EL FINAL DE ÁFRICA
Dejamos a Rommel a fines de julio, cuando daba los primeros golpes —no muy firmes aún— contra las puertas de Alejandría. Se enfrentaba ahora con una posición no encontrada antes en el desierto: una oposición que no podía ser cercada. En efecto, el flanco derecho de los ingleses se apoyaba en el mar, su flanco izquierdo, setenta kilómetros al sur, en las arenas movedizas, consideradas «infranqueables», de la depresión de Qattara (Randall Plunkett, del regimiento de Caballería de los Guías, se hizo muy impopular entre la gente de la sección del Estado Mayor encargada de los planes, cuando, retirándose de Siwa, consiguió atravesar con sus tanques aquella región considerada inexpugnable). La posición, desde luego, había sido preparada para su defensa mejor de lo que imaginaban los alemanes.
Todo esto no quiere decir, sin embargo, que el VIII ejército estuviera totalmente a la defensiva. Aún hoy es sentimiento generalizado en Inglaterra que el VIII ejército se había agazapado, atemorizado, tras El Alamein, después de haber retrocedido desde la frontera en franca derrota, mientras en El Cairo el Estado Mayor, presa de pánico, quemaba montones ingentes de documentos, pronto a retirarse a Palestina o al Este africano. También, según la leyenda popular, el general Montgomery llegó entonces como caído del cielo, y reconstruyendo, o hasta creando, ese ejército, transformó en victoria lo que parecía derrota irreparable.
Esa leyenda es injusta con el VIII ejército; se opone incluso a la verdad de los hechos. Es cierto que a principios de julio hubo una cierta desorientación. En la fecha que localmente recibió el nombre de «Miércoles de Ceniza» fueron quemados, en efecto, muchos documentos. Hubo también la evacuación de algunos civiles y de las mujeres. La flota abandonó Alejandría, donde estaba demasiado expuesta a los bombardeos enemigos. Tomando asimismo una medida de elemental prudencia, se dispuso todo para poner el Delta en condiciones de defenderse en el caso de que los alemanes rompieran las defensas de El Alamein. Llegó a pensarse hasta en una posible retirada «combatiendo» en dirección al sur, hacia los valles del Nilo, Palestina o incluso hacia Irak, si el Delta sucumbía también. Hacía ya tiempo que se había elaborado una serie de planes pensando en toda clase de eventualidades, obra de los Estados Mayores especializados, que para eso están. No dudamos de que existían planes concretos hasta para continuar la guerra desde Canadá, en el supuesto de que el Gobierno inglés llegara a verse obligado a abandonar Inglaterra.
Podemos añadir que el general Auchinleck no tenía más intenciones de dejar El Alamein, que Churchill de abandonar Londres. Por el contrario, a lo largo de todo el mes de julio, el VIII ejército atacó insistentemente al enemigo, intentando arrebatarle la iniciativa de las operaciones y, si era posible, destrozarle en sus mismas posiciones. El primer combate se libró el 2 de julio, a continuación de un ataque sin éxito de Rommel contra El Alamein. Los combates, muy reñidos, prosiguieron durante varios días, y solamente la falta de tropas de reserva interrumpió el avance del 13.o cuerpo de ejército, que por esa causa hubo de detenerse. El día 10 de julio, la 9.a división australiana se apoderó de la importante posición de Tel el Eisa, al oeste de El Alamein, conservándola a pesar de los duros y repetidos contraataques enemigos. En un ataque nocturno que emprendieron el 14 de julio, la División neozelandesa y la 5.a brigada de infantería hindú lograron ganar terreno en las importantes crestas de la cordillera Ruweisat. En la noche del 16 de julio los australianos ocuparon la cadena montañosa de El Makh Ahad, hacia el sur. Rommel reaccionó entonces con dureza y violencia, ya que con todo ello habíamos perforado sus líneas.
El 21 de julio, mientras que los australianos atacaban por el norte, la división de Nueva Zelanda, sostenida por tanques, fue lanzada contra el centro del frente, con el fin de intentar cortar en dos la posición enemiga. Pero al ser derrotados nuestros tanques, la operación fracasó. Otro ataque importante tuvo lugar el 26 de julio; fue lanzado hacia el norte de la cuña que habíamos logrado en Tel el Eisa. Tras unos duros contraataques alemanes, también esta operación fracasó, en parte porque la infantería no logró abrirse un camino a través de los campos de minas enemigos capaz de permitir el avance de nuestros tanques, pero sobre todo fracasó porque faltaron fuerzas de refresco, bien entrenadas, que hubieran podido contener el vigoroso asalto del enemigo.
El 30 de julio el general Auchinleck hubo de convencerse a regañadientes de que, dadas las fuerzas de que disponía, resultaba imposible emprender ninguna nueva ofensiva. Confiaba en poder reanudar sus ataques a mediados de septiembre, fecha en la que dispondría de las siguientes fuerzas: la 44.a división recién llegada de Inglaterra, que estaba siendo intensamente entrenada para la guerra en el desierto; la 8.a división blindada, también llegada hacía poco y que estaba recibiendo como equipo tanques norteamericanos de talla media; y la división blindada, reforzada en su equipo y en la preparación de sus hombres. En definitiva, y pese a la fuerte presión ejercida por el Gabinete, el general Alexander, de acuerdo con el general Montgomery, retardó aún un mes más la mencionada fecha[11].
Mientras tanto, el general Montgomery disponía de otras dos divisiones inglesas y de gran cantidad de tanques nuevos y de cañones, todos de una alta calidad hasta entonces desconocida en el VIII ejército. Es indudable que el aplazamiento de la fecha fijada tuvo como justificación los resultados obtenidos, ya que el general Montgomery llevó a buen fin su empresa. Tampoco puede dudarse de que fue la extrema confianza que tenía el general en sí mismo y sus dotes para «el contacto humano» lo que hizo que electrizara a sus tropas. Jugaba con la ventaja que ofrece la novedad: inspiró primeramente curiosidad, luego interés y finalmente admiración. Admiración, desde luego, bien merecida. Aun reconociendo todo esto, sería un error querer magnificar su gran victoria y sus indiscutibles cualidades personales diciendo que en el momento en que tomó el mando, el VIII ejército había dejado de existir como fuerza combatiente. Hay que recordar, por el contrario, que a lo largo del mes de julio ese ejército había capturado más de 7.000 prisioneros y había frenado el avance de Rommel en dirección al Delta. En definitiva, había abierto el camino a aquella ofensiva de gran envergadura que su debilidad le impedía llevar a cabo por sí mismo.
El punto de vista alemán aporta un acento irónico, pero también algo trágico, a los comentarios anteriores. «Los ataques que lanzaron ustedes en julio nos impresionaron y nos fastidiaron mucho», cuenta el general Bayerlein, y añade: «Entre los días 10 y 26 estuvieron ustedes a punto de romper nuestras posiciones. Si hubieran continuado ustedes un par de días más con su ofensiva, la hubieran coronado con pleno éxito. El día 26 de julio, concretamente, resultó decisivo. Nuestra artillería pesada carecía de municiones; Rommel estaba decidido a retirarse hacia la frontera en el caso de que continuaran ustedes con su ofensiva».
Dejando aparte toda cuestión referente a las reputaciones personales, hay que decir que fue bueno para nosotros y muy malo para Rommel el hecho de que la ofensiva no se reanudara. Si Rommel se hubiera vuelto a instalar en sólidas posiciones naturales de carácter defensivo, sobre las escarpadas alturas de la frontera, con sus líneas de comunicaciones recortadas, nos hubiera costado luego muchas penas y fatigas desalojarlo de ellas. En esas condiciones, con toda probabilidad hubiera evitado Rommel la derrota aplastante que luego cayó sobre él. En tal caso, no hubiera existido ninguna objeción política o psicológica al hecho de que se replegara mucho más allá de la frontera, ya que ninguna había habido a su repliegue a partir del El Alamein. En todo caso, su suerte habría sido aplazada por mucho tiempo, pues nuestra nueva preparación para una ofensiva, a seiscientos kilómetros más al oeste, nos hubiera exigido mucho más tiempo. En realidad, una ofensiva así no hubiera podido estar a punto antes del desembarco anglonorteamericano en África del Norte, el 8 de noviembre. Rommel se hubiera percatado en tal caso de que en el desierto se encendía la luz roja del peligro, y se hubiera podido retirar, a su debido tiempo, hasta Túnez.
¿Por qué no se replegó Rommel tan pronto comprendió que no podría conseguir la ruptura del frente que le permitiera llegar hasta El Cairo? A esta pregunta numerosos críticos, tanto del bando alemán como del nuestro, han dado una misma respuesta: Rommel ignoraba la «logística»[12]. Milton Shulman afirma en su Defeat in the West:
Su evidente debilidad en el terreno administrativo impide que pueda considerársele por mucho tiempo como un gran general.
Algo menos acerbo, Liddell Hart hace observar:
Puede uno hallar en él un defecto evidente: su tendencia a desdeñar el lado administrativo de la estrategia.
Estas críticas reposan todas, al parecer, en una respuesta que dio Rommel a Halder cuando éste le interrogaba sobre los problemas de abastecimiento: «Eso es cuestión de usted», más bien que en alguna prueba positiva de la ineptitud de Rommel para apreciar la importancia de la logística. En verdad, el problema del abastecimiento era de la incumbencia del Alto Mando alemán, pero en primer lugar correspondía al Alto Mando italiano. Aislado en su Cuartel General del desierto, Rommel no podía hacer otra cosa que pedir lo que necesitaba e insistir una y otra vez para que se lo dieran. No estaba a su alcance vigilar desde el aire los convoyes ni marcarlos con su distintivo. No podía obligar a los italianos a entregarle la gasolina que, según se decía, abundaba en Italia del Sur, pero de la cual no disponía ni la misma flota italiana. No podía tampoco, por propia iniciativa, retirar de Francia algunas divisiones alemanas que ninguna utilidad tenían allí, dado que en 1942 ninguna tentativa de desembarco aliado era posible todavía.
Todo lo que Rommel podía hacer era discutir, pedir, protestar; y eso hacía incesantemente, con gran disgusto de los italianos y hasta de su propio jefe de ejército. No se hallaba Rommel en la misma situación que un año después el general Eisenhower, cuando quiso concentrar un cuerpo de ejército al este de Tebessa, en ocasión de las operaciones en África del Norte. Dice Eisenhower:
Los estados mayores logísticos se opusieron a mi proyecto… Se deshacían en lamentos, pretendiendo que no podríamos mantener allí más que una división blindada y un regimiento suplementario. Para empezar, ordené en primer lugar que se concentraran cuatro divisiones formando un cuerpo de ejército y dije a los especialistas de la logística que tenían que encontrar el medio de abastecerlas.
Aquél era, en efecto, un asunto de los logistas, y nadie se atreverá a decir que el general Eisenhower desconocía la logística…
Podemos citar a este respecto otro fragmento de Crusade in Europe, que subraya la importancia de los resultados obtenidos cuando hay cerebros ágiles y manos diligentes a uno y otro lado de la línea:
Una magnífica acción llevada a cabo en Washington nos permitió conducir 5.400 camiones al teatro de operaciones. Estos refuerzos, pese a mejorar considerablemente nuestros transportes y nuestro abastecimiento, condicionaron en profundidad nuestras operaciones ulteriores. Las circunstancias que rodearon su llegada a África del Norte son tales, que pueden servir para hacer que enmudezcan los que acostumbran a presentar nuestros departamentos de Guerra y Marina dominados siempre por la rutina. Este cargamento exigía un convoy especial en una época en que escaseaban los barcos mercantes y de escolta. Cuando el general Somervell acudió a verme a mi Cuartel General, le expliqué la urgente necesidad que teníamos de aquel material. Él me contestó que podía cargarlo en tres días fuera de los puertos norteamericanos, a condición de que la Marina aportara la escolta necesaria. Entonces expuse el problema al almirante King, que se hallaba entonces en Casablanca. Horas más tarde me enviaba un escueto: «Sí». Y los camiones comenzaron a ser desembarcados en África tres semanas después de mi primera gestión.
Hasta septiembre de 1942 Rommel estuvo viendo cómo el general Halder «era incapaz de reprimir una sonrisa apenas cortés» cada vez que le pedía refuerzos. La obstinación de Rommel hubiera sido inexcusable si sus peticiones hubiesen sido totalmente irrazonables, o en el caso de que le hubieran contestado que, razonables o irrazonables, sus peticiones no podían ser satisfechas a causa de otros compromisos anteriores. Pero la verdad es que a principios de 1942 le podían haber facilitado fácilmente los escasos refuerzos que necesitaba para ocupar El Cairo. En aquella época, tropas y abastecimientos hubieran llegado a él sanos y salvos. En las postrimerías del verano de 1942, cuando los ingleses habían recuperado ya el control del Mediterráneo oriental y los alemanes no podían pasar ya impunemente a sus anchas por Malta, Kesselring y Cavallero engañaron a Rommel, prometiéndole refuerzos y una solución rápida a sus problemas de abastecimientos. El 27 de agosto, poco antes de la batalla de Alam el Halfa, en una conferencia que tuvieron con él, le garantizaron seis mil toneladas de combustible, mil de ellas servidas por vía aérea. «Hago de esa promesa una condición esencial; la suerte de la batalla depende de ella», dijo Rommel. «Ponga en marcha su ofensiva —respondió Cavallero—, el combustible está ya en camino». Eran promesas que jamás debían haber hecho Cavallero ni Kesselring, y menos éste que aquél, pues Kesselring conocía mejor que nadie las consecuencias de la llegada a Malta de los Spitfires.
El Estado Mayor de Rommel sospechaba incluso que Kesselring hacía «doble juego», acusándole en particular de enviar a Goering informes contrarios al Afrika Korps al mismo tiempo que manifestaba al Alto Mando que todo iba bien por África del Norte. Eso es mostrarse injusto con Kesselring, que sólo podía actuar por conducto de los italianos. De todos modos, Ciano habla el 9 de septiembre de 1942 de un Kesselring «que corría a Berlín para quejarse de Rommel». Tan sólo una semana antes, Cavallero había «repetido sus declaraciones optimistas, asegurando que antes de ocho días se reanudaría la marcha (hacia el Delta)». Pero el mejor resumen de todo esto, aparece en un malicioso comentario de Ciano:
Las victorias encuentran siempre un centenar de padres, pero las derrotas son siempre huérfanas.
El caso es que Kesselring, en tanto que comandante en jefe del sector sur era el superior inmediato de Rommel desde abril de 1942; si hubiera querido, hubiera podido ordenarle, ya que no avanzara hasta El Alamein, ya que no atacara, o bien incluso que se replegara.
A últimos de julio, el general Auchinleck estimó con razón que Rommel atacaría seguramente antes de que acabara el mes de agosto. Añadía que Rommel «difícilmente sería tan fuerte como para intentar la conquista del Delta, a menos que lo hiciera arriesgando mucho y contando con una fuerte protección aérea». En verdad, Rommel afrontó la batalla de Alam el Halfa muy desventajosamente, en particular por el hecho de que atacaba a un enemigo atrincherado en posiciones defensivas. Aunque contara con una ligera superioridad numérica, hay que señalar que seis de sus divisiones eran italianas y tuvo que «reforzarlas» y «endurecerlas» con los únicos refuerzos alemanes de que disponía: la 164.a división de infantería y la brigada de paracaidistas Ramcke, compuesta de cuatro batallones. No poseía, en cambio, superioridad de ninguna clase en cañones y en tanques. La RAF, además, dominaba en el aire de manera indiscutible. La posición de El Alamein, por sus características, excluía la posibilidad de un ataque por sorpresa, reduciendo también los frutos de la habilidad maniobrera de los atacantes. A esto hay que añadir que Rommel se hallaba tan enfermo —con una infección en la nariz y el hígado inflamado, probablemente a consecuencia de una ictericia mal cuidada— que no podía ni siquiera salir de su camión. Y para alguien que como Rommel daba más importancia a la observación principal y a sus juicios durante la batalla que al fruto de planes preconcebidos, esto último era el impedimento de más peso.
Rommel trató de ganar la batalla del único modo posible para él: fintando hacia el norte, lanzando en el centro un ataque destinado a inmovilizar al enemigo y poniendo su mayor esfuerzo en el sur. Su intención era penetrar en la Depresión Qattara y luego lanzarse hacia el mar, por el norte. Esperaba de esta manera rodear toda la posición, como había hecho tres meses antes con las defensas de Gazala. De conseguirlo ahora también, el VIII ejército caería en el cepo y sus comunicaciones quedarían cortadas.
Desgraciadamente, esto era lo que habían previsto los generales Alexander y Montgomery que haría Rommel, previsiones que ya antes habían hecho también el general Auchinleck y el mayor general Dorman-Smith. Desde el mismo momento en que llegó al desierto, el general Montgomery vio que para darle a Rommel una réplica eficaz era necesario evitar la lucha en el flanco izquierdo, fortificar las crestas de Alam el Halfa, que Rommel no descuidaría, y llegar los tanques hasta estas defensas. Por eso concentró al completo la 44.a división, atrincherándola en la cadena montañosa, con artillería y tanques prestos a apoyar su acción. Con mucha astucia, Montgomery se las había apañado para que un mapa «de carreteras» cayese en poder del enemigo; el mapa mostraba la existencia supuesta de buenos lugares de paso al sur de Alam el Halfa, cuando en realidad sólo había en aquellos lugares mucha arena fina.
Hay que hacer justicia a Rommel y decir que su fingerspitzengefuhl acudió a socorrerle, hasta cuando yacía, enfermo, dentro de su camión. «Rommel quiso romper el combate desde la primera mañana, tan pronto le pareció evidente que el efecto de ataque por sorpresa no nos favorecía a nosotros», ha contado Bayerlein, añadiendo: «Le convencí de que me dejara continuar a mí. (Bayerlein mandaba entonces temporalmente el Afrika Korps, por haber sido herido el general Nehring en el curso de un ataque aéreo la noche del 31 de agosto). La fortaleza de las líneas defensivas de la cadena de Alam el Halfa fue para mí una sorpresa absoluta. Estaba persuadido de que podría apoderarme de ellas y por eso insistí demasiado en mis ataques».
Cuando Bayerlein me decía esto, le mostré el fragmento del libro de Alan Moorehead donde el autor describe cómo el general Montgomery señaló con el dedo la posición de Alam el Halfa tan pronto miró el mapa. Bayerlein me contestó moviendo la cabeza con aire triste: «¡Magnífico, magnífico! ¡Fue un estupendo trabajo de general!».[13] Había en sus palabras el respeto propio de un profesional que elogia a otro.
Por lo demás, el general Bayerlein consideraba que fue decisiva la acción de la RAF «Nos atacaba a toda hora, de día y de noche, me contó. La RAF nos causaba entonces más pérdidas que nunca. La superioridad aérea de ustedes fue el factor más importante, por no decir el más decisivo». Y acabó haciendo un par de observaciones severamente críticas acerca de Kesselring, quien había prometido, entre otras cosas, que la Luftwaffe dominaría en el aire.
Ya con la partida perdida, Rommel comenzó a replegarse el 3 de septiembre. Con mucha inteligencia, el general Montgomery no quiso lanzarse en su persecución; podía permitirse el lujo de esperar.
Tres semanas después, Rommel se vio obligado a «declararse enfermo» y regresar a Alemania para ser atendido. Era la primera vez en la vida que se hallaba así, excepto en una ocasión, en que fue herido. Antes de ingresar en el hospital de Semmering, fue recibido por Hitler en el Cuartel General de éste. Rommel comunicó al Führer que el grupo de panzers de África estaba a las puertas de Alejandría, pero que no podría ir más allá si no recibía refuerzos y no se mejoraba su abastecimiento. Sobre todo, no podía hacerse nada sin contar con el indispensable combustible. Ciano escribe en su diario del 2 de septiembre: «Tres de nuestros petroleros han sido hundidos en dos días»; y el día 3: «Continúa el torpedeamiento de nuestros barcos; esta noche nos han hundido otros dos»; y también con fecha 4: «Otros dos barcos han sido hundidos esta noche».
Rommel recibió entonces nuevas garantías, y esta vez emanaban de la más alta autoridad: «No se preocupe usted —le dijo Hitler—, mandaré a África todos los refuerzos necesarios. No tema nada, de todos modos llegaremos a Alejandría». Y explicó a Rommel la historia según la cual se estaban fabricando en serie unidades navales de pequeño tonelaje, especialmente destinadas a África; según Hitler, doscientas de aquellas unidades estaban ya a punto de ser entregadas. Irían armadas cada una de ellas con dos cañones de 88 mm., por lo cual serían más difíciles de interceptar que los petroleros. Podrían deslizarse al amparo de la noche y gracias a ellas quedaría rápidamente resuelto el problema del aprovisionamiento de combustible. No se ha encontrado ninguna «minuta» referente a tales unidades entre los informes de las Conferencias de Hitler sobre Asuntos navales en 1942; pero es posible que el Führer quisiera referirse a las embarcaciones ligeras, llamadas, para honrar el nombre de su inventor, Siebelfaehren. Se trataba de unidades nada adecuadas para el trabajo en el mar, y además sólo existían algunos prototipos, en su mayoría dentro de los astilleros, para reparar. Y no había ni la menor señal de que fueran a construirse en serie. Como de costumbre, en su charla con Rommel dejó correr una vez más su calenturienta imaginación…
Pero no fue esto todo. Después de la entrevista, Hitler llevó a Rommel a ver los prototipos del tanque «Tigre» y del Nebelwurfer, el formidable mortero múltiple con el que más tarde tuvimos que enfrentarnos en Italia. También estas armas, al decir de Hitler, iban a producirlas en serie, y el frente de África tenía la prioridad para recibirlas. De hecho, añadió el Führer, grandes cantidades de aquellos Nebelwurfer serían arrojadas desde aviones, para lo cual serían movilizados todos los transportes aéreos. De paso, habló a Rommel también de una nueva arma secreta, de tal potencia que su soplo «derribaría a un hombre de su caballo a una distancia de más de cuatro kilómetros».
Esta última fanfarronada provocó una franca carcajada en Rommel. Sin embargo, tal vez no exagerara mucho Hitler. Basta recordar que con motivo del primer ensayo de la bomba atómica, cerca de Nuevo Méjico, mi inmueble que se hallaba a siete kilómetros del lugar del la explosión fue desplazado a una distancia de sesenta centímetros sobre sus fundamentos de cemento…
En definitiva, tras ver el tanque «Tigre» y el mortero Nebelwurfer, tomó en serio las promesas de Hitler, como puede deducirse del discurso tan lleno de optimismo que pronunció en Berlín ante los corresponsales de la prensa extranjera, el 3 de octubre, profetizando que los alemanes no tardarían en llegar a Alejandría. (El general von Thoma, que le había visto pocos días antes de su partida de África del Norte, tuvo la impresión de que Rommel no estaba tan confiado como podía dar a entender, y que sólo hablaba con firmeza y seguridad para impresionar a las tropas, especialmente a las italianas. Hay que decir, de todos modos, que esta impresión de von Thoma correspondía a un tiempo anterior a la entrevista de Rommel con Hitler). Podemos decir que hasta una semana más tarde no empezó Rommel a tener dudas sobre las promesas del Führer. Se confió en tal sentido con su mujer. «Me pregunto si no me contó todo aquello con el solo fin de calmarse», le dijo, pensativo. Por primera vez, experimentaba cierta desconfianza hacia el Führer.
Sin embargo, en el curso de la citada entrevista, los dos hombres habían acordado que Rommel no regresaría a África del Norte. Cuando abandonara el hospital, se le encargaría del mando de un grupo de ejércitos en la Ucrania meridional, y el general Stumme le remplazaría al frente del Grupo de panzers de África. Hitler daba muestras de gran preocupación por la salud de Rommel, y dijo que un cambio de aires le sentaría bien. Tal vez lo que preocupaba a Hitler era que no quedaran de manifiesto sus propias petulancias.
Cuando Rommel se hallaba todavía en el hospital de Semmering, Hitler le telefoneó personalmente. Era a mediodía del 24 de octubre. «Rommel —le dijo—, tengo muy malas noticias de África, la situación me parece sombría. ¿Se siente usted ya bien para regresar allí, y, sobre todo, desea usted volver?». Rommel llevaba sólo tres semanas en tratamiento, estaba aún enfermo y de ningún modo se encontraba en condiciones de regresar al desierto para librar una batalla implacable. Pero rechazar la invitación de Hitler era algo que ni pasaba por su imaginación; su corazón estaba con el Afrika Korps. Así, pues, a las siete de la mañana del día siguiente tomaba ya el avión. Hizo escala en Italia para conferenciar con von Rintelen sobre el eterno problema del abastecimiento de combustible, otra nueva escala en Creta y el mismo día a las ocho de la tarde estaba de nuevo en su Cuartel General de África del Norte.
Cuando él llegó, la batalla estaba ya perdida. «La lucha en El Alamein estaba perdida antes de comenzarla, porque carecíamos de combustible», diría más tarde el general Cramer. Y el general Bayerlein, que llegó al terreno de batalla dos días después que Rommel, tras gozar de un breve permiso, añadiría: «Nada podía hacer Rommel. Se hizo cargo de una batalla en la que ya habíamos lanzado todas nuestras reservas. Ninguna nueva decisión podía cambiar el desarrollo de los acontecimientos».
Por increíble que pueda parecer, los servicios alemanes de información estaban convencidos de que los ingleses no estarían en condiciones de atacar en octubre. El Alto Mando alemán había enviado especialmente a uno de sus oficiales para que proclamara aquella teoría a comienzos de mes. ¿A qué extrañarse, pues, de que el infortunado general Stumme sucumbiera a un ataque cardíaco veinticuatro horas después de que Montgomery comenzara su gran bombardeo? (Parece ser que, en realidad, Stumme cayó o saltó de su vehículo durante un ataque aéreo inglés, sin que el conductor que le acompañaba se diera cuenta. El coche volvió sin el general, que posteriormente fue encontrado muerto).
Hay que decir, en favor de Stumme, que había heredado el plan de defensa de Rommel. Bayerlein me ha asegurado que este último había previsto hasta el menor detalle del dispositivo de defensa antes de abandonar África. Su desconfianza respecto a las divisiones italianas le había llevado a tomar la decisión, poco corriente en él, de repartir sus tanques: la 15.a división estaría en el extremo norte y la 21.a en el sur. Las dos se hallaban de ese modo demasiado cerca de la línea de fuego, subdivididas además en grupos de combate.
La desconfianza de Rommel estaba justificada. Aterrorizados por el fuego de un millar de cañones, atacados por la aviación incesantemente, los italianos carecían casi por completo de espíritu combativo cuando lanzamos nuestro ataque. Y no cabe duda de que se hubieran dispersado más velozmente aún de lo que lo hicieron, si no hubieran estado entre ellos fuerzas de infantería y de paracaidistas alemanes.
En esta ocasión, el general Montgomery disponía de una enorme superioridad numérica en hombres, en carros de combate, en cañones y en municiones. Y el Alamein fue una batalla de material, al estilo antiguo. No queremos decir con eso que fuera tan sólo un diluvio de acero. Por nuestra parte, habíamos preparado un minucioso plan con el fin de hacer creer al enemigo que habría un ataque por el sur, cuando lo que estaba secretamente a punto era el ataque por el norte. Habían sido adoptadas las más ingeniosas medidas, dando a entender que la preparación en el sur no estaba aún acabada. Centenares de falsos vehículos sirvieron para disimular los verdaderos tanques en las zonas de concentración; también fueron edificadas falsas plataforma sobre los emplazamientos de las baterías, de manera que los auténticos cañones pudieran colocarse debajo, ocultos al amparo de la noche. Por otro lado, cañones falsos y falsos tanques reemplazaron a los de verdad en las regiones de ataque, mientras éstos avanzaban hacia la primera línea. La construcción de falsos parques de aprovisionamiento se llevó a cabo en el sur, y con tal lentitud que si hubiesen sido auténticos, no hubieran podido estar a punto lo menos hasta noviembre. Se utilizó igualmente una falsa red radiofónica, que lanzó mensajes falsos, y fue edificado un falso oleoducto, con estaciones de servicio y depósitos de mentirijillas. Nada fue acabado, deliberadamente, y se ejerció un severo control sobre todos los vehículos, con el fin de borrar sus huellas en la arena del desierto.
En otro terreno, como la RAF apenas sí permitía que la Luftwaffe realizara vuelos de reconocimiento, los servicio alemanes no podían servir más que informaciones erróneas, y fue tan grande el éxito de esta vasta maniobra de engaño, que los alemanes no llegaron a conocer ni la fecha del ataque, ni la dirección del impulso principal, ni pudieron descubrir la concentración de nuestras fuerzas blindadas. Citemos como detalle significativo que sólo en la zona correspondiente al 13.o cuerpo de ejército, en el norte, fueron instaladas, sin que los alemanes lograran detectarlas, dos divisiones suplementarias, 240 cañones, 150 tanques suplementarios, para no hablar de las 7.500 toneladas de combustible también disimuladas…
«Únicamente al tercer día de la ofensiva concentró el enemigo todos sus recursos contra nuestro verdadero ataque», escribe el mariscal Alexander. Aquel «tercer día» fue precisamente la fecha (26 octubre) en que Rommel se hizo cargo de nuevo del mando. Es lícito preguntarse si se hubiese dejado engañar tan completamente si se hubiera encontrado en África del Norte durante todo el mes de octubre. Desde luego, Rommel no se hubiera fiado lo más mínimo de los informes del servicio alemán de información, acerca del cual tenía una pésima opinión.
Solamente delante de Bayerlein, llegó Rommel a admitir que la batalla estaba perdida. Lo cual no le impidió tampoco hacer un esfuerzo desesperado para ganarla. En el norte, la 15.a división de panzers había sido duramente castigada al lanzarse, fraccionada en grupos dispersos, contra las fuertes concentraciones de nuestro 10.o cuerpo blindado. A las pocas horas de su llegada, Rommel procuró reagrupar a los supervivientes, hizo traer del sur, a marchas forzadas, la 21.a división de panzers, hizo avanzar a la 90.a división ligera y puso las bases de una contraofensiva, ahora en el lugar justo: el saliente inglés del norte. Dos días antes, se hallaba aún en una cama del hospital de Semmering; aquella tarde, con el sol a sus espaldas, guiaba un ataque masivo de las dos fieles divisiones que tantas veces le habían seguido. Rommel conocía bien el terreno. Durante su viaje aéreo había tenido tiempo para reflexionar. Se trataba ahora, no obstante, de una rápida estimación de las condiciones propias del combate y de un meritorio esfuerzo para ganarlo.
El fuego combinado de nuestra artillería y de nuestros bombardeos aéreos destruyeron aquella contraofensiva antes de que pudiera lograr el contacto con nuestras fuerzas. Rommel la renovó el día siguiente, y de nuevo fue aplastada (en esta ocasión, por la 2.a brigada de Rifleros y por los australianos). El mariscal no podía ya reemplazar los tanques que había perdido. Siguió un salvaje y encarnizado combate cuando la 9.a división australiana empujó hacia el norte, atacando con éxito a los alemanes.
Luego, el general Montgomery cambió la dirección del ataque. En las primeras horas del 2 de noviembre atacó con mayor empuje hacia el sur, en el punto de convergencia de los alemanes y los italianos. La infantería, abriendo una brecha sobre un frente de aproximadamente cuatro kilómetros, dio paso a los tanques. Con todo, no fue cosa fácil pasar. La 9.a brigada blindada perdió 87 tanques al enfrentarse con la tradicional cortina de cañones antitanques de Rommel. La 1.a división blindada fue detenida en seco por la 21.a división alemana de panzers. «El enemigo, al darse cuenta del peligro que corría, se batió con toda la habilidad que le daba su larga experiencia en los combates de tanques», escribió el general Alexander en su informe, añadiendo: «Hubo un momento en que estuvieron a punto de abrirse paso a través de nuestro saliente». Pero la operación «supercarga» fue el principio del fin para los alemanes. Aquella noche Rommel decidió replegarse. Podía retirar casi la totalidad de sus fuerzas gracias a los medios de transporte de que disponía. Los italianos debían marchar a pie; pero la mayoría de ellos prefirieron rendirse antes que prestarse a las «atenciones» que les dedicaba la RAF a lo largo de su retirada. El día 3 de noviembre, cuando ya había comenzado la retirada, llegó una orden del Alto Mando alemán. Decía:
La situación exige que la posición de El Alamein debe ser conservada mientras quede en pie un hombre. No está permitido abandonar ni un solo centímetro de terreno. ¡La victoria o la muerte! Firmado: Adolfo Hitler.
Por vez primera Rommel conoció la indecisión, atrapado como estaba entre dos estados de ánimo opuestos. Sabía de sobra que la orden de Hitler era ridicula; ejecutarla no haría más que poner de manifiesto el desastre ya evidente. Sin embargo, era una orden tan clara y explícita, que se sentía incapaz de desobedecerla. Por eso, contra el parecer de Bayerlein, la dio a conocer a las tropas. El general von Thoma, que mandaba el Afrika Korps, pidió autorización para retirarse a Fuka el Daba. Rommel se la negó. Sin embargo, von Thoma retiró sus tropas durante la noche «Yo no puedo tolerar la orden de Hitler», dijo para justificarse. Rommel cerró los ojos ante el hecho consumado.
El día siguiente por la mañana, von Thoma quiso comprobar por sí mismo la verdad de un informe al que Rommel no quería dar crédito y según el cual algunas columnas británicas, tras haber realizado una ruptura en el frente sur, se encontraban ya al oeste de los alemanes. Hacia mediodía, no habiendo tenido más noticias de von Thoma, el general Bayerlein salió en su busca a bordo de un automóvil de la plana mayor de mando. Cuando estaba cerca de la posición de Ted el Mansr, un nutrido fuego le obligó a bajar de su vehículo y ganar a pie la cresta próxima. Se hallaba a unos doscientos metros de ella cuando descubrió a von Thoma, de pie sobre su tanque en llamas. Tanques ingleses del 10.o regimiento de húsares le tenían cercado. Todos los tanques y cañones antitanques alemanes de la posición habían sido destruidos. Bayerlein esperó el momento preciso en que los vehículos ingleses avanzaron en dirección a von Thoma para hacerle prisionero. Entonces, logró retirarse sin ser localizado. Ya de regreso en el Cuartel General, al sur de Daba, oyó junto con Rommel el comunicado por radio en el que los jefes del 10.o de húsares anunciaban la captura de un general alemán. Aquella noche el general von Thoma cenó con el general Montgomery en las dependencias del Cuartel General de este último. Von Thoma invitó al jefe del VIII ejército a visitarle en Alemania cuando acabara la guerra. Este intercambio de cortesías, que fue muy criticado en Inglaterra, no resultaba chocante en África. A la mañana siguiente, Bayerlein vio realizada su ambición de mandar el Afrika Korps, pero precisamente cuando éste había dejado prácticamente de existir. «¿Qué debo hacer con esta orden de Hitler?», preguntó a Rommel, y éste, con diplomacia poco corriente en él, le contestó: «No puedo autorizarle a usted a que la desobedezca». En realidad, no podía uno pensar en obedecer la famosa orden si quería salvar algo del desastre. De momento, al juntarse con su enfermedad el duro golpe de la derrota, Rommel estaba aplastado. Esto no obstante, dirigió la retirada con gran inteligencia, aunque su Estado Mayor dijera que se mostraba entonces más intratable que nunca. Esta vez no tenía esperanza alguna de que se volvieran las tornas y pudiera perseguir a sus perseguidores. Casi no disponía más que de una división heterogénea; solamente disponía de 80 tanques útiles para enfrentarse a los 600 tanques ingleses. Su única esperanza era escapar al desastre total, salvar algo, por poco que fuera. De no ser por las lluvias torrenciales que cayeron en la noche del 6 de noviembre, que transformaron el desierto en pantano, impidiendo el movimiento de las tropas destinadas a cortarle la retirada, Rommel hubiera quedado acorralado en Matruk. Y si la RAF hubiera conocido ya para entonces la técnica del «combate en el suelo» que tan bien dominaría luego, tampoco hubiera podido Rommel llegar muy lejos en su huida. Añadamos igualmente que si los transportes aéreos hubiesen alcanzado en aquellas fechas el desarrollo que lograrían después con el general Slim en Burma (y en condiciones aún más difíciles), hubiera sido posible instalar fuerzas totalmente equipadas en sus líneas de retaguardia, abasteciéndolas desde el aire.
Uno y otro de los bandos en lucha han criticado al general Montgomery por la excesiva prudencia con que actuó. «Yo estoy seguro de que el general Patton no nos hubiera dejado huir con tanta facilidad», me dijo Bayerlein, el cual, recordando su experiencia posterior en Francia, comparaba a Patton con Guderian y a Montgomery con von Rundstedt, aunque añadía: «La mejor operación que realizó Rommel en África fue su retirada». Como sea que el VIII ejército cubrió en quince días los 1.250 kilómetros que separan El Alamein de Bengasi, y como en esta ocasión Rommel no pudo instalarse en El Agheila, creemos que las críticas hechas a uno y otro jefe carecen de fundamento.
El 8 de noviembre, los Aliados desembarcan en África del Norte y de golpe Trípoli perdía toda su importancia. Rommel no recibió refuerzos, que fueron encaminados, en cambio, por mar y aire, hacia Túnez. Seis meses después, todos estos hombres fueron hechos prisioneros. De todas las píldoras amargas que Rommel tuvo que engullir antes de la última, una de las peores debió de ser, sin duda, la de ver todo lo que el Alto Mando alemán podía hacer por una causa perdida y compararlo con lo poco que hizo antes por una causa con muchas seguridades de victoria. En noviembre, dos regimientos de tropas aerotransportadas y un batallón de ingenieros fueron enviados por vía aérea, seguidos de diversas unidades de infantería, tanques y artillería, constituyendo todo ello una división. A mediados de diciembre llegó la 10.a división de panzers. En la segunda quincena del mismo mes llegó otra de infantería, la 344.a, enviada por mar. Un regimiento de granaderos fue retirado de Creta. Llegó también un batallón de tanques pesados, el 501.o, dotado de los nuevos tanques «Tigre» que Hitler había prometido a Rommel. La temible división de panzers «Hermann Goering» estaba en camino. Para barrer a los ingleses aún se unieron algunas otras fuerzas a las ya existentes. Y no puede uno menos que preguntarse: ¿Qué no hubiera podido hacer Rommel, cinco o seis meses antes, sólo con la mitad de aquellas fuerzas?
No ofrece ningún interés seguir al detalle la retirada de Rommel o el avance del VIII ejército a través de Tripolitania. Los 25.000 italianos, los 10.000 alemanes y sus 60 tanques fueron rechazados con firmeza y sin darles un momento de respiro. Para restar velocidad al avance enemigo, Rommel hizo continuamente un inteligente uso de las minas, de las destrucciones de caminos, de las trampas. A menudo, las líneas alemanas de retaguardia tenían que luchar desesperadamente para salir de situaciones muy delicadas, ya que esta vez Rommel había puesto en cabeza de las tropas a los italianos. Más de una vez había que abandonar posiciones defensivas de gran valor, por falta de hombres para mantenerlas. La 90.a división ligera se detuvo a las puertas de Trípoli, haciendo frente a sus perseguidores, pero la 51.a división Highland, que en Saint-Valéry había sido duramente castigada por Rommel y que iba ahora tras los tanques, cercó a la 90.a alemana en un ataque realizado al claro de luna. Trípoli fue ocupada sin más resistencia. El 13 de enero, al amanecer, el 11.o de húsares, que había asestado el primer golpe más allá de la frontera, cuando Italia entró en guerra, penetró en la ciudad.
Nada hay que ponga tan a prueba el valor de una tropa o de un jefe como una larga retirada; nada destruye tan rápidamente la moral como el hecho de saber que combate uno solamente para poder replegarse. Rommel estaba tan enfermo moralmente como en lo físico. A lo largo de esta retirada pudo ver cómo era recompensada su lealtad al Führer. Fue llamado a Alemania a últimos de noviembre. Por vez primera tuvo que soportar una de las famosas escenas de rabia de Hitler. Cuando Rommel le dijo que la situación en África del Norte no tenía solución y que lo mejor sería sacrificar el material para permitir reorganizarse al Afrika Korps y que pudiera combatir en Italia, Hitler le trató de derrotista. Le dijo que él y sus tropas no eran más que una camada de cobardes y que en Rusia algunos generales alemanes habían sido fusilados por el solo hecho de formular sugestiones análogas a las que ahora hacía él. No, no era que fuese a tratar a Rommel del mismo modo, eso no; pero le aconsejaba que conservara la calma. En cuanto a Trípoli, afirmó Hitler que había que resistir a toda costa, pues de lo contrario, los italianos firmarían una paz por separado. Rommel se atrevió aún a preguntarle al Führer qué era más importante, si Trípoli o el Afrika Korps.
En esta ocasión comprendió Rommel por vez primera —así lo confesó a su familia— que Hitler despreciaba al pueblo alemán y no se preocupaba en absoluto por los hombres que luchaban por él. Sin embargo, Rommel volvió una y otra vez a la carga: pidió que Hitler en persona fuera a África del Norte, o que enviase a alguien de su entera confianza, para señalar lo que había de hacerse y cómo se haría: «¡Salga usted de aquí inmediatamente! —aulló Hitler entonces—. ¡Váyase, tengo otras cosas más importantes que charlar con usted!». Rommel saludó y dio un taconazo. No había hecho más que cerrar la puerta al salir, cuando ya Hitler corría detrás de él, lo alcanzaba y poniéndole la mano sobre el hombro, le decía: «Perdóneme, estoy muy nervioso hoy. Pero ya verá como todo irá bien. Vuelva a verme mañana por la mañana, hablaremos de todo con más calma. No hay ni que pensar en que el Afrika Korps pueda ser destruido».
Rommel vio de nuevo a Hitler el día siguiente, en compañía de Goering. «Arrégleselas como pueda y quiera, pero es necesario que el Afrika Korps reciba todos los abastecimientos que Rommel necesita», ordenó el Führer a Goering. Éste contestó echando mano de una expresión muy alemana: «Puede usted construir casas sobre mi persona. Yo mismo cuidaré del asunto».
El mariscal del Reich condujo a Rommel hasta Roma en su tren particular, invitando a la señora Rommel a que les acompañara. Cuando se reunieron con Goering en la estación de Munich, el mariscal lucía un traje gris con forros de seda gris también, mitad traje de paisano, mitad uniforme militar. Aseguraba su corbata con un broche de diamantes. La caja de su reloj estaba incrustada de esmeraldas. Para horror de Rommel, llevaba un anillo con un enorme diamante. Y como detalle todavía más horrible, tenía las uñas pintadas con laca. Goering aprovechó la primera oportunidad para hacer admirar su valioso anillo a la señora Rommel, diciéndole: «Tiene que gustarle a usted, es una de las piedras más hermosas del mundo». Era la primera vez que la esposa de Rommel hablaba con el mariscal del Reich, y quedó estupefacta. Ya en el tren, Goering no dejó de hablar de pintura durante todo el viaje. «¡Me llaman el Mecenas del Tercer Reich!», exclamó con orgullo añadiendo que Balbo le había enviado desde Cirenaica una estatua de Afrodita. No se habló una sola palabra sobre África del Norte en todo el viaje; Goering esquivó todas las maniobras que hacía Rommel para saltar de la conversación sobre los problemas de la pintura a los del abastecimiento del ejército. Goering se limitó a condecorar a Rommel con la Flugzengfuhrerabzeichen, la Cruz (con diamantes) de las Fuerzas Aéreas, fingiendo creer que aquello le bastaba a Rommel.
En Roma se hospedaron en el hotel Excelsior, donde prosiguió la misma comedia. «Goering emplea todo su tiempo en buscar cuadros y esculturas», decía Rommel sin ocultar su profundo desprecio hacia aquel hombre. «Lo único que le importa —añadía Rommel— es llenar de obras de arte todo su tren especial. Procura no ver nunca a nadie con quien pudiera hablar de los problemas de la guerra, y menos aún con vista a encontrar ayuda para mí».
Goering dijo un día a la señora Rommel que su esposo parecía estar muy deprimido. «No es lo corriente en él —replicó la señora—. Por regla general, es más bien un optimista. Pero en este momento, tiene unos puntos de vista de gran realismo sobre la situación». «¡Ah, se comprende! —exclamó Goering—. Su esposo no puede ver las cosas globalmente, como yo. Nosotros velamos por él. Estamos a punto de hacer por él todo lo necesario…». Y a renglón seguido se embarcó en un largo y vanidoso monólogo sobre sus hazañas pasadas, presentes y futuras. La señora Rommel tuvo la impresión de hallarse junto a un hombre que rozaba el extremo límite de la megalomanía. Si compara uno este retrato con el Goering astuto y vivaz que compareció ante los jueces de Nuremberg, le entra a uno la sospecha de que en aquella época Goering se había entregado nuevamente a la morfina. Exceptuando el arte, no parecía interesarse nada más que por su ferrocarril de juguete. En cierta ocasión se hizo fotografiar vestido con uniforme de jefe de estación, con una banderita verde en la mano. Según una anécdota que corría por Roma, había acudido a cierta recepción vestido sólo con una toga romana.
Rommel soportó la presencia de Goering solamente tres días. Al cuarto, le dijo: «Yo no pinto nada aquí; lo único que hago es encolerizarme. Creo que lo mejor será que me reincorpore al Afrika Korps». Y al otro día tomaba el avión, convencido de que Goering estaba loco y que Hitler no le andaba a la zaga. Rommel había llegado ya a la segunda fase de la desilusión.
Aunque Trípoli, a pesar de las esperanzas de Hitler, cayó en poder de los Aliados, la carrera de Rommel en África del Norte no había terminado aún. Su título como jefe sufrió tres modificaciones a lo largo del año 1942. Fue hasta el 21 de enero jefe del Panzer Gruppe Afrika; luego se convirtió en jefe supremo del ejército blindado alemán en África, conservando este cargo hasta el 24 de octubre. A su regreso a El Alamein, tras la muerte de Stumme, ostentaba el título de jefe supremo del ejército blindado germanoitaliano. Cuando el 22 de febrero fue constituido el grupo de ejércitos de África, fue nombrado jefe del mismo. Dicho grupo integraba el 5.o ejército de panzers, mandado por el general von Arnim y compuesto de las fuerzas de refresco que habían sido enviadas a Túnez, y el 1.o ejército italiano, a las órdenes del general Messe y que se componía de dos cuerpos italianos, el 20.o y el 21.o, y de la parte del Afrika Korps que había sido retirada de Libia. En realidad, el 1.o ejército italiano era el antiguo ejército germanoitaliano de panzers, bautizado ahora con otro nombre. Así, pues, en lugar de ser puesto de cara a la pared y fusilado, Rommel recibió el mando de todas las fuerzas que el Eje tenía en Túnez. El Alto Mando alemán seguía creyendo que era posible mantener una cabeza de puente alrededor de Túnez, inmovilizando así un gran ejército aliado, a imagen de lo que ocurrió en Salónica durante la Primera Guerra Mundial. Este detalle hace aún más sorprendente el hecho de que se le entregara el mando a Rommel, que no creía en la posibilidad de realizar aquel plan.
En todo caso, aun antes de ser confirmado en sus nuevas funciones, Rommel demostró hallarse como siempre en excelente forma. Desde Trípoli se había retirado a la Línea Mareth, posición inmensa, parecida a El Alamein, pero mejor fortificada todavía. Los franceses, que había hecho de ella algo así como una Línea Maginot africana, la consideraban inexpugnable a los ataques frontales. La habían construido para hacer frente a cualquier posible avance italiano procedente de Libia, y decían que no podía ser ocupada de través, por detrás, ya que un movimiento por el oeste era «increíble»: ¡Representaba efectuar un movimiento de rodeo de 275 kilómetros! Rommel juzgó con razón que el general Montgomery necesitaría un tiempo prudencial para examinar a fondo el problema. Pero como, por otro lado, jamás le abandonaba su espíritu ofensivo, y no se sentía dispuesto a morderse las uñas esperando el ataque enemigo, Rommel empezó a cavilar algo que fuera a la vez útil y realizable. No tenía que ser forzosamente una acción contra el VIII ejército; allí estaba también aquel ejército aliado, destinado a caer sobre sus líneas de atrás en cuanto el propio Rommel entrara en contacto con las fuerzas del general Montgomery.
Escogió Rommel precisamente el punto más vulnerable. En el sector sur del frente del I ejército, en el llano de Faid, entre Gafsa y Fonduk, estaba instalado el 2.o cuerpo norteamericano. Detrás de él estaba el Paso Kaserin. Las posiciones defensivas habían sido construidas de manera rudimentaria. Más de la mitad de la 1.a división blindada norteamericana —que había sido dispersada totalmente por detrás del frente— ocupaba la zona norte de Fonduk, donde, según nuestros servicios de información, más fácilmente podía producirse un ataque. Bisoñas y poco entrenadas, estas fuerzas estaban mandadas por jefes que carecían de toda experiencia de la guerra moderna.
Esto representaba un apetitoso bizcocho para Rommel. Había puesto ya en línea su fiel 21.a división de panzers reequipada con los tanques de un batallón blindado independiente, que había sido enviado a reforzar Túnez. El 14 de febrero, Rommel, con un centenar de tanques apoyados por la acción de los Stukas, cayó sobre la división blindada norteamericana. Las posiciones de vanguardia fueron aplastadas rápidamente y Rommel pudo avanzar con sus tanques a través de las defensas precipitadamente edificadas en Paso Kaserin. La mezcolanza de las tropas allí situadas: norteamericanas, inglesas y francesas, contribuyó a que aumentara todavía más la confusión. No existía allí «ningún plan coordinado de defensa y sí una gran inseguridad en el mando». Muy pronto los alemanes establecieron un sólido saliente en las líneas aliadas. Rommel se encontró, con sus tropas prácticamente intactas, en campo abierto; en dirección norte, sólo unos escasos obstáculos naturales se oponían a su avance. Podía muy bien darle la vuelta a todo el frente de Túnez y forzarse a un repliegue general, por no decir a un desastre. Se volvía otra vez a la Línea de Gazala.
Tal era la situación cuando el general Alexander tomó el mando:
Me pareció todo claro instantáneamente. Aunque Rommel había querido al principio asegurar sus líneas de retaguardia del costado derecho sin dejar de prepararse para su encuentro con el VIII ejército, ahora demostraba tener ideas mucho más ambiciosas. Yo sabía por experiencia que se trataba de un hombre que, echando mano de todos los recursos a su alcance, explotaría siempre su éxito hasta el extremo límite de la audacia, de un hombre que veía siempre ante él el brillo tentador de una posible victoria táctica.
El 20 de febrero la situación parecía tan negra que el general Alexander telegrafió al general Montgomery, pidiéndole que emprendiera una u otra operación de diversión. Montgomery que dio inmediatamente su acuerdo reveló sus intenciones: «A no tardar mucho —añadió—, Rommel se verá obligado a correr de un lado para otro, como una gallina enloquecida». Gracias, particularmente, al general Alexander, que predijo con exactitud que Rommel se volvería hacia el norte, donde tenía la presa más codiciada, el avance alemán pudo ser frenado dos días después. Rommel se retiró ordenadamente, abandonando tras él solamente nueve tanques destruidos, una gran cantidad de minas destinadas a desanimar a sus perseguidores… y algunas tropas aliadas baqueteadas, iniciadas ya en la guerra en África del Norte.
El mariscal Alexander escribió en su informe:
La batalla de Kaserin me hizo vivir momentos llenos de ansiedad. Como en su avance hacia El Alamein, también ahora había Rommel explotado hasta el máximo su éxito inicial, que fue considerable; ahora se encontraba en situación mucho peor que antes. Pero difícilmente puede criticársele por haber intentado arrancarnos una gran victoria. En los dos casos estuvo muy cerca de lograr sus fines, aunque una y otra vez los resultados que obtuvo fueran igualmente desastrosos.
Un incidente de aquella época prueba claramente que la retirada no rompió ni mucho menos los nervios de Rommel, ni cambió tampoco sus formas habituales de combatir. Debemos el relato de ese incidente al Dr. Loeffler, que fue uno de los abogados alemanes en el proceso de Nuremberg. Loeffler sirvió a los tanques en Túnez y fue testigo presencial del hecho. Avanzando bajo un fuego violento, Rommel había llevado su coche de mando hasta cerca de donde se hallaba un jefe de batallón de tanques, a la entrada de un pueblo. El jefe tenía cerrada la torrecilla de su tanque. Rommel golpeó sobre ella y cuando el hombre la abrió, le preguntó: «¿Qué hace usted aquí?». «Es imposible avanzar más», replicó el oficial. En aquel preciso momento, una ráfaga de la artillería inglesa explotó cerca del tanque. Cerrando de nuevo precipitadamente su torrecilla, el jefe de batallón se dijo para sus adentros que Rommel seguramente habría muerto. Pero diez minutos más tarde otra vez golpeaban de nuevo sobre la torrecilla. Era de nuevo Rommel, que regresaba de un paseo de reconocimiento por el pueblo. «Más o menos, tiene usted razón —dijo al oficial—, ya que hay cuatro cañones antitanques en la otra punta de la calle. Pero otra vez haría usted bien procurándose esa clase de información personalmente».
Esta fue la penúltima batalla de Rommel en África. La última tuvo lugar en Madenine, el 6 de marzo. Rommel llevaba ya algunos días de retraso para poder hacerle perder el equilibrio a Montgomery. Importantes contingentes de fuerzas esperaban precavidamente a las divisiones panzers 15.a y 21.a Cuando éstas se lanzaron al combate, lo que ocurrió fue una repetición de la batalla de Alam el Halfa. «Nuestra infantería se aferró a sus posiciones ante los fuertes ataques de infantería y de tanques, pese a estar protegida sólo por escasas minas y por ninguna alambrada», ha dicho el mayor general De Guingand, jefe de Estado Mayor del VIII ejército. «Los cañones antitanques —añade— tenían como misión destruir los tanques enemigos y no el proteger a nuestros infantes. El efecto de nuestro fuegos cruzados de artillería fue muy mortífero… Fue una batalla defensiva perfectamente dirigida… Rommel no llegó ni a penetrar en nuestra posiciones». Perdió 52 de los 140 tanques con que partió al combate. Los ingleses, en cambio, perdieron 130 hombres entre muertos y heridos, pero ningún tanque. Según dice el general De Guingand, algunos prisioneros explicaron que Rommel se había movido por todas partes, atizando el entusiasmo de sus soldados, esforzándose en hacer comprender a la tropa la importancia que tenía aquella batalla; pero dijeron también que pese a todo, daba la impresión de estar manifiestamente enfermo, con la garganta vendada y el rostro surcado de arrugas, avellanado por la vida del desierto. Por otra parte, un testigo ocular citado por el general Alexander contó que había oído cómo Rommel dijo a un grupo cercano a él que si aquella batalla se perdía, se habría evaporado la última esperanza de éxito en África.
Una semana después, Rommel regresaba a Alemania. Han surgido toda clase de explicaciones para justificar este inesperado retorno antes de la batalla de la línea Mareth. El general Eisenhower, por ejemplo, escribe: «Previendo al parecer lo inevitable, Rommel huyó antes de que se produjera la catástrofe final, deseoso de salvar la piel». Que Rommel adivinaba lo inevitable es indiscutible. Pero cualquiera que conozca su carrera militar hasta aquel momento creerá difícilmente que la conservación de su propia vida influyera nunca en los actos de Rommel. Se ha dicho también que los italianos habían pedido su destitución, pero yo no he encontrado ninguna prueba de que fuera así. Su mal estado de salud, o la necesidad de someterse a un tratamiento delicado, parecen causas más plausibles de su regreso a Alemania. Se ha llegado a decir también que Hitler lo llamó para evitar el mal efecto que hubiera producido entre las tropas alemanas una eventual captura de Rommel. Pero este argumento me parece improbable: por entonces, Hitler todavía no había comenzado a comprender que todo estaba perdido en Túnez. De hecho, hasta el día 8 de mayo no dio el Alto Mando alemán la orden de abandonar África y de retirar por mar todas las fuerzas alemanas e italianas que en África había. Pero para entonces, como sucedió tantas otras veces, era ya demasiado tarde para que la orden de Hitler pudiera cumplirse. La capitulación tenía lugar cuatro días más tarde…
Rommel dio a su familia otra explicación: la de que tomó el avión por su propia iniciativa, sin haber recibido orden alguna, para suplicar personalmente a Hitler que le permitiera salvar las tropas sacrificando el material. Tratado nuevamente por el Führer de derrotista y cobarde, Rommel no obtuvo nada de lo que pedía. Y cuando propuso que le dejaran regresar a África y revisar otra vez el problema sobre el terreno, le fue negada la autorización. Y yo no encuentro ninguna razón para dudar de la historia contada por la familia de Rommel.
El Afrika Korps no olvidó a su jefe. Sus viejas divisiones combatieron hasta el fin con el mismo tesón que habían mostrado bajo su mando. Y tampoco en la mente de sus adversarios se borró en seguida el recuerdo de Rommel. En su operation Victory, el general De Guingand explica que Rommel salió de África antes de la batalla de la línea Mareth, pero eso no le impide seguir hablando —tal vez sin plena consciencia— de las «tropas de Rommel».
Después de la caída de Túnez, Rommel fue llamado a la «guarida del lobo», nombre clave con que se designaba el Cuartel General de Hitler, cerca de Rastenburg (Prusia oriental). Hitler parecía desesperado, pero de humor más bien razonable. «Debí haberle hecho caso antes; ahora África está perdida», le dijo a Rommel. Éste explicó la situación general de las fuerzas alemanas y preguntó de pronto a Hitler: «¿Cree usted que lograremos alcanzar esa victoria total y absoluta a la que aspiramos?». «¡No!», contestó el Führer. Acosándole aún un poco más, Rommel volvió a preguntar: «¿Se da usted cuenta de las consecuencias de una derrota?». Hitler respondió ahora: «Sí. Yo ya sé que sería conveniente hacer la paz con uno u otro bando; pero nadie quiere tratos conmigo».
Relatando esta conversación a la señora Rommel y a Manfred, Rommel añadió que, como un moderno Luis XIV, Hitler era absolutamente incapaz de separar sus propios intereses de los del pueblo alemán. Jamás se le ocurrió la posibilidad de abdicar en vista de que era un obstáculo para la paz. Rommel dijo también que con Hitler sólo se podía discutir cuando atravesaba momentos de depresión. Pero en cuanto se hallaba otra vez rodeado de sicofantes que le elevaban al pináculo, cambiaba su estado de ánimo inmediatamente. Aquel día se dio cuenta Rommel también de que la tendencia dominante en el carácter de Hitler era el odio. Cuando odiaba algo o a alguien, su odio era apasionado. Era incapaz de dominarse ni de controlarse: lo único que deseaba pura y simplemente era matar. Manfred no olvidó nunca aquella conversación con su padre.
El 6 de abril, en Wadi Akarit, la 15.a división de panzers, y la 90.a división ligera —«realizando quizá, según Alexander, la mejor batalla de su extraordinaria carrera»— escaparon provisionalmente al desastre, pero no pudieron impedir el empalme entre el I y el VIII ejércitos. El 29 de abril, pese a las duras pérdidas experimentadas «continuaban dado pruebas de un excelente espíritu combativo», y lo mismo puede decirse de la 21.a división de panzers. El 30 de abril, el I ejército fue reforzado con las mejores formaciones del VIII. El general Montgomery escogió la 7.a división blindada, la 4.a división hindú y la 201 brigada de los Guardias. Se trataba de las dos divisiones que habían conseguido la primera victoria inglesa en África, bajo el mando del general Wavell. El día 7 de mayo, el 11.o de húsares de la 7.a división blindada —los auténticos «ratas de desierto»— hacía su entrada en Túnez. El 12 de mayo, tras un último combate en las alturas de Enfidaville, el general Graf von Sponeck se rendía con la 90.a división ligera a sus viejos enemigos, el general Freyberg y los neozelandeses. Lo que quedaba del Afrika Korps tomaba el amargo camino del cautiverio, sin su jefe. La guerra del desierto había terminado.
En uno de esos arrebatos de arrepentimiento que cada uno puede tener, tendido en su lecho de muerte, el mariscal Keitel pronunció la frase definitiva:
El Alamein fue una de las mejores ocasiones que nos dejamos escapar. Yo me atrevería hasta a decir que en aquella época de la guerra estuvimos más cerca de la victoria que nunca, antes o después. Se necesitaba entonces muy poca cosa para conquistar Alejandría y marchar hasta Suez o Palestina.
El general Halder, en cambio, no se arrepintió. En un libro tan ampuloso como mal escrito, Hitler als Feldheer, destinado a echar toda la culpa de la derrota alemana sobre el Führer y a disculpar al Estado Mayor general, echando mano de una versión moderna de «la puñalada por la espalda», sigue sosteniendo que era imposible vencer a Inglaterra en África del Norte de una manera decisiva. Nadie podía arrebatarle el control de las rutas de abastecimiento del Mediterráneo; los submarinos alemanes no lograban escapar a ese control más que a costa de pérdidas de un 50 %. (En verdad, sólo se perdieron dos submarinos sobre un total de sesenta). Inglaterra, sigue diciendo Halder, podía acarrear todo lo que quería a través del mar Rojo (pero no dice que eso obligaba a dar la vuelta por el cabo de Buena Esperanza). «Fue, desde el principio, una cuestión de tiempo…». Limitémonos a decir que, afortunadamente para los ingleses, el Estado Mayor general alemán ha producido siempre elementos como Halder.