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LA DIVISIÓN FANTASMA

Las cinco semanas que precedieron a la derrota de Francia han de parecer curiosamente irreales a cuantos no participaron de ninguna manera en los combates. Tenía uno la impresión de asistir a la transformación instantánea en escombros y polvareda de un viejo inmueble familiar, atacado de repente por una bomba de gran calibre.

Recuerdo como si fuera ahora que yo me había desplazado a la India a bordo de un avión de la K.L.M., tras pasar en Inglaterra un corto permiso de una semana. Aterricé en Jodhpur el 10 de mayo por la mañana. El domingo anterior, que había sido una magnífica jornada de primavera, había almorzado en el Bosque de Bolonia parisiense, cerca de los castaños en flor. Mientras fumaba un cigarro y saboreaba una copa de coñac, me he preguntado a mí mismo vagamente si volvería a gozar otra vez de un ambiente tan dulce, ya que la «guerra de mentirijillas» tocaba a su fin. Eso pensaba yo, pero era solamente una vaga y profunda impresión personal, que pocos parisienses parecían compartir. «Cette fois, on les aura», me había dicho el camarero del bar de mi hotel, en el momento en que me despedía de él para tomar el tren nocturno para Roma. Y añadió: «Ce ne sera pas comme en Quatorze!». Llevaba en el ojal de la solapa la cinta de la Cruz de Guerra y me pareció un hombre muy simpático.

Pero una semana más tarde aproximadamente, hallándome instalado en el club de oficiales de Simla, oí cómo la radio iba desgranando los viejos nombres familiares de Cambrai, Marcoing, Peronne, Arras, Bapaume, el canal de la Bassée, Bethune, y luego, en seguida, Amiens, Abbeville, Fécamp, Saint-Valéry, nombres que evocaban una serie de batallas en las que, tras meses de sangrienta lucha, las ganancias de terreno sólo aparecían en los planos fundamentales, o también aquellas zonas de retaguardia que uno pisaba muy feliz cuando bajaba a ellas para descansar un poco. Parecía prácticamente imposible que todo aquello estuviera pasando en un país que uno conocía tan a fondo. Así, pues, ¿estaban de nuevo los ingleses combatiendo sobre aquellas tierras, que ya otra vez habían sido rastreadas por las bombas? ¿Y era posible que fueran desalojados en una noche de posiciones que en otro tiempo supieron conservar durante años enteros?

Dunkerque, desde luego, ya era otro tema. Costaba poco imaginarse las extensas playas y las interminables filas de hombres perdiéndose a lo lejos, hasta la misma orilla del mar. Aun así, las semanas inmediatamente anteriores a Dunkerque me hicieron el efecto de una de esas horribles pesadillas durante las cuales admite uno —aunque sólo abstractamente— que hay que seguir trabajando normalmente mientras algún camarada le dice, en el Cuartel General: «Decididamente, las cosas están tomando muy mal cariz». Pero se trataba, de todos modos, de una de esas pesadillas de las que uno confía verse libre de un momento a otro.

Sólo mucho tiempo después, cuando la marea de la victoria cubrió de nuevo el terreno perdido, inmediatamente después, pude comprender realmente en toda su profundidad lo que tenían que haber sido aquellas semanas espantosas y llenas de desesperación. Y podía ver el otro aspecto de la cuestión.

Nos hallábamos sentados en torno a la mesa del comedor, en la casita de Herrlingen-le-Ulm. Rommel, vestido de uniforme, nos miraba desde un cuadro colgado de la pared, cuando abrimos el voluminoso álbum encuadernado en terciopelo en el que estaba descrita, día por día y etapa tras etapa, la historia de la 7.a división blindada, la «División Fantasma». La guerra había sacado de su apacible retiro al capitán Aldinger, el viejo camarada de Rommel en la Primera Guerra Mundial. Nombrado Ordonnanzoffisier, se le encargó la tarea de reunir las órdenes, los mapas, los partes y comunicados de cada jornada de combate, y, luego, de coleccionar todos aquellos documentos. Como era de esperar conociendo su carácter, el capitán Aldinger realizó un trabajo minucioso y perfecto. En la página de la izquierda aparece un resumen mecanografiado de las órdenes y del diario de guerra; en la página derecha, un mapa a gran escala con las señales de las posiciones que iban siendo ocupadas hora tras hora por las unidades divisionarias y el Cuartel General de la división. No se veía un borrón ni una sola palabra corregida. Gracias a ese libro, tirado a un solo ejemplar, es posible seguir la marcha exacta de la División desde el 10 de mayo de 1940, fecha en que franqueó la frontera belga a las cinco de la tarde, y el 19 de junio, día en que Cherburgo capituló sin condiciones y Rommel aceptó, en la Prefectura Marítima, la rendición del almirante Abrial al mismo tiempo que la de otros cuatro almirantes franceses y la de 30.000 hombres.

Me doy perfecta cuenta de que sería de lo más aburrido seguir el curso de esos acontecimientos con todo lujo de detalles. Tal vez un día surja el historiador militar que se sienta llamado a hacerlo, aunque la verdad es que ni franceses, ni ingleses, ni norteamericanos ni alemanes parecen preocuparse demasiado por reconstituir aquellos combates. Pero después de haber consagrado un fin de semana completo a la lectura de ese libro, página por página, me siento inclinado a creer que ni el avance del propio general Patton puede compararse a la acción de Rommel en cuanto a la utilización óptima de las armas blindadas y a la decisión en aceptar los riesgos y a la rapidez en sacarle fruto a cada triunfo.

El general von Thoma ha dicho de Rommel que hasta en la más pequeña de sus fibras era un hombre de infantería, y que había comprendido mucho mejor la táctica de los tanques que su técnica (reconocía que Rommel era un táctico de infantería de primera clase). Parece que el general von Thoma merece crédito, pues su competencia no ofrece dudas: ya durante la guerra civil española, participó en 192 combates de tanques, la mayoría de ellos en lucha con los tanques rusos que mandaba el general Koniev; luego mandó con energía y habilidad una brigada de tanques en Polonia, antes de ser nombrado jefe del Estado Mayor de las fuerzas motorizadas alemanas. De todos modos, cuando recorre uno la historia de la «División Fantasma», no se sorprende ya tanto de que Rommel nos jugara en África del Norte un par de tretas que llevaban su marca.

A su regreso de Polonia, Rommel había sido destinado al Cuartel General del Führer y encargado de nuevo de los servicios de seguridad. Pero se moría de ganas de ocupar un puesto de mando en primera línea, aunque, como ya conocía muy bien a Hitler, no se atrevió a pedírselo. El Führer, por su parte, mostraba mucha simpatía por Rommel; no pertenecía éste a aquella casta de los oficiales de la aristocracia ante los cuales Hitler se sentía siempre incómodo, aunque no se abstenía de maltratarlos cuanto podía, tal vez porque adivinaba el secreto menosprecio con que le miraban. El caso es que un día Hitler preguntó a Rommel: «Veamos, ¿qué es lo que más le gustaría a usted?». La respuesta fue, naturalmente: «Tener el mando de una división blindada». Y Rommel, reemplazando al general Stumme, tomó el mando de la 7.a división blindada, en Godesberg sobre el Rin, el 15 de febrero de 1940. (Tiempo después, tendría que reemplazar nuevamente al general Stumme, cuando éste sucumbió a una afección cardíaca en los comienzos de la batalla de El Alamein). La señora Rommel permaneció con su hijo Manfred en la casa de Wiener Neustadt.

Rommel apenas tuvo tiempo, antes de que la división emprendiera la marcha, de tomar contacto con sus oficiales y soldados; como máximo llegó a conocer personalmente a algunos oficiales. Pero luego, en dos meses de entrenamiento intensivo, pudo aplicar en la realidad sus concepciones particulares sobre la táctica de los tanques, así como las lecciones que había aprendido en Polonia. En aquel tiempo Guderian y él habían estudiado ya los libros del general Fuller y del capitán Liddell Hart con mucha mayor atención de la que habían mostrado respecto a esas lecturas muchos altos oficiales ingleses. La división estaba en forma cuando se le dio la orden de invadir Bélgica; sus hombres sabían que tenían un jefe que podía cometer algún error, pero que no vacilaría jamás en «empujar hacia adelante».

El 10 de mayo la división cruzó la frontera belga por un punto situado a unos cincuenta kilómetros al sudeste de Lieja. El 13 de mayo la división recibía su primera misión de importancia: atravesar el río Mosa. Parapetados en casas especialmente preparadas para la resistencia, los belgas peleaban bien. Poseían cañones antitanques instalados en nidos de cemento y abundante artillería de cobertura. Era necesario construir un puente desafiando el nutrido fuego de los belgas, y Rommel se metió en el río, con el agua hasta la cintura, para ayudar a poner las vigas. «Quiero echaros una mano», dijo a sus hombres, y permaneció junto a ellos hasta que se aseguró de que el trabajo había sido cumplido a la perfección. Evidentemente, no es cosa propia de los generales de división ocupar un puesto en primera línea; pero el caso es que la historia de Rommel en el agua, acarreando las vigas para montar el puente, se comentó mucho en el seno de la división. Rommel afianzaba así su ya antigua reputación de no pedir nunca a sus hombres nada que no pudiera hacer él mismo. Hubo al atardecer algunos contraataques franceses a base de tanques y de tropas de infantería, que fueron rechazados por los alemanes, y llegada la noche, los primeros tanques de éstos, con el de Rommel a la cabeza, atravesaban el río.

Al día siguiente poco faltó para que fuera el último de la vida de Rommel. Se adentró con su tanque por terreno peligroso, desembocando en una duna de arena y cayendo sobre él una lluvia de plomo, lanzada por las armas antitanques del enemigo. Su tanque quedó fuera de combate y Rommel herido en la cara. Ya avanzaban hacia él algunos soldados coloniales franceses para hacerlo preso cuando surgió el coronel Rothenburg, que mandaba el 25.o regimiento blindado —y que en estos combates alcanzaría el grado de Caballero en la orden de la Cruz de Hierro, para ir luego a morir en el frente de Rusia—, el cual, avanzando con su tanque, pudo salvarle, librándolo de la comprometida situación.

El día 15 de mayo, la 7.a división estaba muy avanzada con respecto a la 5.a, que vigilaba su flanco derecho. Aquella misma noche, continuando en su posición de avanzada, logró capturar toda una batería francesa en el momento en que su comandante iniciaba un movimiento de avance hacia lo que creía era una simple posición de apoyo.

La noche siguiente, la división se encontró con el obstáculo de las prolongaciones de la línea Maginot, en la región fortificada situada al oeste de Clairfayts. Las posiciones de retaguardia, con su artillería y sus cañones antitanques protegidos por el cemento, quedaron neutralizadas por el fuego de la artillería alemana y por la niebla artificial, y lo mismo ocurrió a los pueblos situados en los flancos de las posiciones atacadas. El ataque fue desencadenado a las once de la noche, a la luz de la luna, marchando al frente los tanques y el batallón de motocicletas, y a continuación el grueso de la división. El Alto Mando había dispuesto que los tanques no dispararan sobre la marcha, pero Rommel, prescindiendo de aquella orden, animó a los tanquistas a que hicieran lo contrario, sosteniendo que la falta de precisión en el tiro y el derroche de municiones que se producía estaban de sobra compensados por el efecto moral que se lograba. «Dispararemos, como hace la marina, salvas a babor y a estribor», explicó Rommel. Al filo de la medianoche, lograba desbordar Avesnes por los dos costados, dejando la ciudad en manos de los soldados franceses que la ocupaban. Los combates en las calles arreciaban y los tanques franceses lanzaban sus disparos a tontas y a locas. Mientras, los tanques alemanes seguían disparando sobre la marcha contra las baterías francesas instaladas a ambos lados de su ruta. Una división motorizada francesa que se retiraba hacia el oeste a través de una carretera llena de refugiados, así como algunos tanques también franceses, colocados en los márgenes bajos, fueron superados antes mismo de que hubiesen podido entrar en acción. Un regimiento de artillería, que seguía de cerca a los blindados, ocupó Avesnes durante la noche y se apoderó de 48 tanques franceses intactos. La infantería francesa intentaba la retirada en medio del mayor desorden. Hagamos constar que si las circunstancias hubieran sido otras, y hubieran resistido, es más que posible que los alemanes se hubieran encontrado muy pronto en un mal trance, ya que en las calles de la ciudad, los cañones de sus tanques y las armas antitanques del batallón de motociclistas poco hubieran podido hacer frente al grueso blindaje de los carros de combate franceses.

Se hallaba Rommel junto a su tanque, en una calle de un pueblecito más allá de Avesnes, cuando se le acercó una mujer que, agarrándole del brazo, le preguntó: «¿Es usted inglés?». «No, señora, soy alemán», replicó Rommel, quien, aun sin ser un políglota, se defendía un poco hablando algunas lenguas extranjeras. «¡Oh, los bárbaros!», gritó la francesa, que se echó el delantal a la cara y corrió a refugiarse inmediatamente en su casa.

Mientras tanto, todas las comunicaciones con las líneas de retaguardia alemanas habían sido cortadas; la brigada de infantería ni siquiera se había enterado de que había sido abierta una brecha. No obstante estar así las cosas, Rommel asumió la responsabilidad de lanzar toda la división al ataque en dirección oeste, con el propósito de alcanzar el Sambre y asegurarse en él una cabeza de puente. Aunque toda la noche había transcurrido en incesantes combates, el ataque comenzó temprano, a las cinco y media de la mañana, con el 25.o regimiento de panzers empujando hacia Landrecies, lugar donde nuestros guardias entraron por primera vez en combate durante la Primera Guerra Mundial. Rommel se vio atacado por sus dos flancos por columnas motorizadas, pero la infantería francesa tuvo que rendirse muy pronto ante la inesperada aparición de los tanques alemanes. Landrecies caía a las seis de la mañana, apoderándose las tropas alemanas de gran número de soldados franceses de guarnición allí, así como de un puente sobre el Sambre, intacto. Rommel mandó que los franceses echaran sus armas al suelo, y luego hizo que un tanque pasara sobre ellas. El regimiento continuó su avance hasta Cateau, donde Rommel ordenó hacer un alto en el camino, pues había realizado la progresión con sólo dos de sus batallones más una parte del batallón de motociclistas, y el grueso de la división había quedado muy atrás. Cuando llegó el 25.o regimiento blindado, para ocupar una loma al este de Cateau, fue el mismo Rommel en persona el que lo condujo, montado en un coche blindado, hasta su emplazamiento.

Durante toda la jornada, el 25.o regimiento tuvo que soportar una serie de duros ataques de los tanques enemigos. Por detrás de él, Pommereuil había sido recuperado por los franceses, aunque poco después fueron desalojados a su vez por la propia división de Rommel. Al atardecer del día 17 de mayo, la situación se había clarificado suficientemente para permitir a la artillería divisionaria lanzarse de nuevo hacia adelante. Fue capturado un nuevo puente, sobre el Sambre, en Berlimont, y esto permitió a la 5.a división de panzers, que había quedado muy rezagada, llegar hasta el río y atravesarlo por el costado derecho de Rommel.

Basta examinar un mapa para darse cuenta de que Rommel había logrado hacer penetrar una cuña más bien estrecha, de unos cincuenta kilómetros de longitud y sólo tres escasos de anchura, a modo de un dedo que apuntaba directamente hacia el corazón de Francia (de Avesnes a Cateau hay ya, aproximadamente, unos veinticinco kilómetros). Es indiscutible que Rommel corría de aquella manera un gran riesgo, pues se hallaba amenazado a izquierda y derecha por importantes núcleos de tropas francesas. Pero había conseguido romper la línea de fortificaciones enemiga, asegurándose una baza vital: el paso del Sambre. Estas operaciones fueron consideradas, con razón, como determinantes para el ulterior desarrollo de la campaña de Francia, y el coraje y los triunfos de Rommel fueron recompensados con la Cruz de Caballero.

Que la audacia es rentable quedó ampliamente demostrado por el hecho de que las pérdidas de la división alemana se redujeron a solamente 35 muertos y 59 heridos, mientras se apuntaba en su haber 10.000 prisioneros en dos días, además de la captura o destrucción de 100 tanques, 30 coches blindados y 27 cañones.

A pesar de las dificultades que hallaba para abastecerse de gasolina, y de que continuaba sometido a duros ataques enemigos por sus dos flancos, el 25.o regimiento de panzers prosiguió su avance al mismo ritmo que hasta entonces. El día 20 de mayo, rebasando la ciudad de Cambrai, atravesaba el canal del Norte, por Marcoing, ocupando nuevas posiciones al sur de Arras. De paso hizo numerosos prisioneros franceses en su acantonamiento. Una vez más, el grueso de la división quedó atrás y de nuevo fue el propio Rommel el que desanduvo el camino para ir en busca de sus hombres en el momento oportuno, acompañándole en su viaje únicamente dos tanques, su plana mayor de mando y un coche blindado. Yendo por la carretera que une Arras a Cambrai, Rommel fue a dar de bruces con sus enemigos, en la localidad de Vis-en-Artois; dos de sus tanques fueron destruidos y él mismo tuvo que permanecer cercado y acosado durante varias horas.

Los combates del 21 de mayo en torno a Arras ofrecen particular interés para nosotros, ingleses, ya que allí fue donde Rommel se enfrentó, por vez primera en su vida, con tropas británicas. Y la ocasión nos sirve para subrayar con satisfacción que también fue allí donde Rommel chocó con un obstáculo más duro que todos los que hasta entonces había encontrado en su camino. Partiendo de Vimy por el sur y el sudeste, nuestra 1.a brigada blindada le atacó en los alrededores de Achicourt y de Agny, rompiendo sus líneas y derrotando a su 42.o batallón de antitanques; perdieron la vida la mayoría de los servidores de los cañones y los alemanes descubrieron con estupor que no lograban perforar el blindaje de nuestros tanques «I», ni siquiera disparando a bocajarro sobre ellos. El ataque inglés solamente pudo ser frenado gracias al fuego de un regimiento de artillería y de una batería antiaérea Flak, dotada de cañones de 88 milímetros (arma ésta que, como para los alemanes nuestros tanques «I», representó para nosotros igualmente una desagradable sorpresa). Aun así, para obligar a las tropas inglesas a replegarse hacia Arras los alemanes tuvieron que pedir ayuda hasta a los Stukas.

Sin embargo, el 25.o regimiento de panzers, que como de costumbre proseguía su avance y había alcanzado ya las alturas de Acq, al sur del Scarpe, recibió de Rommel la orden de dar media vuelta y atacar a los tanques ingleses por detrás. Durante el combate entre carros blindados que siguió, los alemanes sufrieron pérdidas considerables cerca de Agnes: 3 tanques Mark IV, 6 Mark III y algunos tanques ligeros, mientras los ingleses perdían únicamente 7 tanques y 6 cañones antitanques. Forzado por una vez a colocarse a la defensiva, Rommel escapó de nuevo a la muerte por muy poco: uno de sus oficiales cayó muerto bajo la metralla enemiga, junto a él, cuando los dos estaban estudiando un mapa. Aquella jornada fue muy dura para los alemanes: perdieron a lo largo de ella 250 hombres entre muertos y prisioneros, mientras que el número de prisioneros ingleses no pasaba de cincuenta, aunque la división de Rommel pretendió haber destruido 43 tanques ingleses.

Los días inmediatamente posteriores transcurrieron asimismo bajo el signo de la dureza. La división atravesó el Scarpe el 22 de mayo, pero Rommel dejó constancia en su diario de que sólo con muchas dificultades se logró rechazar los ataques de los tanques ingleses, que para conseguirlo hubo que recurrir a las minas antitanques, que la posición de Monte San Eloy fue tomada, luego perdida, de nuevo ocupada…, etc. Mientras avanzaban hacia el canal de la Bassée, las fuerzas de Rommel descubrieron el día 25, al sur del canal, la presencia activa de algunos núcleos ingleses escondidos en los matorrales y los setos, de donde resultaba difícil desalojarlos. Pese a ello, el día 26 los alemanes conseguían establecer cabezas de puente a ambos lados de Guinchy; el 27, atravesaban el río los primeros tanques y cañones; el 28, la división ocupaba posiciones frente a Lille, cara al Este; el 29, se la ordenaba una breve etapa de reposo, en un punto situado al oeste de Arras.

Llevado de su sempiterna curiosidad, Rommel quiso celebrar su primer día de descanso, al cabo de una quincena de combates incesantes, dándose una vueltecita por Lille, desplazándose en automóvil. No se dio cuenta del grave error que había cometido hasta que vio las calles de la ciudad abarrotadas todavía de soldados franceses e ingleses. Gracias a que la sorpresa de éstos fue aún mayor que la suya, tardando en reaccionar un par de segundos más que él, pudo Rommel disponer del tiempo justo para dar media vuelta con su automóvil y echar a correr, antes de que sus adversarios recuperaran la presencia de ánimo necesaria para cortarle el paso. Si, dejando de lado los riesgos propios de un jefe de división empeñado en dirigir personalmente el combate de sus fuerzas de primera línea, piensa uno en las muchas veces que escapó Rommel a la muerte o al cautiverio, hay que confesar que no tuvimos demasiada suerte los ingleses cuando el destino nos dio por enemigo, en África del Norte, a Erwin Rommel.

Al cabo de pocos días, la división fue llamada de nuevo a la primera línea de combate, encargándosele una misión especial. El fin de la lucha parecía próximo. Los franceses estaban manifiestamente a punto de quedar fuera de combate, y en cuanto a los ingleses, habían sido ya arrojados lejos de Francia. Entre el 29 de mayo y el 4 de junio, más de 30.000 soldados ingleses habían tenido que reembarcar en Dunkerque, y aún podíamos dar gracias a Hitler por no haber querido lanzar sobre ellos los blindados alemanes. Quedaba únicamente la 51.a división «Highland» (escocesa), que tras haberse ido retirando sin dejar de combatir, se preparaba ya a reembarcar en Saint-Valéry. Ahora bien, la tarea encomendada a Rommel consistía precisamente en detener la marcha de aquellas tropas, y para ello tenía que franquear el Somme, en primer lugar, y romper luego los últimos bastiones de resistencia que pudieran quedar en la línea Weygand.

Aquel tipo de acción, que implicaba prácticamente una dura lucha contra reloj, resultaba muy apropiada para el carácter de Rommel, excitando su ánimo. No quiso perder ni un solo minuto. Luego de una rápida operación personal de reconocimiento, en la que le acompañaron sus jefes de regimientos y de batallones, cruzó el Somme el 6 de junio por la mañana. Aquel día y el siguiente tuvo que hacer frente a una cierta resistencia del enemigo, que le obligó a lanzar una serie de ataques muy duros, hasta romperla. Luego, muy bien apoyado ya por su flanco derecho, se lanzó hacia el este de Ruán.

La división maniobró de noche y como los tanques rompían con su ruido de chatarra el silencio de los pueblecitos que atravesaban, podían oír cómo los campesinos gritaban: «¡Buena suerte!», creyendo que los tanquistas alemanes eran soldados ingleses. Aquellos continuaban su marcha, discretamente, sin clarificar tamaña confusión. Así alcanzaron el Sena, a unos 16 kilómetros al sudoeste de Ruán, la noche del 9 de junio. Todavía a la mañana siguiente hubo alguien lo bastante temerario para emprender en Ivetot un nuevo combate con los alemanes, pero no hará falta decir que éstos barrieron en seguida a sus adversarios. A las dos y cuarto de la tarde, la división había cubierto los treinta kilómetros que separan Ivetot de Veulettes, alcanzando el mar entre Fécamp y Saint-Valéry. En esta ocasión la división actuaba agrupada, con la artillería divisionaria bien colocada en primera línea de combate.

En Fécamp proseguían las operaciones de reembarque y los barcos se hallaban cerca de la orilla, bajo la protección de los contratorpederos cuando surgió de repente el 37.o batallón de panzers, que en seguida emprendió la lucha, apoyado por su artillería. Un torpedero inglés, rápidamente tocado, quedó fuera de combate. Lo mismo sucedió con otros navíos y el pequeño puerto se encontró muy pronto sometido a un intenso bombardeo de artillería. En tales condiciones, se hizo prácticamente imposible el reembarque de las tropas en pleno día.

La presa más codiciada era, sin embargo, Saint-Valéry, ya que allí estaba instalado el Cuartel General del general Fortune, que mandaba la 51.a división, y el grueso de esta división, ya a punto de reembarcar. La noche del día 10 de junio y durante la mañana del día 11, Rommel se apoderó de las alturas de la parte oeste, desde donde su artillería podía disparar eficazmente sobre el puerto. A las tres y media de la tarde de ese mismo día 11, Rommel atacó de firme al frente del 25.o regimiento de panzers y de una parte del 6.o regimiento de infantería, bien cubierto por su artillería.

En la cena de nuestra 51.a división celebrada el pasado año, el mariscal Montgomery recordó la impresión que tuvo en El Alamein: la división, deshecha y reformada, estaba ansiosa de brillar en el combate y vengar la tragedia de Saint-Valéry; «había encontrado, por fin, su alma» sólo cuando se lanzó al ataque, con sus gaitas en cabeza. Y en verdad Saint-Valéry fue una auténtica tragedia para unos combatientes que sucedían a los de la guerra del 14-18. Pero cabe reconocer, en honor de la unidad, que sus enemigos del 7.o regimiento de panzers no tuvieron jamás la impresión, en aquellos días de junio de 1940, de enfrentarse a unas tropas sin alma y sin espíritu combativo, como puede deducirse de lo que Rommel escribió en su diario:

El enemigo se batió desesperadamente, primero con su artillería y sus armas antitanques, luego con sus ametralladoras y sus armas ligeras; el combate fue particularmente encarnizado en torno a Le Tot y en la carretera de Saint-Sylvain a Saint-Valéry.

Este elogioso fragmento, junto con el homenaje rendido a la calidad del blindaje británico en los combates de Arras, es uno de los raros pasajes del diario de Rommel en que éste reconoce que la «División fantasma» halló a veces ciertas dificultades en su avance.

Hacia el atardecer, Rommel había hecho ya un millar de prisioneros, y, lo que era aún más importante, desde su posición dominaba toda la parte oeste de Saint-Valéry y sus cañones podían impedir cualquier intento de reembarque desde el puerto… Sin embargo, los duros combates prosiguieron durante las últimas horas de la tarde; tuvieron que acudir, como refuerzos, en primer lugar dos batallones de exploradores, y luego el resto de la división. El general Fortune rechazó una petición por escrito de Rommel, pidiéndole que se rindiera e hiciera salir la 51.a división bajo la protección de la bandera blanca. Y los alemanes pudieron ver cómo surgían barricadas en los muelles del puerto y grupos de cañones o ametralladoras organizados en orden de combate.

A las nueve de la noche comenzó un intenso bombardeo. Los disparos concentrados de toda la artillería pesada y de campaña de la división alemana empezaron a batir todo el sector norte de Saint-Valéry y el puerto: nada menos que 2.500 obuses cayeron sobre aquella estrecha zona. Al mismo tiempo, el 25.o regimiento de panzers era lanzado al ataque junto con el 7.o regimiento de infantería y el 37.o batallón de exploradores. El frente se aproximó a Saint-Valéry. «Pero a pesar del intenso bombardeo, los soldados ingleses se niegan a evacuar sus posiciones. Esperan poder embarcar por la noche, pero se lo impide el bombardeo de nuestra artillería pesada. En las primeras horas de la mañana, los ingleses activan sus operaciones de embarque a través de los acantilados de la parte este de Saint-Valéry, protegidos por los cañones de sus navíos de guerra. Pero nuestra artillería divisionaria retarda primero el embarque y luego lo hace imposible. Se entabla un duelo entre un barco de guerra inglés y una de nuestras baterías antiaéreas de 88 milímetros… Nuestro 8.o batallón de ametralladoras ataca… y una parte de nuestros regimientos de infantería 6.o y 7.o atacan y van ganando cada vez más terreno en dirección a Saint-Valéry… Rommel avanzaba por la izquierda, dentro ya de Saint-Valéry, con el 25.o regimiento de panzers, que mandaba el coronel Rothenburg, y una parte del 7.o regimiento de infantería, hasta lograr la capitulación del jefe de la división enemiga, al darse éste cuenta de que toda resistencia era ya imposible».

Rommel hizo en Saint-Valéry un total de doce mil prisioneros, ocho mil de los cuales eran ingleses. Se encontraban, entre ellos, además del propio general de división Fortune, los jefes del 9.o cuerpo de ejército francés y de tres divisiones francesas. El botín comprendía, entre otras cosas, 58 tanques, 56 cañones, 17 cañones antiaéreos, 22 cañones antitanque, 368 ametralladoras, 3.550 fusiles (¡y en las aguas del puerto tenían que haber muchos más!) y 1.133 camiones. La artillería divisionaria, por otro lado, pretendió haber hundido un crucero acorazado, lo cual representaba una victoria realmente excepcional para una división blindada; pero el Almirantazgo británico me ha asegurado que esa pretensión carecía de todo fundamento.

Rommel jamás olvidó al general Fortune; hablaba de él a menudo a su esposa o a su hijo Manfred, describiéndole como un valiente jefe de división que no había tenido suerte. Ese respeto de Rommel hacia su ex adversario aumentó todavía más cuando supo que el general Fortune se había negado a ser repatriado, por considerar que podía hacer más por sus oficiales y soldados de la 51.a división si seguía compartiendo su cautiverio. Por su parte, el general Fortune tampoco habría de olvidar ya a Rommel. Alrededor de dos años después del derrumbamiento de Alemania, un prisionero alemán, repatriado del campo de las islas anglonormandas, fue a ver a la señora Rommel en su residencia de Herrlingen: había conocido al general Fortune y éste le había pedido que visitara a la señora cuando regresara a Alemania, para darle el pésame del general por la muerte de su marido. Desgraciadamente, no tuve ocasión de verificar la verdad de esta historia acerca del general Fortune, antes de que muriera, pero me parece auténtica, porque cuesta trabajo imaginar que se la inventara un soldado alemán sin venir a cuento. En todo caso, deseo que sea una historia verdadera, porque pertenezco a la raza de esos hombres, para algunos ya pasados de moda, que lamentan la desaparición del espíritu de caballerosidad, devorado por la guerra «total». Afortunadamente, ese espíritu tiene siete vidas, como los gatos, y a veces se manifiesta inesperadamente en algunos momentos, como tendremos ocasión de ver más adelante.

La capitulación de Saint-Valéry tuvo lugar el 12 de junio. El 17, el mismo día en que Pétain pedía el armisticio y tres días después de la entrada de los alemanes en París, la 7.a división de panzers penetraba en la península del Cotentin con el fin de atacar Cherburgo. A lo largo de la costa, una columna atravesaba Coutances y otra columna Saint-Ló, ciudad que muy pocos anglosajones hubieran podido señalar entonces en un mapa, y que hoy en cambio debe de resultarles a muchos norteamericanos tan familiar como Detroit. La división no encontró a su paso ningún obstáculo de consideración. A excepción de un batallón de infantería de marina, la mayoría de los franceses cesaron con toda naturalidad el combate tan pronto como oyeron hablar de una petición de armisticio: nadie quiere ser el primero o el último muerto de una guerra. Unas fuerzas de retaguardia de la 52.a división inglesa (Lowland), al mando del general Marshall Cornwall, franqueó los 30 kilómetros del istmo para proteger el reembarque de la 1.a división blindada y de la 52.a división, y para obligar a los alemanes a reforzar sus posiciones. Pero al filo de medianoche del día 18 de junio, el 7.o regimiento de infantería, mandado por el coronel von Bismarck, penetraba en los arrabales de la ciudad en compañía de dos unidades de panzers. Durante toda la noche, la artillería divisionaria se dedicó a situarse en posición, con objeto de comenzar por la mañana el bombardeo de los fuertes enemigos. Trabajo inútil, porque al llegar el día los cañones de la fortaleza permanecieron en silencio. Tan sólo algunos viejos cañones ingleses continuaron disparando.

El general Collins, del 7.o cuerpo de ejército norteamericano, recibió el apodo de «Joe el relámpago» por haber tomado Cherburgo dentro de los veinte días que siguieron al desembarco en Normandía; pero tuvo que luchar mucho para lograrlo. En junio de 1940, los oficiales franceses de todas las armas que se hallaban en Cherburgo no libraron, en cambio, ninguna pelea. Es de suponer que conocían ya en aquel momento la petición de armisticio, pues de no ser así, no habría ninguna excusa para el hecho de que capitularan, contando con 30.000 hombres, ante una simple división blindada, tan sólo doce horas más tarde de que ésta se hubiera puesto al línea de tiro de los cañones de la formidable fortaleza.

Sin embargo, eso fue lo que ocurrió: el 19 de junio, a las dos de la tarde, los oficiales de tierra y de mar salieron para ofrecer su rendición incondicional, y la lucha cesó. A las siete de la tarde ya estaba firmada el acta de capitulación. En el puerto estaba todavía intacto un transporte británico de una división motorizada.

La división de Rommel fue retirada de Cherburgo antes de que hubiera tenido tiempo de hacer recuento del botín capturado en los fuertes. Pero durante las operaciones que llevó a cabo después del 10 de mayo, había hecho 97.468 prisioneros y logrado derribar 52 aviones, capturando otros 15 en el suelo y destruyendo además otros 12. Cayó en sus manos también una cantidad importante de material.

La rapidez que imprimió a su avance la división impidió hacer un inventario exacto de todo el botín. No había tenido tiempo siquiera de calcular, ni aproximadamente, las pérdidas en muertos y heridos que había infligido al adversario. Las pérdidas propias durante este período fueron: 48 oficiales muertos y 77 heridos; 108 suboficiales muertos y 317 heridos; 526 soldados muertos y 1.352 heridos. Y desaparecidos: 3 oficiales, 34 suboficiales y 229 soldados. En cuanto a tanques, la división de Rommel había perdido: 3 Mark I; 5 Mark II; 26 Mark III y 8 Mark IV.

Esas cifras de pérdidas en hombres y material resultan mínimas comparadas con el resultado obtenido. Pero si tiene uno en cuenta que Rommel se mostró siempre avaro de la vida de sus hombres, hay que admitir que no fueron del todo insignificantes. Son buena prueba de que la división tuvo que afrontar duros combates. No se limitó su tarea a la simple persecución a través de Francia de un enemigo ya derrotado.