RETORNO DEL ENEMIGO
En la mañana del 21 de junio, Rommel pudo anunciar a sus jefes que Tobruk había caído en sus manos. Al otro día, el Cuartel General de Hitler le comunicaba por radio que acababa de ser nombrado mariscal, el más joven de todo el Ejército alemán, con sus cincuenta años. Aquella noche celebró su ascenso con una lata de piña y un vasito de whisky, de una botella que sus ayudantes se habían procurado entre los stocks capturados en Tobruk. Después de la cena, escribió a su mujer:
Hitler me ha nombrado mariscal; hubiera preferido que me hubiese dado una división más.
Estaba, no obstante, de muy buen humor, sobre todo cuando, mirando hacia atrás, podía comparar sus catorce años de capitán con su carrera en los últimos diez años.
Pisaba la cumbre de su carrera profesional y de sus éxitos en África del Norte. La había alcanzado a los dieciséis meses de su desembarco en Trípoli, cuando llegó con la humilde misión de evitar que los ingleses conquistaran Tripolitania. Había tenido que adaptarse, no sólo a un nuevo tipo de guerra, sino también a la extraña y exigente vida del desierto. No sería exacto afirmar que se halló en ella como pez en el agua, pero sí es cierto que se convirtió muy pronto en tan «digno del desierto» como pudiera serlo un beduino[9]. «Tal vez Rommel no fuera un gran estratega —ha dicho el general Bayerlein—, pero es indiscutible que era el mejor hombre de todo el Ejército alemán para encargarse de la guerra en el desierto».
Era una guerra para hombres jóvenes, y sin embargo, Rommel ya no lo era. Pero, gracias a los años que pasó esquiando y escalando montañas, se hallaba en magníficas condiciones físicas. «Tenía la fortaleza de un caballo —ha dicho un joven oficial paracaidista alemán, campeón de esquí en aquella época—. Nunca había visto otro hombre como él. No necesitaba comer, ni beber, ni dormir. Podía agotar a hombres veinte y treinta años más jóvenes que él. Era duro para consigo mismo y para con los demás».
Había indudablemente en la naturaleza de Rommel un aspecto espartano, que le hacía sentirse orgulloso de ser tan duro y resistente a las fatigas y molestias. No le afectaba el calor, ni el frío, ni el tener que dormir en el suelo. Ni siquiera consideraba exagerada molestia la del ghibli, como los alemanes llamaban el hamseen, la cegadora tempestad de arena que abate todo lo que encuentra en el desierto, incluidos los árabes y los camellos. Según Rommel, se exageraba un poco con aquello del ghibli. Y pilotando su propio avión, un Storch, insistió hasta conseguir despegar durante una de aquellas tempestades, durante su primera batalla en el desierto. Después de estar a punto de matarse al aterrizar con visibilidad cero, admitió que «le había sido imposible ver qué se proponían los ingleses». Éstos estarían seguramente hundidos hasta las cejas en la arena.
Como Napoleón, Rommel podía dormir unos minutos sentado en su camión y con la cabeza apoyada en una mesa, para despertar completamente descansado. Pregunté a Gunther, su ordenanza, ahora pastelero en Garmisch, si no le disgustaba a Rommel que le molestaran cuando se había hecho la idea de dormir toda una noche. «De ninguna manera —me contestó Gunther, que estuvo con él cuatro años—, siempre parecía de buen humor, y al minuto de llamarle estaba ya completamente despierto y espabilado. Cuando se presentaba un mensajero, solía estar ya levantado antes de que yo tuviera tiempo de llamarle». Gunther añadió que Rommel era hombre muy regular en su genio, jamás incordiaba a su asistente y costaba poco tenerle contento. (¡Sus generales no eran de esa opinión!).
Rommel no se preocupó nunca demasiado por la alimentación. Se sentía satisfecho pudiendo salir para todo un día al desierto con únicamente un pequeño paquete de bocadillos o una lata de sardinas y un pedazo de pan. En cierta ocasión invitó a comer con él a un general italiano, en campo abierto. «Fue un tanto penoso», confesaría algo más tarde, «porque no disponía más que de tres rebanadas de pan, y duras para colmo de males. Pero no hay que darle importancia, los italianos comen demasiado». Sabiendo de sobra que en el desierto, cuanto más se bebe más sed le entra a uno, Rommel sólo se llevaba consigo una petaca de té frío con limón, y muchas veces la traía intacta de vuelta.
Por la noche, cenaba siempre en medio de su caravana, con su viejo amigo Aldinger. Insistía en que se le sirviera la misma comida que a la tropa. No eran alimentos demasiado tentadores. «Una de las razones de que atrapáramos tantas enfermedades, y particularmente la ictericia —ha dicho von Esebeck, corresponsal de guerra y primo del general del mismo apellido—, era que nuestras raciones alimenticias resultaban demasiado pesadas para el desierto. Nuestro pan negro era muy manejable, dentro de sus envases, pero ¡qué largo se nos hizo el tiempo hasta que lográbamos capturar alguna de las panaderías de campaña de ustedes y comer pan blanco y tierno! ¡Y qué confitura tan buena la de ustedes! Nosotros no tuvimos. Durante los cuatro primeros meses no recibimos fruta ni legumbres frescas. Vivíamos todo el tiempo a base de carne italiana en conserva. Venía en unas latas que llevaban impresas a gran tamaño dos letras: “A. M.”, y nuestros soldados no tardaron en llamarlas asinus Mussolini (burro Mussolini).»
A un oficial del Afrika Korps que osó decir que, aun sin tener queja alguna, sí que la comida le parecía poco apetecible, Rommel le contestó: «¿Acaso se imagina usted que a mí me sabe mejor?». La verdad es que Rommel no reparó jamás en su sabor. Su única repulsión confesada la mostraba frente al té o café hecho con agua salitrosa. Después de la cena, que duraba apenas veinte minutos y en la que bebía su único vaso de vino diario, Rommel ponía la radio; escuchaba solamente los boletines de noticias. Luego escribía su carta cotidiana a su esposa; era algo que no fallaba. Cuando estaba de pleno en operaciones y no tenía tiempo para escribir, encargaba de hacerlo a Gunther. Sostenía igualmente correspondencia personal con los supervivientes de su batallón de la Primera Guerra Mundial. No dejó sin contestación ni una sola de las cartas que de ellos recibía. Los documentos oficiales le ocupaban el resto de la velada, hasta la hora de acostarse. Si leía algo aparte, se trataba de periódicos o de algún libro sobre temas militares. Mostraba en todo momento gran interés por la historia de África del Norte y sentía cierta curiosidad por las ruinas de Cirene; pero la versión de que Rommel había continuado estudiando los clásicos en el desierto y de que era un consumado arqueólogo que dedicaba sus pocos ratos de ocio a escarbar en busca de ruinas romanas, fue un simple producto de los servicios de propaganda. El responsable de ello fue von Esebeck, quien me dijo: «Algunos de nosotros habíamos estado escarbando por allí, y desenterramos algunos pedazos de cerámica romana. Los estábamos mirando cuando se presentó Rommel. Se los enseñamos y la verdad es que dijo: “¿Para qué demonios quieren ustedes estas antiguallas?”. Desde luego, no fue esa la impresión que la gente sacó de aquella fotografía, que mostraba a Rommel mirando la cerámica».
Por la mañana, Rommel estaba ya levantado a las seis. Aunque siempre se mostró exigente en lo concerniente a la revista de la tropa, aquí en el desierto dejaba que los hombres del Afrika Korps se vistieran como mejor les pareciera; generalmente seguían la moda australiana y usaban zapatos, pantalones cortos y gorros puntiagudos. Él, por su parte, iba siempre de uniforme y bien afeitado. Llevaba también algunas veces calzón corto, pero más frecuentemente pantalón de montar y botas. Usaba invariablemente guerrera. El casco colonial lo tiró muy pronto, como hicimos todos. Jamás se puso un casco de acero. Su única excentricidad, copiada probablemente de los ingleses, era una bufanda a cuadros que se ponía al cuello en invierno. Debajo de ella, según la costumbre alemana, llevaba puesta su Cruz de Hierro. Iba, pues, siempre mejor vestido que nuestros propios jefes, los cuales, con sus pantalones cortos, sus abrigos de piel de camello con cierre de cremallera, no se distinguían de la tropa más que por sus gorras rojas y sus insignias de graduación, cuando las llevaban. (El general Messervy, capturado provisionalmente cuando estaba al frente de la 7.a división, logró hacerse pasar por un soldado. «¿No le parece que es usted ya un poco viejo para estos trotes?», le preguntó un oficial alemán. «Sí, demasiado viejo —contestó el general—. Soy reservista, no tenían derecho a llamarme otra vez a filas»).
A las seis y media de la mañana ya estaba Rommel haciendo la visita de sus posiciones. Algunas veces lo hacía viajando por el aire, pilotando él mismo su avión. Aunque no tenía título, era un piloto experto y un excelente navegador. En combate usaba generalmente el «Mamut» que le servía de coche blindado de mando, de procedencia inglesa. En ocasiones se adentraba, conduciendo personalmente su Volkswagen, por el desierto, que había aprendido a conocer bien, sin perderse jamás. Y ningún puesto estaba demasiado lejos para que Rommel desistiera de visitarlo. Cuando decidía dejarse caer por las líneas de retaguardia, no era raro que sorprendiese en la cama a algún oficial superior pasadas las siete de la mañana. «¡Condenado zorro holgazán! —dijo en cierta ocasión a un infortunado coronel que se acercaba a recibirle todavía en pijama—. ¿Estaba usted tal vez esperando que viniera yo a servirle el desayuno en la cama?». Tiempo después confesó al capitán Aldinger: «¡Es magnífico ser mariscal de campo y no haber olvidado cómo habla un sargento primero!».
Sus visitas a las primeras líneas no eran meras inspecciones de rutina. Con su mirada siempre atenta a las características del terreno y su gran maestría y dominio de las tácticas de infantería, no dejaba que le pasara por alto ni un detalle. Una ametralladora mal colocada, un deficiente camuflado de los transportes, unas minas puestas demasiado a la vista, un puesto de observación mal disimulado, llamaban en seguida su atención. Si una determinada posición no acababa de convencerle, no vacilaba en adentrarse solo cosa de una milla en territorio enemigo, con objeto de observarla tal como éste podía verla. Más de una vez atrajo así sobre él el fuego enemigo. En tal caso regresaba flanqueando la posición para no descubrirla. Deslizándose cierto día de ese modo hacia el fuerte de Acroma, tiraron sobre él cuando iba apenas por la mitad del campo minado. «Eso es lo que gana uno por venir demasiado aprisa; debí moverme más lentamente». Todo aquello, la atención que prestaba a los pequeños detalles, su fecundidad en ideas tácticas, su arte del movimiento a través del desierto, impresionaba a los soldados y a los oficiales jóvenes. Veían en él a uno de los suyos, a un «tipo de primera línea».
Sabía, además, hablarles como a ellos les gustaba, porque tenía gran afecto a los jóvenes. «Cuando hablaba a la gente joven, se mostraba siempre de buen humor. Rommel tenía siempre una sonrisa y una broma a punto para todo aquel que a sus ojos cumpliera con su deber. No había cosa que le gustara tanto como hablar en dialecto suabo con algún soldado de su propia región de origen». Me dijo von Esebeck, que añadió: «Tenía un gran corazón y un atractivo personal mayor que el de muchos hombres conocidos míos». Esta última reflexión no deja de ser sorprendente en boca de un hombre cultivado e inteligente, de mucha mayor experiencia mundana que Rommel.
Rommel destacaba sobremanera en el combate propiamente dicho. Era por naturaleza un jefe, un conductor de hombres, y por instinto, a la vez que deliberadamente, confiaba en aquel don natural. Como en su tiempo se comentó, él fue el primero en hacer la analogía de la guerra en el desierto y del combate naval, el primero en comprender «que ningún almirante ha ganado nunca una batalla naval desde una base terrestre». Su mente era extraordinariamente ágil y poseía un golpe de vista excepcionalmente rápido para captar la realidad de cualquier situación militar. Pero la razón de que cogiera al vuelo tantas y tantas oportunidades fugaces y el secreto de sus primeros éxitos consistían en que jamás se limitó a esperar que las informaciones llegaran a él a través de los conductos ordinarios del mando. Él estaba siempre en todas partes, para cerciorarse por sí mismo de las cosas, empleando su avión, su tanque, su coche blindado, su Volkswagen o sus propios pies, cuando era necesario.
Por eso pudo transformar sus operaciones de reconocimiento de abril de 1941 y enero de 1942 en ofensivas victoriosas, sin necesidad de perder un tiempo considerable en proyectarlas. Y así fue también cómo en mayo de 1942 pudo emerger de la derrota y de un desastre que parecía inevitable, asegurándose el éxito de la batalla tan pronto pudo disponer de los aprovisionamientos que necesitaba. En todo lo que lo permite la guerra moderna, Rommel fue un hombre que «se lanzaba en el huracán y dirigía la tempestad».
El capitán Liddell Hart, entre otros muchos comentaristas, ha criticado a Rommel por «andar de un lado para otro en el campo de batalla», y descuidando muchas veces el contacto con su Cuartel General. En parte, es verdad. Sin embargo, el propio capitán Liddell Hart admite que Rommel poseía un don maravilloso para aparecer cada vez en los puntos vitales de la lucha y dar el ímpetu decisivo a la acción en los momentos cruciales. Menos dudas aún tiene en este sentido el general Fuller cuando escribe:
Por la rapidez de sus decisiones y de sus movimientos los alemanes superaron completamente a sus enemigos, principalmente a causa de Rommel: en lugar de delegar la responsabilidad del mando a sus subordinados, éste tomaba personalmente el mando de sus carros blindados… No es que los generales ingleses fueran menos capaces que los alemanes, sino que arrastraban una formación militar caduca, anticuada, que se fundaba en la guerra de trincheras de 1914-18, y no en la guerra de tropas blindadas que ahora debían dirigir. Cuando el general Auchinleck tomó personalmente el mando en primera línea y dio directamente sus órdenes, Rommel fue derrotado por dos veces, y si logró evitar la derrota en junio de 1942, fue porque nuestras decisiones y nuestras comunicaciones fueron demasiado lentas.
Nadie tenía la menor duda de que en el desierto el mando personal era rentable. Pero sería también un error imaginarnos a Rommel como un moderno Príncipe Ruperto, agitando sin cesar su sombrero y conduciendo sus tanques en interminables operaciones de carga contra el enemigo. Rommel era, por el contrario, un astuto combatiente que, con más frecuencia incluso que nuestros propios jefes, no vacilaba en rehusar el combate cuando éste no respondía a sus planes. Su contribución personal a la táctica de tanques fue, con todo, su idea de utilizar una cortina de cañones antitanques autotransportada. Detrás de esa cortina, avanzaban sus blindados; cubriéndose tras ella, se replegaban o repostaban de carburante; atravesándola, se lanzaban al ataque cuando sus cañones habían ya machacado nuestros blindados. En repetidas ocasiones, teniendo concentrados sus tanques, capturó muchos de los nuestros, que estaban dispersos. Echaba mano de muchas otras mañas y astucias. En cuanto puso pie en Trípoli ordenó construir algunos falsos tanques. Utilizaba constantemente sus columnas militares para levantar nubes de polvo que dieran a suponer la presencia de divisiones blindadas. Comenzó por poner lonas en la parte trasera de sus camiones, pero pronto cambió de idea, haciendo que fueran instaladas hélices. Las ráfagas de cohetes de colores que por la noche iluminaban el desierto, estaban destinadas a nosotros, con el fin de engañarnos. Los camiones que nos capturaban eran abundamentemente utilizados luego, no sólo porque los alemanes escaseaban los medios de transporte, sino también para crear confusión durante el avance.
Tampoco fue su sistema de mando tan incoherente y cuidado como se ha querido imaginar. Jamás se lanzaba Rommel precipitadamente al campo de batalla, para dar órdenes improvisadas a individuos aislados o pequeñas unidades. Si hubiera actuado de esa manera, jamás hubiera llegado a dominar y controlar una fuerza de cien mil hombres con el éxito de todos conocido. Sus órdenes eran a menudo verbales. En el ardor de las batallas, cuando suponía que el enemigo no tendría posibilidad de sacarles fruto aun cuando las capturara, daba a veces órdenes por radio y sin clave alguna. Pero Aldinger me ha asegurado que siempre se tomaba nota taquigráfica de las mismas, para luego confirmarlas Rommel por escrito en cuanto el tiempo se lo permitiera. De todos modos, eran siempre órdenes breves y claras. Rommel nunca tenía dudas acerca de lo que quería, ni dejaba que surgieran en la mente de sus subordinados.
Corría, desde luego, grandes riesgos. Estaba siempre rozando la muerte o la cautividad. Un día, vio morir a su lado a su chófer y al ayudante de éste, y tuvo que tomar el volante en sus manos para escapar apuradamente. Rommel era un hombre en extremo valiente y absolutamente imperturbable cuando se hallaba bajo el fuego enemigo, pero lo mismo hubieran hecho nuestros altos jefes si ésa hubiese sido la costumbre entre ellos. No creo que nadie pueda ganar en bravura a los generales Freyberg, “Jock” Campbell o “Stafer” Gott. Como Napoleón o Wellington, Rommel asumía riesgos graves, pero ¿acaso podía hacer otra cosa, dado que quería dirigir el combate personalmente? Eran los riesgos del oficio. Y él los aceptaba serenamente. Tanto más cuanto que tenía la convicción inquebrantable de que nunca lo matarían peleando.
Esa misma convicción la compartían sus subordinados. Pero ellos atribuían esa inmunidad de Rommel a su fingerspitzengefuhl, a la especie de sentido innato que le permitía adivinar por anticipado lo que el enemigo iba a hacer. «El 25 de noviembre, a mediodía —me dijo el general Bayerlein— me hallaba con Rommel en el Cuartel General del Afrika Korps, en Gasr-el-Abid. Rommel se volvió de pronto hacia mí y me dijo: “Bayerlein, le aconsejo que cambie su residencia, ¡no me gusta este lugar!”. Una hora más tarde, el Cuartel General fue inesperadamente bombardeado y puesto en desorden. Y aquella misma tarde, hallándonos juntos, me dijo también: “Vamos, desplacémonos de cien a doscientos metros lejos de aquí; porque creo que si nos quedamos, vamos a recibir muchas bombas”. Pensé que desde ese punto de vista, ningún rincón del desierto podía ofrecer garantías. Pero el hecho es que apenas transcurridos cinco minutos tras habernos desplazado de lugar, comenzaron a caer los obuses enemigos sobre el que antes ocupábamos». Y Bayerlein añadió: «Cualquiera de los que pelearon a las órdenes de Rommel en la primera o en la segunda guerra, le contará a usted otras anécdotas parecidas». Y es cierto. Todos me contaron alguna.
Si nos limitamos a considerar el método de mando de Rommel desde un punto de vista académico, corremos el riesgo de olvidar cuál era el objetivo principal y el principal efecto que en el mismo buscaba: estimular en sus tropas la voluntad de victoria. Y en último término, el desenlace de todas las batallas depende de esa voluntad de victoria. Es verdad que una batalla puede perderse por culpa de un mal general o del mal trabajo llevado a cabo por un equipo de Estado Mayor. Pero no es menos cierto que ningún general, por capacitado que sea, ni mucho menos los esfuerzos de un Estado Mayor, pueden paliar los funestos efectos de unas tropas carentes de moral. «En la guerra —decía Napoleón— las tres cuartas partes de lo que sucede son asuntos de moral». Otros otorgan a la moral de lucha aún mayor importancia. Es posible que el continuo merodeo de Rommel por las posiciones de avanzada diera motivos justificados a la irritación que experimentaban sus subordinados. Puede que hubiera empleado mejor su tiempo en algunas ocasiones estudiando mapas y mensajes en su Cuartel General, en lugar de andarse metiendo entre la polvareda y la confusión de una «pelea de perros» en el desierto. Pero la verdad es que el Afrika Korps llegó a ser lo que fue gracias en gran parte a la inspiración personal de Rommel y a la presencia directa de su recia figura en los lugares de combate.
En aquel entonces creíamos que el Afrika Korps era un cuerpo selecto, formado de voluntarios especialmente endurecidos y preparados para la guerra en el desierto. Pero nos equivocábamos. Sus hombres no eran voluntarios. «De haber sido así, todo el ejército alemán en masa hubiera querido pelear bajo las órdenes de Rommel», me dijo el general Ravenstein. Tampoco se les seleccionaba personalmente. Eran reclutados en los depósitos y en las unidades de la manera habitual, y no es de suponer que los jefes alemanes se mostraran más dispuestos que los nuestros a dejar que sus hombres fueran a luchar fuera de su regimiento. No había entrenamiento especial, salvo que algunos de los oficiales estaban agregados a los italianos para seguir un período de instrucción. Excluyendo esta excepción, el Afrika Korps estaba formado por hombres del tipo común y corriente de soldado alemán. El joven soldado alemán era fuerte, tenía voluntad de victoria y se hallaba bien entrenado en el uso de sus armas. Era disciplinado, patriota y valiente. Físicamente, no estaba demasiado bien adecuado a la guerra en el desierto. Los más jóvenes y los más rubios no soportaban el calor, como tampoco lo soportaban los veteranos de la primera guerra. En general, los alemanes se adaptaron a las condiciones del desierto menos fácilmente que los australianos, los neozelandeses, los sudafricanos, los hindúes o los ingleses. Pocos de ellos, lo mismo soldados que oficiales, habían salido antes de Europa. No comprendían la realidad de África. Era difícil, por ejemplo, hacerles entender que no toda el agua que hallaban a su paso podía ser bebida. «Como no disponíamos de un buen sistema de purificación del agua, —ha dicho von Esebeck—, sufrimos mucho de disentería y de ictericia. Nuestros médicos eran menos expertos que los de ustedes en la tarea de mantener a las tropas en buen estado bajo condiciones de clima tropical. Nuestros hospitales de sangre eran también inferiores a los de ustedes; al principio, no teníamos ni plasma sanguíneo para las transfusiones. ¡Tardamos mucho tiempo en aprender a mantenernos con buena salud!».
Por otra parte, el Afrika Korps poseía armas mejores que las nuestras (aunque tuviera menos medios de transporte) y conocía mejor su empleo. Sus soldados podían soñar con más posibilidades de permisos. Estaban mejor servidos en cuanto a prensa, comenzando por su propio periódico, el Oase. Formaban un cuerpo realmente homogéneo, mientras que el VIII ejército era muy heterogéneo. Añadamos que la formación alemana había llegado a África con el corazón lleno de esperanzas. Admitido todo esto, cabe decir que fue Rommel quien, desde el primer momento, con su influencia personal, su ejemplo, su entereza de carácter, asumiendo riesgos aún mayores que los de sus tropas, transformó éstas en una fuerza combatiente dura, incisiva, tenaz, que todos nosotros vimos en acción. Rommel era el Afrika Korps, lo mismo para sus propios hombres que para sus enemigos. Él daba a sus soldados confianza en sí mismos, espíritu temerario, arrogancia incluso en lo más duro del combate. Él fue quien les enseñó a utilizar al máximo hasta las últimas energías que pudieran quedarles y a no darse nunca por vencidos. Era el sentirse miembros del Afrika Korps lo que hacía que aun capturados prisioneros, marcharan por los muelles de Suez con la cabeza erguida silbando: «Hoy marchamos contra Inglaterra». En Alemania de 1949 llevan su insignia adornada con una palmera en sus carteras. Y si les pregunta uno si estuvieron en África del Norte, contestan con orgullo: «Sí, estuve en África del Norte, luché allí bajo las órdenes de Rommel». No podemos menos de desearles buena suerte, porque se batieron bien y porque, como dicen los mismos alemanes, después de un buen amigo, lo mejor que hay es un buen enemigo. ¡Lástima que no se batieran por una causa mejor!
Idolatrado por el Afrika Korps, Rommel no despertaba los mismos sentimientos en sus generales. En todos los relatos de éstos, aparece como hombre duro y de trato difícil. Cuando combatía tenía sus antenas dirigidas hacia el enemigo; se mostraba mucho más sensible a las intenciones de éste que a los sentimientos de sus propio oficiales superiores. Rommel usaba con ellos una lengua acerada y en ocasiones se mostraba brutal. Carecía de paciencia y se negaba a ver lo que no quería ver. No admitía pregunta alguna acerca de sus órdenes, y no soportaba que nadie le dijera que algo era imposible. Tenía la mala costumbre de saltarse el orden jerárquico y dar él mismo las órdenes directas a los subordinados. Poseía además otra costumbre peor aún, la de llevarse consigo, a cualquier parte que fuera, a su jefe de Estado Mayor, dejando desamparado el Cuartel General, sin nadie con autoridad suficiente para tomar una decisión si llegaba el caso. Cuando estaba de operaciones, tenía tendencia a ocuparse por sí mismo de los menores detalles, como en el caso de la captura del general Cunningham, que en sentido estricto no era de la incumbencia de un comandante en jefe como él. Aparte de todo esto, tampoco podía decirse que fuera muy sociable. «Evidentemente, Rommel no había conocido, al contrario que la mayoría de los mariscales alemanes, la vida mundana», me contó un día, con acento de menosprecio, uno de sus generales, en torno al cual podía descubrirse aún una especie de vaga aura de salas de Estado Mayor, de propiedades rurales, de uniforme de gala y de bailes y visitas a algunas pequeñas altezas.
Ésas eran las críticas, fundadas, que se hacían a la vez a Rommel y a su método de mando. Era un hombre empeñado en desarrollar al máximo sus propósitos, y era, pues, inevitable, que tendiera corrientemente a pasar por encima de sus inmediatos subordinados. Y por temperamento hacía esto sin la menor delicadeza. De ahí que también resultara inevitable que los oficiales alemanes de alta graduación detestasen semejante método de mando, que Napoleón había practicado en otro tiempo, pero que la guerra moderna había hecho pasar de moda, sin duda porque el mando directo y personal es hoy raramente posible. Hay que añadir que esa crítica no carecía de fundamento sólido. Pero Rommel era el más valiente de los valientes; poseía un sexto sentido cuando se sumergía en el combate; sabía llevarse maravillosamente bien con la tropa; cuando se hallaba en calma, podía hablársele siempre con toda tranquilidad; si se había saltado el orden jerárquico, dando las órdenes directamente sin contar con algún jefe, se excusaba ante él inmediatamente. Era generoso en sus elogios, y cuando se equivocaba lo reconocía noblemente. Pregunté a aquellos generales que estuvieron con él si podían citarme algún otro mejor que Rommel para la guerra del desierto. «¡No —me concedieron todos—, mejor que él no había ninguno! No había ni siquiera nadie que pudiera llegarle al tobillo…».
Si el Afrika Korps era una fuerza homogénea, no podía decirse lo mismo de las fuerzas del Eje en África del Norte, porque en ellas había que contar también a los italianos. ¡Pobres italianos! Casi han tomado la plaza de «nuestros más antiguos aliados» de la Primera Guerra Mundial, si hacemos caso a la leyenda militar. Rommel, naturalmente, poseía su propia colección de historietas; se las contaba a Manfred, y Aldinger las completaba con otras de su propia cosecha. Había, por ejemplo, la anécdota del ataque contra Tobruk que debían lanzar los italianos. Se les convenció de hacerlo así, y cuando estaban apenas a mitad de camino, y fuera del alcance de los alemanes, tiraron las armas al suelo y levantaron los brazos. Luego, dando media vuelta, echaron a correr hacia la retaguardia. «Mamma mia, —explicaron luego casi sin poder respirar—, no son ingleses… ¡sino australianos!». En otra ocasión, Rommel inspeccionaba las trincheras italianas cuando los australianos lanzaron un súbito ataque local. «¡Sancta mia!», chillaron los italianos, cayendo de rodillas. «Permítame que le dé un pequeño consejo —dijo Rommel al oficial que los mandaba—. Convénzales de que dejen de rezar y comiencen a disparar… Y ahora, le dejo a usted ya. ¡Hasta la vista!».
No puedo dar demasiado crédito a la historia según la cual los australianos devolvieron cierta vez a Rommel algunos prisioneros italianos a cuyos calzones habían arrancado la parte trasera, acompañados de un mensaje en el que se pedía reemplazar aquellos prisioneros por un número equivalente de soldados del Afrika Korps. Y mi desconfianza sobre esa anécdota se basa en el hecho de que los alemanes, tras un intento de incursión sobre Merville en 1918, pretendían haber hecho lo mismo con «nuestros más antiguos aliados». En aquel caso, el fondo de los pantalones había sido pintado de azul y el mensaje de los alemanes comunicaba que volverían a recogerlos de nuevo si algún día les hacían falta; los ingleses no tenían que molestarse, pues, en volverlos a enviar. Todas estas historias presentan semejanzas que las hacen sospechosas; yo no me extrañaría que fueran tan viejas como la guerra entre los hombres.
Globalmente, Rommel estaba de acuerdo con el soldado italiano que un día le dijera: «¿Por qué no podrían ustedes, los alemanes, encargarse de los combates, mientras nosotros, mi general, nos cuidábamos de construir carreteras?». Sin embargo, nunca creyó que fueran todos unos cobardes. La brigada blindada Ariete se batió muy bien en El Gubi, y por otro lado, la Brescia no era mala del todo. Un cierto comandante mandaba un excelente batallón. Y no faltaban magníficos pioneros italianos que trabajaban muy bien, incluso bajo el fuego enemigo. Rommel estaba convencido de que se hubiera podido hacer algo importante con aquellos soldados si se les hubiera procurado buenos oficiales, un material decente y la perspectiva de poder ir alguna vez a Italia con permiso. (El general Speidel me contó que las divisiones italianas del Norte que pertenecían al VIII ejército del general Garibaldi, se portaron muy bien en Rusia, y en condiciones mucho peores que las de África). Pero el material de que disponían los soldados italianos no era mucho mejor que la calidad de sus oficiales. Los tanques italianos de los comienzos eran realmente «latas de sardinas»; sin aparatos de radio, muchos tanques y coches blindados tenían que comunicarse entre ellos por medio de banderines, situación que conocía Mussolini. Como pudo deducirse del Diario de Ciano, el Duce experimentaba el más soberano desprecio por sus infortunados compatriotas y por todos sus generales. ¿Cómo, siendo así, podía esperar verles «vivir como leones»? Es un misterio impenetrable. De todos modos, pese a que distaban mucho de ser unos «leones», muchos italianos profesaban a Rommel una admiración sin límites. En un Consejo de Ministros, el 7 de febrero de 1942, Mussolini, tras lanzar sus habituales sarcasmos contra los generales italianos, describió el entusiasmo de los bersaglieri por Rommel.
Le ofrecen las plumas de sus sombreros; lo conducen a hombros en triunfo, gritando que con él están seguros de llegar a Alejandría.
Prescindiendo de tales fantasías, no deja de ser cierto que Rommel se mostraba paternal con los italianos de rango inferior y que éstos le encontraban simpático.
Los que no le encontraban de ningún modo simpático eran el Alto Mando y los oficiales italianos. La casta de los oficiales le parecía a Rommel particularmente despreciable. Se sintió muy indignado cuando se enteró de que había tres distintas categorías de raciones para los italianos del desierto: para los oficiales, para los suboficiales y finalmente, para la tropa, siguiendo un orden brutalmente decreciente. Que los oficiales no hiciesen esfuerzo alguno por interesarse por la suerte de sus hombres, era algo que podía atribuirse a una falta de tradición militar; pero lo que para Rommel no tenía excusa de ninguna clase era que aquellos oficiales mostraran su repugnancia a adquirir sobre el terreno dicha tradición. Hacía sólo una excepción en lo que se refiere a la fuerza aérea: habían surgido de ella algunos audaces pilotos de caza. Por su parte, los italianos le miraban a él como hombre rudo y duro, que siempre exigía imposibles.
Nominalmente, Rommel se hallaba bajo el mando de los italianos; se comprende, pues, que las disputas en las altas esferas fueran inevitables. El general Garibaldi, que fue con el que primeramente trató, le parecía un verdadero gentilhombre y casi un buen soldado; además, parecía mostrarse dispuesto a dejarle plena libertad de acción. Pero el general Bastico, a quien Rommel bautizó en seguida con el apodo de «Bombástico», se mostró mucho más fastidiso respecto a él. Por más que Bayerlein se esforzaba en describirlo como una absoluta nulidad, Bastico tenía ideas propias. Después de la batalla de Sidi Rezegh, en diciembre de 1941, se desplazó con Kesselring hasta Gazala, y reprochó vivamente a Rommel su intención de retirarse a Agedabia, porque aquello causaría en Italia pésimo efecto y hasta podía provocar una revolución. Rommel, sin embargo, mantuvo su punto de vista: retiraría el Afrika Korps del frente. Si los italianos querían permanecer en el mismo, allá se las arreglarían ellos. No está de más recordar que Bastico, como ya dijimos en el capítulo anterior, intentó oponerse al avance en Egipto.
Había también un tal general conde Ugo Cavallero, nombrado jefe del Estado Mayor tras la dimisión de Badoglio en diciembre de 1940. Como hablaba el alemán con la misma perfección que el italiano y daba la impresión de poseer una cierta competencia, Rommel se sintió al principio inclinado a otorgarle su confianza. Por lo demás, Rommel dependía de él para sus aprovisionamientos. Ciano traza un retrato de Cavallero con el cuidado amoroso que un gángster italiano está pronto siempre a consagrar a otro tipo de su misma especie. «Es el tipo perfecto del marchante de feria. Habiendo descubierto el camino secreto que lleva hasta el corazón de Mussolini, se siente presto a tomar los senderos de la mentira, de la intriga, del embrollo… Hay que vigilarle; este hombre puede causarnos serios disgustos… Cavallero se lleva fácilmente la palma frente a todos los pillos que la vida pone actualmente en circulación. Con su fingido optimismo, hipócrita y servil, se mostraba hoy rematadamente intolerable… Un desvergonzado embustero… No vacilaría en agacharse bien bajo en los urinarios públicos si eso pudiera servirle para acelerar su carrera… Un payaso peligroso, dispuesto a acceder, sin dignidad alguna, al menor capricho de los alemanes… El lacayo de los alemanes… engañando deliberadamente al Duce…». Cuando Rommel fue promovido al grado de mariscal, Mussolini propuso que se elevara igualmente a Cavallero a la misma dignidad, porque de no ser así, este último «se hallaría entre Rommel y Kesselring como Cristo entre los dos ladrones». Ciano protestó. «El nombramiento de Bastico —dijo—, haría reír; el de Cavallero causaría indignación».
Había que contar también con el Duce, naturalmente. Muchos tienden a creer que únicamente las dictaduras permiten hacer que las cosas marchen, asegurando que sólo los dictadores saben exactamente lo que desean. Pues bien, en este terreno es muy instructivo estudiar la actitud de Mussolini hacia Rommel, tal como se hace patente leyendo el Diario de Ciano. En mayo de 1941, al leer una orden del día atribuida a Rommel y dirigida a los jefes de las divisiones italianas, amenazándoles con llevarles ante los tribunales alemanes, Mussolini estuvo a punto de elevar una protesta a Hitler. El 5 de diciembre de 1941, en cambio, «se siente orgulloso de haber confiado el mando a los alemanes». El 17 de diciembre, cuando la batalla toma un mal sesgo, «critica a Rommel, atribuyendo a la negligencia de éste que la situación se haya estropeado». El 7 de febrero de 1942, después del contraataque de Rommel, «exalta la actitud de éste, marchando siempre en su tanque a la cabeza de sus columnas». El 26 de mayo «Mussolini sólo se interesa por la próxima ofensiva en Libia, mostrando un optimismo total. Sostiene que Rommel alcanzará el Delta, a menos que no se lo impidan, no los ingleses, sino nuestros propios generales». El 22 de junio, Mussolini «está de buen humor y se dispone a trasladarse a África. En realidad, está convencido de que él es el hombre del que depende el ataque decisivo, aunque se oponga así a la opinión del Alto Mando. Teme en estos momentos que los demás no lleguen a darse cuenta de la magnitud del éxito y que, por consiguiente, no se saque del mismo todo el rendimiento posible. Solamente tiene confianza en Rommel…». Tan sólo cuatro días más tarde, se siente «satisfecho del desarrollo de las operaciones en Libia, pero molesto de que la batalla sea identificada con Rommel, haciendo que la victoria aparezca así más alemana que italiana».
De igual modo, el ascenso de Rommel a la dignidad de mariscal «que Hitler ha firmado evidentemente para acentuar aún más el carácter alemán de la batalla», causa al Duce mucho sentimiento. Naturalmente, le echa la culpa a Graziani, que siempre ha estado a veinte metros bajo tierra, en una tumba romana de Cirenaica, mientras que Rommel «sabe guiar sus tropas con el ejemplo del general que vive personalmente dentro de un tanque». El 21 está de «muy buen humor», y tan convencido de llegar al Delta, que deja su equipaje personal en Libia. Pero no ha dejado de escuchar atentamente todas las habladurías de los jefes italianos contra Rommel. Para el 23 se ha dado ya cuenta de que «incluso la estrategia de Rommel tiene sus altas y bajas, con aspectos positivos y negativos». El 9 de septiembre se muestra «enojado con Rommel», que ha acusado a los oficiales italianos de revelar los planes de batalla al enemigo. El 2 de septiembre «está convencido de que Rommel no volverá a estar en primer plano, porque se encuentra física y moralmente aplanado». Para el 5 de enero de 1943 «no tiene más que palabras duras para Cavallero y para ese loco de Rommel, que sólo piensa en retirarse a Túnez».
Al no ser un Cavallero, Rommel no resultaba demasiado manejable para los dictadores. Simpatizó con Mussolini cuando le vio por primera vez, precisamente porque tuvo la impresión de que el Duce era un hombre que sabía lo que quería y que sabía dar una orden cuando convenía. Cándidamente, Rommel creyó que Mussolini era su amigo. No se dio cuenta de lo fácilmente que cambiaban los sentimientos del Duce, según los vientos de la fortuna. Afortunadamente, Rommel sabía asimilar las bromas, aunque le tocara a él pagar los gastos. En 1942 fue llamado a Roma para discutir asuntos relativos a los aprovisionamientos. Cuando penetró en la inmensa sala del Palazzo Venecia, vio sobre un gran escritorio las insignias de una condecoración italiana, y pensó acertadamente que se la iban a imponer. La discusión subió de tono. Y cuando Rommel, imprudentemente, dedicó palabras denigrantes a la Marina italiana, Mussolini, fulminándole con la mirada, tomó súbitamente la condecoración, abrió un cajón del escritorio, la puso en él y lo cerró de nuevo. «Era una hermosa joya —contó luego Rommel—, ¿por qué no me estuve callado diez minutos más? De haber dejado que me la impusiera, luego ya no se hubiera atrevido a pedirme que se la devolviese».
Cabe reconocer, sin embargo, en descargo de los italianos, que el tacto no era precisamente el punto fuerte de Rommel. Cuando en 1942 estaba ya a punto de lanzar su contraataque, no se lo comunicó a sus superiores italianos por miedo a que se produjera alguna «infiltración». Más aún: llegó a ordenar a su Estado Mayor que no colocaran las instrucciones de combate en los puestos italianos hasta que las operaciones estuvieran en marcha. Al no haberse enterado más que de esta manera, los jefes del Estado Mayor italiano dieron rienda suelta a su indignación. Convocado por sus superiores, Rommel replicó que él se hallaba en primera línea, y que le hubiese gustado mucho encontrar allí también al general Bastico, pero que éste no se había dejado ver todavía. Algunos días más tarde alguien dijo a Rommel que Bastico pensaba retirar todas las tropas italianas. Rommel dijo que no le importaba gran cosa que lo hiciera. Aquello le costó su primera condecoración y la enemistad del general Bastico.
Aquel rencor de los italianos subió de punto al presentarse la delicada cuestión del reparto del botín conquistado. Un acuerdo oficial, seguramente redactado por Cavallero, estipulaba: los italianos entregarán a los alemanes todo el botín de Rusia; los alemanes confiarán a los italianos el de África del Norte. Es muy posible que la primera parte del acuerdo fuera raramente invocada, pero los italianos se quejaron amargamente del incumplimiento por sus aliados de la segunda parte. Durante el verano de 1942 Ciano escribe:
Causa viva indignación la conducta de los alemanes en Libia.
Y añade:
Se han apropiado de todo el botín. Han clavado sus garras en todas partes, han puesto guardias alrededor de lo que capturan y ¡ay del que se atreva a acercarse!
Nadie chilla tan agudamente como un truhán engañado, al que han privado de su parte en el fruto de la rapiña; y suerte tuvo Rommel de ser «un duro» también él y estar muy bien protegido en las altas esferas; en caso contrario, no hubiera sido raro que le hubieran liquidado. Pero si mucho irritaba Rommel a Ciano, aún le causaba más enojo el saber que «el único hombre que había logrado aprovecharse abundantemente de la situación era Cavallero».
Los aliados que componían el Eje distaban pues, mucho de ser buenos camaradas. Sin embargo, por lo que nos dijo su hijo Manfredo, Rommel opinaba en síntesis sobre los italianos, generosamente y con estilo no demasiado alemán:
En verdad, no son buenos para la guerra. Pero no debe uno juzgar a todos los hombres de este mundo por sus cualidades de soldado; de hacerlo así, no habría civilización posible.
También los ingleses hemos contado historias análogas sobre los italianos. Pero el recuerdo de «la puñalada trapera» ponía más amargura en nuestros comentarios, y nos impedía distinguir entre el pueblo italiano y el régimen que le oprimía. En pleno combate, considerábamos a los italianos como «parientes pobres» y camaradas de campo de los alemanes. Pero los oficiales de las divisiones hindúes evocaban la bravura con que lucharon en Keren. Tiempo más tarde, los millares de ingleses que las pasábamos negras en Italia y pudimos ver cómo los campesinos del país, arriesgando sus vidas, nos alojaban, alimentaban y ayudaban, nos formamos una opinión muy distinta acerca del coraje de los italianos tomados como individuos y del de sus mujeres e hijas. Comprendimos que no costaría mucho restablecer entre nuestros dos pueblos la tradicional amistad que siempre nos unió. Yo, personalmente, jamás olvidaré a Federico y Antonio Alberici: pasé dos semanas enteras escondido en su casa, que distaba apenas dos kilómetros del campo; fueron semanas felices y alegres. Pasaba casi todo el tiempo metido en la bodega, mientras los alemanes deambulaban incesantemente por delante de la puerta principal y Farinacci, por la radio, amenazaba cada noche con la muerte a los italianos que se atrevieran a mostrarnos su simpatía. Como tampoco olvidaré el verano encantador que pasamos en Tremezzo —el primero que vivimos en Europa después de la guerra— ni de los numerosos amigos que allí nos hicimos. Los italianos tal vez no formen una nación militar, pero tienen buen corazón, inteligencia vivaz y son muy alegres. Tenía razón Rommel viendo en esas cualidades los fundamentos de la civilización. Aunque también es verdad que a veces resulta necesario un rudo espíritu militar para poder defender precisamente esas otras cualidades.
La actitud de Rommel hacia sus enemigos se caracterizaba por una hostilidad amistosa, pero también suspicaz a menudo. Como buen alemán que era, manifestó al principio su disgusto porque nosotros empleábamos divisiones de hindúes contra hombres europeos. Pero cuando tuvo que tomar contacto con la 4.a división de la India, descubrió que el soldado hindú era por lo menos tan disciplinado y tan correcto como cualquier otro de los que se movían en el desierto. Con fines de propaganda, no disimulaba una sonrisilla sardónica dedicada a «los ingleses de color» que acompañaban a los sudafricanos, aunque de sobra sabía Rommel que se trataba de no combatientes. A su entender, los australianos se mostraban duros, particularmente con los italianos, pero aquella dureza le divertía y no veía en ella el signo de gente malvada. Otorgaba a los australianos una categoría en cuanto combatientes individuales; aunque fuera gente difícil de manejar, pensaba que una división de australianos le hubiera hecho buen servicio; un ejército enteramente formado por australianos, en cambio, le hubiera creado demasiados problemas. Rommel consideraba a los sudafricanos como un buen material humano, pero poco entrenado; de todos modos tenía en alta estima sus tanques y más tarde reconocería que se batieron bien en El Alamein. Pero su más alta y duradera admiración fue para los neozelandeses; sostuvo siempre ante Manfredo, Aldinger y otros, que eran nuestros mejores soldados.
Los ingleses, a los que respetaba, eran a sus ojos unos aficionados que prometían. Llegaba a admitir que eran superiores a los alemanes en lo que hace a pequeñas operaciones independientes, que exigieran una gran iniciativa individual, como por ejemplo, las que desarrollaban el LRDG o el SAS. (Servicio Aéreo Especial). Según Rommel, sus propios soldados no podían superar la confianza en sí mismos y el espíritu de iniciativa en plenas líneas enemigas, que mostraban aquellos ingleses. Aclaremos que, aun estando organizado y mandado por oficiales profesionales ingleses, el LRDG comprendía una fuerte proporción de neozelandeses.
En opinión de Rommel, si bien nuestras formaciones regulares mostraban tenacidad y coraje para defenderse, no estaban suficientemente entrenadas para el combate que debían sostener. Exceptuaba de este juicio negativo a la 7.a división blindada, a causa de sus dos competentes batallones de fusileros del grupo de apoyo, del 11.o de húsares y de la artillería. De todos modos, pensaba Rommel, nuestras unidades blindadas, e incluso nuestros tanques aislados, tenían una excesiva tendencia, cuando combatían, a avanzar en descubierta. Sus críticas, según las cuales nosotros utilizábamos los tanques en grupos reducidos, invitando así al enemigo a destruirlos «al detall» halló algún eco en nuestras filas. Según Rommel también, el mando inglés actuaba con demasiada lentitud, paralizado por el papeleo burocrático. A pesar de las numerosas investigaciones que sobre el particular he realizado, no he podido establecer si en alguna ocasión expresó Rommel un juicio sobre un general inglés concreto, salvo en el caso del general Wavell: dijo repetidamente que la campaña de Wavell contra los italianos era el mejor ejemplo de lo que es un plan temerario, de una ejecución audaz con el empleo de débiles recursos. Las apreciaciones de Rommel acerca de sus adversarios fueron siempre, como habrá podido verse, puramente profesionales y desprovistas de pasión, no experimentaba hacia ellos, indiscutiblemente, odio alguno; ni siquiera les detestaba, y para los neozelandeses parecía incluso tener un cierto afecto individual o colectivo.
«La guerra en África del Norte fue una guerra de caballeros», dijo el general Johan Cramer, último jefe que tuvo el Afrika Korps, a un corresponsal del Times, cuando ya todo había pasado. Rommel, por su parte, se enorgullecía de la limpia actuación de sus tropas (y de las nuestras también), porque tenía ideas muy claras y firmes acerca de la observancia y correcto cumplimiento del código militar. Estas ideas suyas no eran, en el fondo, cosa singular; las compartían la mayoría de los oficiales alemanes de carrera, y de manera particular, los que pertenecían al ejército antes de 1933. En las altas esferas había algunas excepciones, las de los Keitel y los Jodl, tan completamente vendidos a Hitler que eran capaces de transmitir las órdenes más descabelladas, aunque en el fondo no las aprobaran. Esa perdurabilidad del espíritu caballeresco nos sorprendió. Como nada sabíamos de la querella existente entre el Partido y la Wehrmacht, ni de los celos que manifestaban los nazis respecto al ejército, ni del desprecio con que miraba la casta de los oficiales profesionales a la «espuma parda», ni de la oposición, ya antigua aunque poco conocida, de muchos generales a Hitler, tendíamos siempre a clasificar a todos los alemanes del mismo modo. Y quizá sea ésta la mejor actitud estando en guerra. Con más o menos exactitud, cada pueblo tiene el gobierno que merece. Cuando los hombres aupan al poder a hombres como Hitler y Mussolini, es justo que soporten las consecuencias de su gesto. No hay que pedirle a nadie que sepa hacer sutiles distinciones entre los que visten el mismo uniforme. Con todo, hay que admitir que, salvo en Polonia y en Rusia, el ejército alemán regular realizó una guerra limpia y correcta —por lo menos, en África—. Y, lo que no deja de ser curioso, esa limpieza y corrección superaron las de la guerra del 1914-18. Había ahora, sin duda, menos combates cuerpo a cuerpo; los oficiales se hallaban en mejores relaciones que antes con sus tropas; el general von Seeckt y sus sucesores también habrían restaurado una tradición mejor en el ejército. El hecho es que ahora no se produjo ninguna de aquellas matanzas de prisioneros que tanto impresionaron en la Primera Guerra Mundial. (Cabe asimismo recordar que el hecho de que resultara muy fácil caer prisionero en el desierto sin culpa propia, influyó también en lo dicho). En todo caso, los ingleses descubrieron pronto que el Afrika Korps estaban dispuesto a combatir ajustándose a las reglas de la corrección. El mérito de ello debe recaer en Rommel, ya que el Afrika Korps no hacía más que tomarle como modelo en todos los aspectos. De todos modos, no puede negarse que tuvo suerte. «¡Gracias a Dios —dijo un día el general Bayerlein—, no tenemos aquí en el desierto ninguna división de SS! En caso contrario, sólo Dios sabe lo que hubiera podido ocurrir. ¡La guerra hubiese sido indudablemente muy distinta en este aspecto!». Bayerlein me contó entonces algo que en el primer momento no había comprendido del todo: un general alemán podía imponer su autoridad sobre las divisiones SS en el combate, pero no tenía ninguna posibilidad de intervenir en las cuestiones de servicio interior de las mismas. Ni siquiera tratándose de un subalterno, podía el general actuar por su cuenta; no podía hacer más que enviar una notificación, por vía jerárquica ordinaria, al propio Himmler en persona. El resultado, como es de imaginar, raras veces era satisfactorio. «Si el complot del 20 de julio hubiera triunfado —me dijo también Bayerlein—, hubiera estallado en Italia una guerra civil entre las divisiones SS y el ejército».
El Afrika Korps no maltrataba a sus prisioneros. Por el contrario, luego de las primeras inevitables brusquedades, les daba un trato hasta desusadamente cortés, en Gambut, a poco de iniciarse la batalla de mayo de 1942, me encontré con un fotógrafo del ejército, un escocés que había logrado escapar de manos del enemigo al cabo de un par de horas escasas de haber sido capturado prisionero. Acababa de llegar de Inglaterra y aquella había sido su primera experiencia de combatiente. Se mostraba indignado, y me dijo: «¿Pero qué clase de gente son estos malditos alemanes, señor? Nunca lo hubiera creído. Un oficial alemán, sí, señor, un oficial alemán me quitó mi cámara, y no quiso devolvérmela… Pero es igual —añadió un poco más contento— me ha dado un recibo conforme se quedó con ella». Y me mostró el recibo: un nombre, un grado, una fecha al dorso de un sobre. Y el escocés manifestaba su propósito de buscar al oficial de marras cuando acabara la guerra…
Ésa fue mi anécdota favorita hasta el día en que también yo tuve la desgracia de ser hecho prisionero. Pude entonces completarla por mi cuenta: el joven alemán que se encargó de cachearme, me devolvió cortesmente la pitillera de oro que encontró en el bolsillo de mi camisa. Luego se excusó por tener que quitarme mis gemelos, explicándome que en este caso se trataba de un objeto militar, mientras que la pitillera era cosa privada. Cambiando impresiones con otros compañeros de cautiverio, descubrí que ninguno de ellos tuvo motivo para quejarse antes de pasar a la jurisdicción de los italianos. Como mi pitillera de oro sigue aún en mi poder, habré de reconocer que tampoco los italianos se portaron mal conmigo; aunque a decir verdad, hice todo lo posible por no exponerles a la misma tentación.
Surgieron a veces ciertos errores de interpretación entre Rommel y nosotros, que a menudo tenían repercusiones desagradables para los prisioneros. Tales confusiones eran naturales, y no siempre eran los alemanes lo culpables de que ocurrieran. Nosotros habíamos prohibido que se les diese comida alguna a los prisioneros alemanes antes de ser interrogados, por una razón muy comprensible: en los primeros momentos de cautiverio, el prisionero se encuentra aún bajo los efectos de la emoción, de modo que si se le interroga inmediatamente, puede proporcionar informaciones de valor. Por el contrario, si se le da de comer y luego un cigarrillo, se le ofrece un margen de tiempo para recuperarse y ser más cauto. La orden que regía en nuestras filas implicaba solamente esto: la comida debía servirse después del interrogatorio. Creo se trataba de un breve plazo: una o dos horas.
Por justificada técnicamente que pueda estar, no era con todo prudente dar esta orden por escrito y menos aún difundirla en las líneas de vanguardia, con peligro de que pudiera caer en manos de los alemanes. Pude darme cuenta de todo eso cuando llegué al aeródromo de Tmimi, tras pasar doce horas de pie en un camión, bajo un sol de infierno, sin recibir alimento ni agua, había caído prisionero veinticuatro horas antes, y llevaba ya más de treinta sin probar bocado; tenía necesidad absoluta de una comida y de un poco de agua. Nos pasó revista un oficial alemán, que nos habló en inglés: «Lamento, señores, no poder darles de comer ni de beber. Según señalan las órdenes dadas por ustedes, los prisioneros alemanes no deben recibir alimento ni agua hasta que han sido interrogados en El Cairo. Yo me veo ahora obligado a tratarles a ustedes de la misma manera. No recibirán ustedes nada hasta llegar a Bengasi y ser interrogados. Salvo que de aquí a entonces su Gobierno cambie la mencionada orden». Probablemente el Gobierno inglés haría algo en tal sentido, porque a la mañana siguiente, en Derna, recibimos comida y bebida.
Por lo demás, los efectos de una orden que los alemanes hallaron en poder de un oficial inglés de comando, hecho prisionero con ocasión de una fracasada incursión en Tobruk, en agosto de 1942, hubieran podido ser mucho más desagradables todavía. Prescindiendo de la intención que tuviera, la orden a que me refiero, una vez traducida al italiano, daba la impresión de señalar que los prisioneros debían ser ejecutados en el caso de que no se les pudiera conducir fácilmente. No llegué a ver con mis propios ojos el texto original de esa orden, pero sí puedo asegurar que en él se subrayaba el hecho siguiente: es más importante infligir pérdidas al enemigo que hacerles prisioneros. La distinción resulta algo sutil, hasta en inglés. Los oficiales de Estado Mayor que elaboran semejantes órdenes deberían recordar constantemente que las florituras de las ideas no siempre sobreviven a la traducción de otro idioma. Y tampoco deberían olvidar que cualquier orden puede caer en manos del enemigo y que los únicos que pagarán las consecuencias serán sus compatriotas cautivos. Después de la incursión de Dieppe, algunos de los nuestros estuvieron maniatados durante meses y meses, sólo porque los alemanes se habían enterado de nuestras propias órdenes mandando maniatar a los prisioneros enemigos.
La famosa —o más bien infamante— orden que dio Hitler el 18 de octubre de 1942 tenía el mérito, por lo menos, de suprimir todo equívoco. Leemos en su parágrafo 3:
Desde ahora todos los enemigos atacados por tropas alemanas durante las llamadas misiones de comando en Europa y África, aunque presenten todas las apariencias de soldados en uniforme o de tropas de sabotaje, armados o no, combatiendo o sin combatir, deben ser muertos sin excepción alguna. No importa que hayan sido desembarcados de barco o de aviones, o arrojados a tierra en paracaídas. Ningún perdón debe concedérseles a estos individuos, en principio, aunque parezcan dispuestos a rendirse al ser sorprendidos…
Esta orden no es aplicable —decía el parágrafo 5— a los soldados enemigos que en el curso de las hostilidades normales (acciones ofensivas de gran envergadura, operaciones de desembarco o bien operaciones aerotransportadas) sean capturados en pleno combate o se rindan voluntariamente.
Consideraré responsables ante la ley militar —añadía el último parágrafo—, como infractores de esta orden, a los jefes y oficiales que descuiden la instrucción de sus tropas en este sentido o vayan en contra de esta orden cuando deba ser ejecutada.
La orden iba firmada por Adolfo Hitler; emanaba, pues, de la más alta autoridad.
El 18 de junio de 1946, fue interrogado acerca de esta orden, ante el Tribunal de Nuremberg, el general Siegfried Westphal.
Pregunta. —¿Estuvo usted en el frente de África?
Respuesta. —Más de año y medio
P. —¿Cómo se llevaba allí la guerra?
R. —Puedo contestar con una sola frase: se llevó en forma caballeresca e irreprochable.
P. —¿Quién era su jefe?
R. —El mariscal Rommel.
P. —¿Ordenó o aprobó Rommel alguna vez una violación de las leyes de la guerra?
R. —Nunca.
P. —¿Qué cargo tenía usted con él?
R. —Era jefe de la sección de «Operaciones» y más tarde fui su jefe de Estado Mayor.
P. —Así, pues, ¿estuvo usted siempre en contacto con él?
R. —Sí, estuve siempre en contacto con él, tanto por los asuntos personales como por cuestiones de servicio.
P. —¿Conoce usted la orden dada por Hitler el 18 octubre de 1942?
R. —Sí.
P. —¿Recibieron ustedes esa orden?
R. —Sí, nos la trajo al desierto, cerca de Sidi Barrani, un oficial de enlace.
P. —¿Cómo se comportó el mariscal Rommel al recibir dicha orden?
R. —El mariscal Rommel y yo la leímos de pie junto a nuestro camión. Le propuse inmediatamente que no fuera transmitida a los escalones inferiores. La quemamos en el lugar mismo donde nos hallábamos. Nuestras razones eran las siguientes: los motivos de la citada orden, como creo pueden comprobar ustedes mismos en el parágrafo introductorio a la misma[10] eran claros. Nosotros conocíamos ya el slogan de El Alamein: «Matad a los alemanes dondequiera que se hallen», y muchos otros que no hacían más que agravar la guerra. Habíamos podido ver asimismo una orden transmitida a una brigada blindada inglesa, mandando que no se diera de beber a los prisioneros. Pero pese a todo, no queríamos que la orden de Hitler se difundiera entre nuestras tropas, porque de ser así la guerra se hubiera agravado hasta el extremo de provocar consecuencias imprevisibles. Esa fue la razón de que quemáramos aquel mensaje a los diez minutos de haberlo recibido. Hay que hacer constar, de todos modos, que una flagrante desobediencia a las órdenes de Hitler sólo podía producirse en África del Norte; en Europa occidental o en Rusia resultaba prácticamente imposible.
Aclaremos que en realidad, no fue Rommel el único general alemán que no se dio por enterado de esta orden o de otras análogas.
El general Westphal fue interrogado seguidamente acerca del extraño caso del «sobrino del mariscal Alexander»:
P. —¿Podría usted hablarnos brevemente de una acción de comando en la que participó el sobrino del mariscal Alexander?
R. —En el otoño de 1942, un pariente cercano del mariscal Lord Alexander fue hecho prisionero en las líneas de retaguardia alemanas. Llevaba una gorra del Afrika Korps e iba armado con una pistola alemana. Con tal actitud, se había colocado por sí mismo fuera del ámbito de las leyes de la guerra. El mariscal Rommel, sin embargo, ordenó que se le tratase como cualquier otro prisionero. Creía que el prisionero no había entrevisto bien las consecuencias de su conducta.
Cuando alguien propuso a Rommel mandar fusilar al inglés, como legalmente se podía hacer, el mariscal exclamó:
¿Cómo? ¡Fusilar al sobrino del general Alexander! ¿Quiere usted acaso, pobre idiota, regalar dos nuevas divisiones al Ejército inglés?
En realidad, el oficial en cuestión no era de ningún modo un sobrino del general Alexander (hoy mariscal sir Alexander), sino sólo un primo suyo, que luego me ha contado que en aquellos momentos se acordó de la tradición alemana de los Junker y de su solidaridad de casta y pensó: un general alemán no querrá nunca ordenar la ejecución de un pariente cercano de otro general. Aunque Rommel no fuese un Junker, el acontecimiento dio la razón a nuestro compatriota.
Por lo que yo sé, todas las numerosas anécdotas concernientes al trato que Rommel dio a los prisioneros hablan en favor suyo. Quizá la mejor de todas las que conozco sea la que debo al general de brigada G. H. Clifton, DSO, MC, que en la época de sus encuentros con Rommel acababa de ser capturado mientras mandaba una brigada neozelandesa.
El general Clifton, apodado «el kiwi volador», era un hombre que parecía haber nacido para fugarse. Cuando se unió a nosotros en el Campo G. P. 29, combinó en seguida un plan muy audaz, que a punto estuvo de ser coronado por el éxito. Una noche, se deslizó por una ventana del segundo piso hasta una minúscula zona de oscuridad, en el ángulo de una pared. Ésta entraba dentro del terreno vigilado por un centinela. Clifton permaneció inmóvil, pegado a la pared, hasta que el centinela se alejó, y entonces se arrastró a través del patio hasta las alambradas. Corriendo luego a toda marcha por el campo, logró llegar a la estación más próxima, Ponte d’Olio, y por la mañana tomó el primer tren que salió para Milán. Atravesó esta ciudad en tranvía, desde la estación principal a la estación del Norte, de donde partió en otro tren para Como, llegando a esta ciudad poco antes de que se le echara en falta en la lista de la mañana del campo. Pero en Como cometió un error fatal. Su propósito era seguir la carretera hasta pasada la ciudad de Este, como yo mismo hice más tarde, para franquear finalmente las montañas y llegar a Suiza. Para ganar tiempo, alquiló un coche en la estación, y en el momento de pagar al chofer surgió entre los dos hombres una discusión en torno a la tarifa que debía ser aplicada. Dos carabineros que ya antes habían dirigido al fugitivo miradas de desconfianza, se acercaron. Aquella misma noche, Clifton estaba de nuevo con nosotros.
Lo transfirieron al Campo P. G. 5, campo de represalias para los fugitivos inveterados. Corrió luego el rumor de que se le había visto en lo alto de una techumbre con un montón de centinelas disparando sobre él. En ruta para Alemania, cuando se hallaba sentado entre dos guardias, intentó saltar por una portezuela del tren en plena marcha. Sus guardianes dispararon sobre él, hiriéndole de gravedad en una pierna. Pasó varios meses en un hospital muy bien atendido por un médico alemán con el que sigue carteándose todavía. El 22 de marzo de 1945 se evadía nuevamente de un campo de Silesia, y el 15 de abril del mismo año, después de atravesar el Pacífico a bordo de un avión norteamericano, estaba de regreso en su casa de Auckland (Nueva Zelanda). La primera vez que vi a la viuda de Rommel, una de las primeras preguntas que me hizo fue: «¿Conoce usted al general brigadier Clifton? ¿Dónde está? ¿Logró evadirse? Mi marido esperó siempre que pudiera huir de Italia. Tenía una excelente opinión sobre el general Clifton».
Veamos, pues, la historia del general de brigada Clifton:
»En las primeras horas del 4 de septiembre de 1942 me metí en la «tierra de nadie», para acudir en ayuda de una unidad que se había extraviado. Aún no había amanecido y la situación era muy confusa. Iba buscando una compañía de vanguardia de mi propia brigada pero lo hice tan mal que antes de darme cuenta me había metido entre otra gente muy distinta: los paracaidistas italianos de la división Folgere. Durante unos minutos tuvimos la impresión de que íbamos a volver a nuestras filas con una cincuentena de prisioneros italianos, en vez de caer prisioneros nosotros. Sin embargo, las cosas se estropearon con la intervención de un oficial alemán de observación artillera, que se hallaba a unos cien metros de distancia. Acudió en seguida, convenció a los italianos de que no fueran idiotas, de que nosotros estábamos copados…
»Dos horas después me hallaba de regreso en nuestro antiguo puesto de mando de apoyo, en Kaponga, ocupado ahora por una nube de italianos y un batallón alemán de reserva. Sólo eran las siete de la mañana, pero me pareció que había transcurrido una eternidad desde que abandoné nuestras líneas con la esperanza de estar de vuelta para el desayuno.
»Transcurridos diez minutos, en medio de una gran efervescencia, un ofical de servicio de Información vino a decirme que Rommel estaba a punto de llegar. En efecto, tres o cuatro vehículos de reconocimiento aparecieron en seguida, llevando al frente un enorme coche de Estado Mayor. En la banqueta de atrás iba sentado Rommel en persona. Descendió del vehículo entre saludos y taconazos. Observé que por propia iniciativa se adelantó a saludar al coronel italiano que era el oficial de más alta graduación en aquella zona.
»Tras una corta discusión, hizo llamar al comandante alemán que mandaba el batallón de reserva; unos minutos después, me llegó a mí también el turno de ser convocado, y así fue como encontré por primera vez al mariscal Rommel. Era un hombre bajito, rechoncho, cuidadoso de su porte y atento a que los otros repararan en él. Hablando en alemán, pese a que él comprendiese manifiestamente el inglés, comenzó a arengarme sobre «los métodos de gangsterismo empleados por los neozelandeses». Por lo que decía, parecía ser que una noche de combate, nosotros habíamos rematado a golpes de bayoneta a algunos heridos alemanes en Minqarqaim, detrás de Matruk. Y se veía que Rommel estaba muy irritado por aquello. Si lo que deseábamos era batirnos salvajemente, me dijo, sus hombres podrían imitarnos; si en el futuro se repetía aquella acción nuestra, los alemanes responderían inmediatamente con represalias apropiadas.
»Como yo era el neozelandés más próximo a Rommel, me tomé muy a pecho aquella arenga suya, como si estuviera dirigida a mi propia persona. Por fortuna, estaba en condiciones de exponer nuestro punto de vista acerca de lo ocurrido en aquella batalla nocturna. Lanzada en la oscuridad, nuestra primera oleada de ataques cogió de sorpresa a los alemanes. Algunos de ellos, tendidos en el suelo, dispararon o lanzaron granadas de mano luego que hubo pasado nuestra primera compañía. El resultado de ello fue que las tropas de apoyo que siguieron a aquella primera compañía atacaron con bayoneta a todo alemán que al alzarse no se rendía inmediatamente. A eso se debió que algunos soldados alemanes fueran bayoneteados varias veces a medida que nuestras fuerzas iban pasando.
»Expliqué, pues, todo esto como mejor pude. Y no sé, tal vez fuera el tono en que lo hice, el caso es que Rommel exclamó: «Bien, lo que dice tiene visos de verosimilitud, es algo que pudo ocurrir tratándose de un ataque nocturno, pero…" Y siguió hablando, contándome el caso de un oficial alemán herido que fue arrojado sobre un camión en llamas.
»Tras discutir un poco sobre este supuesto hecho, Rommel me preguntó: «¿Por qué vosotros, los neozelandeses, peleáis contra nosotros? Esto es una guerra europea, que en nada os concierne a vosotros. ¿Acaso estáis aquí por deporte?». Dándome cuenta de que hablaba en serio y no habiéndome encontrado nunca antes en la situación de tener que explicar verbalmente que si los ingleses peleaban, nosotros debíamos pelear a su lado, levanté mis manos con los dedos juntos y le dije: «Toda la Commonwealth británica pelea unida. Al atacar ustedes a Inglaterra, atacan al mismo tiempo a Nueva Zelanda y a Australia». Rommel me preguntó entonces con vivacidad: «¿Y de Irlanda, qué me dice usted?». Estaba bien preparado para contestarle. Hacía apenas una semana que tuve ocasión de conocer datos sobre el número de voluntarios de Irlanda del Sur que formaban parte de nuestras unidades combatientes. Me parece que su porcentaje a la población total de Irlanda igualaba el de cualquier país miembro de la Commonwealth. Y lo dije.
»Rommel no hizo ningún comentario a mis últimas palabras, me deseó buena suerte y volvió al campo de batalla. Seis días después, me evadía yo de Matruk; pero esto es otra historia que contar aparte: la de una larga caminata por el desierto, que acabó cuando la mala suerte hizo que el 15 de septiembre cayera de nuevo prisionero. Me capturaron tres jóvenes oficiales alemanes que estaban cazando gacelas a 20 kilómetros al oeste del frente de El Alamein. Muy bien acompañado, y tras haberme visto ametrallado por algunos de nuestros bombarderos —intermedio poco agradable—, fui conducido por segunda vez al Cuartel General de Rommel.
»El mariscal se dignó verme de nuevo, rodeado de los tres muchachos que me habían «recuperado» y que contaban con que su gesta les valiera una recompensa de siete días de permiso en Alemania. (Diré, incidentalmente, que se vieron defraudados en sus ilusiones). Una vez más Rommel entabló conversación conmigo apoyándose en algunos severos comentarios sobre nuestros «métodos de gangsterismo». El pretexto fue ahora el caso de una fortaleza volante que, al parecer, desde gran altura, había atacado a un barco-hospital alemán que abandonaba Tobruk. Rommel añadió luego: «No puedo criticarle a usted por haber intentado fugarse; era su deber hacerlo; yo hubiera hecho lo mismo si me hubiera encontrado en su lugar».
»Fijándome en el aspecto cada vez más elegante de su uniforme, de sus botas, de su pantalón de montar, repliqué: «No dudo, señor, que también lo hubierais probado; pero no creo que hubiera llegado usted tan lejos como yo». (¡Anduve más de 180 kilómetros en menos de cinco días, provisto tan sólo de una cantimplora de agua!). Rommel no se inmutó, reaccionando en seguida: «Tiene usted razón, pero yo hubiera tenido más sentido común y me hubiera apoderado de un automóvil». Se anotó, pues, un tanto. Y contesté: «Lo mismo hubiera hecho yo, pero no tuve tiempo, solamente con haber llevado veinte segundos más de ventaja…». Rommel dijo entonces que yo era un hombre muy molesto y que sí intentaba fugarme de nuevo, dispararían sobre mí sin previo aviso. Decidió, sin embargo, deshacerse de mí rápidamente enviándome a Roma en vuelo directo desde Daba.
»Los alemanes tienen un excesivo apego a las normas estrictas; carecen además del sentido del humor. Pero Rommel me dio la impresión de ser en tal sentido una notable excepción, impresión que se reforzó más y más a medida que la mala suerte me obligó a entrar en contacto con otros oficiales alemanes de alta graduación. Cada vez que pasaba ante uno de nuestros soldados, herido o prisionero, Rommel le saludaba como un soldado saluda a otro: los trataba siempre con gran corrección. El general de Brigada Hargest, que cayó prisionero en Sidi Azeis en noviembre de 1941, siendo conducido ante Rommel en Bardia, sacó la misma impresión que yo. Creo que eso es lo que dice en su libro Farewell Campo 12 (El general Hargest fue reprendido por Rommel por no haberle saludado. «Pero eso no le impidió —escribe Hargest— felicitarme luego por la gran combatividad de mis hombres»).
Los dos aspectos de la historia de Clifton son dignos de crédito. Pero aún se les puede añadir una nota macabra, propia para demostrar que Rommel no era el único alemán dotado de un rudo sentido del humor. En su primer interrogatorio, el general de brigada Clifton presenció la intervención personal del intérprete, un tal comandante Burchardt, que hablaba un inglés impecable. «¿Verdad que estaba usted en Creta, general de brigada Clifton? —le dijo al prisionero—. También yo estaba allí con las fuerzas alemanas aerotransportadas. Y al final de un combate, fui a chocar contra el cuerpo de uno de vuestros soldados indígenas, un maorí, ¿no es así como les llaman? Cerca de aquel soldado había una ristra de ¡27 orejas humanas enhebradas en una cuerda! ¡Aquellas orejas podían ser inglesas! ¡Podían ser de cretenses también! Pero nosotros, la verdad, nos inclinamos a creer que eran orejas alemanas». Y al acabar su historia, el comandante Burchardt sonrió. El que no sonrió fue Clifton. Quizá la historia fuera auténtica, pero le parecía desplazado el contarla en aquellos momentos…
Los barcos-hospitales eran para Rommel un punto delicado. Se indignó mucho cuando se enteró de que la Marina inglesa los conducía a Malta, cuando los capturaba, para ser examinados, y se puso más furioso todavía cuando le informaron de que algunos de los barcos-hospitales habían sido atacados en alta mar por la RAF. Cuando se disponía a redactar una enérgica nota de protesta se enteró de algo que le dejó estupefacto: un general italiano, por miedo a atravesar en avión el Mediterráneo, había tomado pasaje a bordo de un barco-hospital, siendo desembarcado en Malta ocupando una camilla, cuando en verdad no estaba herido. Sus últimas ilusiones se evaporaron cuando asistió a una conferencia, en julio, antes de la acción de El Alamein. Rommel se quejó allí amargamente de que su avance se viera paralizado por escasez de carburante. Tres petroleros acababan de ser hundidos en sólo dos días. Cavallero intentó tranquilizarle. Le dijo que se había planeado otro tipo de medios para abastecerle: el carburante sería transportado en las bodegas secretas de los barcos-hospitales. Rommel se volvió con violencia hacia el general italiano: «Si hacemos estas cosas, ¿con qué autoridad podré yo protestar contra las inquisiciones de los ingleses en nuestros barcos-hospitales?», le dijo con dureza. Cavallero quedó sorprendido y resentido.
Para sintetizar el estado de ánimo que prevalecía en la guerra del desierto, debo citar el testimonio del general von Ravenstein, quien dice:
Cuando llegué a El Cairo fui recibido con mucha cortesía por el ayudante de campo del general Auchinleck. Luego se me introdujo en el despacho del propio general, y éste, tras estrechar mi mano, me dijo: «Le conozco a usted muy bien de nombre. La división que usted mandaba y usted personalmente han luchado con espíritu caballeresco. Deseo tratarle a usted tan bien como me sea posible…». Antes de abandonar El Cairo, supe que el general Campbell había sido condecorado con la «Victoria Cross». Pedí y obtuve permiso para escribirle. Todavía conservo una copia de la carta que le envié, puedo dársela, si le interesa.
La cita carta dice así:
Abasia, 10 febrero 1942
Querido mayor general Campbell:
He sabido por el periódico que fue usted mi valiente adversario en la batalla de tanques de Sidi Rezegh el 21 y el 22 de noviembre de 1941. Fue mi 21.a división de panzers la que combatió aquellos días contra la 7.a división blindada, por la que siento la más viva admiración. También el 7.o grupo de apoyo de la Artillería Real, bajo las órdenes de usted, nos hizo muy penoso el combate, y aún me parece oír el silbido de sus obuses en las cercanías del aeródromo.
Los camaradas alemanes le felicitan a usted de todo corazón por la concesión de la «Victoria Cross».
El que fue su enemigo durante la guerra, pero con el mayor respeto,
VON RAVENSTEIN.
“Jock” Campbell, al volcar su coche cerca de Buq-Buq, moría poco después. Pero tuvo tiempo de recibir la carta de von Ravenstein y de hacer que copias de la misma fueran colocadas en las salas de oficiales, inmediatamente después de la revista militar durante la cual le fue entregada su preciada condecoración.
Sobre la cuestión del espíritu caballeresco en la guerra caben dos posiciones distintas. O bien la del general von Ravenstein, o bien la del general Eisenhower, que escribe en Crusade in Europe:
Cuando el general von Arnim pasó por Argel, camino del campo de prisioneros donde debía ser internado, algunos miembros de mi Estado Mayor estimaron que, respetando costumbres del pasado, yo debía permitirle hacerme una visita. Tal costumbre tiene su origen en el hecho de que los mercenarios de tiempos pasados no experimentaban animosidad alguna hacia sus adversarios en el combate. Entonces los dos bandos se batían por el puro placer de luchar, ajenos a todo sentimiento del deber, y muy a menudo con la sola finalidad de ganar dinero. En el siglo XVIII, un jefe militar que caía prisionero se convertía, durante semanas y hasta meses enteros, en el huésped de honor de su vencedor. La tradición en virtud de la cual los militares de carrera son hermanos de armas ha persistido, bajo una forma degenerada, hasta nuestros días.
En lo que a mí se refiere, la Segunda Guerra Mundial me afectaba personalmente hasta el punto de impedirme compartir esos sentimientos y costumbres. A medida que la guerra se desarrollaba, se fortificaba en mí la convicción de que nunca como ahora, en una guerra en la que se enfrentaban tantos pueblos, habían tenido que oponerse las fuerzas que defendían el bien de la humanidad y los derechos del hombre a una tan malvada conspiración, con la que no cabía aceptar compromiso alguno. Ya que no podía pensarse en un mundo humano hasta la completa destrucción de las fuerzas de Eje, esta guerra fue para mí una cruzada…
En este caso particular, mandé a mi oficial de información que reuniese todos los datos posibles acerca de los generales hechos prisioneros; pero en lo que a mí concernía, sólo me interesaban los generales todavía en libertad. No permitiría a ninguno de ellos que se presentara ante mí. Y observé esta conducta hasta que acabó la guerra. Jamás dirigí la palabra a un general alemán hasta el día en que el mariscal Jodl firmó el acta de rendición en Reims, en 1945, y las únicas palabras que entonces dije a Jodl fueron para decirle que yo le consideraba enteramente responsable del cumplimiento de los términos de la rendición.
El general Eisenhower es un hombre inteligente y generoso, con quien a nadie le gusta estar en desacuerdo. Su actitud es perfectamente lógica y comprensible. De todos modos, no faltan quienes piensan que, incluso desgastadas hasta el extremo máximo, ciertas tradiciones merecen ser conservadas. Sobre todo, pensando en el momento en que, acabadas las guerras, vencedores y vencidos se ven obligados a vivir y trabajar en un mismo mundo.