, y a ellos se les podía ocurrir que tal vez mi juventud me empujaría a hablar. El jefe del batallón en que fui a dar cuando me retiraron de la batería antiaérea en la que hasta entonces había servido, era un nazi al cien por cien y me pareció ver que se fijaba demasiado en mí. Por eso decidí en abril que haría todos los posibles para caer prisionero, en cuanto supe que los norteamericanos estaban en Ulm y que mi madre no corría ya ningún peligro.

Manfred tuvo mucha suerte en aquella ocasión, que le hizo pasar cerca de la muerte. Cuando marchaba hacia las lineas francesas de Riedling, en el Danubio, fue a tropezar con una patrulla de SS. Las fuerzas de las SS estaban ya cumpliendo sus últimas misiones. Por deber y por placer también, capturaban a todos los soldados alemanes que se encontraban sin motivo justificado lejos de sus posiciones, y los colgaban sin trámite alguno en el primer árbol que veían. Nuestros victoriosos soldados seguramente quedarían estupefactos a la vista de aquellos cuerpos uniformados que bailaban trágicamente colgando de los árboles de la Selva Negra o de otros lugares. Eran los últimos emblemas del régimen nazi. Manfred, como decíamos, fue detenido e interrogado por una de aquellas patrullas SS. Pero tenía su fábula bien aprendida: contó que unos minutos antes había caído en manos de los franceses, pero que luego logró evadirse; los franceses estaban en aquel pueblo de allá abajo… Los SS se tragaron la fábula y le dejaron marchar. Poco después, Manfred podía, por fin, convertirse en un prisionero de verdad. Los franceses le trataron muy bien. Cuando el general de Lattre de Tassigny se enteró de que era el hijo del mariscal Rommel, le dio trabajo como intérprete e hizo todo lo necesario para que pudiera recibir noticias de su madre.

Fue realmente curioso que Aldinger, que sabía tanto como el que más, no llegara a ser inquietado seriamente, aunque también pasara bastantes momentos de angustia antes de la rendición. También Strolin se libró de la detención. Su caso sólo se explica por el hecho de que el espionaje de la Gestapo no siempre era eficaz y porque tuvo la suerte de que la pista principal no conducía hasta él. Por otra parte, era tan respetado por el pueblo de Stuttgart y tan conocido en el extranjero, que tal vez sus enemigos consideraran que era mejor dejarlo en paz. Finalmente, tal vez le favoreció mucho también su amistad con el ex comisario de policía Hahn. De cualquier manera, su suerte sigue siendo un misterio para Strolin.

En cuanto a la evasión del general Speidel, podría parecer milagrosa si no se hubiese debido, de hecho, a la alianza excepcional, en su persona, entre una viva inteligencia y unos nervios de acero. Aquella evasión mostró también lo bien armado que está el filósofo en un mundo brutal e irracional. Cuando fue interrogado en la prisión de Albrechtstrasse, la Gestapo estaba convencida de su culpabilidad; debía de hallarse seguramente en la fatídica lista de Goerdeler. Para colmo de males, Goerdeler había cedido y hablado ante la tortura; todos sabían que había dado algunos nombres. ¿Por qué, pues, el general Speidel no fue ahorcado al instante? «Creo que se debió —me contó el interesado— a que discutí punto por punto con una lógica absoluta y aparentemente sin emoción. Así les convencí de que yo estaba interesado, no por mi propia suerte, sino únicamente por los hechos. Pasé un momento muy difícil cuando me carearon con el coronel von Hofacker, del Estado Mayor del general von Stulpnagel; yo sabía que von Hofacker, drogado, había hablado cuando le torturaron. Pero me las arreglé como puede para mirarle profundamente durante un segundo: von Hofacker recobró el dominio de sí mismo y sostuvo que posiblemente su declaración había sido mal interpretada».

El general Speidel sobrevivió a dos «interrogatorios» fundamentales en la prisión de Albrechtstrasse y a muchos otros menos importantes. No lograron jamás sorprenderle en una falsa posición. No podía, desde luego, persuadir a la Gestapo de su inocencia, pero era tan superior a sus adversarios intelectualmente que llegó a hacerles dudar. Llegaba a veces incluso a sugerirles la idea de que eran un poco idiotas. Y de aquella manera evitó la muerte. Casi llegó a convencerles de que, según sus propias palabras, «era absolutamente imposible que Rommel pudiera haber tenido parte en los acontecimientos del 20 de julio de 1944». Se trataba, en realidad, de un sabio ejercicio de dialéctica, desarrollado sin un adarme de pasión y en apariencia sin ansiedad alguna.

Claro está que aquel esfuerzo no podía salvar a Rommel, porque el resentimiento de Hitler y su apasionamiento se habían desencadenado ya contra el mariscal. Al parecer, Hitler quería matar a Rommel mucho menos por haber sido un traidor que por haber acertado en África y de nuevo en Normandía, mientras él, Keitel y Jodl se habían equivocado. Había llegado, pues, a odiar a Rommel, y el odio, en el caso del Führer, no conocía más que una forma de expresión: el aniquilamiento del odiado. Su odio, en cambio, no se había fijado en Speidel. También es posible que Hitler llegara a pensar que la ejecución del jefe de Estado Mayor de Rommel podría suscitar sospechas y arruinar la laboriosa fábula que había urdido para disimular la desaparición del propio Rommel.

Durante siete meses, pues, el general Speidel o, para ser más exactos, el filósofo doctor Speidel, batió en ruina los fines de la justicia nazi. Pero no por eso le pusieron en libertad. La Gestapo no soltaba sus presas tan fácilmente; nunca perdía la esperanza de que surgiera de pronto un testimonio indestructible que se volviera contra ellas. En las postreras semanas de la guerra, Speidel seguía, pues, encarcelado, junto con otros varios sospechosos, en Urna, cerca del lago de Constanza. Estaban vigilados por una guardia especial, al mando de un oficial de las SS, y Speidel estaba convencido de que la misión de este oficial era impedir que los prisioneros cayeran vivos en manos de los Aliados. Así, pues, buscó el medio de evitar esta catástrofe. En connivencia con el director de la prisión, que se mostraba muy amigable con él, Speidel se inventó un telegrama, que parecía reunir todas las garantías de que procedía del propio Himmler en persona y que ordenaba al oficial SS que lo dispusiera todo para trasladar a sus prisioneros a un lugar más seguro. El oficial debía telefonear al Cuartel General de Himmler para recibir instrucciones más detalladas. Pero el teléfono de la prisión estaba providencialmente averiado. El oficial SS no tuvo, pues, más remedio que salir fuera de la prisión para telefonear. Durante su ausencia, el director de la prisión dejó escapar a Speidel y a otros veinte prisioneros. Todos ellos encontraron un escondrijo en casa de un sacerdote católico que se prestó a albergarlos. Antes de que pudieran ser descubiertos, las tropas americanas habían invadido ya toda la región.

Y esto pone fin, por decirlo así, a la historia de Rommel. Debo, sin embargo, volverme hacia atrás, retroceder unas semanas, y relatar lo que me pareció el capítulo más extraño de dicha historia. En los comienzos de marzo de 1945, cuando todo en torno a Hitler estaba visiblemente a punto de hundirse, la señora Rommel recibió una carta fechada el 7 de marzo. Procedía del Der Generalbaurat für die Gestaltung des Deutschen Kriegerfriedhofe, es decir, en nuestra terminología, del Servicio de tumbas de guerra. Esa carta decía:

El Führer me ha ordenado erigir un monumento a la memoria del desaparecido mariscal Rommel. He solicitado, pues, de cierto número de escultores, que me presentaran algunos proyectos. Le remito adjuntos algunos de ellos. En este momento no resultaría fácil erigir el monumento o transportarlo. Pero sí, por lo menos, podría hacerse el modelo del mismo… Yo creo que el mariscal debería estar simbolizado por un león. Uno de los artistas ha concebido un león moribundo, otro un león que llora, un tercero, un león que se dispone a saltar… Yo prefiero esta última interpretación, pero si usted elige la del león moribundo, yo me acomodaría… El zócalo del monumento podría ser construido inmediatamente, ya que dispongo de una autorización del ministro del Reich, Speer, en tal sentido. Por lo general, está actualmente prohibido edificar monumentos de piedra. Pero es posible hacerlo en este caso particular y construirlo rápidamente…

La señora Rommel no contestó a esta carta.