EL MURO DEL ATLÁNTICO
En las postrimerías del verano de 1943, muchos de los generales alemanes que se hallaban en Rusia hubieran cambiado gustosamente su respectivo puesto por el de Rommel, que estaba al mando del grupo B de ejércitos en el Norte de Italia, habiendo instalado su Cuartel General a orillas del lago de Garda. Primeramente, a su regreso de África y tras pasar seis o siete semanas en el hospital de Semmering, Rommel fue nombrado «consejero militar» en el Cuartel General de Hitler. Al correr el rumor de que Churchill proyectaba una invasión de Europa a través de los Balcanes, Rommel fue enviado por el Führer a Grecia. Pero solamente permaneció veinticuatro horas en Atenas, pues Hitler le reclamó urgentemente por teléfono tan pronto tuvo noticia de la caída de Mussolini, el 25 de julio. El grupo B de los ejércitos estaba formándose por entonces en los alrededores de Munich, y respondía a las sospechas que desde hacía mucho tiempo abrigaba Hitler, de que los italianos querían capitular y quizá hasta pasarse al bando contrario.
Esas sospechas del Führer se reforzaron luego que Rommel, acompañado del general Jodl, acudió al Cuartel General de Badoglio para tratar del posible envío de refuerzos alemanes a Italia. El general Roatta, jefe del Estado Mayor de Badoglio, hizo cuanto pudo para retrasar aquella operación, con la excusa de que resultaría muy impopular entre los italianos. Roatta formuló asimismo graves objeciones al hecho de que el general Jodl incluyera entre los componentes de su guardia personal algunos SS ¿Con qué derecho, preguntó Roatta, llevaba Jodl a Italia «fuerzas políticas»? ¿Cuál hubiera sido la reacción de Jodl si se le hubiera dado por escolta una compañía de judíos? Dando por bueno un informe según el cual existía el propósito de envenenarle a él y a Rommel, Jodl no contestó a aquella interpelación, pero conservó consigo a sus SS. En cuanto a Rommel, decidió que lo más acertado sería trasladar cuanto antes mejor el grupo de ejércitos B a Italia.
Así se hizo, y yo mismo pude ver en la mañana del 9 de septiembre cómo avanzaban sus tanques «Tigre» por la carretera de Rivergaro, para ocupar Piacenza. La noche antes llegó a nuestro campo de prisioneros la noticia del armisticio italiano. Tan pronto me enteré del acontecimiento, me apresuré a comprarle a nuestro cantinero un viejo traje de alpaca y un enorme sombrero de paja, y salí a dar un paseo «de reconocimiento», convencido de que me parecía a un campesino italiano como una gota de agua a otra. Me disponía a saltar por encima de la pared de un huerto, gozando del sol y de un sorbo de libertad por primera vez al cabo de dieciséis meses. La visión de los tanques en aquel apacible paisaje rural no me hizo ninguna gracia, como tampoco la aparición en el huerto, unos minutos más tarde, de dos SS con sus ametralladoras bajo el brazo. Me lancé rápidamente hacia unas viñas cercanas y desde allí, a campo traviesa, regresé al campo para dar mi informe. En seguida me dijeron que cuantos me habían visto me habían reconocido como quien era, preguntándose qué demonios hacía yo vestido con uno de los mejores trajes de nuestro cantinero Alfredo…
Aunque reducidos a la condición de prisioneros en un campo, nosotros sabíamos lo que al parecer ignoraba nuestro servicio de Información oficial: que los alemanes estaban dispuestos a reaccionar vigorosamente en caso de una rendición italiana. Uno de nuestros guardianes, algo domesticado, nos había contado quince días antes que a través del Brennero estaban llegando a Italia algunas divisiones alemanas. Pero ni conociendo estos antecedentes, habíamos imaginado que a nivel local pudiera ser tan rápida la reacción. Algunos de nosotros, en efecto, acariciábamos la ilusión de poder tomar en Piacenza algún tren de la tarde con destino a Roma y el sur de Italia. Como casi todos habíamos sido capturados en la campaña de África del Norte, no cabe duda de que nos hubiésemos mostrado mucho menos optimistas si hubiéramos sabido que era Rommel quien ahora mandaba las fuerzas alemanas en Italia. Haciendo inciso, diré que aún hoy sigo pensando que fue un incomprensible error que, en el momento del armisticio, no se diera ninguna orden ni información a los 50.000 prisioneros de guerra ingleses que había en Italia. El resultado fue que muchos de ellos, obedeciendo una vieja orden, que databa ya de seis meses, según la cual no debían moverse de donde se encontraran, fueron llevados a Alemania. Las negociaciones con Badoglio se desarrollaron desde últimos de julio hasta septiembre; creo que se nos podía haber dicho algo sobre las mismas.
Si exceptuamos algunas ocasionales incursiones a través de las colinas, las tropas de Rommel no mostraban particular empeño en perseguir a los prisioneros de guerra. En el desierto, el orden de prioridad que Rommel había adoptado era: 1.o el combustible y el aceite pesado; 2.o el agua; 3.o los alimentos; 4.o los prisioneros. «¡Tiempo nos quedará de atrapar luego a los prisioneros!», solía decir Rommel. Y ahora, sin duda seguiría diciendo lo mismo. Una vez ya bien asentado su dominio sobre la Italia del Norte, los alemanes demostraron más interés por el pillaje de alimentos y material de sus ex aliados y por el envío de jóvenes italianos a sus campos de trabajo, que por la caza de los prisioneros aislados que erraban en libertad.
Como algo característico en él, Rommel había de cansarse muy pronto de su confortable puesto en Italia. Tal vez no le gustaba hallarse de nuevo a las órdenes de Kesselring, y con toda certeza había esperado que le diesen otro puesto de mando de primera línea. Pasear bordeando los hermosos lagos italianos era algo que no se ajustaba a su concepción de la guerra. Para acabar de complicar las cosas, inmediatamente después del armisticio había tenido sus primeros roces con las SS y su jefe, Sepp Dietrich. Hasta Rommel llegaron informes sobre los pillajes de gran envergadura y la conducta brutal de las SS en Milán y otras ciudades del Norte, que provocaron su indignación, doblemente motivada: por los incidentes en sí y porque él no estaba autorizado a intervenir en los asuntos propios de las SS. Rommel elaboró una larga lista de oficiales SS para los que pedía una sanción, y como por lo menos tenía autoridad para controlar el acantonamiento de las tropas directamente subordinadas a él, desplazó de Milán a las SS «¿Cómo van ahora las cosas por Milán, mariscal?», le preguntó un día Himmler, que realizaba un viaje de inspección por Italia. «Van mucho mejor desde que retiramos de la ciudad las SS», contestó Rommel. Sin embargo, las SS no se daban por vencidas fácilmente. Como Rommel se quejara un día a uno de los generales de las SS de los pillajes cometidos por éstas, al cabo de unos días el citado general, que conocía las aficiones filatélicas de Rommel, se atrevió a enviarle una espléndida colección de sellos. Robada, como es natural.
Se comprende, pues, que Rommel acogiera con una profunda sensación de alivio la noticia que le llegó a principios de noviembre, de que el Führer le confiaba una nueva misión: debería inspeccionar las defensas costeras del Oeste, desde Skagerrab hasta la frontera española, redactando un informe sobre las posibilidades de resistencia que ofrecían frente a un posible desembarco enemigo. Parecía indispensable que algún experto naval acompañara a Rommel. Y el general Gausi, que fue jefe del Estado Mayor de Rommel en África hasta el 31 de mayo de 1942, fecha en que fue herido, conocía precisamente al hombre que convenía: el vicealmirante Ruge, que ocupaba en aquella época el cargo de jefe de las fuerzas navales alemanas en Italia, y que con anterioridad había mandado los colocadores de minas. (Después de la Primera Guerra Mundial, Ruge había sido internado por haber participado en el hundimiento de la flota alemana en Scapa Flow). Gausi le había conocido y simpatizó con él; así, pues, Ruge fue convocado por Rommel, siguiendo las recomendaciones de Gausi.
La elección no podía ser más acertada. El vicealmirante Ruge, que hoy vive en Cuxhaven, donde enseña el alemán a los oficiales de la Marina inglesa, pertenece a esa clase de oficiales que siempre habíamos creído privativa de nuestra Marina. En realidad, todas las Marinas del mundo producen ese tipo de oficiales, gracias al entrenamiento, la disciplina y la experiencia de la vida en el mar. Al ver que Ruge era un hombre inteligente, enérgico e íntegro, Rommel simpatizó en seguida con él y muy pronto hizo de él su amigo y confidente.
¿Por qué el vicealmirante Ruge, por su parte, se encontró inmediatamente a gusto con Rommel desde su primer encuentro, y eso a pesar de que el mariscal, que aquel día regresó inopinadamente a su Cuartel General, lo sorprendiera en traje de casa, con una bufanda al cuello? La respuesta que da el propio Ruge a esta pregunta nos permite definir mejor aún la figura de Rommel; tal vez ayudará a muchos de mis lectores ingleses a comprenderle mejor. «Era el tipo de hombre que encuentra uno más frecuentemente en la Marina que en los otros servicios», me dijo Ruge. Y cuando algún tiempo después examiné de nuevo las fotografías de Rommel, llevando en el pensamiento aquellas palabras de Ruge, y reflexioné sobre todas las historias y anécdotas que me habían contado de Rommel, me pareció que todos los fragmentos dispersos de su personalidad pasaban a ocupar su lugar exacto. También mi padre fue marino y yo pasé en el mar gran parte de mi juventud; quizá por eso comprendí súbitamente a aquel general que tan poco alemán parecía. Antes de ocupar su último puesto de mando, Rommel no había visto apenas el agua salada. Y sin embargo, si prueba uno de imaginárselo en el papel de Nelson, como una especie de Hornblower, libre de toda aura romántica, rudo, duro, implacable, pero no por eso carente de espíritu caballeresco, nota uno en seguida que Rommel se inserta con naturalidad en esa raza de hombres.
Desde luego, las cualidades que desplegó en el desierto, y en otros lugares también, no son exclusivas de los marinos. También los soldados de tierra son audaces, decididos, resistentes y valientes, y pueden poseer un espíritu ordenado sin necesidad de haber leído muchos libros ni de sentir especial afición a las bellas artes. Pueden ser igualmente hombres de bruscos modales, de lenguaje franco, detestar la ineficacia y querer que un trabajo se haga pronto y bien. Pero si se fija uno en algunas de las otras cualidades que Rommel poseía, la combinación de las mismas trae a mi memoria el recuerdo de mi padre y sus contemporáneos con nitidez sólo comparable a la de los ojos azules de Rommel cercados por una red de finas arrugas. Evocando esas cualidades, me refiero, por ejemplo, a su habilidad manual y su espíritu inventivo en materia de mecánica; a su extremada sencillez y su desprecio de «las buenas formas»; a un fondo subyacente de puritanismo, que hacía, pese a estar bien oculto, que nadie se atreviera a contar ante él una historia escabrosa; y por encima de todo, a la intensa devoción que profesaba a su familia y a su hogar.
Es posible que al almirante sir Walter Cowan, que fue hecho prisionero por Rommel en el desierto, cuando a los setenta y dos años de edad servía en un regimiento de caballería hindú (luego me encontraría con él en un campo de prisioneros), no le guste que le compare con Rommel, pero a mí me resulta fácil imaginarlos a los dos acosándose mutuamente con saña, decididos a no ceder un palmo de terreno al otro, y a pesar de ello, comprendiéndose a la perfección. Formarían los dos una buena pareja y el vicealmirante Ruge un digno, aunque menos espinoso, tercero en discordia.
Ruge se hizo cargo de su misión el 10 de noviembre y marchó a Berlín para reunir todo lo que pudiera encontrar de mapas, documentos e informaciones. Pero no había hecho más que reunir todas sus carpetas cuando un bombardeo aéreo las destruyó por completo. De ahí que hasta comienzos de diciembre no pudieran Rommel y Ruge empezar su trabajo en Dinamarca. Emplearon diez días en inspeccionar la costa danesa. Luego Rommel trasladó el Cuartel General del grupo B de ejércitos a Fointainebleau y empezó a estudiar la costa francesa. (La bahía del mar del Norte no formaba parte de su sector). Desde 1940 no había estado en Francia, y lo que ahora vio en el país galo no pudo menos que dejarle estupefacto… El famoso «muro del Atlántico», con el que la propaganda alemana había logrado impresionar tanto a los Aliados como al pueblo alemán, no era más que un engaño, un aro de papel que los Aliados podían fácilmente esquivar con un salto.
Ciertamente, la Marina había montado las baterías necesarias para la protección de los puertos principales, religando la acción de las mismas con algunas baterías artilleras de costa. Pero mientras que los cañones de la Marina estaban instalados bajo torrecillas de acero, la artillería terrestre estaba pura y simplemente enterrada, privada de todo techo que la protegiera contra los obuses o las bombas. (El almirante Ruge explicaría más tarde que el Alto Mando alemán se negaba a poner los cañones al amparo del cemento con el fin de no reducir su campo de tiro. Por otro lado, la escasez de acero a partir de 1942 hizo imposible la fabricación de torrecillas). En cuanto a la cadena de puestos fortificados, éstos carecían en su mayor parte de abrigos de hormigón, en particular a lo largo de la costa entre el Orne y el Vire. Y allí donde los había, el techo de hormigón no sobrepasaba nunca los 60 centímetros de espesor, defensa, pues, ineficaz contra los bombardeos aéreos preliminares que eran de esperar.
Se había incluso descuidado la elemental precaución de rodear los puestos fortificados de campos de minas. En tres años sólo se habían colocado 1.700.000 minas. El ritmo mensual de abastecimiento de minas cuando llegó Rommel era de sólo 40.000, una simple fracción de las que nosotros colocamos en 1941 al pie de las escarpaduras de Sollum-Halfaya. No había minas en la costa. Los obstáculos instalados en las playas eran de lo más rudimentario, totalmente ineficaces frente a los tanques e incluso frente a la infantería. Todo daba a entender que no se había realizado ningún esfuerzo serio y coordinado con vistas a poner la costa francesa en situación de defenderse eficazmente contra una posible invasión. Nada se había hecho, exceptuando los puertos, antes de las incursiones de Saint-Nazaire y de Dieppe; y lo que luego se hizo se realizó sin entusiasmo.
El almirante Ruge abroncó al ingeniero general de servicio, que no se había entregado debidamente a su tarea, y que se ahogaba en un mar de detalles nimios, sin haber pensado jamás en un claro plan de conjunto. «No era aquél el hombre capaz de conciliar los puntos de vista opuestos de la Marina y el Ejército». Era igualmente necesario censurar y reprender al Alto Mando alemán por no haber vigilado la actuación del ingeniero general. Al no recibir directrices concretas de su superioridad, los jefes locales procedieron a su modo y manera, diciendo por sí mismos lo que había que hacer. De hecho, Francia se había convertido en un pabellón de reposo para las divisiones y los generales que regresaban fatigados de la campaña de Rusia. La guarnición permanente estaba compuesta por tropas de toda clase, de calidad muy mediocre, al mando del tipo de oficiales que suelen sentirse atraídos por tropas así. Por otro lado, la organización Todt, que había construido la línea Siegfried, estaba entonces muy absorbida por otras tareas: reparaba los daños causados en Alemania por los bombardeos aliados.
Como es fácil imaginar, Rommel se puso al trabajo inmediatamente antes de Navidad, con el propósito decidido de poner orden en todo. Pasaba días enteros viajando en automóvil, efectuando en unión de su Estado Mayor largas caminatas por los sectores costeros y los diversos Cuarteles Generales de las divisiones. Durante el día inspeccionaba las defensas, y cuando el rápido crepúsculo invernal obligaba a detener el trabajo en el exterior, sostenía numerosas conferencias. «Se levantaba temprano —cuenta el almirante Ruge—, viajaba a buena velocidad, sabía hacerse cargo de las cosas rápidamente y parecía dotado de un instinto particular para descubrir los lugares donde algo fallaba. Durante una de aquellas típicas incursiones de invierno, llegamos a Perpiñán bien entrada la noche. Abandonamos la ciudad a las seis de la mañana del otro día, sin haber tomado siquiera el desayuno. Rodando a través de una cortina de lluvia y de nieve, llegamos a Bayona hacia las dos de la tarde. Una hora después, luego de escuchar el informe del general jefe del sector, partíamos otra vez —sin haber almorzado— con destino a San Juan de Luz, donde inspeccionamos las baterías. Otra vez en marcha, para llegar a Burdeos a la siete de la tarde y conferenciar con el general von Blaskowitz. A las ocho tuvimos una hora para cenar: era nuestra primera comida de aquel día. Volvimos de nuevo al trabajo a las nueve, y el ingeniero general se durmió en la mesa». Digamos que entre los Estados Mayores emboscados en los sectores costeros, el paso de Rommel hacía el efecto de un soplo glacial y desagradable de los vientos marinos del Norte. Excepto por la noche, Rommel permanecía raramente en su Cuartel General, que había transferido a La Roche-Guyon, en un bonito castillo antiguo, repleto de recuerdos históricos (era un castillo que perteneció en tiempos de La Rochefoucauld, duque de La Roche-Guyon; pero este detalle tenía poco interés para Rommel). Costó mucho persuadirle de que visitara el Mont-Saint-Michel, para que viviera unos momentos de placer. Cuando finalmente el almirante Ruge logró arrastrarle hasta allí, Rommel se limitó a decir que «allí podría construirse un buen refugio», aunque de todos modos —añade Ruge— disfrutó un rato paseando por el impresionante lugar. Por el contrario, no hizo falta ningún esfuerzo de persuasión para que se desplazara por dos veces a París, con objeto de inspeccionar un modelo de torrecilla de artillería móvil, construida en hormigón, obra de unos técnicos alemanes.
Desgraciadamente, Rommel distaba mucho de tener las manos libres para hacer lo que quería. No tenía autoridad para dar ninguna orden directamente a las tropas, tenía que limitarse a hacer sugerencias al comandante en jefe del Oeste, mariscal von Rundstedt, o al Alto Mando general. Como trabajaba siguiendo instrucciones personales de Hitler y al mismo tiempo era un subordinado de von Rundstedt, resultaba imposible todo trabajo eficaz y casi inevitable que se produjeran ciertas fricciones entre este último y él. Sin embargo Rommel y von Rundstedt se entendían mucho mejor de lo que hubiera podido esperarse. Oficial a la antigua usanza, aristócrata y digno, von Rundstedt era un estratega de gran capacidad, aunque no siempre muy ortodoxo. Podía haberse molestado ante la llegada a su sector de un mariscal de reciente promoción, carente de toda preparación para el trabajo de Estado Mayor y que no poseía ninguna experiencia reciente de la guerra en Europa. Había en aquella equívoca situación todos los gérmenes favorables para una amarga querella. Afortunadamente, von Rundstedt tenía un carácter menos rígido del que aparentaba y además poseía un cierto sentido del humor. Contó al capitán Liddell Hart, algún tiempo después de la muerte de Rommel, que nunca tuvo motivos de queja contra éste, «Ejecutaba mis órdenes fueran las que fuesen… Mi opinión es que no estaba realmente calificado para pertenecer al Alto Mando; pero eso no impide que fuera un hombre de gran valor y un jefe muy capacitado».
Todo esto no cambiaba nada el hecho de que el comandante en jefe para el Oeste, que desde el mismo momento de ocupar su cargo, a principios de 1942, había visto tan rápidamente como Rommel la endeblez del «muro del Atlántico», estaba convencido de que no podía reforzarlo hasta hacer de él un sólido obstáculo contra la invasión. A su entender, nada podía evitar que los Aliados desembarcaran, si lo hacían con las fuerzas necesarias. El fruto de aquella convicción estaba a la vista: no había logrado activar los trabajos de defensa. Hasta principios de 1944 no pidió y obtuvo Rommel un mando independiente. A últimos de enero fue nombrado comandante en jefe de los ejércitos alemanes instalados desde Holanda al Loire, que estaban formados por las tropas de ocupación de Holanda, el XV ejército (que atendía el sector que se extendía desde la frontera holandesa hasta el Sena) y el VIII ejército (sector desde el Sena al Loire). El grupo G de ejércitos, al mando del general Blaskowitz controlaba el I ejército (que cubría el golfo de Gascuña y los Pirineos) y el XIX ejército, que ocupaba la costa mediterránea. El mariscal von Rundstedt continuaba como jefe supremo del conjunto.
Era un arreglo que tenía su lógica propia. Según el Estado Mayor de von Rundstedt, la idea había surgido de este último; según Ruge, procedía de Rommel. Pero prescindiendo de quién fue su autor, no cuesta mucho adivinar la actitud de von Rundstedt, que más o menos sería ésta: «No veo personalmente ninguna razón que justifique la valorización del “muro del Atlántico”, pero si Rommel opina lo contrario, ¡allá se las apañe él!». Los respectivos Estados Mayores de uno y otro experimentaron una profunda sensación de alivio.
Rommel se puso en seguida al trabajo, y fue una gran suerte para los Aliados que no tuviera seis meses por delante para realizarlo, porque en tal caso las dificultades físicas del desembarco hubieran sido incomparablemente mayores.
De todos modos, Rommel encontraba en su camino serias dificultades. «Ejercía muy poca influencia sobre la Marina, y ninguna sobre la Aviación», ha dicho el almirante Ruge. Y fue solamente el 1 de julio, al cabo de tres semanas del desembarco, cuando Rommel pudo escribir al comandante en jefe para el Oeste:
Si se quiere lograr un mando unificado de la Wehrmacht y una concentración de todas las fuerzas, propongo ahora que sean puestos bajo mi mando los cuarteles generales y unidades de los otros dos servicios utilizados en el sector del grupo de ejércitos, o que cooperen con este grupo… Solamente es posible obtener una estrecha cooperación entre las fuerzas aéreas, la defensa antiaérea y el ejército comprometido en la acción, si se establece el más estricto mando único de un solo Cuartel General… La multiplicidad de órdenes dadas al ejército conduce a una serie de medidas a medias…
Rommel no hacía sino predicar la evidencia. Pero los celos existentes entre los diversos servicios y el sistema de los ejércitos «privados», que había prestado juramento de obediencia a Goering, a Himmler, etc., fue una de las causas principales de la derrota alemana.
Hay que añadir que la falta de confianza demostrada por von Rundstedt respecto a las defensas fijas era compartida por el Alto Mando, que tendía siempre a no tomarse en serio nada de lo que Rommel hacía. Las repercusiones de todo esto se dejaron sentir al nivel de los jefes subordinados. Ya el 22 de abril escribía Rommel:
Mi inspección de los sectores costeros… muestra que se han realizado sensibles progresos… Sin embargo, me he encontrado un poco en todos sitios con unidades que parecen no darse cuenta de la gravedad del momento que vivimos; algunas de ellas ni siquiera cumplen las órdenes recibidas. Yo había ordenado que todos los campos de minas de las playas estuvieran a punto de funcionar en el momento preciso: pues bien, me llegan informes de que en ciertos casos esa orden no ha sido ejecutada. El jefe de una pequeña unidad ha llegado incluso a dar órdenes contrarias a las mías. En otros casos, se aplazó el cumplimiento de mis órdenes; alguna vez fueron modificadas. Hay sectores en los que, según se me informa, los responsables piensan ejecutar mis órdenes, pero sólo a partir del día siguiente al señalado. Otras unidades hay que aun habiendo tenido conocimiento de mis órdenes, no estaban en condiciones de cumplirlas. Solamente doy órdenes cuando es necesario. Quiero que sean cumplidas inmediatamente y al pie de la letra; que ninguna de las unidades colocadas bajo mis órdenes las modifique en nada, ni mucho menos dé órdenes contrarias a las mías o retrase la ejecución de éstas por culpa de una inútil rutina…
Ahora no contaba Rommel con la pronta obediencia del Afrika Korps. En el desierto nunca tuvo que repetir sus órdenes más de una vez.
Así, pues, sus superiores no le prestaban ningún apoyo, y sus subordinados carecían de entusiasmo. Todo lo cual no le servía de ayuda en la carrera contra reloj que tenía planteada. Rommel estaba acostumbrado a prescindir de apoyo ajeno. En lo concerniente al entusiasmo, nadie como él sabía elevar la moral de las tropas más fatigadas y apáticas. ¡Hubiera sido capaz de galvanizar a un cadáver! «Estaba muy bien dotado para el manejo de hombres y sabía cómo hablarles», ha dicho Ruge. Y añade:
Como muchos de nosotros, que éramos en 1918 jóvenes oficiales, había reflexionado profundamente, después de la revolución, en las relaciones que deben existir entre los oficiales y la tropa. Ésa fue, a mi entender, una de las razones de que nuestra Marina y nuestro Ejército conservaran su disciplina durante tanto tiempo y afrontando circunstancias muy difíciles. Ahora en Francia, dondequiera que se hallara, Rommel hablaba siempre libremente con hombres de todas las categorías. Les explicaba con claridad y paciencia sus ideas y lo que de ellos esperaba exactamente. Como es natural, se le escuchaba; dejando aparte su reputación y prestigio, poseía un gran sentido común, un humor tranquilo y siempre sabía captar el sentido humano de la situación dada, cosa que frecuentemente escapaba a la atención de los oficiales de Estado Mayor. Así fue como muy pronto surgió en las tropas un nuevo espíritu, y los trabajos de preparación para resistir a una posible invasión progresaron con intensidad.
Al otro lado de la Mancha, el general Montgomery empleaba el mismo lenguaje sencillo, directo y eficaz con los soldados destinados a efectuar el desembarco y con los obreros de las fábricas, que debían abastecer de material a aquellos soldados.
En ninguno de los dos casos apreciaban mucho las autoridades superiores este tipo de «conversaciones familiares». Uno y otro jefe eran acusados de intenciones de «autobombo». Los diarios ingleses, cuenta Moorehead, recibieron la invitación oficial de que pusieran un poco de sordina a sus artículos sobre Montgomery. Por su parte, el servicio alemán de Propaganda había recibido ya en el verano de 1941 instrucciones precisas —emanadas seguramente del general Halder— de no ensalzar demasiado a Rommel. El barón von Esebeck no recibió autorización para visitarle en África del Norte.
Ahora, sin embargo, los enemigos que Rommel tenía en las altas esferas se hallaban ante un dilema. Tenían que sacarle el máximo provecho al «muro del Atlántico», aunque no fuera más que para intimidar a los Aliados. Pero no podían hacer publicidad sobre el «muro» ni sobre el trabajo realizado en él sin hacérsela igualmente, al mismo tiempo, al hombre que actualmente estaba encargado de la obra. Tuvieron, pues, que contentarse con criticarle en privado, presentándolo como un charlatán sediento de notoriedad. Añadían, además, que después de su enfermedad ya no era el mismo de antes. Por otro lado, Rommel, lo mismo que Montgomery, comprendía que en cierto modo la propaganda explotando su propia personalidad significaba un arma a su favor. «Puede usted hacer de mí lo que quiera —dijo Rommel un día a su operador-jefe cinematográfico—, si con ello logramos retrasar una semana más la fecha de la invasión enemiga». «En su vida privada —relata Ruge— seguía siendo el mismo hombre modesto de siempre. No era vanidoso; no sentía ningún afán por destacarse».
Si Rommel podía transigir con las envidias personales, ignorándolas, la escasez de material representaba para él un obstáculo insuperable. En esta época enormes cantidades de acero y de hormigón eran utilizadas en la construcción de los refugios de submarinos y de las rampas de lanzamiento de las V1 y las V2. Los nuevos modelos de submarinos y las armas secretas eran la última esperanza de Hitler para ganar la guerra. Reconozcamos que si el enemigo no las hubiera descubierto a tiempo, le hubieran permitido, si no ganar la guerra, sí por lo menos prolongarla indefinidamente. Tal vez, pues, con razón les fue dada la prioridad con respecto a las defensas fijas. El caso es que Rommel tuvo que proseguir su trabajo contentándose con utilizar todo el material que caía en sus manos. Hitler dio su acuerdo para que todas las baterías costeras fueran instaladas en emplazamientos cubiertos con no menos de 6 pies de hormigón. Pero ni aún llevando en su mano aquella orden del Führer podía Rommel obtener el cemento que necesitaba, por la sencilla razón de que no lo había en las proximidades. Cuando se produjo el desembarco, muchas baterías que estaban aún colocadas a cielo abierto fueron rápidamente neutralizadas por la aviación aliada.
Rommel, sin embargo, se las arregló como pudo para realizar una prodigiosa cantidad de trabajo; en este nuevo terreno, mostró una vez más innatas cualidades para la improvisación. En unos cuantos meses, pese a verse obstaculizado por la falta de materiales y las dificultades del transporte y, ya al final, también por los continuos ataques aéreos, consiguió colocar cuatro millones de minas, contra dos millones escasos colocadas en los tres años anteriores. Si hubiera dispuesto de tiempo suficiente, pensaba colocar aún de cincuenta a cien millones más y, después de haber rodeado los puntos fortificados de profundos campos de minas, haberlas sembrado asimismo en todo el país, entre uno y otro de esos puntos fortificados, por todas partes donde el terreno fuera propicio al avance de los tanques. ¿Qué hubiera ocurrido si Rommel hubiera logrado transformar de ese modo regiones enteras de Francia en inmensos pantanos de minas? De este punto no se trató, después de la guerra, en la conferencia del mariscal Montgomery en Camberley (mayo de 1946); pero la importancia del mismo no escapó al teniente general sir Francis Tuker, jefe distinguido e historiador de la guerra. ¡Hubiera sido un fastidio para el general Patton!
Como sucedía con tantas otras cosas, el abastecimiento en minas era escaso; su fabricación ni siquiera era metódica. Efectuando diversas incursiones en depósitos y arsenales, Rommel descubrió stocks de viejos obuses, que podían contarse por centenares de millares, y se apoderó de ellos, transformándolos en minas, como hicieron los japoneses, aunque de forma más primitiva, en Birmania. (En el sistema japonés, un infortunado soldado tenía que acurrucarse con su granada en un agujero en medio de la carretera y hacerla estallar cuando un tanque pasara por encima). Tampoco los campos de minas estaban establecidos racionalmente. Según Rommel, las minas debían ser utilizadas de todas las maneras posibles. «Tuvo, pues, que pelearse con los ingenieros —dice Ruge—, los cuales se empeñaban en colocar las minas según las normas del manual, mientras que Rommel defendía la variedad de formas». Cuando les sorprendió la invasión, Rommel y Ruge estaban entregados precisamente a un estudio comparativo de la táctica de las minas en tierra y en mar.
La amplitud de espíritu de Rommel causó gran impresión en su consejero naval. «No se ajustaba de ningún modo —cuenta Ruge— al tipo convencional del soldado. A diferencia de la gente del Estado Mayor general, Rommel se interesaba por las cuestiones técnicas. Sabía apreciar inmediatamente el interés particular de cualquier nueva invención en este terreno. Si alguno formulaba por la tarde una idea, no era raro que a la mañana siguiente le telefoneara ya para sugerirle algún mejoramiento posible de la misma. Se interesaba por la mecánica y sus ideas en tal sentido eran siempre útiles». En muchos de los gadgets improvisados para hacer más difícil el desembarque, podía uno ver la mano del joven oficial que muchos años antes se dedicaba a desmontar su motocicleta y a montarla de nuevo, de igual modo que las trampas y trucos preparados dejaban adivinar el astuto enemigo que habíamos conocido en África del Norte.
Entre esos gadgets figuraban, por ejemplo, los postes clavados en la playa hasta bajo el nivel de las aguas, algunos de los cuales llevaban en la punta una mina y otros una especie de cuchillo de acero destinado a operar como «abrelatas»; las minas colocadas como «almendras» en medio de un bloque de hormigón; las estacas minadas inclinadas cara al mar; los obstáculos antitanques de viejo estilo, formados por tres barras de hierro curvadas con ángulos rectos, que si ya no resultaban eficaces contra los tanques —el propio Rommel lo explicaba—, sí servían todavía para retardar el avance de la infantería a condición de ser colocados bajo el nivel de la marea alta; las minas marinas que flotaban entre dos aguas y llevaban un cordaje atado al detonador; en tierra, postes religados entre sí por cables que accionaban minas, y destinados a hacer imposible el aterrizaje de los planeadores enemigos… Las dificultades de abastecimiento, de transporte y de trabajo impidieron de todos modos que un gran número de estos dispositivos estuvieran a punto para el día 6 de junio.
Los campos de minas simulados proporcionaron muchas decepciones. Pero Rommel se había quejado ya antes de su apariencia poco convincente para engañar al enemigo en sus reconocimientos aéreos, porque se dejaba que los rebaños de ganado pastaran en ellos tranquilamente. Algunas baterías simuladas fueron luego copiosamente bombardeadas. Y no digamos nada del camuflaje habitual; Rommel había advertido una vez más que era realmente inútil camuflar con cintas blancas una batería instalada en medio de un verde campo. Se descubrió el medio de crear nubes de humo a base de paja y hojarasca, al faltar los aparatos especiales para aquella tarea. Los jefes de artillería y de infantería recibieron la orden de abrir fuego cuando se les indicara contra las baterías, trincheras y posiciones simuladas, en las líneas de retaguardia, con el fin de trastornar las rectificaciones de tiro del enemigo desde las costas. Pero el 22 de abril «ningún comunicado señala que dichos preparativos fueran puestos en práctica con éxito».
Cuando ya el desembarco era inminente, Rommel se preguntaba si, a título de medida preliminar, las V1 no podrían ser utilizadas contra las zonas de concentración inglesas situadas al sur de Gran Bretaña. Se le negó una satisfacción, aunque muchas de las rampas de lanzamiento estaban ya en condiciones de funcionar; lo que pasaba era que aún no había suficientes cohetes V1 para alimentar un tiro continuo. Y tal vez, de todos modos, era ya realmente tarde. Es interesante, con todo, tomar nota de lo que dijo el general Eisenhower: si los alemanes, afirmó, hubieran conseguido perfeccionar sus armas seis meses antes, y hubieran podido lanzarlas sobre el sector Portsmouth-Southampton en particular, «el desembarco en Europa se hubiera hecho excesivamente difícil, por no decir del todo imposible».
Rommel hubiera deseado también que la Marina colocara minas en todos los canales de navegación y que la Luftwaffe lanzara las nuevas minas de contacto alrededor de la isla de Wight. La Marina se opuso a minar los lugares próximos a las costas y el Führer no permitió el uso del nuevo tipo de minas que aún no era bastante conocido: los Aliados podrían colocar minas similares a aquéllas y «bloquear nuestros puertos». (Al argumentar así, Hitler pensaba, sin duda, en sus nuevos modelos de submarinos).
Sin embargo, el verdadero conflicto de opiniones era otro: ¿qué medios había que oponer a la invasión? Al parecer, Rommel no tenía la menor duda: «debemos detener al enemigo y destruir su material cuando todavía esté en el mar». Según él, las primeras veinticuatro horas serían decisivas. Si los Aliados lograban asegurarse una cabeza de puente, sería ya imposible arrojarlos al mar o impedir que hicieran una ruptura en las líneas alemanas. Su opinión se basaba exclusivamente en el factor de la superioridad aérea. «Rommel no olvidó jamás cómo la RAF inmovilizó sobre el terreno, en África del Norte, a él y su ejército de 80.000 hombres durante dos o tres días». Las fuerzas aéreas aliadas que apoyarían el desembarco serían incomparablemente más potentes. La Luftwaffe sería en seguida barrida del cielo. Como en África del Norte, los refuerzos prometidos por Goering no llegarían nunca. El tránsito por carretera o ferrocarril quedaría completamente parado haciendo que, por consiguiente, resultara imposible todo movimiento en la retaguardia. En esas condiciones, ¿cómo podía nadie pensar en contraofensivas de gran envergadura al estilo tradicional? Las tropas no serían capaces de llegar hasta sus posiciones de combate o bien llegarían a ellas demasiado tarde y desordenadamente. Si ese razonamiento era correcto, el litoral constituía la principal línea de resistencia. Cada soldado de las divisiones de primera línea debía estar presto a combatir en cualquier momento, en caso de un intento de desembarco en su sector. Era necesario colocar las reservas, los Cuarteles Generales, los servicios de intendencia inmediatamente detrás de las tropas combatientes. Los blindados debían encontrarse en situación de apoyo inmediato, para mantener las playas bajo el fuego de sus cañones si el caso lo requería. Tal vez este fuerte cinturón de resistencia, de existir, podía romperse; pero en el peor de los casos hubiera servido para contener al invasor durante algún tiempo; la ruptura hubiera sido local.
El Alto Mando general, el comandante en jefe para el Oeste y la mayoría de los jefes de ejércitos, de cuerpos o de divisiones, expresaban sobre la situación un juicio mucho más ortodoxo. ¿Cómo impedir a los Aliados que pusieran pie al nivel de las aguas cuando había que defender frente a ellos una linea costera de más de 5.000 kilómetros de longitud, disponiendo sólo de 59 divisiones, en su mayoría de segundo orden, y sólo 10 de ellas blindadas, y cuando, además, era imposible fijar con la menor garantía de certeza el punto del desembarque principal? El único medio correcto consistía en guardar cuidadosamente en las líneas de atrás las reservas, incluidas las de blindados; esperar que el esfuerzo principal del enemigo fuera debidamente localizado; entonces, en el momento oportuno, podría ser lanzada una contraofensiva de gran envergadura. Esta contraofensiva podría producirse, ya mientras el invasor estuviera aún en la costa, ya en el momento en que, desembocando fuera de su cabeza de puente, se encontraría momentáneamente «fuera de equilibrio». Von Rundstedt se consideraba lo bastante buen general para determinar el momento oportuno de aquella operación, habida cuenta de las circunstancias particulares.
Podemos afirmar que, en todo caso, los puntos de vista de Rommel sobre los efectos de la potencia aérea resultaron acertados. Hasta en la retaguardia del frente, sus tropas tuvieron que desplazarse en pequeñas formaciones y aun así, circular solamente por caminos de montaña. Una división situada en el sur necesitó veintidós días para correr los 700 kilómetros que la separaban de Normandía, y además tuvo que hacer el desplazamiento a pie. El general Bayerlein, que mandaba por entonces una división selecta, la «Panzer Lehr», a 160 kilómetros al sur de Caen, tardó más de tres días hasta conseguir el contacto; durante ese tiempo perdió 5 tanques, 130 camiones y gran número de sus cañones motorizados, a pesar de que disponía de una fuerte defensa antiaérea y de que era una división muy bien entrenada en la utilización de las coberturas y del camuflaje. En la brecha de La Falaise, los campos y las carreteras principales y secundarias estaban tan abarrotadas de material inutilizado y de cadáveres de hombres y de animales, «que durante mucho tiempo era imposible caminar sin pisar otra cosa que carroña» (eso ha dicho el general Eisenhower).
Cabe preguntarse, en otro aspecto, si no fue Rommel culpable de sobrevalorar las ventajas que ofrecía a los alemanes la conservación del «muro del Atlántico». ¿No se aventuraba demasiado cuando, por ejemplo, declaró a últimos de abril: «Podemos construir, en el corto plazo de tiempo que se nos ha concedido, unas defensas capaces de resistir los más duros ataques»? Dos años antes probablemente lo hubiera logrado, suponiendo que hubiera podido disponer de cantidades ilimitadas de hombres y de material. Pero aún aceptando esta hipótesis, ningún cinturón defensivo se ha mostrado jamás apto para «resistir los más duros ataques». Habíamos aprendido esta lección del propio Rommel y de su «División Fantasma» ya en 1940. Entonces, su sistema defensivo no logró más que la cuarta parte de su valor supuesto. Ahora ni siquiera podía confiar en los hombres que tenía: personal de servicios auxiliares, convalecientes del frente del Este, adolescentes sin ninguna experiencia bélica, y mezclados con ellos, renegados polacos, rumanos, yugoslavos y rusos. Ninguno de ellos podía resistir aquellos bombardeos aéreos que Rommel había previsto. La reputación de éste como estratega hubiera aumentado si hubiese apoyado la proposición de von Rundstedt de que se evacuara, antes del desembarco, todo el sur de Francia hasta el Loira. De haberse hecho esto, Rommel hubiera podido dirigir sus últimas batallas a base de la guerra de movimientos, en la que era maestro indiscutible. Pero era imposible ni siquiera pensar en un plan así. Proponer al Führer una retirada era una tarea mucho más desesperada todavía que la defensa del «muro del Atlántico». Sin embargo, como el lector podrá ver en el capítulo siguiente, no hay que juzgar a Rommel por lo que en aquellos momentos decía y parecía creer.
El general Montgomery no tenía ninguna duda sobre las intenciones de Rommel. El análisis que hizo de los planes y de la personalidad de su viejo adversario era una verdadera obra maestra del género. Montgomery escribía en mayo:
En febrero último Rommel se ha hecho cargo del mando de las fuerzas acantonadas entre Holanda y el Loira… Es evidente que su objetivo consiste en batirnos sobre las playas… Es un jefe enérgico, lleno de determinación; todo ha cambiado desde que ha tomado él el mando. Es el mejor en operaciones por sorpresa; su fuerte es la ruptura; pero resulta demasiado impulsivo cuando se trata de una batalla ordenada. Hará todos los posibles para «dunquerquizamos», rehuyendo quizá hasta la batalla de tanques sobre el terreno de su elección, pero impidiendo que los nuestros desembarquen, para lo cual utilizará los suyos en primera línea. El día del desembarco, Rommel procurará: a) inmovilizarnos en las playas; b) asegurarse la posesión de Caen, Bayeux, Carentan. Inmediatamente después proseguirá sus contraataques… Tendremos que abrirnos a toda costa un camino por tierra firme, e implantarnos en él, antes de que tenga tiempo de lanzar contra nosotros reservas suficientes. Nuestras columnas deberán penetrar hacia el interior con rapidez y profundamente… Tenemos que ganar terreno en seguida, y aferramos sólidamente tierra adentro… Durante todo este tiempo, la aviación debe hacerse dueña del aire para hacerse sumamente difícil todo movimiento de las reservas enemigas hacia los sectores de combate. La batalla terrestre será terrorífica, y el apoyo de nuestra aviación habrá de ser constante.
Las cosas ocurrieron tal como los dos hombres habían previsto. Rommel intentó, en efecto, «dunquerquizarnos». Nuestra aviación dominó el cielo incesantemente. Las primeras veinticuatro horas fueron decisivas. Una vez lograron establecer una cabeza de puente, los Aliados sólo podían ser arrojados de nuevo al mar en el caso de que cometieran algún error fenomenal, y no lo cometieron. Cuando dejamos atrás la cabeza de puente para marchar tierra adentro, ¿disponía von Rundstedt de mayores posibilidades de derrotarnos en terreno descubierto? La cosa es improbable, si atendemos a nuestra supremacía aérea y a las tropas de que von Rundstedt disponía. Y el general Montgomery no era tampoco un hombre que se dejara sorprender en posición de desequilibrio. Nuestro avance quizá hubiera sido más lento, pero no por eso menos cierto.
De hecho, ninguno de los planes de resistencia al desembarco pudo ser puesto a prueba íntegramente: ni von Rundstedt ni Rommel disponían de libertad para actuar según sus deseos. Si Hitler no era en verdad el inspirador de Rommel, sí defendía la concepción de éste de que la resistencia principal debía plantearse en las playas; así fue como von Rundstedt no pudo constituir el ejército de maniobra que deseaba. Pero, en oposición con los puntos de vista intuitivos de Hitler y el pensar de Rommel, von Rundstedt compartía la opinión ortodoxa del Estado Mayor según la cual el punto principal del desembarco se situaría en el Paso de Calais, que era el lugar más próximo a Inglaterra y principio de un camino directo hacia el Ruhr alemán; y de ahí que Rommel no pudiese concentrar los importantes contingentes de fuerzas blindadas en la retaguardia inmediata a las playas normandas, donde Hitler y él creían que iba a tener lugar el desembarco.
Añadamos que para todo el frente que se extendía desde el Escalda al Loira, Rommel no disponía más que de tres débiles divisiones blindadas; el resto de las fuerzas permanecían en situación de reserva, a disposición del comandante en jefe para el Oeste. Pero al mismo tiempo, éste no podía servirse de aquellas reservas sin una previa orden de Keitel, Jodl o Hitler, orden que, como de costumbre, también en esta ocasión llegó demasiado tarde. En el sector avanzado de Normandía, Rommel solamente podía utilizar su vieja 21.a división de panzers que había sido reformada hacía poco, y en la que ya quedaba muy poco personal del de antes. Según von Esebeck, esa división incluso fue retirada la víspera del desembarco, y agregada al grupo oeste de los panzers de von Rundstedt, aprovechando que Rommel había ido a ver a Hitler. Pero cuando Rommel regresó, recuperó su división y la utilizó a su favor impidiendo gracias a ella que Caen cayera en manos del enemigo ya el primer día. Con razón o sin ella, Rommel consideraba que el jefe que la mandaba, el mayor general Feuchtinger, no la hacía maniobrar con aquella audacia que von Ravenstein había mostrado en el desierto. Cuando Rommel volvió al frente, explica von Esebeck, vio que lo ocupaban tropas aerotransportadas. «¿Cuántos planeadores hay?», preguntó. «Centenares y centenares», contestó Feuchtinger. «¿Y cuántos han abatido ustedes?», insistió Rommel, «¡Tres o cuatro!», fue la respuesta de su interlocutor. «¡Ha dejado usted escapar una buena oportunidad!», concluyó Rommel. Feuchtinger, por su parte, se lamentaba de no haber recibido ninguna orden antes de que Rommel regresara, cuando tenía prohibido no hacer nada si no se lo ordenaban.
«¡Demasiado poco y demasiado tarde!». Como en África, ése fue el error también ahora del Alto Mando alemán. Dos semanas antes de que se produjera la invasión, Rommel había suplicado que se le autorizara a colocar la 12.a división de panzers SS, la Hitler Jugend, en la boca del Vire, cerca de Carentan. ¡Y fue precisamente en las cercanías de Carentan donde aterrizaron los norteamericanos! El general Montgomery había profetizado que Rommel se esforzaría por asegurarse tres puntos clave: Carentan era uno de ellos. Lanzada finalmente al combate en Caen, esta división, mandada por un nazi fanático, Kurt Meyer, se batió con la energía que da la desesperación. No bastaba eso para detener la invasión, pero se trataba de la táctica que Rommel había premeditado. Von Rundstedt le había negado la división, pero no puede criticársele por haber procedido así; ni el propio Rundstedt podía desplazarse sin autorización de Jodl, el cual a su vez no podía hacer nada sin permiso de Hitler. Ningún general puede dirigir bien una batalla en esas condiciones.
Poco después de que los Aliados establecieran su cabeza de puente, Rommel y von Rundstedt se pusieron totalmente de acuerdo por vez primera. Mucho tiempo después, el capitán Liddell Hart preguntó a von Rundstedt si tuvo la esperanza de detener la invasión en alguna de las fases posteriores al desembarco. Von Rundstedt contestó: «Después de los primeros días, ya no. Las fuerzas aéreas aliadas paralizaban durante todo el día nuestros movimientos y los dificultaban mucho por la noche. Los aviones enemigos habían demolido todos los puentes sobre el Loira y sobre el Sena, aislando así todo el sector. A causa de ello, la concentración de nuestras reservas se hacía con mucho retraso: tardaban en llegar al frente tres o cuatro veces más de tiempo del que habíamos calculado». Evidentemente, aquel «habíamos» en plural no incluía a Rommel, pero ahora que éste ya estaba muerto, von Rundstedt se inclinaba ante su diagnóstico ya que no ante el tratamiento que Rommel había propuesto.
El general Blumentritt, jefe del Estado Mayor de von Rundstedt contó al autor de Defeat in the West que a últimos de junio Keitel llamó a von Rundstedt por teléfono y le preguntó con acento de desesperación: «¿Y qué vamos a hacer ahora?». A lo cual respondió von Rundstedt, impasible: «¿Qué hacer? Pues pedir la paz, ¡camada de idiotas! ¿Qué otra cosa pueden ustedes hacer?». Y colgó inmediatamente. El almirante Ruge cuenta por otra parte que Rommel le había dicho antes que había que poner fin a la guerra costara lo que costara. «Aunque tengamos que convertirnos en un Dominio británico, vale más poner fin ahora a la guerra antes que ver Alemania completamente arruinada por esta lucha sin solución», dijo Rommel. «El 11 de junio —prosigue Ruge— estuvimos hablando de ese tema durante dos horas. Yo dije que, a mi entender, Hitler debía retirarse para dejar abierto el camino de la paz. De no hacerlo, no le quedará otra solución que el suicidio». Rommel le contestó: «Conozco a Hitler. No se suicidará, ni menos aún abdicará. Mientras quede una casa en pie en Alemania, continuará la guerra sin preocuparse lo más mínimo de la suerte del pueblo alemán».
Los informes de Rommel apenas eran más discretos que sus confidencias a Ruge. El 12 de junio envió uno sobre la situación de la víspera. Ajustándose a las reglas habituales, subrayaba en primer lugar la resistencia obstinada de las tropas alemanas en los sectores costeros, resistencia que había retardado las operaciones aliadas; pero a continuación se abandonaba a un pesimismo casi indisimulado.
La potencia en tierra de nuestro enemigo crece a velocidad muy superior de la que emplean nuestras reservas para llegar al frente… De momento, el Grupo de ejércitos debe contentarse con formar un frente coherente entre el Orne y el Vire y dejar que el enemigo siga avanzando… Es imposible relevar a las tropas que defienden todavía algunas posiciones de la costa… Nuestras operaciones en Normandía se harán excepcionalmente difíciles y hasta particularmente imposibles por obra de la potencia extraordinaria —por no decir de la superioridad aplastante— de las fuerzas aéreas aliadas y de los efectos de la artillería naval pesada… Como en varias ocasiones hemos dicho mis oficiales de Estado y yo mismo, y como lo demuestran los informes de los jefes de unidad, en particular los del Obergruppenführer Sepp Dietrich, el enemigo posee el control completo del frente. Casi todos nuestros transportes por carretera o por montes pelados quedan frenados de día por la acción de importantes formaciones de cazas y bombarderos. Nuestros movimientos en el sector de combate se ven prácticamente paralizados durante el día, mientras que el enemigo puede desplazarse con absoluta libertad… Tenemos grandes dificultades para acarrear las municiones y los víveres… Las posiciones de artillería, los despliegues de tanques, etc., son inmediatamente bombardeados y neutralizados… Las tropas y los Estados Mayores se ven obligados a ocultarse durante el día… Ni nuestra defensa antiaérea ni la Luftwaffe están, al parecer, en condiciones de contrarrestar estas operaciones paralizadoras y destructivas de las fuerzas aéreas enemigas… Los efectos de la artillería naval pesada son tan grandes que hacen imposible cualquier operación de nuestra infantería o nuestros tanques en los sectores alcanzados por su fuego… El equipo de los anglonorteamericanos, que comprende numerosas armas nuevas y un importante material de guerra, es muy superior al de nuestras divisiones. Tal como me ha indicado el Obergruppenführer Sepp Dietrich, las divisiones blindadas enemigas conducen la batalla desde una distancia superior a tres kilómetros con el máximo derroche de municiones y contando con un magnífico apoyo de sus fuerzas aéreas. Las tropas de paracaidistas o aerotransportadas son utilizadas en tal cantidad y con tal eficacia que nuestras tropas, cuando son atacadas, experimentan las mayores dificultades para defenderse… La Luftwaffe, por desgracia, no ha podido actuar contra esas formaciones del modo originalmente previsto. Dado que durante el día el enemigo puede paralizar nuestras formaciones móviles con su aviación, mientras él puede operar con fuerzas dotadas de gran movilidad y con tropas aerotransportadas, nuestra situación está en camino de hacerse extraordinariamente difícil.
Insisto en que se informe al Führer de todo esto.
ROMMEL
Rommel se engañaba de medio a medio si imaginaba que sus referencias a Sepp Dietrich, favorito nazi, servirían para inclinar a Hitler a aceptar aquellos puntos de vista «derrotistas». El 17 de junio, von Rundstedt convenció a Hitler de que presidiera una conferencia en Margical, cerca de Soissons. Von Rundstedt llevó con él a Rommel. Los dos mariscales se expresaron con toda franqueza, de modo que a Hitler no le quedó ninguna duda acerca de lo que ambos pensaban sobre la posibilidad de rechazar al invasor hasta el mar. Lejos de poder realizar ese proyecto, la única esperanza de impedir una ruptura estaba en retirarse detrás del Orne y establecer un frente hasta Granville, en la costa Oeste del Cotentin. Un frente así, extendido a través del paisaje de soto —campiña acotada de espesos setos—, y luego a través de colinas llenas de arbolado, podría ser defendido por la infantería. Mientras, los blindados serían reorganizados y puestos en reserva.
Ante aquellas proposiciones, surgió automáticamente la réplica de Hitler: «¡Ni hablar de retirada!». Rommel no contribuyó precisamente a aflojar el tenso ambiente que se había creado, cuando poco después elevaba su protesta cerca de Hitler por el «incidente» de Oradour-sur-Glane, que había ocurrido la semana anterior. Como represalia por el asesinato de un oficial alemán, la división Das Reich de las SS encerró a las mujeres y a los niños de Oradour en la iglesia y luego incendió el pueblo. Cuando los hombres y los adolescentes salían de las casas huyendo de las llamas, fueron abatidos con fuego de ametralladora. Incendiada también la iglesia, perecieron en ella seiscientas personas entre mujeres y niños. Fue una desgraciada casualidad, reconocían los SS que hubiera dos pueblecitos con el nombre de Oradour, y que se hubieran equivocado atacando aquel de los dos que no tenía ninguna responsabilidad en el asesinato del oficial alemán. Pero aquello en nada impidió que se tomaran las duras represalias. Rommel pidió autorización para castigar a la división Das Reich, diciendo:
Actos de esa clase no hacen sino manchar el uniforme alemán. ¿Cómo extrañarse de la potencialidad de la Resistencia francesa que nos ataca por la espalda, si la conducta de las SS empuja a todo francés con un poco de conciencia a sumarse a la Resistencia?
Hitler, entonces, gritó: «No se meta usted en eso. No corresponde a su sector. ¡Resistir a la invasión!, ése es su único trabajo».
La conferencia acabó bruscamente cuando von Rundstedt y Rommel, dando pruebas de gran audacia, intentaron suscitar la cuestión de la posibilidad de hacer proposiciones de paz a las potencias occidentales. Los adioses no fueron cordiales por ninguna de las dos partes. Y poco después la explosión de una V-1 causó grandes daños en el Cuartel General. Desgraciadamente, no hubo pérdidas humanas.
Durante las semanas que siguieron, los informes de Rommel se limitaron estrictamente a los hechos, sin formular ninguna opinión sobre el futuro. Como máximo, decían a este respecto: «El grupo B de ejércitos proseguirá sus esfuerzos para impedir que el enemigo opere una ruptura». Señalando en uno de sus informes la pérdida de 100.089 oficiales y soldados entre el 6 de junio y el de julio, y contraponiéndola a los 8.395 hombres llevados al frente y a los 5.303 en ruta hacia él, Rommel hacía el siguiente comentario: «A la vista de las crecientes pérdidas, el problema de su reemplazamiento provoca cierta ansiedad». Pero de hecho, ya en aquel tiempo estaba muy mal mirado por las altas esferas. El 29 de junio había sido llamado a Berchtesgaden al mismo tiempo que von Rundstedt. Hitler les anunció entonces que no quería que se desarrollara la guerra de movimientos, a causa de la superioridad aérea del adversario y de su abundancia de vehículos y combustible. Lo que se imponía era bloquearle con un frente continuo en su cabeza de puente y desgastarlo con una guerra de posición, debía echarse mano de todos los métodos de la «guerrilla». Aludiendo a Rommel, Hitler añadió, en presencia de Keitel y Jodl: «Todo iría mucho mejor, si consintiera usted en batirse mejor». Rommel regresó hecho una furia a su Cuartel General de La Roche-Guyon, donde volcó aquel ramillete de elogios sobre su jefe de Estado Mayor, el teniente general Dr. Hans Speidel, que a últimos de abril había reemplazado a Gausi.
El general Speidel merece que le dediquemos una mención especial, ya que por entonces se disponía a representar en la vida de Rommel, y de hecho lo representaba ya, un papel mucho más importante que el de jefe de Estado Mayor. De un asombroso parecido con nuestro secretario de Estado para la Guerra, sir James Grigg, posee como éste, además de una mirada de búho, un espíritu claro y preciso y casi el mismo temperamento de filósofo. La cosa no tiene nada de sorprendente: se trata de un espécimen poco corriente de soldado profesional que es al mismo tiempo un filósofo de carrera. Se incorporó al ejército a la edad de diecisiete años, hizo toda la guerra en el frente occidental, casi todo el tiempo en la misma brigada de Rommel. Luego, en el período de entreguerras permaneció en el ejército y siguió los cursos de la Academia de Estado Mayor. Al mismo tiempo estudiaba historia y filosofía en la Universidad de Tubinga y lograba el diploma de doctor en filosofía, summa cum laude, en febrero de 1925. Si este «duplo» no constituye un récord único, sí es de todos modos un caso raro.
Dotado de un espíritu analítico y preciso y de una memoria infalible, Speidel parecía destinado a una carrera brillante como oficial de Estado Mayor; con mayor motivo aún si añadimos que a esas cualidades unía unos cálidos sentimientos humanos —aunque los disimulaba muy bien— y un enorme sentido del humor. Adjunto del agregado militar alemán en París durante 1933 (hablaba un francés impecable), fue nombrado jefe de la Sección Occidental a su regreso a Berlín. Asistió a las maniobras francesas de 1937 y escribió sobre ellas un artículo en el que afirmaba que el ejército francés no estaba preparado para una guerra ofensiva moderna, pero que cabía esperar una resistencia desesperada de ese ejército y de sus jefes en el caso de que Francia llegara a ser invadida. «Afortunadamente —o quizás habría que decir: desgraciadamente— me equivocaba», le oí decir un día a Speidel.
Como oficial de Estado Mayor del 9.o cuerpo en Dunkerque, ha confirmado que, por medio de una orden directa, Hitler impidió a von Rundstedt que utilizara los dos cuerpos blindados de Guderian y de von Kleist contra los ingleses cuando éstos reembarcaban. «Ni un solo inglés hubiera podido abandonar las costas de Francia si hubiéramos lanzado en la refriega aquellos dos cuerpos», ha dicho Speidel. No mucho después, se hallaba éste en un salón del hotel Crillón, en París, combinando con el general Dentz los términos de la capitulación francesa. Nosotros hemos considerado siempre al general Dentz como un monstruo de doblez por su comportamiento en Siria, y los franceses lo condenaron a muerte para acabar encarcelándolo para toda su vida. Sin embargo, tal vez sea de interés tomar nota de lo que pensaba sobre él Speidel: según éste, Dentz «hizo todo lo mejor que pudo, dadas las circunstancias», y era «un patriota y un buen soldado francés».
Acabada la campaña de Francia, Speidel ocupó varios puestos importantes en el Estado Mayor de Rusia. Mientras se encontraba ante Moscú con el V ejército alemán, asumió en gran parte la responsabilidad de los planes de la ofensiva de verano de 1942 en el sur, ofensiva que llevó a los alemanes a unas perspectivas de victoria. Como jefe del Estado Mayor general del VIII ejército (italiano) en 1943 y durante los primeros meses de 1944, tomó parte en todos los grandes combates de aquel año decisivo. Muy tontamente, interrogué una vez al general Speidel acerca de las condiciones de la guerra en Rusia. ¿Fue el frío un duro enemigo? Amablemente, me contestó: «Muy duro en efecto. En descargo de aquel frío sólo puede decirse que impidió que los oficiales de Estado Mayor escribieran». Y al preguntarle cuáles fueron a su entender las causas de la derrota final alemana, me contestó: «Demasiados rusos y un alemán de sobra: Hitler».
Sin haber rebasado los cincuenta y un años de edad, el doctor Speidel es actualmente profesor de Filosofía en la Universidad de Tubinga. Como el lector verá más adelante, alcanzó ese puesto apacible tras un viaje lleno de aventuras, algo agitado por la tempestad. En el intervalo, en medio del tumulto de la batalla de Normandía, era el consejero estimado y escuchado del comandante en jefe del grupo B de ejércitos, sobre cuestiones que no eran puramente militares…
El 17 de julio, la aviación aliada alcanzó por fin directamente a Rommel. Nada de extraordinario hubo en el acontecimiento. El automóvil de Rommel fue uno del los millares de vehículos que fueron ametrallados en las carreteras y caminos de Normandía en julio de 1944. El capitán Helmuth Lang, que se hallaba al lado de Rommel, ha relatado los hechos. De su declaración se deduce que él y Rommel tuvieron la mala suerte de tomar una carretera a lo largo de la cual operaba nuestra aviación[14]. Escribe el capitán Lang:
Como cada día el mariscal Rommel hacía el 17 de julio su habitual visita al frente. Acababa de recorrer los sectores de la 276.a y 277.a divisiones de infantería, que la noche anterior habían rechazado un fuerte ataque enemigo. Rommel marchó en seguida al Cuartel General del 2o cuerpo blindado SS, donde sostuvo una conversación con los generales Bittrich y Sepp Dietrich. Teníamos que marchar precavidos contra la aviación enemiga, que sobrevolaba sin cesar el campo de batalla, atraída inmediatamente por la polvareda que se levantaba de las carreteras.
A las cuatro de la tarde, Rommel abandonó el Cuartel General de Dietrich y tomó el camino de regreso. Quería volver lo antes posible al Cuartel General del grupo B de ejércitos, ya que el enemigo había abierto brecha en otro sector del frente.
A lo largo de las carreteras nos encontramos con convoyes envueltos en llamas, y de vez en cuando los bombarderos enemigos nos obligaban a tomar carreteras secundarias. A las seis de la tarde el automóvil del mariscal se hallaba en las cercanías de Livarot. Un convoy que acababa de ser atacado, estaba aparcado a lo largo de la carretera e importantes grupos de bombarderos enemigos operaban aún en picado por los alrededores. Así, pues, para alcanzar la carretera principal, que estaba a cinco kilómetros de Vimoutiers, tomamos otra umbrosa carretera.
Estábamos a punto de alcanzarla cuando vimos ocho bombarderos enemigos volando sobre Livarot. Más tarde supimos que aquellos aparatos habían paralizado el tránsito en la carretera de Livarot durante las dos horas anteriores. Como pensábamos que no habíamos sido vistos, continuamos marchando por la carretera principal de Livarot a Vimoutiers. De repente, el sargento Holke, que venía con nosotros como vigilante, nos advirtió que dos aviones volaban sobre la carretera dirigiéndose hacia nosotros. Dimos orden al chófer, Daniel, de que acelerara y tomara un caminito que había a la derecha; lo veíamos a unos 300 metros de distancia; allí podríamos refugiarnos.
Antes de que pudiéramos llegar al camino, los aparatos enemigos, en vuelo rasante a gran velocidad, llegaron hasta nosotros. Abrió fuego el primero. En aquel momento, el mariscal Rommel apartaba la cabeza. La primera ráfaga alcanzó el costado izquierdo del coche. Uno de los proyectiles destrozó el hombro y el brazo izquierdo de Daniel. Rommel sufrió heridas en el rostro a causa de los fragmentos de vidrio que saltaron y recibió un golpe en la mandíbula y en la sien izquierda (producida seguramente por la parte superior del parabrisas) que, al ocasionarle una triple fractura de cráneo, hizo que perdiera el conocimiento sobre la marcha. El comandante Neuhaus recibió un disparo en la culata de su revólver, y la violencia del choque le rompió la pelvis.
Nuestro chófer Daniel, gravemente herido, había perdido el control del automóvil, que fue a chocar contra un árbol, para caer de rebote sobre la parte izquierda de la carretera y acabar dando una vuelta de campana antes de ir a parar a un foso. El capitán Lang y el sargento saltaron del coche y se refugiaron a un lado de la carretera. El mariscal Rommel, que al comenzar el ataque agarraba la empuñadura de la portezuela, había sido proyectado en estado inconsciente fuera del vehículo cuando éste dio la vuelta de campana, y yacía sobre el suelo, a unos veinte metros de distancia. Un segundo aparato enemigo voló sobre el lugar del accidente, e intentó tocarnos de nuevo lanzando algunas bombas.
Instantes después, el mariscal Rommel fue colocado en lugar protegido por el capitán Lang y el sargento Holke. Estaba aún inconsciente, cubierto de sangre a causa de las numerosas heridas de su rostro, particularmente visibles en su ojo izquierdo y en la boca. Parecía estar herido en la sien. No recobró el conocimiento ni después de que lo pusimos en lugar seguro.
Con el fin de prestar socorro a los heridos, el capitán Lang intentó encontrar un automóvil, cosa que no logró hasta tres cuartos de hora más tarde. Curó las heridas del mariscal Rommel un médico francés en un hospital atendido por religiosas. Éstas mostraban un aire de gravedad; según el médico francés, había pocas esperanzas de que Rommel escapara a la muerte. Poco después, sin haber recobrado el conocimiento, fue llevado junto con Daniel al hospital de Bernay, a cuarenta y cinco kilómetros de distancia. Los médicos que le examinaron diagnosticaron que el mariscal Rommel sufría varias heridas graves en el cráneo: una fractura en la base, dos fracturas de sien, la mandíbula triturada, una herida en el ojo izquierdo, diversos cortes por astillas de vidrio y varias contusiones.
Unos días más tarde, Rommel fue llevado a casa del profesor Esch, en el Vesinet, cerca de Saint-Germain.
* * *
A principios de julio, y como lógica y natural consecuencia de haberse atrevido a recomendarle a Keitel que debía buscar la paz, von Rundstedt fue relevado de su puesto de mando. Lo reemplazó el general Gunther von Kluge, que acababa de llegar de Rusia. Rommel no se impresionó ante aquella advertencia dada a los «derrotistas» y se decidió a intentar de nuevo la tarea de hacer entrar en razón a Hitler. De acuerdo con el general Speidel, que trazó las grandes líneas del documento, Rommel envió a von Kluge un informe personal, dos días antes de ser herido, pidiendo que fuera transmitido personalmente al Führer. En ese informe Rommel insistía en las líneas fundamentales de su análisis del 12 de junio, pero de manera aún más pesimista.
La situación en el frente de Normandía se hace de día en día más difícil; se acerca rápidamente a un punto de crisis.
A continuación describía la superioridad de los Aliados en artillería y en tanques, las graves pérdidas alemanas y la falta de refuerzos, la insuficiencia del equipo disponible, la destrucción de la red ferroviaria por la aviación enemiga y las dificultades que ofrecía la utilización de las carreteras, la falta de municiones, la fatiga de las tropas… El enemigo, por si fuera poco, aportaba cada día a la lucha nuevas fuerzas y material en cantidades masivas; sus líneas de abastecimiento no eran atacadas por la Luftwaffe; la presión no cesaba de aumentar.
En estas condiciones es de prever que el enemigo no tarde en abrir brecha en nuestro frente, tan débil, particularmente en el sector del VII ejército, y penetren profundamente en Francia… No disponemos de ninguna reserva móvil para poder oponernos a un ataque así. Nuestra aviación casi no ha tomado parte en el combate. Es verdad que nuestras tropas combaten heroicamente, pero el final de esta desigual batalla no ofrece dudas.
Rommel añadió, de su puño y letra:
Le ruego tenga a bien reconocer en el acto la significación política de la situación. Me creo en el deber, en mi condición de comandante en jefe del grupo B de ejércitos, de comunicarle esto con toda franqueza.
La carta con la que Kluge acompañaba el envío del informe de Rommel, fechada el 21 de julio, no carece de cierto interés. A pesar de las grandes esperanzas que von Kluge alimentaba en el momento de su toma de posesión, esa carta prueba que había llegado rápidamente a idénticas conclusiones que von Rundstedt y Rommel. Prueba igualmente que von Kluge fue indudablemente un hombre de valor moral considerable: la había escrito sabiendo que no sería bien acogida en el Cuartel General de Hitler. Decía así:
Mi Führer, le envío adjunto un informe del mariscal Rommel; me lo entregó antes de su accidente; discutimos juntos los términos del mismo. Yo llevo aquí solamente quince días. Después de largas discusiones con los jefes responsables de los diversos frentes, en particular con los jefes SS, he llegado a la conclusión de que, desgraciadamente, el mariscal Rommel tenía razón… No existe absolutamente ninguna posibilidad de conducir una batalla teniendo enfrente una fuerza aérea enemiga tan poderosa… sin verse obligado a ceder terreno… El efecto psicológico que semejante masa de bombas, lloviendo del cielo con el poderío de los elementos naturales, ejerce sobre los combatientes, y en particular sobre la infantería, es tal que no queda más remedio que otorgarle la más seria consideración. Que esta alfombra de bombas se desarrolle sobre tropas buenas o malas, no tiene ninguna importancia. Las aniquila de todos modos. Y lo que es más importante, su material queda destruido. Basta que esto se repita varias veces para que la capacidad de resistencia sea aniquilada…
Llegué aquí firmemente decidido a ejecutar las órdenes de usted y a estabilizar el frente costara lo que costara. Me doy cuenta ahora de que ese objetivo no puede ser alcanzado más que al precio de una lenta pero segura destrucción de nuestras tropas —estoy pensando especialmente en la división Hitler Jugend, que se ha cubierto de gloria.
Está más que justificada la ansiedad a propósito del futuro inmediato…
A pesar de todos nuestros esfuerzos, se aproxima a grandes pasos el momento en que este frente tan duramente atacado estará a punto de quebrarse… En mi condición de comandante en jefe responsable, considero que es mi deber, mi Führer, atraer la atención de usted, a su debido tiempo, sobre estas consideraciones…
Cinco semanas después, el mariscal von Kluge era destituido y moría. En unos momentos en que, a cualquier hora del día y de la noche, la muerte transformaba en héroes a muchos hombres paralizados por el miedo, von Kluge eligió, por su cuenta, el camino del suicidio. Él comprendió —así lo dijo— hasta qué punto había decepcionado al Führer al fracasar en la misión que éste le había confiado: el control de las operaciones. No era ésta, sin embargo, la única razón de que no deseara volver a verle más.