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IDAS Y VENIDAS EN EL DESIERTO

I. Rommel contra Wavell

Rommel pasó en África exactamente dos años. La curva de su destino (y la del nuestro, que fue su simétrica) es fácil de seguir en este primer período. Partiendo de su primera victoria en abril de 1941, sigue una ascensión rápida y espectacular, y a ésta un ligero declive cuando Rommel falla en su intento de tomar Tobruk el 1 de mayo. Declive sobradamente compensado por sus éxitos frente a las pequeñas ofensivas que lanza el general Wavell a mediados de mayo y mediados de junio. Se producen luego, a últimos de noviembre y comienzos de diciembre, una serie de rápidos altibajos, a modo de las oscilaciones de un sismógrafo enloquecido, que terminan en un fuerte descenso cuando Rommel, claramente derrotado por los generales Auchinleck y Ritchie, tiene que retroceder hasta la frontera de Cirenaica; al acabar el año vuelve a encontrarse en sus líneas de partida. Pero no tarda en aparecer una nueva y rápida fase de ascenso: Rommel contrataca inesperadamente en enero y febrero de 1942 y es entonces él el que nos obliga a nosotros a retroceder hasta Gazala. En el gráfico de subidas-bajadas a que nos referimos y en el terreno real, Rommel se halla entonces más o menos, en un punto que corresponde a los dos tercios del camino que hubo de recorrer hasta alcanzar en el precedente mes de abril su cota culminante.

Tras una caída inicial, que solamente dura unos días, pero que hubiera podido conducirle con facilidad al chapuzón definitivo del desastre, comienza, a últimos de mayo, aquella ascensión, la más espectacular de todas, que en cuestión de un mes le llevó más allá de Tobruk, más allá de la frontera egipcia, y de Marsa Matruk, de Bagush y de El Daba, hasta El Alamein y las puertas mismas de Alejandría. Rommel alcanza entonces la cumbre de sus éxitos. El general Auchinleck le retiene e inmoviliza en ella, y empieza entonces un declive casi imperceptible, pero de mal augurio. Las victorias del general Montgomery en Alam Halfa el mes de agosto, luego en El Alamein a principios de noviembre, transforman ese ligero movimiento de baja en un descenso rápido que no ha de acabar ya hasta el 12 de mayo de 1943, fecha en la cual los supervivientes del Afrika Korps deponen sus armas en Túnez. El propio Rommel se había desplazado en avión, dos meses antes, con destino a Alemania, para intentar persuadir a Hitler —pero sin conseguirlo— de que debía permitirle, por lo menos, evacuar a sus hombres.

Resulta fácil seguir esa curva de ascensos y declives, hemos dicho; pero no es tan fácil seguir el desarrollo de los combates. Y no creo, por otra parte, que valga la pena estudiarlos detalladamente. Quienes pudieran estar interesados en saber, por ejemplo, dónde se hallaba la 4.a brigada blindada al amanecer del 26 de noviembre de 1942, pueden dirigirse a los historiadores oficiales o a los numerosos historiadores particulares de estas divisiones. Los que deseen poseer una visión mucho más amplia, pueden leer o releer la African Trilogy de Alan Moorehead o los libros escritos por algunos de los talentudos corresponsales de guerra que acompañaban a las tropas británicas. Como que éstos escribían bajo la presión directa de los acontecimientos, sus textos reflejan perfectamente el clima de la guerra en el desierto. Sin embargo, como he llegado a la historia del Rommel del África Korps, no puedo pasar en silencio sus combates en África del Norte. Pido al lector tenga a bien unirse o incorporarse de nuevo a los Harriers de Bengasi y recorrer un terreno familiar a lo largo de las mismas viejas pistas, sobre las carreteras ya conocidas. Y tampoco le vendrá mal, para variar, hacer parte del camino montado en un coche blindado alemán.

Cuando conté a Alan Moorehead que se me había metido entre ceja y ceja escribir el presente libro, me sugirió que me entrevistara con un artista alemán, un tal Wessels, que había estado con Rommel en África del Norte, lo cual le había ofrecido la ocasión de pintar unas acuarelas sobre la guerra del desierto, que a Moorehead le parecían las mejores de cuantas había visto. Desgraciadamente, el escritor había perdido las señas de Wessels, y antes de que pudiera encontrarlas, yo había partido ya para Alemania, con rumbo concreto a Iserlohn, donde, como huésped del 10.o regimiento de húsares, comenzaría mis investigaciones, que irían luego ampliando su radio de acción. Y ocurrió que apenas me instalé en el lugar, el jefe del regimiento, que había sido un viejo compañero de cautiverio en el Campo P. G. 29, me dijo que haría bien conociendo a un pintor alemán, llamado Wessels, que había estado en relación con Rommel en África del Norte. Lograrlo era fácil: ¡Wessels vivía precisamente en Iserlohn!

Tan feliz casualidad hizo que pudiera entrevistarme con Wessels aquella misma tarde. Se trata de un artista de talento que es a la vez hombre de grata compañía. Cuando le hube confiado mis proyectos, me preguntó si conocía al general von Esebeck, que fue durante algún tiempo el jefe de la 15.a división de panzers en el desierto, y al general von Ravenstein, que había estado al frente de la 21.a división. ¡Ambos vivían en Iserlohn, a un kilómetro escaso de la casa donde me hallaba y tan sólo separados por veinte metros el uno del otro!

Jamás tuve ocasión de tratar a ningún general alemán, si dejamos de lado el trato a que puede dar lugar el luchar contra ellos en dos guerras. Ni siquiera me había encontrado con ninguno de ellos, salvo con Rommel, y aún en este caso, sólo en un terreno profesional y durante unos escasos momentos. Mis prevenciones respecto a una clase de personas que son, en buena parte, los responsables de que haya tenido que ejercer durante diez años de mi vida una profesión estéril y mal remunerada, son tan grandes, por lo menos, como las que hacia esos hombres siente la mayoría de la gente. Y sin embargo, debo reconocer que encontré muy simpáticos a los dos citados generales.

Hallé al general von Esebeck, que era un anciano apacible, en la sala dormitorio del último piso del inmueble donde vivía a solas, rodeado de una serie de retratos al óleo de los siglos XVII y XVIII representando a algunos de sus antepasados. Su aspecto inspiraba piedad, como el de un Míster Chips que hubiera sido militar. Herido en el rostro por un cascote de bomba en Tobruk, en 1941, fue enviado, apenas se repuso, al frente ruso. Más tarde, arrestado a causa de vagas sospechas el 20 de julio de 1941, fue a parar inmediatamente a un campo de concentración. ¿Era feliz por haber podido salvar la vida? Por supuesto, pero sólo en la medida en que podía sentirse dichoso en la Alemania de nuestros días un general, envejecido antes de tiempo, que no disfrutaba de ninguna pensión ni tenía intereses de ninguna clase fuera del ejército.

Al otro lado de la calle vivía el general von Ravenstein, que daba la impresión de un caballo salido de la más aristocrática cuadra. Delgado y atractivo, se parecía a uno de nuestros oficiales que todavía no hubiera alcanzado la cincuentena. Si se le hubiera podido ver por Londres, atravesando despreocupadamente los salones del club de la Guardia o del de la Caballería, con su traje azul impecable, sus relucientes zapatos y el alfiler que adornaba su corbata, cualquiera le hubiera tomado por un joven general lanzado por el camino del éxito. Después de dos guerras perdidas, parecía perfectamente a punto, en lo físico y en lo moral, para hacerse cargo del mando de una división en una tercera guerra. Se comportó muy bien en las dos anteriores. En 1918, su bravura en el combate le valió la condecoración «Al Mérito». En el período entre las dos guerras, vuelto a la vida civil, tomó la dirección de una agencia de prensa en Duisburgo, cargo que ocupó hasta que los nazis lo expulsaron del mismo. En 1939 se reintegró al servicio activo como coronel y se le puso al frente de una unidad de tanques en Polonia. Tras haber combatido en Bulgaria y Grecia en abril y mayo de 1941, fue nombrado jefe de un regimiento de tanques de la 21.a división, destacada entonces en el desierto, y poco antes de la batalla de Halfaya-Sollum fue colocado al frente de la división.

Ravenstein fue quien realizó la famosa ruptura de Rommel los días 24 y 25 de noviembre de 1941. Pero su carrera acabó brutalmente en la madrugada del 28 de noviembre, cuando por inadvertencia fue a caer en medio de nuestra división neozelandesa. «¡Fue algo terrible para mí!», contaría más tarde, añadiendo: «Terrible, sí, porque llevaba encima todos los mapas del jefe de Estado Mayor, en los que quedaba a las claras todo nuestro dispositivo; no tuve tiempo de destruirlos. Cuando me di cuenta de que ya era demasiado tarde para hacerlo, me decidí a tomar la falsa identidad de “coronel Schmidt”, esperando que nadie notaría las insignias de mi verdadera graduación. Pero ya sabe usted cómo somos los alemanes; en cuanto se nos introduce en una oficina, acostumbramos a presentarnos con nuestro nombre propio. Di un taconazo, me incliné… Y antes de que pudiese hacer marcha atrás, oí con estremecimiento mi propia voz gritando: “¡General von Ravenstein!”»[6].

El general von Ravenstein fue enviado como prisionero al Canadá. Mientras se le llevaba allí, organizó en ruta un complot —que pudo muy bien haber sido coronado por el éxito— para apoderarse del buque. La conjuración fue descubierta por el capitán de éste en el último momento. Como yo mismo había conocido la suerte del prisionero de guerra y había organizado diversas evasiones desde mi campo, le felicité vivamente por su iniciativa. Aunque no fue repatriado hasta el año 1948, el general von Ravenstein no tenía queja alguna que formular. «Ni siquiera conocimos el racionamiento —me dijo—, e incluso puedo ofrecerle todavía alguno de los excelentes habanos que nos daban. Aparté y guardé algunas cajas de ellos». El general pudo volver a su confortable mansión de Iserlohn, aunque ahora deba compartirla con otras dos familias. Su esposa, una encantadora condesa portuguesa que habla el francés y el inglés mucho mejor que él, alegra el retiro de von Ravenstein. Además, recobró asimismo su antiguo puesto de trabajo: es de nuevo jefe de una agencia de prensa de Duisburgo. Bien mirado, el general von Ravenstein no escapó mal. Como sea que en Sidi Omar nos hizo pasar muy malos ratos, a la 4.a división hindú y a mí mismo, le prometí que le enviaría una fotografía sacada mientras tenía lugar uno de sus infructuosos ataques contra nosotros y en la cual puede verse la imagen de siete de sus tanques devorados por las llamas.

Otro personaje que hay que considerar aparte es el general Fritz Bayerlein; con él entré en contacto de un modo algo más ortodoxo, gracias a los buenos oficios de la Sección histórica norteamericana de Francfort. De cincuenta años escasos, es un hombre de pequeña estatura, duro y fornido, rebosante de energía y entusiasmo. En la primera guerra, cuando aún no había cumplido los dieciséis años, luchó contra los ingleses como soldado raso, tomando parte en los ataques alemanes en torno al monte Kemmel en 1918 y luego en las decisivas batallas del Somme y alrededor de Bapaume y de Cambrai en el verano del mismo año. Luego perteneció a la Escuela de Guerra entre 1932 y 1935, y más tarde fue trasladado a las formaciones blindadas.

Exceptuando al propio Rommel, ningún oficial, cualquiera que fuera el campo a que perteneciera, llegó a prestar más tiempo de servicio activo en el Desierto Occidental que Fritz Bayerlein. Llegó a África en octubre de 1941, procedente del ejército blindado de Guderian, que se hallaba entonces en Rusia, y en África permaneció hasta el mes de mayo de 1943, fecha en la cual fue herido y luego evacuado en avión poco antes de que acabara la campaña. Estos diecinueve meses en África transcurrieron para Bayerlein entre incesantes combates. Desde mayo de 1942 había sido jefe de Estado Mayor del Afrika Korps, hasta que, al ser herido el general Gaussi, pasó a ser un activo jefe de Estado Mayor para el propio Rommel (Rommel llegó a África sólo con el título de jefe del Afrika Korps, pero en el verano de 1941 fue nombrado jefe del Panzer, Gruppe Afrika, que comprendía también dos cuerpos de ejército italiano). Bayerlein ocupó ese nuevo puesto hasta el final de la campaña, excepto durante las cinco febriles semanas que siguieron a la captura del general von Thoma en El Alamein, en las cuales tomó el mando del Afrika Korps durante su retirada.

Es evidente que no podía yo encontrar una persona más competente para ilustrarme en lo concerniente a las campañas de África del Norte. En un barracón de madera del centro norteamericano de interrogatorios, en Ober Ursel, Bayerlein desplegó ante mis ojos el mapa familiar del desierto, desde Agedabia a El Alamein. Según me dijo, era la primera vez que alguien le hablaba de África; yo era el primer oficial inglés habiendo peleado allí con quien se encontraba. Su autoridad era indiscutible en todo lo que se refería al caso Rommel: no solamente había vivido muchos meses compartiendo su intimidad, sino que también lo conoció en la Escuela de Infantería de Dresde entre los años 1930 y 1933. Pasamos una larga jornada juntos, a lo largo de la cual surgió una vez y otra la expresión clásica de «¿Se acuerda usted de…?». Pido disculpas por mi favorable inclinación con respecto a los generales alemanes; no siento hacia ellos ninguna simpatía en cuanto casta, pero debo decir, en cambio, que el final de aquella jornada me parecía muy simpático el general Bayerlein. De cualquier manera, debo a estos tres oficiales superiores, y a algunos otros después, haber podido conocer el punto de vista alemán acerca de la historia que en este libro nos interesa poner en claro.

Al comienzo de esta obra subrayé el error que, lo mismo en el espacio que en el tiempo, cometieron el general Wavell o su Estado Mayor cuando pretendieron que Rommel jamás podría atacar con tanta rapidez como lo hizo en la primavera de 1941, error que no contribuyó precisamente a aumentar el crédito de nuestro Cuartel General. Más excusas merece nuestro Servicio de Información, para el cual la acción de Rommel fue tan sorprendente como para los superiores berlineses de éste. Rommel lanzó su ofensiva el 31 de marzo, como se recordará; pues bien, hacía sólo diez días que el Alto Mando alemán le había pedido que trazara y sometiera a su consideración, antes del 20 de abril como plazo máximo, un plan para la reconquista de Cirenaica. Plan que se le recomendaba fuera prudente; dado que tenía frente a él contingentes importantes de fuerzas inglesas, Rommel no debía plantearse como objetivo alcanzar Agedabia antes de que llegara la 15.a división blindada. Es seguro que Halder y su Estado Mayor habrían pasado luego una semana o dos estudiando aquel plan con mirada crítica y hostil. Pero no tuvieron ocasión de hacerlo. Nueve días antes de la fecha que habían señalado ellos para la entrega del plan, Rommel había reconquistado ya toda la Cirenaica, a excepción de Tobruk, llegando hasta la frontera egipcia. El propio Führer, había sido dejado en la más absoluta ignorancia. Aún el 3 de abril Hitler había telegrafiado a Rommel para recomendarle que fuera prudente y que no lanzara ningún ataque de envergadura hasta que llegase la 15.a división blindada; por encima de todo, debía evitar dejar su flanco al descubierto al envolver Bengasi. Nada había que temer ya en lo que se refería a la segunda parte de dichas órdenes, porque Bengasi fue evacuada el mismo día en que había sido enviado el telegrama. En cuanto a la 15.a división, acababa de atracar en Trípoli: ¡podía, pues, decirse que había llegado ya!

Cierto oficial muy competente, que en aquella época pertenecía al Servicio de Información de El Cairo, ha escrito:

Creo que se hizo una apreciación militar correcta, teniendo en cuenta las fuerzas en presencia, la estación, el terreno y todos los demás factores de costumbre. Académicamente hablando, la opinión según la cual Rommel no podía triunfar era correcta. Por desgracia para nosotros, Rommel jugó y ganó la partida. Pero bajo el punto de vista de la teoría militar, no debió atacar tan pronto…

De seguro que el coronel general Halder hubiera compartido esa opinión. La compartía también el general de brigada Williams, que más tarde sería jefe del Servicio de Información del general Montgomery, pero que en aquel momento pertenecía a la Guardia Real de los dragones, el regimiento de exploración de nuestra 2.a división blindada, el cual ha dicho: «Creo personalmente que Rommel, tras reconocer en primer lugar Agheila y descubrir que era fácil tomarla (yo me acuerdo de todo ello perfectamente, pues me hallaba en el fuerte cuando fue conquistado, y tuve que huir de él tan de prisa como pude). Así, pues, su operación de reconocimiento tan bien desarrollada desembocó en una ofensiva victoriosa. Pero no cabe duda de que normalmente Rommel no hubiera debido atacarnos tan pronto como lo hizo…».

Esa fue la primera aparición de Rommel en el escenario del desierto. La rapidez con que atravesó Cirenaica fue impresionante hasta para los profesionales, pero mucho más todavía para el público profano, que acostumbra a medir los éxitos bélicos en función de las modificaciones que aportan a los mapas de operaciones. Sin embargo, el terreno tiene escasa importancia y significación cuando se trata de una guerra en el desierto. Hubiera sido más acertado pensar en términos de batallas navales que en términos de combates terrestres. Si logra uno poner fuera de combate a las fuerzas blindadas del enemigo, la flota de tanques propia puede ya correr por el desierto sin más freno a la rapidez y extensión de su avance que las limitaciones que derivan de sus disponibilidades en gasolina y camiones. Pero lo más alarmante era la calidad manifiestamente superior de los blindajes alemanes, superioridad que se prolongó hasta la llegada de nuestros tanques Sherman, antes de El Alamein, y que ni nuestro Estado Mayor ni el Gobierno inglés apreciaron nunca en todo lo que significaba: tanto el uno como el otro creyeron siempre que la cantidad podía suplir la desventaja en la calidad.

La verdad es que semejante teoría no tuvo jamás confirmación. Rommel utilizaba y dirigía sus fuerzas, numéricamente escasas, con maña y habilidad nada corrientes. Había mandado ya antes una división blindada en pleno combate, y es innegable que vale más la experiencia de una semana de combates en el frente que seis meses de maniobras. Ahora se enfrentaba a tropas sin experiencia con jefes que jamás habían participado todavía en maniobras de envergadura, por carecer de tanques. En una palabra, Rommel conocía mejor que sus oponentes el asunto en que se metía. Lo mismo les ocurría a sus equipos de tanquistas. De este modo, pues, «con la superioridad de sus armas, no podían sino derrotarnos»… Y el general de brigada Williams añade: «No creo que se le hubiera podido detener con facilidad. Tan sólo disponíamos de pequeños cañones antitanques y de viejos carros de combate desgastados». Creo personalmente que aún en el caso de que se hubiera tratado de tanques nuevos, tampoco habrían podido competir en calidad con los alemanes.

En el terreno de la estrategia, Rommel había de encontrar en Wavell el maestro capaz de darle algunas lecciones. La decisión de conservar Tobruk era, en las circunstancias descritas antes, una temeridad, pero «la activa defensa de su guarnición constituía una permanente amenaza para las líneas de comunicación del enemigo y debía impedir su avance». Esto fue lo que de hecho sucedió, y lo que probablemente salvó a Egipto. Describiéndoselo a su hijo, Rommel había hablado siempre de Wavell como un jefe de primera categoría, «un genio militar»; y en la biblioteca de Rommel descubrí, entre bastantes obras sobre África del Norte (de Frobenius y otros autores) con las páginas aún sin cortar, un libro en el que podía apreciarse la huella de los dedos que más de una vez lo había hojeado: era la traducción alemana del folleto de Wavell sobre el arte de mandar: Der Feldherr, von General sir A. Wavell (Zurich, 1942).

Rommel, por su parte, comprendía toda la importancia que tenía Tobruk; de modo que, desde el momento en que pudo contar con el refuerzo de la 15.a división blindada, lanzó el 1 de mayo una gran ofensiva contra la ciudad. Según dijo Aldinger, los italianos, que tenían los planes de defensa elaborados por sus servicios, negaron que estuvieran en su poder y se negaron a entregárselos. Sea lo que fuere, la 9.a división australiana no era de las que se dejan engatusar, ni siquiera por un Rommel. Aquel género de lucha, en la que cuentan por encima de todo la tenacidad y la iniciativa individual, correspondía maravillosamente a las cualidades de los australianos. Rommel recibió «un puñetazo en las narices» y fue duramente rechazado, sufriendo graves pérdidas en hombres y tanques. El Alto Mando alemán aprovechó aquel revés para recordarle que «el objetivo esencial del Afrika Korps era la posesión de Cirenaica, con o sin Tobruk, Sollum y Bardia», y que cualquier avance ulterior hacia Egipto tenía importancia sólo secundaria.

Hacia mediados de mayo, todavía antes de que fuera descargado un contingente de tanques procedentes de Inglaterra, el general Wavell creyó que había llegado el momento de «atacar en condiciones favorables a las vanguardias enemigas de la frontera egipcia, cerca de Sollum». En el curso de una operación de objetivos reducidos, fueron ocupadas Sollum y Capuzzo. El día siguiente, Rommel trasladaba a aquel lugar el grueso de sus efectivos blindados, obligando a los ingleses a retirarse. El 27 de mayo lograba echarnos fuera del desfiladero de Halfaya, que era el único lugar, prescindiendo de Sollum, donde los tanques podían escalar la escarpadura de 200 pies de altura que se extiende, en dirección este, a lo largo de unas cincuenta millas en el desierto.

El general Wavell seguía empeñado en reconquistar Cirenaica, por lo menos hasta llegar a Tobruk. Además, «estaba obligado a pasar al ataque lo antes posible», y no es difícil adivinar quién, desde Londres, le empujaba a la acción. Disponía ahora ya de los tanques nuevos suficientes para reequipar la 7.a división blindada, que desde su victoria sobre Graziani no había vuelto a entrar, en tanto que división, en línea de combate; tan precaria era su dotación de material, que no disponía ni de los tanques ni de los equipos de radio indispensables para proseguir su entrenamiento. Algunos de los nuevos tanques eran de un modelo hasta entonces desconocido en el Oriente Medio; muchos de ellos necesitaban una revisión a fondo, y en todos había que instalar el dispositivo de filtro para la arena y el camuflaje propio para la lucha en el desierto. «El conocimiento mutuo entre unos y otros equipos era tan pobre como el que cada uno de ellos tenía con su respectivo material de combate».

Se estimaba que los alemanes podían oponer 220 tanques medianos y 70 ligeros a los 200 que nosotros poseíamos. Nuestra decisión de atacar era, pues, por lo menos temeraria. Añádase que el general Wavell tenía que combinar la acción de dos brigadas de características muy distintas: una de ellas, equipada con tanques «Cruiser» de una velocidad de marcha de 25 a 30 kilómetros por hora y con un radio de acción de 120 a 160 kilómetros; la otra, con tanques «I» que se desplazaban a 8 kilómetros por hora, con un radio de acción —es decir, sin necesidad de reponer gasolina— de tan sólo 65 kilómetros. Esto representaba algo semejante a alinear para una carrera de 100 metros a un hombre y a un chiquillo. Finalmente, los alemanes disponían de baza importante: su cañón de 88 milímetros, de doble aplicación. Esta arma antiaérea de gran rapidez de acción podía ser empleada también contra los carros de combate, y sus disparos perforadores atravesaban nuestros tanques como si fueran de mantequilla. El Diario de Rommel sobre la «División Fantasma» precisa netamente que esos cañones fueron utilizados por vez primera contra los ingleses en los combates sostenidos cerca de Arras. Los servicios ingleses de información afirman lo contrario: dicen concretamente que no se nos atacó con ellos hasta el 16 de junio de 1941, en el Desierto occidental[7]. No importa demasiado saber cuál de esas dos fuentes de información está en lo cierto. La verdad es que se trataba de un arma peligrosa, que en adelante, y hasta el final de la contienda, sembró ya el terror entre los jefes de tanques y entre otros que no lo eran.

En tal sentido, la operación «Battleaxe», en la que perdimos un centenar de tanques, fue un triste fracaso. Y sin embargo, en aquella misma época los ingleses de Siria, que no disponíamos ni de un solo tanque ni de protección aérea, nos veíamos hostigados en dicho país por los blindados y los aviones de los franceses de Vichy. De ahí que experimentásemos un lógico resentimiento cuando supimos que se habían utilizado seis escuadrillas de cazas, cuatro de bombarderos y cerca de doscientos tanques en una operación como la citada, de tan manifiesta y absoluta inutilidad. Resultó, por lo tanto, muy interesante que luego nos enterásemos, gracias a las confidencias coincidentes que von Ravenstein y Aldinger nos hicieron por separado, de que Rommel se tomó muy en serio aquella ofensiva nuestra, considerándola extremadamente peligrosa. Nosotros probablemente hubiéramos abandonado de propia iniciativa el desfiladero de Halfaya, si hubiéramos podido prever que el adversario iba a utilizar contra nosotros los cañones de 88 milímetros; y fue sin duda la heteróclita mezcla de nuestros blindados lo que obligó a los tanques «I» de la 4.a brigada a girar bruscamente al norte de Capuzzo, mientras el resto de la 7.a división blindada se extendía a lo lejos cubriendo su flanco. De todos modos, no deja de causar satisfacción saber que nuestra operación «Battleaxe» sirvió para llevar la ansiedad y la inquietud al campo enemigo.

El verano tocaba apaciblemente a su fin, mientras cada uno de los adversarios se esforzaba en consolidar sus posiciones. Pero era Rommel el que jugaba con desventaja. El Alto Mando alemán, con la mirada fija obsesivamente en Rusia, prestaba poca atención al frente de África del Norte, y aunque consideraba necesaria una ofensiva contra el canal de Suez, primero, y luego contra Irán, creía que todo aquello podía aplazarse hasta que se produjera la derrota de Rusia, momento en que quedaría abierta la ruta de Anatolia y del Cáucaso. Así, pues, por el momento los ejércitos alemanes en Libia tenían que limitarse a desempeñar el papel de simple apoyo, y no debían esperar el refuerzo de ninguna otra nueva división. En estas circunstancias, como era imposible mejorar su abastecimiento sin realizar una operación contra Malta, Rommel no tenía que pensar para nada en Tobruk. En el caso de que esta ciudad cayera, Rommel no debería seguir avanzando por Egipto, sino que habría de detenerse en Sollum. Si, por el contrario, fracasase el ataque, debería hallarse preparado para retirarse a Gazala.

Los expertos —lo mismo ingleses que alemanes— han presentado a Rommel frecuentemente como el tipo perfecto del militar oportunista, del especialista en táctica que no está, en cambio, calificado para dar una opinión válida sobre estrategia. Admitamos que Rommel era más un maestro de la táctica «por todo lo alto», que un estratega. Aun así, si hubiera sido tan incapaz como para no conocer ni los grandes principios de la estrategia, según pretenden algunos, resultaría francamente incomprensible el hecho de que se le utilizara en Potsdam, y más sorprendente todavía que nada llegara a aprender de esta ciencia durante todos los años que pasó allí.

En el caso concreto de que hablamos, su apreciación de la situación fue indiscutiblemente más lúcida que la de la mayoría de los estrategas profesionales. Aludimos ya antes al plan que había establecido Rommel en julio de 1941 para apoderarse del canal de Suez. El general von Ravenstein me aseguró, además, que los proyectos que acariciaba Rommel rebasaban en mucho los estrictos límites de aquel plan. En opinión de Rommel, la progresión trazada en dicho plan habría de ser solamente el preludio de un ulterior avance que llegaría hasta Basora. El objetivo básico consistiría en cortar la oleada de suministros norteamericanos que se dirigían a Rusia por el golfo Pérsico. Rommel esperaba asegurar, tras la primera parte de la operación, su propio aprovisionamiento a través de Siria. Por lo demás, pensaba que Turquía, si las cosas salían bien en Rusia y en África del Norte, se vería obligada a incorporarse al bando alemán, o en caso contrario, sería atacada y derrotada.

Antes de sucumbir a la tentación de calificar este proyecto de fantástico y extravagante —como lo hizo el Alto Mando alemán, cuando en realidad no conocía más que la primera parte del mismo—, conviene leer el informe del general Auchinleck (38.177) dedicado al estudio de la evolución de la situación en Oriente Medio entre el 1 de noviembre de 1941 y el 15 de agosto de 1942. Se da uno cuenta entonces de las fatigas que pasábamos para mantenernos en Siria tras la capitulación de los franceses de Vichy, y de las dificultades con las que nos enfrentábamos también en Irak y en Irán, y de lo fácil que le hubiera sido al enemigo, empleando fuerzas aerotransportadas, ocupar la isla de Chipre antes del verano de 1942, y los quebraderos de cabeza que su flanco derecho produjo a Auchinleck. El general confiesa en su informe que lo que más teme es un ataque a través del Cáucaso. Tampoco hay que olvidar la importancia de los suministros norteamericanos que, a través del golfo Pérsico, se encaminaban entonces a Rusia.

En cuanto a Malta, Rommel no cesaba de repetir a su Estado Mayor (y también a su familia) que no comprendía por qué el Alto Mando no se decidía a apoderarse de la isla. Empleando tropas aerotransportadas, protegidas por nubes artificiales, hubiera sido fácil ocupar Malta en cualquier momento del verano de 1941. Ésa era, por lo menos, la opinión de Rommel, que estaba muy interesado por ese problema, ya que en agosto el 35 por ciento de sus aprovisionamientos y en octubre el 65 por ciento fueron echados a pique por el enemigo antes de llegar a su poder. Sin embargo, hubo que esperar hasta últimos de 1941, cuando el porcentaje de pérdidas había alcanzado ya hasta el 75 por ciento, para que el Alto Mando alemán se diera cuenta de la importancia de la isla de Malta para el dominio del Mediterráneo, y enviara entonces submarinos y navíos ligeros, reforzando además sus fuerzas de aviación en Sicilia. El resultado fue que al comenzar el año 1942 los alemanes controlaban ya virtualmente todo el Mediterráneo central (buena prueba de ello es que un grupo de jóvenes italianos lograron penetrar en el puerto de Alejandría y hundir los dos únicos barcos de guerra ingleses que se hallaban anclados: el Queen Elizabeth y el Valiant).

Así las cosas, había pasado ya el momento óptimo para enviar a Rommel las divisiones de refuerzo que había pedido. Parece incluso como si los alemanes no hubieran tenido nunca demasiadas ganas de hacerlo. Aun habiendo logrado neutralizar Malta, consiguiendo «eliminarla en tanto que base naval», como pensaba Kesselring, no hicieron ningún esfuerzo formal para apoderarse de la isla. Hubo que esperar hasta finales de abril de 1942 para que Hitler, presionado por el almirante Raeder y tras una discusión con Mussolini, dispusiera para principios de junio un ataque por sorpresa contra la isla, utilizando tropas aerotransportadas alemanas e italianas (la llamada «operación Hércules»). Escribía entonces el representante del almirante alemán en la conferencia:

Aunque el aplazamiento de la operación contra Malta es algo deplorable estoy, sin embargo, contento de ver el interés cada día mayor del Führer por esta importante zona de combate. Tenemos ahora que comprender esa importancia; durante demasiado tiempo hemos estado considerando como subsidiario este sector, en el que las victorias llovían del cielo; nadie se preocupaba lo más mínimo por hacer algo práctico en ese teatro italiano de la guerra.

La fecha del ataque fue retrasada en dos ocasiones. Al comienzo de julio, ya en el minuto último de la undécima hora, Hitler aplazó la «operación Hércules» para después de la conquista de Egipto. Tomó esa decisión sin consultar a los italianos ni a su propio Estado Mayor naval; es probable que consultara solamente a Keitel y Jodl.

Incluso en los primeros días del verano de 1941, los altos oficiales del Afrika Korps, recién salidos de sus primeras victorias, tenían la clara sensación de que su Alto Mando consideraba África del Norte como un sector de segundo orden «en donde había que sacar las castañas del fuego en beneficio de los italianos». Buen ejemplo de ello era el problema del apoyo aéreo. ¿Por qué no se les concedía el refuerzo de algunas escuadrillas de cazas? El general von Esebeck narra:

Recuerdo el viaje de inspección del mariscal Milch a la Luftwaffe en mayo de 1941. Los dos pedíamos al cielo que la RAF nos obsequiase con una buena incursión. Y la RAF nos concedió los que deseábamos. El general Milch llevaba un magnífico uniforme blanco, y nada podía divertirme más que ver cómo se echaba en un refugio. Y cuando salió de él aún me divertí más, al comprobar que se había refugiado precisamente en el hoyo donde los cocineros echaban las basuras…

Animado o no por el Alto Mando, Rommel estaba de todas maneras decidido a atacar. Su primer objetivo era, naturalmente, Tobruk. El general Auchinleck escribiría más tarde:

La libertad de maniobra de que gozamos durante más de cuatro meses y medio la debimos sobre todo a los defensores de Tobruk. Al no comportarse como una guarnición apuradamente asediada, sino como una fuerza siempre a punto para lanzar un ataque, pudo contener a un enemigo dos veces superior numéricamente, obligándole a que estuviera siempre en estado de alerta; y así logró que desde abril hasta noviembre permanecieran inmovilizados lejos de la región fronteriza cuatro divisiones italianas y tres batallones alemanes.

La decisión del general Wavell, que éste tomó en medio de la confusión de una batalla indecisa, aunque perdida, obtuvo así una buena recompensa. Mientras Tobruk aguantó, ningún movimiento del enemigo pudo progresar hacia Egipto.

Pero Rommel no obtuvo fácilmente la autorización para atacar Tobruk. Su deseo era haberlo hecho en octubre o en noviembre, pero Hitler, Keitel y Jodl se oponían a cualquier intento que se planease para antes de enero de 1942. No querían emprender ninguna acción de importancia en África del Norte mientras tuvieran las manos ocupadas en Rusia. Los italianos, cuyo servicio de espionaje —gracias a sus agentes en El Cairo y en Alejandría— resultaba mejor que el de los alemanes, estaban al corriente de los proyectos de ofensiva del general Auchinleck. También ellos se opusieron a cualquier movimiento de Rommel, quien nominalmente estaba bajo su mando. La Luftwaffe tomó fotografías aéreas del ferrocarril que entonces se prolongaba activamente allá lejos, al oeste de Matruk. El general von Ravenstein se hallaba presente el día que Rommel tiró al suelo aquellas fotografías. «No quiero mirarlas», exclamó con voz irritada. Llegó luego un informe del almirante Canaris: un soldado inglés, internado en el hospital de Jerusalén, había dicho a su enfermera —que era una espía alemana— que todo estaba a punto para lanzar un ataque de envergadura contra Rommel. Dando crédito a aquel informe, Hitler y Jodl intimaron a Rommel a que se preparase para hacer trente al ataque de Auchinleck (al parecer, no se les ocurrió ni por un momento pensar que si Tobruk seguía en poder de los ingleses, aquel hipotético ataque sería doblemente duro para los que habían de soportarlo).

De todos modos, como Rommel estaba absolutamente decidido a apoderarse de Tobruk, no quiso tomar en consideración la mencionada orden, y resuelto a discutirla con sus oponentes, tomó un avión y marchó a Roma, acompañado de von Ravenstein. Se hallaba presente este último cuando, en la oficina de von Rintelen, el oficial alemán que servía de enlace con los italianos, Rommel se desencadenó. Tras tratar al pobre von Rintelen de «amigo de los italianos», tomó el teléfono y logró ponerse en comunicación con Jodl. «Me entero de que desea usted que renuncie a mi ataque contra Tobruk —exclamó—, y tengo que decirle que estoy asqueado de todo». Jodl entonces aludió a la ofensiva británica, y Rommel replicó diciendo que la 21.a división de panzers, cuyo jefe se hallaba precisamente a su lado en aquellos momentos, podía encargarse de contener el ataque inglés, mientras el suyo contra Tobruk podría proseguir. Jodl invocó entonces las razones de la seguridad, diciéndole a Rommel: «¿Podría usted garantizarme que no correría usted ningún peligro?». «¡Se lo garantizo a usted personalmente!», gritó Rommel. Jodl, creyéndose ya a cubierto de toda responsabilidad, le dio por fin su autorización.

Se fijó la fecha del 23 de noviembre para el ataque. Como todos los preparativos estaban ya hechos, y tanto la condesa von Ravenstein como la señora Rommel habían acudido a Roma para reunirse con sus maridos, Rommel decidió celebrar su cumpleaños, el 15 de noviembre. Las dos damas salieron a hacer un poco de turismo, visitando la ciudad. Von Ravenstein recuerda que se reunieron con ellos para la comida en el hotel Edén y que hicieron grandes elogios de las maravillas que acababan de contemplar en la basílica de San Pedro. Rommel permaneció buen rato en silencio, escuchándolas, y luego intervino en la conversación para decirle a su compañero de armas: «Le digo a usted, von Ravenstein, que he vuelto a pensar en lo que deberíamos hacer con todos aquellos batallones de infantería…».

Rommel no vio nada de Roma. Asistió, empero, aceptando una invitación que le hizo el Mando italiano para el día de su cumpleaños, a una proyección de la película italiana El avance de Bengasi, consagrada a la precedente ofensiva de abril. En ella podía verse a los italianos victoriosos atacando a la bayoneta, y a algunos oficiales ingleses de robustas nucas (interpretados por «dobles» italianos) que huían a la desbandada; pero no se veía en todo la película ni un solo soldado alemán en acción. De ahí que Rommel dijera un poco irónicamente a sus cofrades italianos: «Es un film muy interesante e instructivo. ¡Siempre había sentido curiosidad por saber qué ocurrió en aquella batalla!».

Se ha explicado ya cómo Rommel escapó una vez más a la muerte o al cautiverio por estar ausente de su Cuartel General de Beda Littoria, cerca de Cirene. Resumiendo los hechos, recordemos que un comando británico, conducido por el coronel Geoffrey Keyes, desembarcó de un submarino en un lugar convenido, donde esperaba un oficial de valor temerario, llamado John Haseldon —que, por cierto, caería muerto en combate poco después—, el cual salió al encuentro del comando y guió sus pasos hasta el Cuartel General de Beda Littoria. Disfrazado de árabe, Haseldon vivía detrás de las líneas enemigas. Según ha escrito el comandante Kennedy-Shaw en su obra Lang Rang Desert Group:

Cuando penetra uno en el pueblo viniendo de Cirene lo primero que ve, a su derecha, en un silo para granos, luego una hilera de pabellones y, finalmente, otro inmueble más grande, de dos pisos, sombrío y de aspecto bastante siniestro. Allí era donde vivía Rommel en 1941…

A medianoche, Keyes, acompañado de dos de sus hombres, Campbell y Terry, llamó a la puerta de entrada de aquel inmueble, pidiendo a gritos en alemán que se le abriera. El soldado que montaba la guardia entreabrió la puerta y aunque disparó tan pronto estuvieron dentro los intrusos, fue abatido por éstos. Dos oficiales, que acudieron al oír los disparos, cayeron también junto a las escaleras. Entonces todas las luces del inmueble quedaron apagadas y se hizo un espeso silencio. Keyes comenzó por registrar las habitaciones del sótano. La primera estaba vacía, pero de la oscuridad de la segunda surgió un disparo y Keyes se derrumbó, mortalmente herido. También Campbell fue herido y cayó prisionero. Terry, en cambio, pudo huir. El coronel Keyes (que sería condecorado con la Cruz Victoria a título postumo) está enterrado en Beda Littoria, junto con cuatro alemanes, en lo alto de una colina, a dos kilómetros del pueblo, yendo hacia el sur.

Rommel, que había salido de Roma en avión el 16 de noviembre, estaba ya en camino, por lo demás, de precisar los últimos detalles de su plan de ataque contra Tobruk. De todos modos, no hubiera podido caer prisionero en la Prefettura; esta mansión siniestra, edificada en medio de un grupo de cipreses, no era, en efecto, el Cuartel General de Rommel, sino el de su oficina «Q» (Intendencia). Su propio Cuartel General estaba en la Casa Bianca, en Ain Gazala, al este de Derna. Rommel acudía ciertamente a Beda Littoria algunas veces, pero nunca pasaba la noche allí, a pesar de que tenía reservado, para él o para algún otro visitante de alta graduación, un pabellón que todos llamaban «la Casa de Rommel». Las informaciones que poseía John Haseldon eran, pues, equivocadas; los informadores árabes sólo podían haber visto a Rommel, en aquellos parajes, de día, o tal vez, de noche, le habían confundido con otro oficial alemán…

Cuando recibió el informe sobre la fallida incursión británica, Rommel ordenó a su capellán, Rudolph Damrath, que marchara a Beda Littoria para celebrar funerales cristianos en sufragio de Keyes y de los cuatro alemanes caídos también en el asalto. Durante treinta y seis horas, Damrath tuvo que rodar sobre carreteras azotadas por la lluvia y a través de los wadis inundados a causa de una tormenta reciente. Llegó a Beda Littoria diez minutos antes de la hora fijada para las exequias, con el tiempo justo para pronunciar un sermón y bendecir las tumbas (la de Keyes es la última comenzando por la derecha). Un oficial del Estado Mayor alemán depositó sobre ellas unas coronas; se dispararon tres salvas; pusieron en pie unas cruces de madera y plantaron unos jóvenes cipreses. Después de la guerra, Damrath y Ernest Schilling, jefe del Cuartel General alemán en Beda Littoria, enviaron un informe sobre la muerte y los funerales de Geofrey Keyes a Lady Keyes, madre de éste.

II. La operación «Crusader»

No pudimos suprimir a Rommel en su Cuartel General, pero la ofensiva del general Auchinleck sorprendió al jefe alemán y a sus tropas. Cuando nuestras brigadas de tanques atravesaron la frontera al amanecer del día 18 de noviembre, llevando al frente, en un despliegue perfecto, un telón de automóviles blindados, nuestras fuerzas pudieron avanzar a través del desierto vacío hasta sus posiciones de combate en el Trigh-el-Abd.

La operación «Crusader» era la primera que se confiaba al VIII ejército, y suscitó en principio grandes esperanzas. El señor Churchill confiaba incluso en lograr una victoria por el estilo de la de Blenheim o la de Waterloo. Por desgracia, lo proclamaba abiertamente. Sin llegar a realizarse enteramente, aquellas esperanzas se vieron pronto eclipsadas por el fracaso que a continuación se produjo. Fuera de la gente del VIII ejército, pocos hombres supieron qué cerca estuvimos de obtener un éxito completo. Y como lo único que en definitiva cuenta es el resultado definitivo, aún fueron menos las personas que se tomaron la molestia de comparar las cifras de entonces con las de la batalla de El Alamein. En la operación «Crusader», el enemigo perdió 60.000 hombres —21.000 de los cuales eran alemanes— entre muertos, heridos y prisioneros, sobre unos efectivos totales de 100.000 hombres. Nuestro VIII ejército, compuesto de 118.000 hombres, perdió un total de 18.000, entre oficiales y soldados. En El Alamein, en cambio, los 150.000 hombres del VIII ejército que combatían contra 96.000 italianos y alemanes, mataron, hirieron o capturaron 59.000 hombres, 34.000 de los cuales eran alemanes; las bajas del VIII ejéicito se elevaron a 13.500 hombres. Esa comparación ha de hacerse igualmente en lo que hace al material. En noviembre de 1941 opusimos 455 tanques a los 412 de Rommel. En El Alamein, el general Montgomery disponía de 1.114 tanques, contra los 500 a 600 del enemigo, la mitad de los cuales eran italianos. Las cifras, sin embargo, no dan cuenta de toda la historia. Entre los 1.114 tanques del general Montgomery, había 128 «Grant» y 267 Sherman, provistos de cañones de 75 milímetros montados en torrecillas completamente giratorias, nuevos y flamantes. En noviembre de 1941, por el contrario, no disponíamos de ningún tanque de clase comparable a la de los Mark III o Mark IV alemanes; antes de poder atacar con eficacia a los tanques enemigos, los nuestros, difíciles de manejar y armados solamente con un pobre cañoncito de 2-pounder, tenían que aproximarse a unos 700 metros de aquéllos. Y tenían que hacerlo sometidos al fuego de los cañones de 50 (4-pounder) y 75 milímetros del enemigo, contra cuyos proyectiles su blindaje era del todo ineficaz. ¡Y no poseíamos entonces ni un solo cañón antitanque de valor!

¿Por qué atacó el general Auchinleck con sólo una división y media, en lugar de las tres que él mismo había estimado indispensables? En primer lugar, porque mientras se encontraran en Cirenaica importantes contingentes de fuerzas del Eje, seguiría planeando sobre Egipto una amenaza real, y Auchinleck no podía confiar en poder proteger su flanco norte en caso de una posible invasión alemana a través del Cáucaso. Además, porque según el Gobierno de Su Majestad, había que reemprender la ofensiva en África del Norte «tan pronto como fuera posible». Se trataba de una fórmula elástica, particularmente en Londres.

Una vez aceptada la decisión, ya no pudo encontrar un solo fallo en el plan del general. La idea de establecer en Girabub la base principal de operaciones y atravesar el desierto vía Gialo para cortar las comunicaciones de Rommel, fue eliminada con mucho acierto, ya que las dificultades de organización hubieran sido enormes. Más aún: durante el avance nuestro por el flanco hubiera quedado sometido a un incesante ataque aéreo gracias a los campos de aviación que el Eje tenía en la costa norte, los cuales hubieran sido sin duda alguna reforzados por la Luftwaffe de Grecia o de Creta. Nuestras fuerzas, incluidas las de la RAF, hubieran tenido que dispersarse. Para aguantar en la frontera, nos hubiésemos visto obligados a dejar allí una importante fuerza de cobertura. En caso contrario, Rommel hubiera podido aventajarnos de nuevo en la lucha descendiendo por las escarpaduras y abriéndose camino hacia Alejandría. Eso era lo que, en efecto, tenía pensado hacer Rommel si nosotros hubiésemos atacado desde el Sur. El intento de hacer avanzar un solo grupo de brigada hacia Fialo fue, pues, decepcionante, pero resultó eficaz. El general Bayerlein me contó que los alemanes estaban convencidos entonces de que nuestro ataque principal partiría de aquel sector.

El plan realmente adoptado consistía en avanzar hacia Tobruk, simulando al mismo tiempo atacar también por el centro y por el sur. El objetivo número uno era la destrucción de las fuerzas blindadas de Rommel, ya que sus dos divisiones blindadas, la 15.a y la 21.a, formaban la estructura básica del ejército enemigo. ¿Y cómo podríamos llevarlas a combatir en el terreno que más nos convenía a nosotros? En opinión razonada de Auchinleck, la mejor manera sería plantear a las claras un intento de levantar el sitio de Tobruk. (En realidad, la ayuda de Tobruk era un objetivo secundario dentro de un plan más vasto, que consistía, primero, en expulsar a Rommel de Cirenaica y más tarde también de Tripolitania; gracias a ese mismo plan, la guarnición de Tobruk podría participar en la batalla). Como nuestros tanques eran de calidad inferior a la de los alemanes, teníamos que atacar a los blindados de Rommel con efectivos numéricamente superiores, y en ningún caso debía nuestra única división blindada aceptar el combate con las dos divisiones panzers juntas. La impresión de sorpresa, lo mismo en lo concerniente a la iniciación que a la orientación del avance, resultaba, pues, de importancia primordial.

Resumiendo, el ataque principal debía corresponder al 30.o cuerpo de ejército, a las órdenes del teniente general Willoughby Norrie. La mayor parte de los blindados (la 7.a división blindada y el 4.o grupo de brigada blindado) junto con dos brigadas de la 1.a división surafricana (infantería) y la 22.a brigada de Guardias (motorizada), debían concentrarse alrededor de Gabr Saleh y entablar combate en el nordeste y en el noroeste. En cuanto lograran deshacerse de los tanques de Rommel, liberarían Tobruk del cerco enemigo. Los defensores de Tobruk, por su parte, o sea, la 70.a división de infantería, una brigada blindada y el grupo de brigada polaco, intentarían salir de sus posiciones en cuanto el general Norrie estimase que la fruta estaba ya madura.

Durante todo este tiempo de la acción, el 13.o cuerpo de ejército (que comprendía la división neozelandesa, la 4.a división hindú y la 1.a brigada blindada del cuerpo de ejército) debería retener y aislar a las tropas enemigas que defendían las posiciones de la frontera, y luego adelantarse hacia el oeste, en dirección a Tobruk, con el fin de apoyar al 30.o cuerpo de ejército, cuya 4.a brigada blindada protegería su flanco izquierdo. Por otro lado, las brigadas 2.a y 5.a de infantería hindúes se opondrían al enemigo de frente, la 2.a en la parte baja de la escarpadura de Sollum, y la 5.a por encima de dicha escapadura; al mismo tiempo, ambas divisiones cubrirían nuestra base y cabeza de ferrocarril.

Las fuerzas de Rommel estaban formadas por una tercera parte de alemanes y dos terceras partes de italianos, y comprendían un total de 10 divisiones: tres blindadas, dos motorizadas y cinco de infantería. Las dos divisiones blindadas alemanas, la 15.a y la 21.a, formaban, en unión de la 90.a división ligera de infantería, el Panzer Gruppe Afrika. La 21.a se hallaba a doce millas al sur de Gambut, a uno y otro lado del Trigh Capuzzo, en torno a El Adem, El Duda y Sidi Rezegh. El 21.o cuerpo de ejército, compuesto de cuatro divisiones italianas de infantería y reforzado por tres batallones alemanes de infantería también, sitiaba Tobruk. La división italiana Ariete se encontraba en El Gubi, con sus piezas de artillería bien atrincheradas. Otra división italiana, motorizada, la Trieste, se hallaba en Bir Hakeim. Las líneas defensivas fronterizas de Halfaya, Sollum y Capuzzo estaban guarnecidas por los batallones alemanes de infantería. Sidi y Libian Ornar estaban defendidos por la división Savona, provista de algunos cañones alemanes. La guarnición de Bardia era mixta, con alemanes e italianos.

Se dio gran impulso a los preparativos de la ofensiva. La línea de ferrocarril fue prolongada hasta 120 metros al oeste de Matruk. Se hizo llegar desde Alejandría un oleoducto y se abrió un puesto de aprovisionamiento de agua a 15 kilómetros del punto principal de nuestro ferrocarril. Antes de que comenzara la batalla, se habían almacenado en la zona de vanguardia 30.000 toneladas de municiones, carburante y material de combate; así era posible tener cubierto, durante una semana por lo menos, el déficit diario del consumo de material con relación a las entregas. Desde hacía muchas semanas, la Marina real y la RAF venían atacando incesantemente los convoyes de aprovisionamiento del enemigo. Gracias a la RAF y al Long Ranger Desert Group, el general Cunningham, que mandaba el VIII ejército a las órdenes directas del general Auchinleck, comandante en jefe de todas nuestras fuerzas en Oriente Medio, no careció nunca de informaciones precisas y exactas sobre los dispositivos del enemigo y el orden de batalla en que se colocaba. Y gracias asimismo a la RAF y a nuestros servicios de camuflaje y seguridad, el enemigo no conoció jamás ni nuestros dispositivos ni nuestros movimientos. La sorpresa, arma que tanto necesitábamos, quedaba así asegurada.

La batalla que siguió fue llevada con desesperada energía por ambos bandos. En el nuestro se respiraba una alegría, una voluntad de victoria como yo no había tenido ocasión de ver desde los últimos combates de las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. Recuerdo haber visto cómo un soldado escocés herido gritaba: «¡Dadme otro tanque!», mientras se inclinaba hacia afuera mostrando su cañón, cuyo morro colgaba, víctima de un impacto a bocajarro, como una hoja de apio cruelmente masticada. «Esto funciona —añadió— y no tardaremos mucho en hacer morder el polvo a estos hijos de p…». Esta escena tenía lugar a sólo un centenar de metros del coche del general Willoughby Norrie, jefe del 30.o cuerpo del ejército, el cual, pese a que acababa de perder su Puesto de Mando en plena marcha, estaba demostrando que es muy posible dirigir una ofensiva sin contar más que con un ayudante de campo, con la consiguiente economía de papeleo. Poco más o menos en el mismo momento en que esto ocurría, las tropas neozelandesas hacía prisionero, al completo, al Cuartel General del Afrika Korps.

Fue un combate entre auténticos soldados, una verdadera «riña de perros», que me recordaba aquellos carruseles aéreos que había visto por encima de nuestras líneas, en 1918. La batalla se desarrolló a tal ritmo, con tan diversas y sucesivas rachas de buena y de mala suerte, envuelta en una tan densa nube de humo, nacida de la explosión de los obuses o del incendio de los tanques, con tan tremendas polvaredas provocadas por los camiones de suministros, y en medio de una tal confusión de comunicados contradictorios, que nadie podía envanecerse de saber lo que ocurría a sólo un kilómetro de donde él se hallaba. Aún hoy sigue siendo difícil interpretar bien los mapas de entonces, que mostraban, hora por hora, cómo evolucionaba la situación. A veces emergía de aquel caos una figura heroica, como la de “Jock” Campbell, conduciendo sus tanques al ataque desde un vehículo descubierto y haciendo méritos para ganar otra media docena de veces la Cruz Victoria que se le concedió. Las hazañas de otros centenares de hombres no figuran siquiera en el informe sobre la batalla. ¿Cuántos conocen, por ejemplo, cómo se apoderó de Gialo el mayor general Denys Reid, jefe del grupo de brigada hindú de Girabub? ¡Penetró solo en el fuerte, y ya dentro, tuvo a raya, sin más arma que un revólver, a sesenta oficiales italianos que se disponían a almorzar!

El corazón de la batalla estaba en Sidi Rezegh, llave de Tobruk. Allí era donde más encarnizadamente se luchaba, tanque contra tanque, hombre contra hombre. En lo más crítico de aquel implacable combate, la tarde del 24 de noviembre, Rommel se lanzó con sus blindados a través de las alambradas de la frontera. Alan Moorehead ha contado en su libro A Year of battle, con estilo vivaz y expresivo, esa incursión enemiga en nuestra retaguardia y la alocada fuga de nuestros vehículos ligeros por el desierto; parecían un banco de caballas huyendo a la vista de un tiburón.

¿Por qué Rommel había abandonado repentinamente la batalla principal? ¿Por qué se lanzó hacia el este con sus blindados? ¿Respondía su gesto a un plan preconcebido? ¿O tal vez era un intento desesperado de hacerse de nuevo con el mando de la situación? El mayor general Fuller y el teniente general sir Giffard Martel, que entre otros muchos han estudiado la cuestión, llegaron a conclusiones opuestas. Y sin embargo, si quiere uno formular un juicio acerca de Rommel como jefe militar, la respuesta a esas interrogaciones es algo esencial. Puede uno preguntarse, por otra parte, por qué sus tanques, que pasaron a dos o tres kilómetros de distancia de nuestros dos principales parques de aprovisionamiento (el FSD 63, a 25 kilómetros al sudoeste de Bir Gubi, y el FSD 65, a 25 kilómetros al sudeste de Gabr Salen), no se detuvieron ante ellos para bombardearlos. Privada de esos parques, la división neozelandesa no hubiera podido mantenerse en sus posiciones, y lo mismo cabe decir del 30.o cuerpo de ejército retirado de Sidi Resegh. No tenían más cobertura que la de la brigada de Guardias.

Es fácil contestar en primer lugar a esta segunda interrogación. Los mencionados parques de aprovisionamiento eran instalaciones de diez kilómetros cuadrados, pero los alemanes ignoraban por completo su emplazamiento. Cuando le expliqué la realidad, el general Bayerlein exclamó: «¡Dios santo! ¿Qué me dice usted?». Y no fue menor el asombro del general von Ravenstein: «¡Y pensar que yo vi e identifiqué la brigada de Guardias, sin inquietarme siquiera por lo que pudieran hacer allí! Ni siquiera se me ocurrió abrir fuego contra ellos». La conclusión a que llegaron los dos generales alemanes fue idéntica: «Si hubiésemos tenido conocimiento de la existencia de esos parques, hubiéramos ganado la batalla». En efecto, hubieran podido ganarla. No sé quién fue el responsable del camuflaje de aquellos enormes stocks de gasolina, de agua y de víveres, pero es indiscutible que puede sentirse satisfecho de su trabajo. Me he enterado hace poco de que el autor del camuflaje fue el mayor Maskelyne. Si así es, Maskelyne y Devant, famosos ilusionistas, no hicieron nunca un trabajo tan perfecto. Y hay que felicitar igualmente a la RAF por haber logrado impedir los vuelos de reconocimiento alemanes sobre aquellas regiones.

En lo concerniente a la otra pregunta, el general Bayerlein conocía con exactitud lo que Rommel tenía pensado. Éste seguía acariciando la intención de apoderarse de Tobruk, pero no estaba en condiciones de hacerlo al hallarse él mismo sometido a un ataque enemigo. Si intentaba volverse contra la 70.a división, ésta se replegaría hacia el perímetro fortificado. El avance de la división neozelandesa a lo largo del Trigh Capuzzo fue una desagradable sorpresa para Rommel. Es cierto que si concentraba todas sus fuerzas contra ella, probablemente lograría destruirla y garantizar nuevamente a sus tropas una ruta hacia sus posiciones de la frontera; pero aquello dejaría a la 7.a división blindada el tiempo necesario para cubrir sus pérdidas. Durante todo el tiempo a que nos referimos, la 70.a división se hallaba sobre su flanco. Si Rommel se lanzaba contra nuestra 7.a división blindada, al sudoeste de Sidi Rezegh (como debía haber hecho, en opinión del general Martel), la división neozelandesa se uniría entonces a la 70.a división. Elegir el camino de la seguridad y retirarse a Gazala equivalía a abandonar sus puestos de la frontera, sus almacenes y sus propios parques de aprovisionamiento a lo largo de la costa. No hay que olvidar que la fuerza principal de Rommel residía en sus dos divisiones de panzers. Cabe, pues, preguntarse: ¿no tenía manera de utilizarlas a las dos, mucho menos para salir de un mal paso y proseguir una indecisa batalla que para recobrar la iniciativa y, consiguientemente, transformar la derrota en victoria? Rommel se dio una respuesta afirmativa al plantearse aquella pregunta, y decidió de repente realizar una incursión en nuestra retaguardia y destruir nuestras comunicaciones hasta el extremo de que el general Cunningham tuviera que darse por satisfecho si lograba detener el combate y replegarse a sus posiciones iniciales. Luego, con un retraso de sólo unos días, podría Rommel ocuparse nuevamente de Tobruk.

«¡Tiene usted en sus manos la oportunidad de acabar la campaña esta misma noche!», le dijo Rommel al general von Ravenstein, al darle las últimas órdenes para el ataque que este último debía realizar con la 21.a división de panzers.

Von Ravenstein debía lanzarse a través de las alambradas de la frontera hasta alcanzar el otro lado «sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda», y luego marchar en línea oblicua al norte, en dirección al mar, cerca de Sollum. Durante todo este tiempo, un «grupo de combate» compuesto por un batallón motorizado y una compañía de tanques, atacaría el Cuartel General del general Cunningham en Maddalena. Otro grupo de combate de la 15.a división de panzers, siguiendo las huellas del primero, descendería por la escarpadura y se apoderaría del puesto de cabeza del ferrocarril en Bir Habata, donde se guardaban importantes stocks de carburante. Si como Rommel sospechaba con toda razón, las tropas no hallaban ningún obstáculo serio entre la escarpadura y Alejandría, la 21.a división de panzers se uniría a aquel 2.o grupo y realizaría, por lo menos, una rápida incursión por Egipto. En cuanto se hubiera llevado a cabo todo aquello, la confusión y el peligro que envolverían al VIII ejército serían tales que no podría hacer otra cosa que regresar a sus posiciones de partida. (Al pie de la escarpadura y detrás de un vasto campo de minas había tan sólo una brigada de la 4.a división hindú, y ninguna otra fuerza a excepción de la 2.a división sudafricana, poco entrenada, mal equipada y que todavía no había recibido el bautismo de fuego. Las brigadas más próximas estaban en Marsa Matruk).

No se puede negar que para haber sido concebido en medio de la confusión de una dura batalla, aquel plan no dejaba de ser muy atrevido. ¿Cuál fue el motivo de que fracasara? Puede decirse que salió hasta demasiado bien, por lo menos en cierto sentido. El general Cunningham tenía ganas de romper el contacto con el enemigo ya desde el 23 de noviembre y seguramente lo hubiera hecho muy pronto si en la tarde del día 24 no hubiera acudido desde El Cairo el general Auchinleck para prohibírselo expresamente. En carta fechada el mismo 24 de noviembre por la noche y remitida desde el Puesto de Mando avanzado del VIII ejército, escribe el general Auchinleck, tras haber estudiado los peligros que podía entrañar la continuación de la lucha:

Debemos proseguir la ofensiva con todos los medios a nuestro alcance. Es ésta indudablemente la única decisión buena. Debemos asumir todos los riesgos que podamos correr. Debe usted, pues, continuar el ataque contra el enemigo, sin darle un momento de tregua, utilizando todos los recursos que estén en su poder, utilizando, si preciso fuera, hasta el último tanque disponible…

El general Fuller ve con razón en esta carta «un ejemplo impresionante de la influencia que ejercía el arte militar del general sobre el desarrollo de las operaciones».

Rommel, por el contrario, no pudo realizar sus proyectos por la intervención de un oficial de graduación inferior a la suya. Hacia mediodía del 25 de noviembre, el general von Ravenstein, que disponía, a retaguardia de Halfaya, de veinte o treinta tanques de los sesenta con que había comenzado la batalla, recibió una orden de Rommel para que se aprestara a un ataque inminente contra Egipto. Pero a las dos de la tarde del mismo día recibía por radio el siguiente mensaje:

Todas las órdenes dadas hasta el momento quedan suspendidas. La 21.a división debe romper las líneas hindúes en dirección a Bardia.

Por dos veces en el curso de la mañana, von Ravenstein había intentado sin fortuna —y, al parecer, sin necesidad— atacar a la 7.a división hindú (y también al Puesto de Mando de la 4.a división hindú), que se hallaban atrincherados detrás del campo de minas de Sidi Ornar; no pensaba, pues, obtener mejores resultados de una tentativa de ruptura del frente. Envió, no obstante, a un oficial al mando de una columna de camiones pesados —confiando que, al circular de noche, el enemigo los confundiera con tanques— con la misión de buscar un paso entre Sollum y Capuzzo. Von Ravenstein seguía tras la columna y al otro día, o sea, el 26 de noviembre, penetraba en Bardia. Allí encontró a Rommel, que dormía dentro de su coche de mando. «Mi general —le dijo von Ravenstein—, me siento muy satisfecho al poderle anunciar que acabo de llegar con toda mi división». Rommel estalló en imprecaciones: «Pero ¿cómo, usted aquí? ¿Qué hace en este lugar? ¿Es que no le ordené a usted que atacara Halfaya, rumbo a Egipto?». Von Ravenstein le mostró entonces la copia del mensaje radiofónico comunicándole la contraorden sobre el proyectado ataque. Rommel tuvo un nuevo estallido de irritación: «¡No puede ser, debe de tratarse de una falsificación; esa contraorden será cosa de los ingleses, que habrán descubierto nuestro código secreto!».

Pero se equivocaba. El mensaje, en realidad, procedía del teniente coronel Westphal, más tarde teniente general y jefe de Estado Mayor con el mariscal von Rundstedt, pero que entonces era solamente un G.I. de operaciones[8], situado a retaguardia y al servicio del Estado Mayor alemán en las proximidades de Tobruk. Por las manos de Westphal habían pasado todos los informes de los reconocimientos aéreos y al estudiarlos pudo darse cuenta de que el proyecto de Rommel resultaba impracticable, por lo cual se apresuró, bajo su responsabilidad personal, a dar la contraorden. Rommel era hombre de suficiente amplitud de miras para alegrarse más tarde de aquella decisión, que tanto le irritó en un primer momento, y felicitar personalmente a Westphal: «Tenía usted razón —le dijo— y le estoy muy agradecido por lo que hizo». También von Ravenstein se alegró mucho de lo acaecido.

Durante todo este tiempo, la 90.a división ligera, que peleaba con las tropas neozelandesas en Sidi Rezegh, pedía socorro desesperadamente. En la noche del 26 al 27 de noviembre, los ingleses ocuparon Sidi Rezegh y la tarde siguiente la 70.a división se apoderaba de El Duda, haciendo que por vez primera el VIII ejército y la guarnición de Tobruk pudieran darse la mano. (El general Godwin-Austen hizo instalar el Cuartel General del 13.o Cuerpo en Tobruk, desde donde, al parecer, envió un mensaje concebido en estos términos: «¡Tobruk y yo nos hemos quitado un peso de encima!»). El 27 de noviembre, gracias a un mensaje por radio alemán que sus servicios interceptaron, el general Ritchie, que había sustituido en el mando al general Cunningham, pudo enterarse de que las dos divisiones de panzers se apresuraban a retirarse a sus posiciones.

Así acabó la excursión de los alemanes hacia el este. No nos causó, a fin de cuenta, demasiados perjuicios, fuera de la alarma y el desánimo que sembró en nuestras líneas de retaguardia. (Se ha llegado a decir que muchos conductores de camiones no quitaron el pie del acelerador hasta que llegaron a El Cairo, la cosa parece exagerada, pero sí es verdad que muchos marcharon corriendo hasta Marsa Matruk). Rommel no logró su propósito de recobrar la iniciativa de las operaciones, y como sea que había perdido en su intento muchos tanques, especialmente por obra de la artillería de la 4.a división hindú, en Sidi Omar, resultó que al final de su acción se encontró en peores condiciones que al iniciarla. El general Auchinleck hubo de admitir, no obstante, que el repentino ataque de Rommel «fue para nosotros un rudo golpe». Si el intento de Rommel hubiera sido coronado por el éxito, no cabe duda de que los historiadores hubiesen hablado del mismo como de una obra maestra del arte militar…

Lo mismo para los alemanes que para nosotros, algunos de los episodios de la mencionada tentativa de ruptura resultan hoy, convertidos en recuerdos, mucho más divertidos de lo que en realidad fueron. El 24 de noviembre al atardecer, Rommel atravesaba las alambradas de la frontera en compañía de Bayerlein y del general Cruwell, jefe del Afrika Korps. Rommel pilotaba su «Mamut», un automóvil blindado inglés que había capturado en una batalla anterior y al cual tenía gran apego. Era ya bien de noche cuando hicieron marcha atrás, pero fueron incapaces de encontrar, por entre las alambradas, el paso particular que debía permitirles esquivar el cinturón de minas que protegía las citadas alambradas. (Yo mismo recuerdo haber vivido una aventura semejante, cuando intenté en vano hallar aquel paso y tras dormir apaciblemente toda la noche en mi automóvil, pude descubrir, al amanecer, que las ruedas de mi vehículo habían estado pisando toda la noche… ¡el temible campo de minas!). Rommel y sus acompañantes se durmieron también por fin —aunque tal vez menos tranquilamente que yo— en medio de las tropas hindúes; con las primeras luces del día lograron esquivarlas sin ser descubiertos.

La tarde anterior Rommel había visitado un hospital de sangre, que estaba abarrotado de heridos alemanes e ingleses. Cuando iba paseándose por entre las camas, se dio cuenta de que en realidad el hospital estaba en manos de los ingleses y totalmente rodeado de tropas británicas. Resultó que el oficial inglés que lo dirigía había confundido a Rommel con un general polaco. Pero los heridos alemanes, al reconocerle, lanzaron gritos de sorpresa, procurando incorporarse en sus lechos. Viendo aquello, Rommel murmuró: «¡Me parece que lo mejor será marcharse en seguida de aquí!». Y saltando ágilmente dentro de su «Mamut», hizo a todos un gran saludo de despedida y salió pitando.

Me contó también el general von Ravenstein que en otra ocasión Rommel se empeñó en que él capturase a un grupo inglés del que creía formaban parte el general Cunningham y los hombres de su Estado Mayor. Von Ravenstein me lo explicó así:

En verdad, yo no tenía tiempo de capturar prisioneros. Cuando avanzaba penetrando entre las unidades británicas y los hombres de éstas, viendo que los tanques se les echaban encima, me rodeaban para rendirse, yo les gritaba: «¡Váyanse, no me interesan ustedes!». En verdad, ¿qué hubiera podido hacer yo con todos aquellos prisioneros? Y un día Rommel se unió a mí en el avance. Con ayuda de nuestros prismáticos, pudimos distinguir en lo alto de una especie de loma pequeña, situada al este de las alambradas un grupo de oficiales de Estado Mayor, inclinados sobre sus mapas de campaña. «¡Es el general Cunningham! —exclamó Rommel—. ¡Vaya usted en seguida a capturarle!». Y como yo me entretuviera reuniendo un par de tanques para la acción, me gritó, impaciente: «¡No se preocupe, iré yo mismo!». De pie, en su coche, con las gafas de sol levantadas hasta la frente, agitando la mano y gritando, comenzó a avanzar con sólo dos coches sin blindaje y una veintena de motocicletas que levantaban a su paso una gran nube de polvo. Sin embargo, el general Cunningham (suponiendo que fuera él) los vio venir y como, al parecer, ni él ni sus compañeros estaban armados ni disponían de ninguna protección, saltaron a sus vehículos y echaron a correr…

(No he logrado precisar lo que sucedió con el «grupo de combate» de la 21.a división de panzers encargado del ataque a Maddalena. El general Neumann-Silkow [de sangre escocesa por parte de madre], que mandaba entonces dicha unidad, caería muerto en combate diez días después, y nadie hasta el presente parece estar bien informado de lo ocurrido. Si ese grupo hubiera logrado llevar a feliz término su misión, hubiera encontrado a la gente del Cuartel General del VIII ejército en un estado de gran postración y abatimiento, organizando febrilmente una defensa de circunstancias, con tanques tripulados por equipos heteróclitos y con muy escasas municiones. Lo cierto es que en este aspecto no pudo realizarse uno de los elementos esenciales del plan de Rommel).

La batalla entablada en torno a Sidi Rezegh comenzó de nuevo. ¿Pero estaría a punto la 1.a brigada de la 1.a división sudafricana en el momento oportuno para reforzar a los neozelandeses? Se trataba de una división novata en la guerra del desierto. Su 5.a brigada había sido duramente castigada y casi totalmente destruida una semana antes, víctima de un ataque alemán bien concebido y brillantemente ejecutado. El mayor general “Dan” Pienaar, un habilidoso veterano de la otra guerra, mostraba una muy comprensible reticencia a moverse por el país, temiendo ser cercado y capturado por los tanques enemigos. Su avance era, pues, lento, lleno de vacilaciones. Cuando aparecieron la 15.a y la 21.a divisiones de panzers, tras haber luchado en su viaje de retorno contra una fuerza concentrada de tanques, que pertenecía a nuestra 7.a división blindada, el general Freyberg no pudo ya aguantar más. Las tropas neozelandesas fueron retiradas de Sidi Rezegh.

El 1 de diciembre, Tobruk quedaba aislado de nuevo. Sin embargo, los generales Ritchie y Auchinleck —éste se había unido al primero en Maddalena— adivinaron que Rommel acababa de lanzar su última flecha y decidieron no darle ya ni un instante de tregua. En realidad Rommel hizo aún un par de tentativas más. Con el fin de tomar contacto con sus guarniciones fronterizas, envío al este dos grandes columnas blindadas: una de ellas, a lo largo de la carretera costera; la otra, bordeando el Trigh Capuzzo. Las dos fueron derrotadas; la primera de ellas, por la 5.a brigada neozelandesa; la otra, por la 5.a brigada hindú. Al día siguiente, 4 de diciembre, por la mañana, Rommel desencadenaba un duro ataque contra el saliente de Tobruk, apoyado por cañones de 88 milímetros, preparados para disparar a quemarropa, y que estuvo a punto de ser coronado por el éxito. Hubiera sido suficiente que insistiera en su ataque otro día más y su victoria hubiera sido total y absoluta, ya que en la primera jornada sus fuerzas lograron penetrar profundamente en nuestras posiciones. Pero aquella misma noche, al enterarse Rommel de que el VIII ejército se disponía de nuevo a atacar, comenzó a romper el contacto con sus adversarios.

Su repliegue no se transformó en derrota en ningún momento. Con el apoyo de una acción defensiva brillantemente conducida por los italianos en El Gubi, fue más bien una retirada progresiva y sin cesar de combatir contra el enemigo. Protegidos por un telón de cañones antitanques, los blindados alemanes, acertadamente dirigidos, no dejaron en ningún momento que les atacáramos de costado ni que pudiéramos asestar un golpe decisivo a su fuerza principal. Y cada vez que se les presentaba la ocasión, castigaban las fuerzas que llevaban detrás. Recuerdo perfectamente un gris atardecer de diciembre —era el día 15— en que me encontraba junto a los camiones de la 5.a brigada hindú, no lejos de Alam Haza; allí recibí el último mensaje del comando de los «Buffs», cuyo batallón había sido desbordado por los tanques alemanes. Rommel, no obstante, iba siendo desalojado de todas las posiciones en las que procuraba incrustarse. Sumergido por el oleaje de nuestros tanques, escaseando también él de carburante (gracias, principalmente, a que nuestro 4.o regimiento blindado sudafricano había destruido sus principales parques de aprovisionamiento de El Gubi), Rommel casi no podía hacer otra cosa que lanzar una serie de acciones destinadas a retardar el desenlace de la lucha. El 11 de enero conseguía refugiarse en una inmensa posición, con muy buenas defensas, alrededor de Agheila, desde donde se extendía a lo largo de 90 kilómetros de acantilados, mientras que su flanco sur buscaba apoyo en la vasta extensión de arenas movedizas del llamado «Mar de arena de Libia». Era imposible que el VIII ejército pudiera arrancarlos de allí.

El teniente coronel Carver, de nuestra 7.a división blindada, ha escrito:

Los que seguían el combate de lejos y con ansiedad no estaban en condiciones de comprender los cambios que se sucedían ni de estimar justamente las oportunidades de éxito. Sólo era posible ver cómo las esperanzas sobrenadaban para hundirse otra vez bajo el agua y emerger nuevamente, y así una y otra vez; y cuando nuestro triunfo y el hundimiento de Rommel fueron ya cosa hecha, resultaba poco menos que imposible apreciar en su justo valor la determinación leonina y la tesonería perseverante que nos habían hecho falta para ganar la batalla. Los que tomaron parte en el asunto directamente guardaban del mismo un mal sabor de boca; los servidores de los tanques maldecían a quienes les habían enviado a la pelea con un armamento inferior al del enemigo en número y calidad y en unos ingenios que sufrían constantes averías. Poseyendo muy escasos cañones antitanques, las tropas de infantería pedían a los tanques que las protegieran contra los blindados enemigos, y luego se llenaban de amargura al ver que nuestros tanques quedaban encallados. Los jefes de estos últimos, que iban constantemente de un lugar a otro para proteger a la infantería de la amenaza de los tanques enemigos —que no siempre se hacían visibles— criticaban a la infantería, acusándola de fatigar de aquel modo a los tanques propios y a sus equipos por desconocer completamente las reglas de uso de esta arma, tan decisiva a menudo en el arte de la guerra en el desierto.

Quisiera añadir a estas palabras una pequeña nota. Aunque se trate de algo que el general Auchinleck menciona claramente en su informe, el que no ha combatido en el desierto difícilmente puede comprender hasta qué punto la diferencia entre un éxito parcial y una victoria total dependía de la parte más sencilla de nuestro equipo. La más sencilla, y la más mala. Habría que pedirle cuentas a quien envió a nuestros soldados al desierto provistos de bidones de cuatro galones de capacidad. Según el propio general Auchinleck, el empleo de este «recipiente no lo bastante resistente y mal diseñado» causaba la pérdida de un 30 por ciento de la gasolina transportada desde la base al consumidor. Como sea que los convoyes encargados de ese transporte conducían de una sola vez alrededor de 180.000 galones por día, el total de las pérdidas en carburante era casi incalculable. Más difícil aún resulta calcular las consecuencias directas de ese fallo: el número de tanques destruidos y de hombres muertos o hechos prisioneros a causa de la falta de carburante en momentos cruciales, y el de barcos y marinos sepultados en el mar durante las operaciones de transporte, más numerosas cuanto más ineficaz era el aprovisionamiento.

Peor todavía: el empleo de aquel «bidón de cuatro galones» no sólo representaba la utilización «del menos económico de los medios de transporte» (como el propio general Auchinleck hizo observar con amargura), sino que estimulaba, además, el más extravagante de los derroches. Porque una vez trasladado el carburante al correspondiente depósito ¿qué se podía hacer con un bidón que perdía líquido? «Echar esta porquería por la borda»: tal era la respuesta del soldado británico, imprevisor por costumbre, y eso era lo que en realidad hacía con los bidones. Y sin embargo, cuando de regreso a la India, a comienzos de 1942, pasé por El Cairo, aún pude ver una fábrica que continuaba produciendo aquellos desgraciados bidones. Lo cual parecía confirmar el rumor que circulaba de que un alto funcionario del Ministerio de Abastecimiento había encargado diez millones de aquel mismo tipo e insistía en que fueran servidos en el plazo más breve posible. En cambio, un ingeniero norteamericano muy competente, con el que discutí de este asunto en Nueva Delhi, me contó haber visto en un taller ferroviario de Gwalior algunas matrices ya a punto para la fabricación en serie del admirable «Jerrycan» alemán, con el que se equipaba en el desierto todo aquel que podía echarle mano encima. Cuando le pregunté en qué eran empleadas aquellas matrices de Gwalior, me contestó que eran utilizadas para fabricar ¡estufas de acero para los prisioneros de guerra italianos! Por aquella misma época, «la progresión de nuestros blindados, retrasada primero por las líneas de retaguardia enemigas, había quedado finalmente frenada por falta de gasolina…». ¿Y cómo no pensar en los millones y millones de galones de carburante que se habían «bebido» las arenas del desierto?

Y sin embargo, con el peso de esos handicaps; con una superioridad tan sólo numérica en tanques mal armados, mal blindados, de difícil manejo; con un sistema muy inferior al enemigo en lo concerniente a la reparación de los ingenios de combate; obligados, además, por la falta de suficientes cañones antitanques, a utilizar los 25-pounders para tener a raya a los panzers; con una división no entrenada para la guerra en el desierto; con una fuerza total escasamente superior a la del enemigo, el VIII ejército había derrotado a Rommel y lo había echado fuera de Cirenaica. Si hubiera podido disponer de un centenar de tanques «Sherman», el VIII ejército hubiera destruido completamente las fuerzas de Rommel y la guerra de África del Norte hubiera acabado. Los supervivientes de estos combates no están autorizados a llevar un «8» sobre su «Estrella de África». Por una oscura razón, definida por las autoridades responsables de este género de cosas, quedó establecido que el VIII ejército había entrado en acción solamente el 23 de octubre de 1942 en la batalla de El Alamein. Los mencionados supervivientes pueden, sin embargo, sentirse orgullosos de haber combatido en las filas de ese ejército durante algunos de sus días más gloriosos.