3

ENTRE DOS GUERRAS

La derrota tiene siempre un sabor amargo. Pero el derrumbamiento de Alemania en 1918 produjo en los militares de carrera germanos un impacto mucho más importante que la capitulación de mayo de 1945: solamente un fanático SS podía seguir creyendo evitable a aquellas alturas esta segunda derrota alemana. Desde luego, en el momento en que lanzaba su gran ofensiva de marzo de 1918, Ludendorff sabía que era su último y desesperado coletazo. Pero cuando la pleamar del éxito fue frenada y con la llegada del verano comenzó a descender y retirarse, el oficial alemán de antigua escuela se hallaba todavía muy lejos de cualquier idea de rendición. Los ejércitos alemanes seguían moviéndose en tierra extranjera; después del avance ruso de 1914, nadie había puesto los pies en Alemania a no ser en condición de prisionero. No cabía duda de que el frente sería recortado, como había ocurrido tras los combates del Somme, tal vez el Norte de Francia y Bélgica serían abandonados; pero de todos modos, una paz de compromiso permitiría a Alemania conservar posiciones occidentales tan buenas como las que mantenía al comienzo de la guerra, el 4 de agosto de 1914. A excepción del Estado Mayor general y de los jefes de ejércitos, pocos fueron los que comprendieron, sin embargo, antes de la última quincena de la guerra, que no quedaba más remedio que elegir entre la capitulación y el desastre total. Los propios Aliados se disponían a afrontar un nuevo invierno en las trincheras y planeaban ya sus últimas ofensivas para la primavera de 1919.

En realidad, los ejércitos alemanes estaban ya por aquella época completamente derrotados y el bloqueo había quebrado el espíritu de resistencia de los alemanes de la retaguardia. La derrota podía ser retardada, pero de ningún modo evitada.

Siguiendo una comprensible tendencia natural, nunca nos sentimos inclinados a atribuir nuestros fracasos a nuestras propias negligencias. Así fue cómo la leyenda de «la puñalada por la espalda» obtuvo mucho crédito entre los soldados alemanes que regresaban, vencidos, a sus lares. Por un extraño error de apreciación acerca de la psicología alemana, los Aliados autorizaron que tal leyenda se difundiera y se incrustara en los espíritus, al permitir que los ejércitos alemanes atravesaran los puentes del Rin llevando al frente sus bandas de música.

Perseverando en el mismo error, los Aliados procuraron a los alemanes unos agravios sólidos, permanentes y del todo legítimos al no cumplir ni por asomo las condiciones del armisticio. Como a su debido tiempo lo subrayó John Maynard Keynes, dichas condiciones no se prestaban a equívoco alguno. Los Aliados acababan de ratificar su voluntad de hacer la paz con Alemania, paz que se fundamentaría en los «Catorce Puntos» célebres del presidente Wilson, que éste había desarrollado poco antes en un discurso en el Congreso. No correspondía a la Conferencia de la Paz más que «discutir los detalles de aplicación». En realidad, los «Catorce Puntos» jamás fueron discutidos y la paz les fue impuesta a los alemanes sin darles ni una sola oportunidad de que manifestaran su punto de vista. Más aún: tan sólo cuatro Principios y cinco Particularidades de los «Catorce Puntos» pueden ser considerados, como pretende Harold Nicholson en su libro Peacemaking, como «realmente incorporados a los tratados de paz».

En resumen, que si bien es verdad que el Tratado de Versalles fue menos severo que el que los alemanes tramaban para el caso de ser ellos los vencedores, no es menos cierto que ningún alemán se sintió ligado por él. De manera particular, nadie había sido adecuadamente preparado para aceptar la cesión de una parte importante de la Prusia oriental a Polonia, la pérdida de Dantzig ni el hecho de que dos millones de alemanes tuvieran que considerarse súbditos polacos a partir de aquel momento. Es necesario analizar la conducta posterior de los jefes militares alemanes teniendo en cuenta todos esos hechos. Esta casta militar consideraba que se la había engañado en el momento de la rendición; y es inútil argumentar que a fin de cuenta se hubiera visto forzada, de haber proseguido la guerra hasta 1919, a aceptar las condiciones, cualesquiera que fuesen, que hubieran querido imponer los Aliados.

En 1945 pudimos ver algo muy distinto: los alemanes estaban pulverizados, desintegrados, arruinados al mismo tiempo que sus ciudades y hundidos en una miseria tan tremenda que hasta la idea misma de odio resultaba para ellos inconcebible. En 1918, si bien quedaba aún muy lejos el día en que llegarían a poder volverse contra sus vencedores, por lo menos podían enfrentarse con sus propios compatriotas civiles. (No dudaban de que el desquite contra sus vencedores llegaría pronto. «Pongan punto final a su ocupación de nuestro territorio, y verán ustedes cómo echamos fuera a los franceses a bastonazos», me decía, ya en 1919, un industrial de Dusseldorf; en 1919, es decir, cuatro años antes de que los franceses ocuparan el Ruhr). En aquel tiempo nosotros estábamos muy ocupados en sanar nuestras heridas, en conmemorar nuestras victorias, en gastar alegremente nuestros subsidios militares y en gozar lo más posible de la cortísima euforia de la posguerra; demasiadas cosas para que tuviéramos tiempo de preocuparnos por la suerte de los alemanes. Sin embargo, el espectáculo que ofrecían sus oficiales detenidos en plena calle o arrojados fuera de los trenes, despojados de sus insignias y a veces hasta asesinados, fue algo que impresionó profundamente a los alemanes y que, más tarde, contribuiría al éxito de Hitler. Eso explica en buena parte el reclutamiento y las brutalidades posteriores de los cuerpos francos, así como la aparición de hombres del tipo de Goering, de Roehm, de Sepp Dietrich. Eso explica también por qué Noske, el ministro socialista de Defensa Nacional, un ex fabricante de papel a la vez que ex suboficial, se volvió hacia los oficiales, considerando que sólo ellos podían restaurar el orden y hacerlo respetar.

El problema comportaba, además, un segundo aspecto. Quien no vivió en Alemania por aquella época no puede imaginarse cómo las familias de clase media procuraban seguir llevando una vida normal, a través de las sombrías nubes del caos económico y la confusión de ideas que se derivaban de la derrota, la ocupación y la guerra civil: los maridos acudían puntualmente a sus fábricas u oficinas, que trabajaban a pleno rendimiento, aunque bajo un clima de tristeza; las amas de casa, por su parte, vivían únicamente preocupadas por el precio de los géneros de primera necesidad y por las dificultades de procurárselos, y al mismo tiempo vigilando la reiterada limpieza del hogar y riñendo a la criada. Más difícil todavía resulta imaginarse un oficial alemán de carrera incorporándose de golpe, tras la vida en el frente, al gris ajetreo cotidiano y rutinario de los cuarteles de tiempos de paz, como si sólo hubiera estado ausente unos días para unas maniobras de importancia inhabitual.

Esa fue, sin embargo, la suerte que corrió el capitán Erwin Rommel. El 21 de diciembre de 1918 fue destinado de nuevo a aquel regimiento de Weingarten, el 124o de infantería, al que perteneció en 1910, cuando se incorporó a la vida militar. En ese mes de diciembre de 1918 atravesó la Alemania en plena revolución para ir a Dantzig, en busca de su esposa, que se hallaba gravemente enferma en casa de su abuela. Como viajaba vestido de uniforme, se vio más de una vez acosado por largos interrogatorios, más o menos insultado y hasta amenazado con ser arrestado. Pero logró, pese a todo, llevarse consigo a su mujer, sana y salva, a casa de su propia madre en Weingarten. (Las dos mujeres eran muy buenas amigas desde hacía bastante tiempo). Puede decirse que Rommel conoció y vivió muy poco del ambiente de «desorden» entonces característico de su país. En el verano de 1919 se le confió el mando, durante algún tiempo, de una compañía de seguridad interior estacionada en Friedrichshafen; por vez primera en su vida tuvo que manejar a unos alemanes que no estaban habituados a recibir órdenes. Se le confió, para que los convirtiera en soldados perfectos, un puñado de marinos «rojos», que en principio se comportaron como auténticos salvajes, abuchearon a Rommel porque lucía en su pecho la condecoración «Al Mérito», pretendieron nombrar un comisario político, se negaron a marcar el paso de la oca y celebraron un mitin revolucionario. El propio Rommel asistió a este mitin y subió a la tribuna para declarar que su intención era mandar a unos soldados y no a unos criminales. Al otro día les llevó, con la banda de música al frente, al campo de ejercicios. Como se negaran a hacer las maniobras señaladas, Rommel volvió a montar en su caballo dejándoles abandonados. Haciendo acto de sumisión, regresaron a su acuartelamiento, y pocos días después estaban ya tan bien «domados» que el jefe de la Policía de Stuttgart, inspector Hahn, pidió a Rommel que seleccionara entre aquellos hombres a los mejor predispuestos a incorporarse a la Policía a cambio de una prima sustanciosa. Hahn invitó igualmente a Rommel a integrarse en el cuerpo policial, y quizá de ese detalle nació la leyenda, luego tan propagada, de que Rommel perteneció en tiempos a la Policía. Añadamos que la mayoría de aquellos hombres manifestaron su decisión de renunciar a la prima ofrecida si Rommel se iba con ellos. Por otro lado, a excepción del día que se les mandó montar la guardia en una destilería de alcoholes —cabe reconocer que fue imprudente confiarles semejante servicio— los ex marinos «rojos» no causaron nunca a Rommel ningún problema.

Este último, tras servir durante algún tiempo en Schwabisgemund, el 1 de enero de 1921 estaba ya de regreso en Stuttgart, donde se le confió el mando de una compañía del 13.o regimiento de infantería, ya que su antiguo regimiento, el 124.o, había sido disuelto con motivo de la reducción —y reorganización— del ejército alemán. En su nuevo regimiento permaneció cerca de nueve años.

¿Cómo pudo Rommel incorporarse tan fácilmente a la rutina normal de su carrera? ¿Cómo no se vio arrastrado a los cuerpos francos, refugio ideal para tantos y tantos oficiales de carrera desempleados, de mal genio y lenguaje arrogante, que no conocían más oficio que el de la guerra y para quienes era indiferente que el enemigo fuera uno u otro? Creemos que la cosa se explica si pensamos que, pese al desastre de noviembre de 1918 y a la guerra civil que estalló inmediatamente después —y sin duda a causa de todo ello—, el ejército alemán no dejó de existir ni por un momento, como tampoco fue nunca abandonada la idea de desarrollarlo plenamente de nuevo en cuanto las circunstancias lo permitieran. El artículo 160 del Tratado de Versalles estipulaba:

Hasta el 31 de marzo de 1920 el ejército alemán no deberá comprender más que siete divisiones de infantería y tres divisiones de caballería. Luego de esa fecha, el número total de sus efectivos no podrá sobrepasar los 100.000 hombres, incluyendo en esta cifra los oficiales y los efectivos de los banderines de reclutamiento… El número total de oficiales no podrá ser superior a cuatro mil.

La intención era conceder a los alemanes una fuerza armada mínima, la indispensable para el mantenimiento del orden público. El resultado fue que el general Hans von Seeckt, «el hombre que haría la próxima guerra», comandante en jefe de aquellas fuerzas, pudo disponer de un duro núcleo de soldados de carrera, en torno al cual pudo poner los cimientos del futuro ejército; aquellos hombres formaban el chasis de acero, el armazón alrededor del cual se echaría el cemento de los reclutas tan pronto como fuera posible volver al sistema del servicio militar, amplio, por quintas. Cosa que hizo Hitler en marzo de 1935.

En esas condiciones, su condecoración «Al Mérito» y su reputación de oficial experto en el mando de tropas hacían de Rommel un hombre ideal para aquella clase de servicios. Aunque no conocía personalmente al general von Seeckt y en total no llegó a verle más que un par de veces, a lo máximo, con motivo de algunas revistas militares, Rommel pertenecía exactamente al tipo humano que buscaba von Seeckt: el soldado de espíritu grave y serio, joven (cuando se firmó el armisticio le faltaban a Rommel cuatro días para cumplir los veintisiete años), distinto en todo a aquellos otros oficiales valentones y perdonavidas, indiscutiblemente útiles en período de guerra, pero que se plegaban difícilmente a la disciplina y a los aburridos ejercicios del tiempo de paz.

En cuanto a Rommel, no tenía otra cosa para elegir, suponiendo que hubiera experimentado el deseo de hacerlo. Su carrera era la de las armas; casado, de modesta posición, se sintió muy feliz al poder proseguirla. La perspectiva que se le ofrecía, por lo demás, no le desagradaba. Pertenecía a la especie de los militares amigos de reflexionar y rememorar sus acciones bélicas, no por nostalgia del tiempo de guerra, sino más bien para sacar de esas evocaciones algunas lecciones de táctica. Además, lo mismo que a Montgomery, a Rommel le gustaba el ejercicio y el entrenamiento.

Nada permite suponer que Rommel no estuviera informado de los detalles y objetivos de la vasta conspiración montada por el general von Seeckt para disimular la fuerza real del ejército. Cada uno de los 4.000 oficiales seleccionados tuvo que enterarse de que su misión consistía mucho menos en el mantenimiento del orden interior que en la creación e instrucción de un nuevo ejército, mucho más importante que el de antes aunque tuviera que formarse con los restos de éste. Sin duda se divertirían mucho entonces, como nosotros mismos hubiéramos hecho en su caso, pensando en el extraordinario ingenio y la tenacidad con que habían perseguido su objetivo.

Recuerdo como si fuera hoy el día que leí en la biblioteca del Rand-Club, en Johannesburgo, un artículo que el brigadier general J. H. Morgan acababa de publicar en el número de octubre de 1924 de Quarterly Review; Morgan que era miembro de la Comisión de Desarme, describía los innumerables subterfugios gracias a los cuales los alemanes batían en brecha todos sus esfuerzos, y mostraba cómo conservaban el mecanismo alemán de la movilización tan intacto como les era posible, disimulado bajo la cobertura de los centros de desmovilización, de pago de pensiones, de «bienestar del soldado», etc. Se trataba de algo tan apasionante como una novela de Agatha Christie, pero mucho más asombroso, ¡fue una lástima que aquel artículo no tuviera la misma difusión que los libros de la novelista! Para los que tomaban parte activa en él, aquel juego de embaucadores debía resultar apasionante. «Si yo hubiese sido un alemán patriota —confiesa el propio Morgan—, hubiera hecho una gran reverencia ante el general von Seeckt, a quien hubiera considerado el más grande de todos los Romanos. Scharnhorst, que en perjuicio de Napoleón dio vuelta a las cláusulas de desarme del tratado de Tilsit (e hizo, por incidencia, que fuera posible Waterloo), era un hombre de segunda fila comparado con von Seeckt, ya que las correspondientes cláusulas del Tratado de Versalles habían sido establecidas con mucho más cuidado y atención». En la Alemania de los años que siguieron inmediatamente a la guerra 1914-18, la carrera militar no era, pues, para un oficial profesional, un oficio tan estéril y desprovisto de beneficios como pudiera hacer suponer la situación real del país.

La suerte favoreció aún a Rommel en otro aspecto: el de ser destinado a la guarnición de Stuttgart, agradable ciudad de su provincia natal, donde vivía su familia. Todo eso hizo que, aun teniendo que esperar hasta 1933 para ascender a comandante, no llegó nunca a sentirse desgraciado. En 1927 aprovechó un permiso para visitar Italia en compañía de su esposa y contemplar de nuevo el teatro de sus hazañas en Longarone, donde la señora Rommel descubrió por azar las tumbas de la familia Molino, de la que se supone descendía su propia familia, las de los Mollin. (Rommel tuvo, sin embargo, que abreviar su exploración por el antiguo campo de batalla, ya que los italianos no veían con buenos ojos a aquel turista, que era a todas luces un oficial alemán, paseándose con placer por unos lugares que evocaban para ellos tantos y tantos recuerdos desagradables).

En ocasión de otro permiso, Rommel bajó por el Rin en canoa, también acompañado de su esposa, hasta el lago de Constanza. Tanto él como la señora Rommel eran esquiadores, alpinistas y nadadores de primera clase, buenos jinetes asimismo, amantes de caballos y perros. Preferían de lejos la vida en el campo a la vida ciudadana, y por eso abandonaban Stuttgart tan pronto les era posible. A los dos les gustaba mucho bailar, pero en cambio se interesaban muy poco por el teatro o el cine, y evitaban las recepciones siempre que podían.

En su casa, en la intimidad, Rommel tocaba el violín en plan de aficionado. En términos generales, era hombre fácil de contentar y sin grandes exigencias. Bebía muy poco, rara vez sobrepasaba la dosis de uno o dos vasos de vino, no fumaba y se mostraba indiferente respecto a los placeres de la buena cocina. Muy mañoso, era capaz de hacer o de reparar cualquier cosa. El día que adquirió una motocicleta, comenzó por desmontarla completamente, para volverla a montar luego y acabar felicitándose al comprobar que no había olvidado ni una tuerca ni un tornillo.

Junto con Hartmann y Aldinger, Rommel fundó en Stuttgart una asociación de antiguos camaradas del batallón al que los tres habían pertenecido. Era una asociación en la que no se hacía ninguna distinción de graduaciones, y llegó a ser para Rommel una de las cosas que más le interesaban en la vida. Consagraba una gran parte de sus momentos de ocio a mantener contacto, por correspondencia, con todos aquellos que habían servido en el batallón, haciendo cuanto podía por ayudar a los que en aquella Alemania de posguerra atravesaban momentos difíciles. Todos los años la asociación celebraba una asamblea general y un desfile. En 1935, cuando ya Rommel era teniente coronel y como tal mandaba un batallón en Goslar, se desplazó a Stuttgart para asistir a dichos actos. El general von Soden, que también había acudido a la celebración, le invitó a presidir con él el desfile, pero Rommel, mostrando uno de sus rasgos característicos, prefirió desfilar en las filas de su antigua compañía, como un soldado más.

Así fueron pasando los años, felices y con pocos acontecimientos destacados, para los Rommel. El más importante de esos acontecimientos fue el nacimiento, al cabo de doce años de matrimonio, de su primero y único hijo, Erwin, que vino al mundo la víspera de la Navidad de 1928.

Prescindiendo de las cicatrices de sus heridas, la guerra, por lo que cuenta su viuda, no dejó en Rommel ninguna huella. Cuando hablaba sobre la guerra —cosa que hacía muy raras veces en familia— se refería a ella como a un asunto estúpido y brutal, que ningún hombre sensato podía desear revivir. Tampoco soñaba por las noches con su pasada experiencia bélica; a diferencia de muchos soldados jóvenes de todos los ejércitos, después de 1918, Rommel no pareció considerar jamás aquellos cuatro años como los únicos destacados de su vida, ni tampoco como una extraña y sangrienta pesadilla. Seguía siendo un hombre de espíritu severo, pero al mismo tiempo de carácter alegre, sin complicaciones, que tenía gustos sencillos y disfrutaba con los placeres de una vida tranquila. Por lo demás, sólo se ocupaba de su oficio. Que esta profesión fuese una preparación para la guerra era una contradicción aparente, que los soldados profesionales resuelven con mucha más facilidad que los paisanos.

El 1o de octubre de 1929 Rommel fue nombrado instructor en la Escuela de Infantería de Dresde, cargo que ocupó durante cuatro años justos. La reunión de los textos de los cursos que allí profesó le sirvió para publicar un libro, Infanterie Greiff An (Combates de infantería), que se basaba en su experiencia personal de la guerra en diversos campos de batalla: Bélgica, Argonne, los Vosgos, los Cárpatos, Italia. Se trata de un breve pero excelente manual de táctica para la infantería, en el que Rommel describe con estilo ágil y animado las operaciones de pequeña envergadura, ilustrándolas con croquis, de manera que cada lección de táctica quede claramente explicada. Dicho libro fue adoptado por el ejército suizo, cuyos oficiales, en señal de homenaje, ofrecieron a Rommel un reloj de oro con una inscripción alusiva al hecho. Pero el libro atrajo, además, la atención de un lector más cercano a Rommel, circunstancia que no dejó de tener efectos directos sobre el destino de éste, aunque fuera a largo plazo.

Ascendido ya a comandante, Rommel recibió el 10 de octubre de 1933 el mando del 3.o batallón del 17.o regimiento de infantería; era un batallón alpino, en el cual todos sus hombres, cualquiera que fuera su graduación, tenían fama de ser magníficos esquiadores. El batallón estaba acantonado en Goslar, ciudad en cuyos alrededores se acababa de producir una gran nevada. Al otro día de su llegada, los oficiales propusieron a Rommel una pequeña excursión en esquís; deseaban, sin duda, comprobar si su nuevo jefe, de edad ya un poco madura, tenía cualidades para mandar un batallón de atletas. Como no existía allí ningún remolque para esquiar, les costó penas y fatigas alcanzar la cumbre. Al ver que una vez logrado esto los oficiales se disponían a reposar un poco, echando un trago y fumando un cigarrillo, Rommel les dijo: «Creo, señores, que podríamos empezar a descender ya». Y el descenso se llevó a cabo a toda velocidad. Ya en la meta, los oficiales reconocieron que su comandante era un buen esquiador. «Ha sido un ejercicio realmente agradable, señores —dijo Rommel—, ¿qué les parece si lo repitiéramos?». Aquella segunda prueba fue considerada por todos como una hazaña deportiva. Pero la subsiguiente proposición de Rommel de realizar una tercera salida ya fue acogida por los oficiales con muy escaso entusiasmo. Cuando alcanzaron por tercera vez el pie de la pendiente, todos estaban al límite de sus fuerzas. Todos, menos Rommel, quien, en efecto, indicó que las pistas de slalom ofrecían un aspecto tentador o que no estaría mal pasar en ellas una media horita… En los batallones ingleses se observa a veces que algunos oficiales se escabullen cuando se trata de completar el cuarteto de la partida de bridge que organiza el coronel. De modo parecido, según me han contado, en este batallón de Rommel nadie salía voluntario para un paseo en esquís con el comandante, a menos que recibiera la orden de hacerlo…

Antes de la subida de Hitler a la Cancillería el 31 de enero de 1933, Rommel se había interesado muy poco por las cosas de la política. Nada extraño hay en ello; por tradición, la casta de los oficiales profesionales alemanes ha tendido siempre a mantenerse apartada de los dos sórdidos mundos de la política y el comercio. En los años inmediatamente posteriores al armisticio, el general von Seeckt emprendió la tarea de revivificar dicha casta, a la vez que se dedicaba a derribar las barreras tradicionales que desde tiempos inmemoriales se levantaban entre oficiales y gente de tropa. Su propósito era crear un nuevo ejército modélico, que ni por asomo pensaba poner en manos de los políticos de la República de Weimar: correspondería al Estado Mayor general decidir, a su debido tiempo, cómo debía ser utilizado aquel nuevo ejército. Mientras tanto, sólo se le exigía a este ejército que fuera fiel al uniforme que llevaba. En esas condiciones, las órdenes de Seeckt prohibiendo a los militares que participaran en los asuntos políticos e incluso que votaran, servían, ciertamente, para infundir confianza a los Aliados, pero formaban parte al mismo tiempo de un plan a largo plazo que hubiera debido provocar la alarma entre esos mismos Aliados si en verdad hubieran sospechado su existencia, cosa que no sucedía.

En el caso de Rommel, eran innecesarias todas aquellas prohibiciones de von Seeckt. Había crecido y se había formado en el seno de los círculos apolíticos de una pequeña ciudad de provincia alemana; había recibido una educación de soldado; partió al frente a la edad de veintitrés años. Se había sentido muy dichoso cuando, acabada la lucha y vuelto de nuevo a su hogar, pudo escapar a las disensiones interiores nacidas en el país y reincorporarse al único ambiente donde se encontraba a gusto. Nunca le habían agradado las discusiones de café, leía muy poco y su espíritu estaba muy alejado de la vocación política. La señora Rommel dice que sólo recuerda haber oído a su esposo un único comentario acerca de los nazis, en los comienzos del nacionalsocialismo, y fue para decir que se parecían «a una banda de granujas» y que era lamentable que Hitler se rodeara de gentes de tal calaña. Al igual que el noventa por ciento de los alemanes, que no mantenían contacto alguno directo con Hitler o su movimiento, Rommel consideraba al futuro Führer un idealista, un patriota de sanas ideas que podría unificar Alemania y salvarla del comunismo. Tal vez esta concepción pueda parecer demasiado ingenua; pero reconozcamos que no era más ingenua que la de muchos ingleses, que veían en Hitler sólo un hombre de escasa talla y con un bigote ridículo. Todos aquellos que durante largo tiempo se negaron a reconocer que tan absurda idea entrañaba un peligro real, excepto cuando era ya demasiado tarde, seguirían negando lo que era pura evidencia, probablemente porque la alternativa, en cualquier caso, resultaba poco grata.

Por otro lado, y aunque fuera un oficial de carrera, Rommel no pertenecía a la casta de los prusianos snobs y hochwohlgeboren (de origen distinguido). La idea de que un cabo austríaco pudiese lograr la salvación de Alemania no le parecía, pues, tan fantástica como a muchos otros oficiales superiores de la Reichwehr, Sobre todo, porque Rommel estimaba sinceramente a los cabos. Detestaba, por el contrario, a los vocingleros uniformados de camisa parda por el estilo de un Roehm. No había tenido ningún contacto con este último ni con ninguno de sus partidarios, pero, como casi todos los miembros del ejército, sospechaba que Roehm intentaba montar una organización rival. Conocía, además, los modos de los hombres de camisa parda tan a fondo como para sentirse profundamente asqueado a causa de su histeria y de su falta de disciplina. No debió, pues, de experimentar ningún sentimiento de horror cuando se enteró de que Roehm y sus acólitos habían sido liquidados durante «la noche de los cuchillos largos», el 30 de junio de 1934. Rommel aceptó la versión según la cual Roehm y los suyos habían montado un complot para derribar a Hitler y apoderarse ellos del país, y consideró que, consiguientemente, tenían bien merecida su suerte. La señora Rommel y también otras personas me han asegurado, por lo demás, que aquel asunto tuvo en Alemania menos resonancia que en el extranjero —y menos que en ninguna parte, en la vida alemana de provincias; el detalle de aquella serie de asesinatos sólo se difundió progresivamente.

En todo caso, la primera toma de contacto de Rommel con el nacionalsocialismo en acción en nada deja entender que mostrara una simpatía particular hacia los nazis. Mandaba su batallón alpino en Goslar cuando en 1935 esta ciudad fue elegida como sede de una ceremonia del recuerdo. El propio Hitler en persona asistiría al acto. Se había previsto para el desfile un ceremonial muy detallado: orquestas, bandas de trompetas y tambores, estandartes, grupos de campesinos de los alrededores luciendo trajes típicos. Naturalmente, el batallón de Rommel tomaría parte en el desfile. Cuando todos los detalles de éste estuvieron decididos, un delegado de las SS visitó a Rommel para decirle que sus soldados marcharían, en fila india, detrás de los SS responsables de la seguridad de Hitler. Rommel replicó que en tal caso sus hombres no participarían en el desfile. Himmler y Goebbels le convocaron al hotel en que se hospedaban. Se mostraron de una extremada cortesía e invitaron a Rommel a almorzar. Reconocieron que los planes trazados representaban una afrenta para su batallón: «se trataba —le dijeron— de un error imputable a un subalterno demasiado celoso; naturalmente, las órdenes serían inmediatamente corregidas…». Rommel regresó a su casa, contento por haber logrado hacer triunfar su punto de vista, y dijo a su esposa que no le gustaba el modo de mirar de Himmler, pero que el doctor Goebbels le parecía un hombre realmente agradable e interesante.

Aquella ingenua impresión subsistió durante algún tiempo. En ocasión de sus ulteriores encuentros, que fueron más bien escasos, Goebbels siguió mostrándose amable, desplegando todo el encanto que indiscutiblemente poseía. En su opinión, valía la pena conquistar a Rommel; si no quedaba más remedio, había que tratarle con delicadeza, con guante blanco. Pero el primer encuentro de Rommel con Hitler fue puramente oficial. Se limitó a saludar cuando fue presentado al Führer; estrechó la mano que éste le tendía; oyó una observación elogiosa acerca de su condecoración «Al Mérito»; fue felicitado por el excelente estado de su batallón.

El 14 de octubre de 1935, Rommel, ahora ya con el grado de teniente coronel, ingresaba como instructor en la Academia de Guerra de Potsdam. Por vez primera se hallaba en situación privilegiada. Es verdad que ya antes se le había ofrecido la oportunidad de presentarse a los exámenes de ingreso en el cuerpo de Estado Mayor y de incorporarse así al núcleo de los elegidos. Pero teniendo en cuenta su hoja de servicios y su condecoración «Al Mérito» tenía, según muchos le dijeron, mejores perspectivas todavía si permanecía al mando de tropas. Y como él era, por temperamento, un oficial de tropas, el consejo coincidía con sus propias preferencias, por lo que decidió seguirlo.

En Potsdam, su mujer, su hijo y hasta él mismo gozaron de una vida apacible en los alrededores próximos a la Academia; alternaban poco con la sociedad berlinesa y no tenían amigos —ni conocidos tampoco— entre los altos dignatarios nazis. Ni siquiera mantenían la menor relación mundana con los altos oficiales de la Wehrmacht. Al igual que en Stuttgart, sus amigos eran —acompañados de sus esposas— los oficiales de graduación semejante a la de Rommel.

Sin embargo, por la fuerza y la lógica misma de las cosas, los Rommel estaban ahora mucho más enterados de lo que pasaba en las altas esferas del régimen. Conocían, por ejemplo, la creciente rivalidad entre los nazis y el Alto Estado Mayor del ejército. Apoyándose en el hecho de que Hitler se había convertido, al morir Hindenburg, en jefe supremo de todas las fuerzas armadas alemanas, y que el cuerpo de oficiales le había prestado juramento de fidelidad en tal sentido, los dirigentes del Partido se esforzaban en transformar aquellos oficiales en fieles nazis y en incorporar la Wehrmacht al «orden nuevo». Los jefes nazis comprendían claramente que una organización independiente como el ejército, cuyas tradiciones estaban profundamente arraigadas en el pasado y que podía contar con el respeto instintivo de los alemanes, exceptuando las capas más jóvenes de la sociedad, podría algún día cambiar de opinión y tomar el poder. También Hitler veía con claridad esta perspectiva, y de ahí que no dejara nunca de mantener un doble juego, enfrentando a cada una de las partes contra la otra con una extraordinaria astucia.

El ejército, preocupado ya desde marzo de 1935 por los problemas planteados por su enorme expansión, al mismo tiempo que agradecido a Hitler por haberle procurado los medios necesarios para aquel desarrollo —superando incluso los sueños más locos de los altos jefes— no se resignaba, sin embargo, a caer en manos de los adictos del Führer. Un pequeñísimo número de altos oficiales de fuerte carácter y capacidad militar indiscutible —como por ejemplo, el coronel-general Ludwig Beck, jefe del Estado Mayor— no hacían distinción alguna entre el Führer y sus colaboradores; bajo un punto de vista moral, consideraban el nacionalismo y su fundador como dos calamidades iguales. Aunque no dimitiera hasta 1938, en señal de protesta contra la proposición de invadir Checoslovaquia, Beck no se había hecho nunca demasiadas ilusiones sobre el destino de su país. Otros, como el también coronel-general Werner von Fritsch, comandante en jefe del ejército, detestaban y despreciaban igualmente a los nazis y a su jefe, pero a causa, principalmente, según parece, de que estos últimos se mostraban temerosos de la supremacía del ejército y pertenecían a una clase con la que ningún oficial alemán podía jamás asociarse. Otros militares, por el contrario (los Keitel, los Jodl…) estaban dispuestos a sacrificar su integridad profesional a su ascenso dentro del ejército y del país; aunque de seguro habrían vacilado un poco en sus decisiones si hubieran sabido que muy pronto Hitler les trataría como lacayos galoneados.

El general Walter Warlimont ha descrito en estos términos la actitud del Estado Mayor:

Poco a poco, el oficial de Estado Mayor se había ido convenciendo de la necesidad de lograr una influencia estabilizadora en el país y había llegado a creer que Hitler era, al contrario de sus predecesores, la nueva esperanza de Alemania. Aparte de su programa de rearme, la reocupación pacífica de Renania contribuyó a reforzar el prestigio personal de Hitler entre los miembros del cuerpo de oficiales, ya que aquellos cambios respondían a la política fundamental del ejército.

Los oficiales podían haber comprendido que aquello era, a fin de cuentas, como salir de Herodes para entrar en Pilatos, pero el no comprenderlo parecía en aquella época mucho menos estúpido que hoy. ¿Acaso no era el propio Hitler un soldado, extraordinariamente orgulloso de su hoja de servicios durante la guerra? ¿Acaso no había sostenido al cuerpo de oficiales frente a las ambiciones de Roehm? Hitler, por otro lado, no podía ignorar que había sido el ejército y sólo el ejército el que había conservado viva la llama del militarismo alemán a lo largo de muchos años sombríos. Sus hordas nazis le habían ayudado indudablemente a tomar el poder, pero ¿era razonable imaginar que Hitler las prefiriera a los oficiales germanos de la vieja escuela? ¿No sería más bien que el Führer estaba ganando tiempo a la espera del día en que, logrando desembarazarse de aquellas hordas, pudiera apoyarse únicamente en los verdaderos protectores de Alemania?

Tales eran los puntos de vista más corrientes en el Estado Mayor general y que, naturalmente, ejercían indiscutible influencia sobre los oficiales con mando de tropas; en su condición de tal, Rommel aceptaba dichos puntos de vista en la medida en que reflexionaba acerca de aquel género de problemas. Él establecía en su mente una diferencia muy clara entre el Führer y sus seguidores. Hasta que llegó el momento en que una serie de amargas experiencias le abrieron los ojos —tan sólo después de los hechos de El Alamein—, Rommel admiró y respetó a Hitler, sin por ello admitir ni querer tratos con los nazis. No sintió, pues, demasiado entusiasmo cuando en 1935 se enteró de que el ejército iba a absorber las SA y que él sería encargado del mando de aquella amalgama. Reconoció que le hubiera gustado «hacer más aceptables a los SS», pero sin ignorar que aquel trabajo jamás sería ni fácil ni agradable. Finalmente, no llegó a hacerse cargo de aquel mando, y, de todos modos, el intento del ejército de asegurarse el control de las SA fracasó; no contaba, desde luego, con ninguna posibilidad de éxito.

A pesar de todo, Rommel no pudo siempre evitar el contacto con los nazis. Cuando era todavía instructor en la Academia de Guerra, recibió una misión particular. Fue agregado a las Hitler Jugend (Juventudes Hitlerianas) con el encargo de mejorar su espíritu de disciplina. Esta empresa convenía a sus gustos y condiciones. Siempre se había entendido bien con los jóvenes, a quienes estimaba sinceramente. Muchos de ellos, siguiendo su inclinación natural de rendir culto a los héroes, le adoraban. Aunque era un soldado de renombre, Rommel les hablaba de igual a igual. En conjunto, aquel material humano puesto bajo su mando era excelente; en el aspecto físico era magnífico.

Es interesante preguntarse qué hubiera podido ocurrir con las Juventudes Hitlerianas si Rommel hubiese tenido libertad de acción. Sin duda, aquellos jóvenes se hubieran mostrado igualmente duros, bravos, valientes, como efectivamente llegaron a mostrarse la mayoría de ellos. En los días finales de la derrota, también se hubieran batido y, como en un juego, hubieran hallado la muerte, al modo como la encontraron los que combatieron en Caen a las órdenes del Führer de brigada SS Kurt Meyer, de la 12.a división blindada. No hubieran dejado de lanzarse sobre nuestros tanques como lobos, tal como en realidad se lanzaron, hasta que, para emplear las palabras de un oficial tanquista inglés, «nos vimos obligados a aniquilarlos contra nuestro deseo». Y, sin embargo, puede anticiparse que si Rommel los hubiese podido modelar a su manera, aquellos jóvenes no hubieran llegado a convertirse en brutos intolerantes y fanáticos, ni hubieran asesinado a muchos prisioneros de guerra como en verdad hicieron a las órdenes de Kurt Meyer. Y los supervivientes tampoco hubieran formado ese plantel de jóvenes alemanes sombríos, devorados por el rencor y peligrosos, que ningún hombre de sentido común puede esperar se conviertan a nuestras ideas. El Afrika Korps se componía de un material humano idéntico; también los jóvenes que lo formaban eran duros, seguros de ellos mismos, llenos de coraje. Pero basta encontrarse hoy con un superviviente del Afrika Korps y otro de las SS para darse cuenta de la diferencia.

Rommel no llegó a hacerse cargo de las Juventudes Hitlerianas porque muy pronto chocó con el jefe de éstas, Baldur von Schirach, hombre joven, excelente orador, de buena presencia, más cultivado que la mayoría de los nazis —su padre era director del Teatro de Weimar—, poeta a su manera y al que se había presentado siempre como uno de los raros idealistas con que contaba el Partido. Para von Hassel, por el contrario, se trataba de «uno de esos gangsters fanfarrones del Partido cuyo mantenimiento ya es de por sí solo una bajeza». De cualquier modo, lo cierto es que Baldur von Schirach pertenecía al tipo de hombres que más impresionan a la juventud alemana sentimentalista, y que estaba entregado en cuerpo y alma al Führer, a quien enviaba frecuentemente poemas aduladores.

Era lógico, pues, que Schirach acogiera con despecho el nombramiento de un oficial del ejército regular, y que, además, ni era miembro del Partido, como responsable de las Juventudes Hitlerianas. Sin embargo, el punto concreto en que chocaron Rommel y von Schirach pudo sorprender a cualquiera que ignorase que Rommel procedía de una familia de profesores. En vez de acentuar la militarización de las Juventudes Hitlerianas, como hubiera podido esperarse de un militar de carrera, Rommel criticó a Baldur von Schirach precisamente porque éste concedía demasiada importancia a los deportes y al entrenamiento militar y demasiado poca a la educación y al desarrollo del carácter. A Rommel le hacían muy poca gracia los chiquillos de trece años a quienes se quería formar «como Napoleones», y menos todavía los jóvenes de dieciocho años que a veces veía descender, vestidos de uniforme, de algún lujoso «Mercedes», pavoneándose ingenuamente como si fueran «generales en funciones». En aquella época los miembros de las Juventudes Hitlerianas manifestaban ya su desprecio hacia escuelas y profesores; rechazaban ser tratados como escolares. Con el fin de poner orden en todo aquello, Rommel forzó una reunión de Baldur von Schirach con el Dr. Rust, ministro de Educación Nacional, y con él mismo. Pero como von Schirach era un arrogante y el Dr. Rust un tonto, nada positivo salió de la entrevista. Rommel dijo entonces a von Schirach que si realmente pretendía preparar a sus «jóvenes» para soldados, lo mejor que podía hacer era comenzar él mismo por aprender el oficio de soldado. Aunque en alguna ocasión no le quedó más remedio que hacerlo, von Schirach replicó entonces que perdería todo el prestigio y la influencia que ejercía entre las Juventudes Hitlerianas si éstas llegaran a verle haciendo ejercicios a las órdenes de un sargento instructor.

Esperó, pues, el momento en que, sintiéndose lo bastante fuerte, pudiera desembarazarse de Rommel. Como von Schirach pertenecía al círculo de los allegados de Hitler, no le costó trabajo convencer a éste de que Rommel no era el nazi idóneo e incondicional exigido por una misión tan delicada como la preparación de las Juventudes Hitlerianas. Así, pues, Rommel siguió agregado al cuerpo profesoral de la Academia de Guerra y se evitó una disputa abierta entre el Partido y el ejército. Rommel regresó a Potsdam, y ni siquiera se le concedió la insignia de oro de las Hitler Jugend.

Cumplió sus tres años de profesorado en Potsdam el 9 de noviembre de 1938, y al día siguiente ya se le confió la dirección de la Academia de Guerra de Wiener Neustadt. Había sido ascendido de nuevo el año anterior, de modo que en diecinueve años había pasado de capitán a coronel: promoción bastante rápida tratándose de tiempos de paz, pero sin llegar a sensacional, si se piensa en su hoja de servicios y en la enorme expansión de la Wehrmacht a partir de 1935. Sea como fuere, nadie podía decir que los progresos de Rommel se debieron a que gozara de alguna influencia cerca del Alto Mando, ni tampoco a un favor de parte de los nazis.

Lo que no indica la ficha oficial de Rommel es que antes de abandonar Potsdam se le había desplazado temporalmente para una misión que estaba destinada a orientar todo su futuro, para bien y para mal. En el instante de la invasión del país de los Sudetes, en octubre de 1938, se buscaba un oficial a quien confiarle el mando del Führerbegleibattalion, el batallón encargado de la seguridad personal de Hitler. El Führer había leído y admirado el libro de Rommel Infanterie Greiff An, publicado en 1937. Quiso elegir por sí mismo el jefe de su escolta personal y escogió al autor de aquel libro. Rommel iba a tratar de cerca por vez primera al hombre que haría de él un mariscal y luego sería su asesino.

Se ha sondeado a tantos niveles y por todos lados aquel pozo oscuro que fue el carácter de Hitler —conocemos tan bien su perfidia, su crueldad, su falsía, su espíritu sanguinario, sus extrañas obsesiones, su megalomanía— que ya parece que no queda en pie más que un misterio: ¿cómo logró durante tanto tiempo imponerse, no sólo a la masa del pueblo alemán (fenómeno comprensible, ya que Hitler era para esa masa una Voz, una Aparición…), sino también a unos hombres, pese a todo razonables e inteligentes, que estaban todos los días en contacto con él?

Rommel no fue jamás un íntimo de Hitler; tampoco fue nunca un psicólogo experimentado. Pero sí era un fino y malicioso observador y, por eso mismo, un buen juez con respecto a los hombres de calidad media. En aquella época tuvo ocasión de estudiar al Führer en proa a inquietudes y temores. Las impresiones de Rommel no añadirían nada nuevo a lo que ya conocemos sobre el particular. Pero fueron lo bastante vivas para que Rommel experimentase la necesidad de anotarlas por escrito, y esta nota ha sido conservada por su hijo. Hitler —según decía allí Rommel— poseía indiscutiblemente una especie de poder magnético (tal vez hipnótico), que procedía de la evidente fe de Hitler en una misión que Dios mismo le había confiado (o, si no Dios, la Vorsehung, la fuerza que arregla todas las cosas en la tierra), y según la cual él estaba llamado a conducir al pueblo alemán «hasta el sol». (Y ya en aquel tiempo sospechaba Rommel que si Hitler no lograba llevar a su pueblo a la victoria, estaba igualmente dispuesto a conducirlo a la ruina; lo único importante para Hitler era que este fin fuera en cualquier caso una culminación dramática).

Aquel poder de Hitler se revelaba de modo particular cada vez que dirigía una conferencia. Al comenzar, con la mirada como ausente, parecía estar desvariando, soñando con otra cosa, como un hombre que juega distraídamente con los fragmentos de un rompecabezas. Luego, súbitamente, su sexto sentido (el famoso fingerspitzengefuhl que el propio Rommel también poseía) se despertaba. Hitler empezaba a escuchar con atención. Después, «de sus más lejanas profundidades» hacía surgir repentinamente una respuesta que, por lo menos de momento, satisfacía plenamente a todos los interlocutores. «Entonces comenzaba a hablar en tono profético». Rommel comprendió que Hitler «actuaba siempre siguiendo sus impulsos y nunca bajo el imperio de la razón». Pero aun así, añadía Rommel, Hitler poseía la extraordinaria facultad de religar en un haz los puntos esenciales de la discusión para darles una solución.

Aquella misma facultad intuitiva le permitía adivinar el pensamiento de sus interlocutores y, si le venía en gana, decirles lo que más les gustaba. Hitler manejaba con destreza la lisonja. Cuando tenía formada su opinión sobre cualquier asunto, consultaba a todos aquellos que sabía la compartían más o menos y que en seguida se dejarían fácilmente convencer, aunque a veces lo hicieran un poco de mala gana. Cuando la decisión estaba tomada en firme, la persona que había sido consultada, halagada ya por el honor de haber sido interrogada por Hitler, se sentía doblemente agradecida, pensando que había influido en el Führer. (Sería interesante averiguar si Hitler había leído a Dale Carnegie; lo que no ofrece dudas es que este último sí leyó el Mein Kampf, de Hitler.

Otro detalle de la personalidad del Führer impresionó también mucho a Rommel: su memoria, realmente extraordinaria. Al igual que el general Smuts, Hitler se sabía prácticamente de memoria todos los libros que había leído: llevaba fotografiadas con exactitud en su mente páginas y páginas, hasta capítulos enteros. Tenía un gusto particularmente desarrollado por las estadísticas, que podía recordar por entero: era capaz de alinear hasta el infinito cifras y más cifras sobre las disponibilidades de tropas del enemigo, los tanques destruidos, las reservas de gasolina y de municiones, etc., con una maestría que impresionaba grandemente a los cerebros del Estado Mayor general, no obstante ser éstos hombres muy bien entrenados para aquella gimnasia mental.

El barón von Esebeck, corresponsal de guerra alemán, me contó un día una historia, recogida de buenas fuentes, que muestra cómo Hitler no llegó a perder jamás ese gusto ni esa intuición que, rigurosamente aplicados, habían conducido ya a los ejércitos alemanes al desastre. Al empezar la primavera de 1943 Hitler se hallaba en viaje de inspección por el frente del Este. «¿Cuándo cree usted que se producirá el próximo ataque ruso?», preguntó al jefe de uno de los ejércitos. El general dio una fecha y explicó las razones que militaban en su favor, «No —contestó Hitler—, atacarán una semana más tarde». Y acertó. Volvió a preguntar a su interlocutor; «¿Cuántos obuses por pieza tiene la artillería media de usted?». El general citó una cifra. «No, señor —replicó Hitler de nuevo—, porque le he enviado a usted más municiones de las que dice; tiene usted que tener tantas y tantas. Telefonee, pues, al general que manda su artillería». De nuevo acertaba Hitler y se equivocaba el general. Ciertamente, se trataba de un viejo truco, sobradamente conocido de los reyes y de los inspectores generales que hacen un viaje de inspección; pero Hitler lo empleaba magistralmente.

Finalmente, otra cualidad de Hitler que causó en Rommel mucha impresión y que este último consideró siempre de gran valor fue el coraje físico del Führer. Cuando los alemanes se aprestaban a ocupar Praga, el 13 de marzo de 1939, Rommel fue colocado de nuevo al frente del batallón de protección. «¿Qué haría usted, coronel, si estuviera en mi lugar?», le preguntó Hitler. Y la contestación de Rommel respondió bien a su carácter personal: «¡Subiría hasta el Hradschin, sin escolta y en un coche descubierto!». Dado el estado de espíritu de los checos en aquellos momentos, se trataba de un consejo que pocos hombres en la situación de Hitler hubieran seguido. No obstante, Hitler lo hizo y de ello dan fe los viejos noticiarios cinematográficos de actualidades.

De todas las ciudades de guarnición que hubieron de conocer, fue Wiener Neustadt la que mejor recuerdo dejó en los Rommel durante aquel período tranquilo entre las dos guerras. A Rommel se le había confiado en dicha ciudad, situada en las montañas del sudoeste de Viena, un cargo de mando independiente; libre de cualquier intervención de la autoridad superior, podía entregarse a su ocupación favorita: la instrucción de los soldados y el entrenamiento de los oficiales de tropa en los ejercicios de táctica. Por otra parte, vivía con su mujer y su hijo en un encantador hotelito rodeado de un vasto jardín. Podían, además, realizar muchas excursiones a la campiña que se extendía en torno a la ciudad, y Rommel tenía ocasión de dedicarse a la última de sus manías, la fotografía, en la que demostraba, no sólo una gran pericia técnica, sino también un innegable talento para elegir los temas y para el arte de la composición.

El cuerpo profesoral hacía patente su gran simpatía por Rommel, pero éste y su esposa jamás salieron de su norma de vida, acentuadamente retirada, en un hogar presidido por la sencillez. Las jornadas de verano, en particular, transcurrían en un ambiente de distensión y diversión. En lo concerniente a las amenazas de guerra, Rommel, como tantos otros alemanes, pensaba, después de Munich e incluso hasta después de Praga, que Hitler «se las arreglaría para evitar finalmente el conflicto bélico». Acabada ya la contienda —que no fue evitada—, el general Thomas, jefe de la sección económica del Alto Mando, evocó aquellos días, haciendo observar que «todo alemán inteligente había llegado a la conclusión de que las potencias occidentales veían en Alemania una muralla contra el bolchevismo y contemplaban con agrado el rearme alemán». ¡He ahí una buena prueba de hasta dónde puede llevar, y a qué errores de interpretación puede dar lugar, una política de apaciguamiento! Incluso cuando el 23 de agosto de 1939 fue nombrado mayor general y destinado al Cuartel General del Führer, Rommel se hallaba muy lejos de pensar que tomaba así el camino de la guerra. Le hubiera sorprendido menos un arreglo de última hora que el pacto con Rusia firmado el mismo día.

Esta alianza hacía inevitable la guerra. A las cuatro y cuarenta minutos de la mañana del 1 de septiembre, Alemania desencadena su primer ataque aéreo sobre Polonia. Tenía razón Lloyd George cuando en su memorándum a la Conferencia de Paz, el 25 de marzo de 1919, escribía:

La proposición de la Comisión polaca de colocar dos millones de alemanes bajo el control de un pueblo de otra raza y que a lo largo de su historia aún no ha conseguido demostrar su capacidad para gobernarse a sí mismo, conducirá, a mi entender, tarde o temprano, a una nueva guerra en el Este…

Ocioso sería pretender que Rommel experimentó tormentos de conciencia a causa de la invasión de Polonia. Plenamente persuadido de que Alemania no se haría respetar de sus vencedores hasta que no fuese lo bastante fuerte para hablarles de igual a igual, Rommel se había manifestado siempre partidario del rearme, abierto o disimulado; e igualmente, siempre pensó que el corredor polaco debería un día desaparecer y Dantzig pasar de nuevo a Alemania, si era posible mediante un arreglo amistoso, pero si necesario fuera, hasta por la fuerza. Toda una serie de realidades le inclinaba a interesarse muy personalmente por el problema: el hecho de que la familia de su esposa vivía en Prusia oriental; el que su primer encuentro con esta última hubiera tenido por marco Dantzig, y que en la Academia de Guerra de esta misma ciudad comenzara su carrera profesoral. Añadamos que su opinión la compartían la mayoría de los alemanes.

Para no faltar a la justicia, hay que recordar también que en este caso concreto, como en el de los Sudetes o el de Checoslovaquia, el alemán instruido, al hallarse en la imposibilidad de documentarse por ningún otro conducto, no podía hacer más que confiarse a la propaganda tan bien orquestada y difundida por Goebbels. Eran muy escasos los hombres que como, por ejemplo, el general Beck o Ulrich von Hassell, podían estudiar los asuntos europeos desapasionadamente y bajo un punto de vista internacional. Lo mismo sucedía más o menos en todos los países. Esto, naturalmente, no puede servir de ningún modo para excusar la agresión alemana, pero sí para explicar simplemente por qué ésta no suscitó en los militares de carrera alemanes el mismo horror que en el resto del mundo. Un estado de espíritu semejante fue el que predominó en más de un oficial inglés al partir para la guerra contra los boers en 1899.

Desde el observatorio que era el Cuartel General del Führer, Rommel pudo gozar de una visión a vuelo de pájaro de la campana-relámpago que en cuatro semanas acabó con Polonia, antes de que el grueso de los ejércitos polacos tuviera ni siquiera tiempo de incorporarse a sus bases. Rommel se encontraba en Prusczo el 2 de septiembre, en Kielce el 10, en Lodz el 13; y el 15 de octubre, ya en Varsovia, que había capitulado el 30 de septiembre. Un par de días después regresaba a Berlín. No podía dejar de sacar las enseñanzas objetivas de aquella lección de guerra moderna. Comprendió la importancia de una estrecha cooperación entre las fuerzas aéreas y las de tierra, así como de los «bombardeos a ras del suelo» realizados por aviones volando a poca altura, cosas todas ellas que la RAF se mostraba reacia a aprender. Rommel pudo darse cuenta de que sembrar la confusión en las líneas de retaguardia del enemigo desmoraliza más a éste que las pérdidas que puedan inflingírsele, por fuertes que sean. Vio cómo el avance a toda costa y la explotación de un triunfo inicial hasta sus últimas consecuencias, profundizando en el campo enemigo (incluso corriendo el riesgo de ser «cortado» y rebasando algunos islotes de resistencia, que la infantería propia se encargaba de reducir más tarde), era un tipo de acción de gran rendimiento en el arte nuevo de la guerra mecanizada. (Era, ahora adaptada a las condiciones de los ejércitos blindados, la misma táctica de infiltración de Ludendorff en marzo de 1918 y la que Rommel hizo suya en Rumanía y en Italia). Rommel comprendió asimismo que los tanques debían ser utilizados en masas compactas y no en orden disperso. Y se convenció de que un hombre de su temple estaba hecho para el mando de una división blindada.

Por lo demás, la campaña de Polonia confirmó a Rommel en su opinión de que Hitler era un hombre de gran coraje. Tiempo después confiaría a su esposa: «En aquellos días Hitler me dio muchos quebraderos de cabeza, ya que quería encontrarse siempre entre las tropas de primera línea; disfrutaba viviendo de cerca la guerra». Sin embargo, al producirse el desembarco aliado, Rommel no encontró ya en Hitler muestra alguna de un valor particularmente brillante. Verdad es que para aquel tiempo Rommel había tenido ocasión de revisar, en diversas circunstancias, su primera opinión sobre el Führer.