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«NO HAY PEOR CIEGO…»

El Hada Buena que vela por los ingleses debió de hacer horas extraordinarias en 1940. Pese a lo que decía su enviado en la Tierra, el señor Churchill, nada mejor podía anunciarles su Hada Buena a los ingleses que la noticia de que los franceses habían abandonado la pelea en África del Norte. Basta pensar que si la hubiesen continuado, los alemanes les hubieran seguido hasta allí; España hubiera tenido que entrar en guerra, o por lo menos dejar que los alemanes cruzaran su territorio; Gibraltar hubiera caído en poder de Hitler. Cabe imaginar igualmente que las tropas indígenas al servicio de Francia no hubieran podido resistir el ataque de las divisiones acorazadas alemanas y que hasta un Graziani, pese a su poca audacia, se hubiera atrevido, reforzado por una o dos divisiones alemanas de panzers, a salir de su terruño e ir a pasar la Navidad en El Cairo. Borradas del mapa las últimas bases inglesas cuyo radio de acción permitía entrar en combate con los alemanes, la captura del Canal de Suez poniendo en manos de éstos la otra llave del Mediterráneo, las rutas de Siria, de Irak, de Irán, y en definitiva, también la del Cáucaso abiertas de par en par a las fuerzas de Hitler, Turquía puesta fuera de combate o forzada a unirse a las tropas del Eje… he ahí las perspectivas que a posteriori han trazado otros hombres, mejores estrategas que yo. Si la mitad solamente de estas deducciones se hubieran cumplido, el Hada Buena hubiera tenido las manos más que ocupadas…

Únicamente el Estado Mayor naval alemán estimó esas posibilidades en su justo valor. La operación «León de Mar» (invasión de Inglaterra) no inspiraba confianza alguna al almirante Raeder; por eso, ya desde el 6 de septiembre de 1940, lanzó la idea de que la mejor manera de derrotar a Inglaterra seguía siendo la de expulsarla del Mediterráneo. Más explícito todavía se mostró el 26 de septiembre cuando escribió:

El Mediterráneo ha sido siempre para los ingleses el eje de su Imperio… Italia se dispone a echar el cerrojo a ese mar… Los ingleses han procurado siempre estrangular al más débil. Cuando rechazaron nuestra ayuda, los italianos no se habían dado cuenta todavía del peligro que corrían… Por eso mismo, el problema del Mediterráneo debe ser resuelto durante el invierno. Hay que tomar Gibraltar. Debemos apoderarnos del canal de Suez. Es dudoso que los italianos puedan cumplir solos esas tareas. Necesitarán el apoyo de las fuerzas alemanas. El avance más allá de Suez, a través de Palestina y de Siria —podemos prolongarlo incluso hasta Turquía— es indispensable. Si alcanzamos esos objetivos, Turquía estará en nuestras manos. El problema de Rusia aparecerá entonces bajo una luz diferente. Rusia, por naturaleza, tiene miedo a Alemania. Es lícito pensar que tal vez no será necesario un ataque por el Norte contra Rusia… La cuestión de África del Norte es también capital. Todo da a entender que Inglaterra, con la ayuda de la Francia gaullista y tal vez también de Norteamérica, intentará hacer de esta región un centro de resistencia, instalando en ella bases aéreas con vista a un posterior ataque contra Italia… Si así fuera, Italia sería vencida.

Bien puede, pues, decirse, que si por azar el almirante Raeder recibe ahora en alguna ocasión la visita de las sombras de Hitler, de Keitel y de Jodl, puede con todo derecho acogerles gritándoles: «¡no diréis que no os avisé…!».

«El Führer está de acuerdo con la línea general de este informe», añade el acta de la conferencia que citamos. Podemos preguntarnos, pues, por qué luego Hitler no siguió los consejos que se le daban. La verdad es que no conocía nada de los problemas del mar, y que hasta el final del verano de 1940 estuvo plenamente convencido de que los ingleses mostrarían su arrepentimiento de un momento a otro. Y en caso de que se obstinasen en no hacerlo, él esperaba «poder atraer a Francia a la órbita de una coalición antibritánica», como puede leerse en el informe de Ciano tras el encuentro del Brennero el día 4 de octubre. Finalmente, allá a últimos de septiembre comenzó a sentirse obsesionado por Rusia. Entre todas estas razones de desánimo, la primera se debía a una ineptitud fundamental que Hitler compartía con el mariscal Keitel, el coronel general Jodl y el coronel general Halder, que eran sus consejeros militares. La segunda tenía por base un cierto número de ilusiones personales, pese a que Churchill no vaciló en disiparlas públicamente. Si Hitler hubiese hecho una paz rápida y generosa, seguramente hubiera podido apartar con facilidad a los franceses de la circulación. La mayoría de los franceses hubieran aceptado sin duda ese destino y la hegemonía alemana sobre Europa, por lo menos durante algún tiempo. Sus sentimientos respecto al ejército alemán no eran particularmente hostiles. Por el contrario, no podían evitar una cierta admiración, apenas contenida, hacia aquel ejército. Aún hoy, los ex miembros de la Resistencia francesa conservan su odio: 1) para la Milicia y los colaboradores del Mariscal; 2) para la Gestapo; 3) para las SS. El ejército alemán sólo viene en cuarto lugar. Refiriéndose a sus componentes, todavía ahora he podido oír a menudo en esta región de Francia donde estoy escribiendo mi libro, una frase significativa: «On ne peut pas dire qu’ils n’étaient pas assez corrects ces genslá!»[5]. En efecto, cuando la gente compara la conducta de los alemanes enemigos con la de los liberadores norteamericanos, salen generalmente favorecidos los primeros. En fin, en lo concerniente al tercer motivo de desánimo, a esa última locura de Hitler de soñar con el ataque a Rusia, tan sólo podía curarle de ella el invierno ruso y el ejército rojo.

Sin embargo, por preocupado que estuviera con relación a Rusia, Hitler no se olvidaba del todo de África del Norte. Ribbentrop hizo muchos esfuerzos —en verdad poco inteligentes— para arrastrar a Franco a la guerra. Se trazó un plan para capturar Gibraltar, la llamada operación «Félix». Goering expuso insistentemente su idea favorita de una triple ofensiva sobre Marruecos, Tripolitania y los Balcanes, hasta lograr que finalmente fuera tomada en consideración. Además, aunque entonces aún no lo supiéramos, el general von Thoma, jefe de las fuerzas motorizadas en el Gran Cuartel General alemán, había sido enviado en octubre a discutir con Graziani acerca de la posibilidad de mandar tropas alemanas a Libia. En su informe sobre estas conversaciones, von Thoma se mostró desfavorable al proyecto por entender que era más político que militar y que tendía a impedir que Mussolini pudiera pasarse al enemigo. Von Thoma objetaba que tal empresa exigiría la intervención por lo menos, de cuatro divisiones blindadas, que muy difícilmente —suponiendo que fuera posible— se podría mantener sobre el terreno si se tenía en cuenta el poderío marítimo de Inglaterra; en todo caso, aquellas tropas alemanas deberían reemplazar a las italianas, cosa a la que se opondrían fatalmente Graziani y Badoglio, los cuales, en verdad, no tenían muchas ganas de ser reforzados por los alemanes.

El general von Thoma añadía que el único tipo de guerra adecuado a África del Norte era el que desarrolló en el Este africano, durante la Primera Guerra Mundial, el general Lettow-Vorberck. Y sostuvo que el mariscal von Brauchitsch y su jefe de Estado Mayor, coronel-general Halder, compartían su punto de vista, es decir, que se oponían como él al envío de tropas alemanas a África del Norte. Es probable que así fuera. (Los dos jefes citados en su apoyo por von Thoma se habían opuesto, antes, al plan von Manstein de invasión de Francia por las Ardenas, pero el Führer no les hizo caso).

En esta ocasión, Hitler se enfadó. Von Thoma cree hoy que a ese enojo de Hitler hay que atribuir el hecho de que no llegase a haber nunca en África un Mando alemán, salvo cuando ya la guerra estaba prácticamente perdida para Alemania en aquel continente. (Von Thoma llegó a El Alamein el 20 de septiembre de 1942, y fue hecho prisionero).

Ni siquiera después de acabada la guerra se le ocurrió a von Thoma la idea de que Hitler tenía razón —da lo mismo que sus razones fueran de orden político o de carácter militar— y que los equivocados eran von Brauchitsch, Halder y él mismo. Hitler hubiera podido hacerles caso y prescindir de las opiniones de sus consejeros militares, tanto más cuanto que el general von Thoma, mirando las cosas con la autoridad que le daba su experiencia personal en España, proclamaba con claridad que los soldados italianos eran unos inútiles, que «un soldado británico valía por doce italianos», que «los italianos eran solamente trabajadores y no combatientes: no les gusta el ruido de las armas…, etc.». Pero ¿quién hubiera podido imaginar, a excepción de von Thoma, que el general Wavell se atrevería a lanzarse contra unas fuerzas tan manifiestamente superiores en número, y que el ejército del general Graziani se derrumbaría tan rápida y absolutamente?

Hitler entró en acción cuando había pasado ya la buena ocasión y Graziani estaba derrotado. Ya antes de la caída de Sidi-Barrani había ofrecido a Mussolini el refuerzo de unidades antitanques alemanas, sugiriéndole (lo que era abordar un tema delicado entre dos dictadores), que las tropas italianas fueran colocadas bajo mando alemán. La caída de Bardia acabó de abrirle los ojos del todo, y manifestó a sus jefes de Estado Mayor que estaba decidido a emplear todos los medios de que disponía para impedir que los italianos perdieran África del Norte.

El Führer está firmemente decidido a enviar a los italianos todos los refuerzos posibles. Se les mandará inmediatamente algunas unidades alemanas, equipadas con cañones antitanques y de minas, con tanques pesados, con cañones antiaéreos pesados y ligeros… El material será enviado por mar; las tropas, por aire… Las tropas no podrán desplazarse antes de mediados de febrero, y aún necesitarán después otras cinco semanas para llegar al frente de combate.

Hitler, Mussolini y sus respectivos Estados Mayores celebraron una conferencia los días 19 y 20 de enero. Los italianos anunciaron en ella que estaban a punto de completar sus tres divisiones, entonces en Trípoli, y que una división blindada y otra motorizada estaban ya en ruta, procedentes de Italia, y que llegarían al teatro de operaciones hacia el 20 de febrero. Añadieron que «acogían con júbilo la noticia del envío de la 5.a división ligera alemana (motorizada)». Esta división comenzaría a maniobrar hacia su destino entre el 15 y el 20 de febrero, pero su material de combate podría ser embarcado antes. En otra nueva conferencia, a la que sólo asistieron alemanes, Hitler anunció a su Estado Mayor que «la pérdida de África del Norte no tenía ninguna importancia militar en sí misma, pero que tendría ciertamente una gran repercusión psicológica en Italia… En dicho caso, las fuerzas inglesas no seguirían ya inmovilizadas en el Mediterráneo. Los británicos podrían disponer de nuevo de una docena de divisiones, que podrían emplear en Siria, con el consiguiente peligro para el Eje. Debemos esforzarnos en prevenir ese peligro… Debemos hacer efectiva nuestra ayuda en África del Norte…». La Luftwaffe, que ya había recibido la orden de ayudar a los italianos, debería intervenir más activamente aún con sus Stukas y sus aviones de caza, utilizando sus bombas más pesadas para castigar duramente a los ingleses en Cirenaica. Debería colaborar con las fuerzas aéreas italianas en la protección de los transportes y para impedir el abastecimiento inglés por tierra o por mar y combatir contra la flota británica. Pero en primer lugar hacía falta neutralizar la base aérea enemiga de Malta. Hitler dijo, asimismo, que incluso en el caso de que aquella intervención permitiera detener el avance británico la «unidad de contención» (es decir, la 5.a división ligera) resultaría insuficiente; era necesario reforzarla con una fuerte unidad blindada. Había que acelerar el envío de las tropas alemanas, utilizando el transporte aéreo si llegaba a ser necesario.

Bastaba con todo esto. Pero cualquiera podía ver, no obstante, que aquella concepción táctica era puramente defensiva. El propio Hitler lo dice en una carta dirigida a Mussolini con fecha del 28 de febrero.

Aguardemos con paciencia todavía cuatro o cinco días y tengo la seguridad de que cualquier nuevo intento británico de avanzar hasta Trípoli está condenado inexorablemente al fracaso. Le estoy muy agradecido, Duce, por haber querido poner sus unidades motorizadas a disposición del general Rommel. Éste es un hombre de toda confianza. Estoy convencido de que en un futuro próximo se habrá ganado la adhesión, y espero que también el afecto, de los soldados italianos. Estoy seguro de que la próxima llegada del primer regimiento de panzers reforzará de modo extraordinario la posición de ustedes.

La última parte de esta profecía, desde luego, debía realizarse muy pronto.

Parece, pues, que Hitler comprendía la importancia que para él tenía África del Norte, pero sin que ni su Estado Mayor ni él se llegasen nunca a plantear la posibilidad de conquistarla completamente, del mismo modo que nunca pensaron en los efectos que podría tener una ofensiva alemana victoriosa en Egipto. Halder, por ejemplo, jamás se tomó en serio la campaña de África del Norte, no considerándola más que como un medio eficaz para mantener en guerra a los italianos, objetivo que justificaba el sacrificio de tres o cuatro divisiones en total. «Por supuesto, estábamos dispuestos a aprovechar cualquier ocasión para progresar, si se presentaba; pero en conjunto el problema se reducía para nosotros a una lucha contra el tiempo», declaró Halder al ser interrogado, después de la guerra. Y añadió:

Durante la primavera de 1942 tuve que tratar de este asunto con Rommel, y él me confió sus intenciones de conquistar Egipto y el canal de Suez, y luego me habló del Este africano. No pude disimular una sonrisa algo descortés y le pregunté qué necesitaría para realizar aquellos proyectos. «Otros dos cuerpos de ejército blindados», me contestó. Volví a preguntarle: «Aun en el caso de que pudiéramos disponer de ellos, ¿cómo podría usted asegurar su abastecimiento en víveres y material?», y él me respondió ahora: «No tengo por qué ocuparme de esa cuestión; eso es asunto de ustedes». Cuando las cosas en África del Norte tomaron mal cariz, Rommel exigió de continuo más y más refuerzos. Y nunca se le ocurría preguntarse de dónde íbamos a sacarlos. Los italianos se quejaron de sus pérdidas por mar al realizar las operaciones de aprovisionamiento. Hubiera hecho falta un milagro para desenredar la madeja que formaban los refuerzos llevados a África para complacer a Rommel. Éste se las arreglaba tan bien como sabía para provocar con sus demandas un tal embrollo que dudo que alguien pudiera ver jamás dónde estaba el comienzo y dónde el fin…

Rommel murió ya, pero «desenredar la madeja» no es tan difícil como imagina el coronel general Halder, y el veredicto de la historia será más favorable a Rommel de lo que algunos suponen. La historia no coloca, en cambio, en muy alto lugar a los hombres que, aun habiendo ocupado posiciones claves, dejaron que sus juicios sobre hombres o hechos se vieran influidos por sus propios deseos y desconfianzas personales. La prevención de Halder con respecto a Rommel aparece de manifiesto en el tono mismo de su declaración y en la mañosa sustitución de las palabras: «dos divisiones blindadas», que fueron las que dijo Rommel para designar los refuerzos que necesitaba, por esas otras: «dos cuerpos de ejército blindados», que sólo Halder pronunció, pero no Rommel. Aparece esa prevención igualmente en las omisiones en que abunda la declaración de Halder. Habla éste, por ejemplo, de una conversación «durante la primavera de 1942». Pero se olvida de mencionar que el 27 de julio de 1941 Rommel había pedido autorización para lanzar una ofensiva, que había de tener como objetivo el canal de Suez y el mes de febrero de 1942 como fecha ideal. Sea lo que fuere lo que pidió en la primavera de 1942, Rommel no había solicitado antes más que tres divisiones alemanas, algunas unidades mixtas que formarían juntas una cuarta división y tres divisiones italianas. El Alto Mando se resistió a la idea de enviar aquellos refuerzos y Halder, o alguien de su Estado Mayor, puso unos comentarios brutalmente negativos al margen del plan de Rommel. Sin embargo, si éste hubiera podido disponer entonces de aquellas cuatro divisiones suplementarias (en el frente ruso había doscientas divisiones, y los alemanes enviaron tres divisiones a Túnez en sólo tres semanas, después del desembarco de los Aliados en África del Norte, en noviembre de 1942), es muy razonable suponer que Rommel hubiera alcanzado El Cairo a comienzos de 1942.

En lo que concierne al abastecimiento, Halder olvida una vez más el deber de indicar que Rommel se había dado cuenta hacía mucho tiempo de algo que los Estados Mayores generales alemán e italiano, extrañamente ciegos, no vieron sino cuando era ya demasiado tarde: que la solución de todos los problemas de abastecimiento y, de hecho, el control de todo el Mediterráneo consistía en la toma de Malta.

Finalmente, Halder olvida con toda la tranquilidad del mundo mencionar el hecho de que Rommel le había tratado un día de «condenado idiota» (o el equivalente alemán de esta expresión), preguntándole si había hecho por la guerra algo más que estar sentado en un sillón. Es lícito pensar que Halder no olvidó jamás este insulto.

El desarrollo de la guerra alemana en África del Norte es la historia de un incesante combate entre Rommel, que veía y demostraba la posibilidad de un triunfo importante en este frente, y el Alto Mando, que se negaba a tomar en serio la campaña. Y en esta partida Rommel jugaba con desventaja. Se hallaba sumergido en el desierto y «les absents ont toujours tort (los ausentes nunca tienen razón)». No era oficial del Estado Mayor general y, por consiguiente, estaba mal visto por los profesionales. En las raras ocasiones en que se encontraba con Hitler, difícilmente podía hablar con él a solas, y cuando lo conseguía, hallaba al Führer, como es de suponer, únicamente obsesionado por el frente ruso. Le daba unas palmaditas en la espalda, le prometía todos los refuerzos posibles, pero Rommel comprendía que cualquiera que fuera la impresión causada por él en Hitler, quedaba inmediatamente borrada, en cuanto se iba, por obra y gracia del núcleo de los íntimos del Führer.

Por encima de todo, Keitel, Jodl y Halder tenían celos de la estimación que profesaban a Rommel tanto Hitler como la opinión pública alemana, envidiando sus hazañas bélicas y la indiscutible suerte que tenía pudiendo mandar con plena independencia, lejos del Führer. Y la mejor manera de desembarazarse de Rommel era subrayar que si bien era un buen jefe en el campo de batalla, no pertenecía de ningún modo a aquella categoría de hombres cuyos puntos de vista acerca del destino general de una guerra vale la pena tener en cuenta.

Por su parte, Rommel tenía formada una pobrísima opinión acerca de Keitel y Halder. No era el único en pensar así. El príncipe de Bismarck llamaba a Keitel «un imbécil»; von Hassell lo juzgaba «estúpido, corto de luces, carente de toda formación política; de un servilismo repugnante hacia el Partido». El propio Hitler lo pintaba lúcidamente como «un hombre que tiene la mentalidad de un portero de sala de cine». En lo que hace a Halder, que parece haber sido siempre el tipo por excelencia del oficial taciturno de Estado Mayor, arrancó a von Hassell ya en 1940 este diagnóstico: «es un débil, que está siempre hecho una pila de nervios… en su cama, el caddie de Hitler»… Su brillante antecesor al frente del Estado Mayor, Beck, no veía en él más que un técnico brillante, pero sin personalidad. Su expediente en la conspiración contra Hitler nos lo presenta tembloroso, siempre al borde de la acción, pero sin decidirse nunca a lanzarse a ella.

En cuanto a Jodl, dotado de aquella maleable clase de cerebro y de carácter que reclamaba el Partido, diremos que se tomaba la guerra como sí fuera una partida de ajedrez. Para él, su oficio consistía en preparar y combinar planes, y nunca en discutir órdenes. Lo mismo Jodl que Keitel y Halder se identificaron con la política de crueldad y barbarie de Hitler en Rusia y en otros lugares. Keitel y Jodl fueron juzgados en Nuremberg y ahorcados. Halder, a quien von Hassell acusa de haber refrendado las órdenes de someter a brutalidades a los rusos, tuvo más suerte: tal vez porque había pasado ya algún tiempo en un campo de concentración, o porque era manifiestamente un subordinado, o porque los Aliados lo necesitaban como testigo de cargo contra sus antiguos superiores y así lo utilizaron.

Rommel los despreciaba a los tres: a los tres los consideraba «soldados de oficina». Los despreciaba sobre todo por su servilismo respecto al Partido. Cuando se enteró de las atrocidades cometidas cumpliendo órdenes de ellos, los detestó por haber deshonrado así a la Wehrmacht. Como más adelante veremos, Rommel no vacilaba en protestar contra aquellas atrocidades cerca del mismo Hitler en persona. Si, como se dice, un hombre debe ser juzgado en función de los enemigos que tiene, los tres que hemos citado constituyen para Rommel una buena recomendación. Para los aliados fue una suerte que en aquel tiempo estuvieran los tres tan bien atrincherados en sus cuartes generales.

Todos aquellos rencores, sin embargo, estaban aún disimulados bajo la incógnita del futuro cuando Rommel, en el mejor momento de su curva de estimación por parte de Hitler, un héroe ya a los ojos de los alemanes y ascendido a Generalieutnant hacía un mes, fue hallado el 15 de febrero de 1941 al mando «de las tropas alemanas en Libia». Sólo una breve alusión a ese mando se hizo durante la entrevista de despedida que Rommel celebró con von Brauchitsch (pues no le vio antes de irse). La misión que se le confiaba, como von Brauchitsch se lo hizo ver insistentemente, consistía únicamente en ayudar a los italianos, que seguían ostentado la dirección de las operaciones en África del Norte, y en impedir un posible avance de los ingleses hacia Trípoli. Las tropas alemanas constituían una «unidad de contención»; lo mejor que podía hacer Rommel era volver a Alemania en cuanto se hubiera formado una idea acerca de la situación y, en particular, tan pronto pudiera juzgar si la presencia de sus tropas era realmente necesaria o no. Le acompañaría el general Schmundt, ayudante de campo militar de Hitler, con la intención evidente de poder redactar un informe por separado con destino al Führer. Schmundt mostró hacia Rommel mucha simpatía, aunque este último se equivocó al corresponderle con su estimación y otorgarle toda su confianza. Atendiendo a una sugerencia del hermano de Keitel, Schmundt había sucedido al coronel Hossbach, viejo oficial prusiano que había dimitido, en un arranque de asco y disgusto cuando Himmler lanzó contra el coronel general von Fritsch la falsa acusación de «perversión homosexual». Schmundt era un joven oficial de carrera de gran prestancia, muy inteligente, muy ambicioso y muy flexible. Aunque sus amigos jamás le conocieron opiniones nazis bien definidas, se inscribió en el Partido, ya fuera por su convicción, ya por interés, manifestando una fervorosa admiración hacia Hitler. Rommel, que instintivamente distinguió siempre entre Hitler y la camarilla que le rodeaba, halló en Schmundt una confirmación de puntos de vista; confirmación de tanto más valor para él cuanto que Schmundt le demostró siempre un afecto que todo hace suponer era sincero. En efecto, decía Schmundt, Hitler estaba rodeado de un grupo de bandidos, la mayoría de ellos heredados de un pasado inmediato. Pero Hitler, en cambio, ¡qué gran hombre era! ¡Qué idealista! ¡Qué señor tan digno de que uno le sirviera!

Puede uno preguntarse si Schmundt, viviendo como vivía en el más íntimo y personal contacto con Hitler, y que por lo tanto tenía que haber sido testigo de las frecuentes explosiones de histeria del Führer, creía realmente en lo que decía. Parece desde luego inimaginable. Pero no le parecía inimaginable a Rommel, porque en la época en que él mismo estuvo al servicio directo e inmediato de Hitler, no vio más que sus cualidades. De ahí que, en base a aquella común valoración del Führer, durante el viaje de los dos a África y durante todo el tiempo que Schmundt permaneció a su lado, se estableció una sincera amistad entre Rommel y éste, reforzada por una efectiva colaboración entre los dos hombres. Más tarde, Rommel escribiría a Schmundt cada vez que deseaba hacer llegar directamente algún informe a Hitler. Keitel y Halder sospechaban que algo sucedía en tal sentido, que escapaba a su control, pero no podían probarlo. Y aquella sospecha no les inclinaba, naturalmente, en favor de Rommel.

Sus relaciones con Schmundt explican por qué Rommel conservó durante tanto tiempo las ilusiones que tenía depositadas en Hitler, ya que Schmundt no hubiera tolerado ni siquiera en labios de Rommel una frase ofensiva para el Führer. Todo lo que marchaba mal tenía por culpables a los Goering, Himmler, Bormann, Keitel, Jodl, Halder… Tan sólo unos días antes del atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944, cuando ya las relaciones entre Rommel y este último eran muy frías a causa del pesimismo de aquél respecto al desenlace de la guerra, aún envió Schmundt a Rommel un telegrama redactado en estos términos: «Recuerde usted que me tiene siempre a su disposición». Schmundt, que se hallaba junto a Hitler en el mismo aposento donde explotó la bomba del atentado, murió un par de meses después. ¿De resulta de las heridas que sufrió? Eso fue lo que se dijo. Pero Rommel no llegó a estar nunca seguro de que fuera así.

Pese a sus cualidades, como muchos otros oficiales subalternos y generales que hubieron hecho mejor conteniéndose, Rommel prescindió de las consignas de discreción que se le habían dado, y en cuanto se le comunicó el lugar de su nuevo destino, escribió a su mujer para indicárselo. «Ahora podré cuidar mis dolores reumáticos», le decía en su carta. Y la señora Rommel recordó en seguida las palabras del médico que había atendido a su esposo, en ocasión de la campaña de Francia, de aquella misma dolencia reumática. «Le convendría mucho tomar el sol, mi general —había dicho el doctor—, debería usted ir a África». La alusión, pues, resultaba muy clara para la señora Rommel. De todos modos, Rommel pudo aún pasar unas breves horas en su domicilio tras su viaje a Berlín. Luego, Schmundt y él se pusieron en camino, rumbo a África y al sol, vía Roma. Les acompañaba el fiel Aldinger.