2

«NUESTRO AMIGO ROMMEL»

A todos los comandantes y jefes de Estado Mayor; de parte del Cuartel General de las tropas inglesas en Egipto y de las Fuerzas del Oriente Medio.

El hecho de que nuestro amigo Rommel se haya convertido para nuestras tropas en una especie de mago o de coco representa un serio peligro. Nuestros hombres hablan demasiado de él. Aunque indiscutiblemente sea un hombre enérgico y de capacidad, no se trata en ningún modo de un superhombre. Y aun en el caso de que se tratara de un superhombre, sería lamentable en extremo que nuestras tropas lo dotasen de poderes sobrenaturales.

Mi deseo es que contribuya usted, por todos los medios a su alcance, a borrar la idea de que Rommel representa algo más que cualquier otro general alemán. Es particularmente importante que cuando hablemos de nuestro enemigo de Libia no mencionemos jamás el nombre de Rommel; debemos referirnos «a los alemanes, a las potencias del Eje, al enemigo», cesando de estar hipnotizados por Rommel. Le ruego vele usted para que esta orden sea inmediatamente ejecutada a todos los niveles. Todos los jefes deben percatarse de que se trata en este caso de un punto de vista psicológico de la mayor importancia.

General C. J. Auchinleck,

Comandante en Jefe de las Fuerzas del Oriente Medio[3]

En cualquiera de las guerras que hasta hoy se han producido, el número de generales que lograron imponer su personalidad a sus propias tropas, y no digamos a las enemigas, es mucho más reducido de lo que los propios generales se complacen en imaginar. Recuerdo que durante la Primera Guerra Mundial se decía a mi alrededor, no sin cierta razón, que pocos eran los soldados ingleses que sabían cómo se llamaba el general de su división. ¡Y cuántos y cuántos altos jefes había, cuyos nombres no significaban absolutamente nada para los soldados rasos! Ciertamente, habían oído hablar de Haig. Su orden del día de 1918: «Resistir de espaldas a la pared» tenía una resonancia humana. Pero aquella figura lejana y solitaria era relativamente poco simpática. Si impresionó hondamente a los supervivientes de 1918, fue cuando ya desmovilizados, se enteraron de cómo Haig consagraba los últimos años de su vida a trabajar en pro del bienestar de sus antiguos soldados. ¿Pero y Plumer? ¿Y Allenby? ¿No eran conocidos? Tal vez sí. Pero incluso cuando uno servía bajo sus órdenes, ¿quién conocía a los Byng, Rawlinson, Horne…, todos ellos jefes extraordinarios, cada uno a su modo y manera? En verdad, considerando la larga serie que va de duque de Wellington a lord Montgomery, se contarían con los dedos de una sola mano los generales británicos que a los ojos de sus soldados aparecieron como héroes.

En lo que se refiere a la Segunda Guerra Mundial, ese carácter correspondió en común a Monty, “Bill” Slim y “Dickie” Mountbatten. E igualmente a “Alex”, quien, como cualquiera puede suponer, vivió siempre ajeno a esta cuestión. Y asimismo, por curioso que pueda parecer a primera vista, al propio general Wavell, pese a su aspecto excesivamente taciturno. Sea como fuere, las tropas no dudaron jamás de su competencia y se mostraron siempre sensibles a la gentileza de corazón que Wavell disimulaba tan bien. “The Auk” era para los soldados hindúes el espíritu inspirador. Y algo semejante ocurría en lo que se refiere a los Freyberg, los “Strafer” Gott, los “Jock” Campbell y, sin duda, a muchos otros en tantos otros terrenos de operaciones. Pese a todo ello, no es menos cierto que el general conocido por sus soldados es un pájaro raro, y más raro todavía el que goza de celebridad entre las tropas adversarias.

Así, pues, el caso de Rommel parece un puro fenómeno. Cuando la orden del día que hemos citado antes fue difundida en El Cairo, suscitó muchos comentarios, en los que raramente faltaba una punta de ironía. Sin embargo, su necesidad se hizo sentir muy pronto. Rommel, en efecto, se había identificado a tal punto con el Afrika Korps, había causado en sus adversarios una impresión tan fuerte, y los corresponsales de guerra ingleses y norteamericanos, así como los periódicos más probritánicos cairotas, lo habían elevado tanto al pináculo, que el general alemán se había convertido rápidamente en la figura más conocida y hasta más popular del Oriente Medio. Nuestros soldados hablaban de él, con un cierto afecto, diciendo: «Este bastardo de Rommel», fórmula que era justamente —de ello me enteré hace poco— la del Afrika Korps. Y cuando nuestros soldados añadían, como ocurría a menudo: «Eso, apúnteselo al bastardo de Rommel», no hacía falta ser un gran psicólogo para comprender que el espíritu deportivo tradicional del soldado inglés podía jugar a éste una mala pasada, creando en él un pintoresco complejo de inferioridad.

Y eso fue lo que efectivamente sucedió. Los hombres recién llegados al desierto, y hasta también una minoría de viejos «ratas» de él, tendían cada vez más a decir: «Nos hemos enfrentado con los alemanes», como si el hecho constituyese ya de por sí una excusa para cualquier fracaso. Para todos cuantos recordaban el tono de piedad y menosprecio apenas disimulado con que hablábamos, durante la Primera Guerra Mundial, de los «pobres viejos Fritz», la manera como Rommel y el Afrika Korps iban ganándose un gran ascendiente moral sobre nuestras tropas constituía un evidente peligro. ¡No cabía duda de que las fáciles victorias que habíamos obtenido sobre los italianos no nos habían hecho ningún bien!

Aun teniendo en cuenta la aureola de leyenda de que se le rodeó, resulta de todos modos difícilmente comprensible por qué Rommel se convirtió tan rápidamente en un type dans le genre de Napoleón, una especie de coco, tanto en El Cairo para los paisanos y los soldados de la retaguardia como para los combatientes de primera línea, para los que representaba una amenaza próxima y personal.

Había surgido, como Mefistófeles, de un escotillón, adelantándose incluso a la voz que le indicaba su entrada en escena. Nuestro Servicio de Información, en todo caso, poco sabía de él, ni como soldado ni como hombre. Verdad es que los ingleses habían dejado siempre en manos de los franceses la tarea de procurarles los «retratos» de los generales alemanes y todos los detalles personales que permiten a un jefe militar hacerse una idea de cómo es su adversario. El repentino derrumbamiento de Francia puso fin a aquel tipo de contactos; los expedientes quedaron en el Ministerio de la Guerra francés, de modo que pudieron leerlos con toda tranquilidad aquellos hombres a los que precisamente se había querido «retratar». Fue, pues, muy poca cosa lo que el War Office pudo servir al general Wavell como informaciones sobre Rommel. Decían éstas solamente que se trataba de un hombre de carácter bastante impetuoso, que se había comportado muy bien en la Primera Guerra Mundial y también más tarde, como jefe de división, en el momento de la invasión de Francia, pero que de todos modos distaba mucho de hallarse en la cumbre de la jerarquía de los generales alemanes. Las informaciones añadían que se trataba de un nazi fanático y que había sido elegido para su puesto en África del Norte gracias al favoritismo de que gozaba en el partido nacionalsocialista.

Tal croquis de Rommel era a la vez rudimentario y falso. Pero aún siguen contándose las historias más fantásticas acerca de los orígenes de Rommel y del comienzo de su carrera. En Defeat in the Wet, libro por lo demás bien documentado, se narra, por ejemplo, que Rommel perteneció a los Cuerpos libres al igual que Goering, Hess, Roehm, Bormann y demás consortes. Estos Cuerpos agrupaban, según dice el citado libro, «a jóvenes fanfarrones irresponsables», que a no tardar, en plena Alemania posterior a 1918, «se mostraron agresivos y brutales a más no poder en la represión de los desórdenes», y de entre los cuales emergieron «los jefes de las bandas que más tarde habrían de convertirse en las SA y las SS hitlerianas». Según otras fuentes, Rommel había sido hijo de campesinos, formando parte de las primeras tropas de asalto nazis. Hay otros que sostienen que se trataba de un suboficial que destacó durante la Primera Guerra Mundial. Finalmente, también hay algunos para afirmar que Rommel perteneció a la Policía en el período que separó a las dos guerras.

La verdad es menos pintoresca. Del comienzo al fin de su carrera, Rommel fue un soldado profesional. Como puede comprobarse por el resumen de su hoja de servicios que reproducimos al final de este libro, no cesó en ningún momento de pertenecer al ejército alemán desde el día en que ingresó en su primer regimiento hasta el de su muerte. No formó nunca parte ni de los Cuerpos libres, ni de la Policía, ni del partido nazi, ni menos aún de las tropas de asalto. Y sus relaciones con Hitler se establecieron de una manera puramente fortuita.

Es cosa fácil descubrir el origen de la mayoría de esas leyendas gratuitas. El periódico de Goebbels, Das Reich, publicó en el verano de 1941 un artículo anónimo que atrajo de manera particular la atención de los corresponsales de Prensa extranjeros destacados en Berlín. Aquel artículo revelaba que Rommel, hijo de un obrero, había abandonado el ejército al acabar la guerra 1914-18 para seguir sus estudios en la universidad de Tubinga, que luego había sido uno de los primeros jefes de las tropas de asalto, que estaba íntimamente relacionado con Hitler, etc.

Cuando alguien le mostró el recorte de prensa con aquel artículo, en África del Norte, reaccionó violentamente. Escribió en seguida al Ministerio de Propaganda para preguntar a santo de qué se había publicado aquella sarta de infundios acerca de su persona. El Ministerio de Propaganda procuró salir del paso contestando que el oberleutnant Tschimpke, autor de un libro sobre la 7.a división blindada, que Rommel había mandado en Francia, era quien había dado aquellas informaciones. Después de la batalla de Halfaya Pass, Rommel encontró el tiempo necesario para revolverse contra el infortunado Tschimpke. ¿Había éste procurado las informaciones o no? Y en caso afirmativo, ¿a qué propósito respondía la iniciativa? En su respuesta a Rommel, Tschimpke negó haber hecho nada semejante. Escribió, por otra parte, al Ministerio de Propaganda, preguntando por qué razones se le empujaba a una disputa con el general Rommel. La respuesta que recibió, que emanaba de la Presse Abteilung der Reichregierung, Abt. Auslandspresse, Gruppe: Information, Wühelmplatze, 8-9, fechada en 11 de octubre de 1941 y firmada «Heil Hitler, Dr. Meissner», constituye una de esas obras maestras de humor involuntario, gracias a las cuales comprende uno por qué la propaganda alemana perdió a la larga toda eficacia. Lo que se había publicado en el famoso artículo acerca del general Rommel —afirmaba el Dr. Meissner—, en nada podía perjudicar la reputación de este gran hombre, sino que, por el contrario, le haría bien al hacer su personalidad más familiar y simpática a los corresponsales de guerra extranjeros. Vistas las cosas bajo el estricto punto de vista de la propaganda, concluía el Dr. Meissner, hubiera sido mejor aún que aquellos informes, por lo visto falsos, hubiesen respondido realmente a la verdad de las cosas.

Tschimpke remitió aquella carta a Rommel, quien la conservó entre sus papeles personales. Desde aquella fecha, el general manifestó un asco profundo y una cierta desconfianza hacia cuantos tenían algo que ver, por poco que fuera, con los servicios de propaganda. Su primera víctima fue un infeliz joven oficial, llamado Berndt, que había sido destinado al Afrika Korps tras un período de preparación en el Ministerio de Propaganda. Al presentarse a Rommel, a quien había sido personalmente recomendado, vio con sorpresa cómo éste le ordenaba realizar, la noche misma de su primer día de estancia en el desierto, una «pequeña incursión» tras las líneas británicas. Berndt era un joven valiente e inteligente, y logró volver de aquella misión tan desagradable trayéndose varios prisioneros ingleses y algunos informes de un cierto valor. En adelante, Rommel hizo con él una excepción y hasta utilizó a menudo sus servicios para llevar a Berlín ciertos informes que no deseaba enviar por la vía jerárquica normal. Pero de cualquier modo los periodistas de paso siguieron siendo sospechosos a los ojos de Rommel.

¿Cuáles eran los detalles exactos que los jóvenes secuaces de Goebbels hubiesen podido descubrir con facilidad —si es que no los conocían ya— en el Ministerio de la Guerra, o que hubieran podido procurarse sólo con acudir a la familia del general?

Erwin Johannes Eugen Rommel nació un domingo por la tarde, el 15 de noviembre de 1891, en Heidenheim, pequeña ciudad de Wurtemberg, en las cercanías de Ulm. Su padre, que se llamaba también Erwin de nombre, era profesor, hijo de otro profesor. Padre y abuelo fueron matemáticos de cierto renombre en Alemania. Como le tocó vivir en una época en que la enseñanza obtenía en Alemania mayor consideración y favor que el hecho de pertenecer a un partido político, el señor profesor Rommel gozaba en Heidenheim de la estimación general. En 1886 se había casado con Elena, hija mayor de Karl von Luz, presidente del Gobierno de Wurtemberg y por eso mismo persona prominente entre quienes le rodeaban. Del matrimonio nacieron cinco hijos: un varón, Manfred, que murió muy joven; una hija, Elena, que no llegó a casarse y que aún hoy continúa laborando como profesora en la famosa institución Waldorfschule, de Stuttgart; el propio Erwin Rommel, que en este libro nos interesa, y otros dos varones más pequeños, Karl y Gerhardt. Karl es hoy un inválido casi total a consecuencia de una malaria que contrajo en Turquía y en Mesopotamia, donde sirvió como piloto durante la guerra 1914-18, y de Gerhardt puede decirse que ha sido el único en poner una nota de originalidad en el mundo convencional de la familia Rommel: abandonó la agricultura para convertirse en cantante de ópera, carrera que aún sigue en la actualidad, aunque sin demasiado éxito y con vergüenza de sus familiares, en la ciudad de Ulm.

En 1898 el padre de Rommel fue nombrado director del Real Gimnasium de Aalen, escuela que se caracterizaba porque en ella se daba primacía a la enseñanza de las disciplinas modernas sobre las clásicas, y ese cargo ocupó hasta 1913, fecha en que murió a consecuencia de una intervención quirúrgica. Su esposa le sobrevivió veintisiete años, pues no murió hasta 1940, cuando su segundo hijo había sido ya ascendido a mayor general.

«Un duro». Esa es la expresión que parece más adecuada a la conducta de Rommel al frente del Afrika Korps. Y, no obstante, cuando niño, Erwin Rommel era precisamente todo lo contrario de «un duro». Era un niño muy dócil y delicado, «muy apegado a su madre», según hoy cuenta su hermana, la cual añade: «Más bien bajo de estatura para su edad, Erwin tenía una piel muy blanca y los cabellos muy claros, por lo que todos le llamábamos “el oso blanco”. Hablaba muy despaciosamente, y lo hacía siempre tras haber reflexionado durante un buen rato. Era de carácter asequible y amable, y no sentía miedo de nadie. Cuando los otros chiquillos echaban a correr al ver pasar a los deshollinadores, que con sus rostros ennegrecidos por el hollín y sus sombreros de copa les asustaban, él avanzaba solemnemente hacia ellos y les estrechaba la mano. Nosotros tuvimos una infancia luminosa y feliz, pues nos educaban unos padres gentiles, afectuosos, que nos transmitían el amor que ellos sentían por la naturaleza. Antes de alcanzar la edad escolar, jugábamos durante todo el día en nuestro jardín, en los campos o en los bosques».

Reemplazando inmediatamente a la libertad de que había gozado en Heidenheim, la escuela de Aalen no le gustó en principio al joven Rommel. Y la cosa se agravó por el hecho de que, como se hallaba atrasado con relación a los otros muchachos de su edad, tuvo que hacer grandes esfuerzos para recuperar el terreno perdido, con lo cual su rostro palideció aún más, perdió el apetito y también el sueño. Luego se hizo perezoso, distraído, incapaz de hacer un esfuerzo sostenido. Llegó a ser tan descuidado que no tardó en convertirse en la cabeza de turco de su clase. «El día que Rommel logre hacer un dictado sin una sola falta, contrataremos una orquesta y nos iremos al campo de excursión un día entero», decía a veces el maestro. Y Rommel, fijándose mucho, conseguía hacer un dictado en el que no faltaba ni una coma. Pero como la prometida excursión no llegaba a convertirse en realidad, recaía muy pronto en su indiferencia habitual. Así, durante varios años se mantuvo como un chiquillo soñador, que no parecía prestar interés ninguno ni a los libros ni a los juegos infantiles y que, en todo caso, jamás manifestaba ni la más mínima señal de aquella intensa energía física que más tarde había de desarrollar.

En el umbral de la adolescencia, se produjo en él un despertar intelectual que reveló que Erwin había heredado los dones matemáticos de su padre y de su abuelo. En el aspecto físico, comenzó a consagrar todos sus ratos libres, en verano a la bicicleta y en invierno a los esquís. Superó sus exámenes honorablemente. Perdió aquel aire suyo de vivir siempre en la luna, para aproximarse cada vez más al tipo común tradicional de las gentes de Wurtemberg, «mansión alemana del sentido común». Rommel se hizo obstinado y de carácter práctico, y muy cuidadoso en el manejo de su dinero, que es también algo característico de los wurtembergueses. Junto con su gran amigo Keitel (nombre que no guarda ninguna relación con el mariscal del mismo nombre, que años más tarde se mostraría como uno de los más encarnizados enemigos de Rommel), se apasionó por el estudio de la aviación. Los dos muchachos construyeron juntos algunos modelos de aviones a tamaño reducido y luego un planeador a tamaño natural, con los cuales intentaron numerosas veces volar, aunque infructuosamente siempre. Los dos comenzaron a pensar en su futura carrera. Keitel estaba decidido a ser ingeniero y colocarse en las fábricas Zeppelin, de Friedrichshafen. Así lo hizo, y Rommel probablemente hubiera seguido sus pasos si hubiera logrado que su padre le autorizase a hacerlo, cosa que no sucedió.

Su padre, en efecto, se opuso a aquel proyecto, y Rommel se decidió entonces por el ejército. No había en la familia ninguna tradición militar, fuera de que Rommel padre había hecho el servicio como teniente de artillería antes de abrazar la carrera de profesor. Por otro lado, los Rommel no disponían de ningún amigo influyente en los medios militares: constituían una respetable familia suabia de modestos recursos, muy alejada, por educación y ambiente, de las casta de los oficiales prusianos. Años más tarde, Rommel tendría bajo sus órdenes, en la campaña de África, a algunos generales procedentes de ricas familias de la aristocracia, con abundantes relaciones en los ambientes militares. Tal situación social hacía que estos generales estuviesen destinados desde su nacimiento a incorporarse a un buen regimiento, lo cual les había asegurado una rápida serie de ascensos, incluso si sus cualidades eran vulgares. Para Rommel, en cambio, una carrera militar semejante implicó una lucha a brazo partido contra mil obstáculos. Durante mucho tiempo pudo creerse que, como máximo, lograría acabarla con el grado de comandante y que cuando le llegara la hora de la jubilación, iría a acabar sus días, dotado de una modesta pensión, en una pequeña ciudad cualquiera, por el estilo de Heidenheim.

El 19 de julio de 1910, Rommel ingresaba en el 124.o regimiento de infantería, de guarnición en Weingarten, en calidad de aspirante o, más exactamente de alumno de oficial. Tenía que servir primero en las filas normales, antes de pasar a estudiar en alguna Kriegsschüle o academia militar. Ascendió a cabo en octubre y a sargento a últimos de diciembre. Y en marzo de 1911 fue destinado a la Kriegsschüle de Dantzig.

El período de Dantzig tuvo gran importancia para Rommel en más de un sentido. A través de un amigo de la escuela militar que tenía una prima en la misma pensión que ella, conoció Rommel a la joven con la que más tarde se casaría y que fue la única mujer que hubo en su vida. Se llamaba Lucía María Mollin y era hija de un propietario agrario de la Prusia oriental, donde se había establecido en el siglo XIII su familia, originaria de Italia. El padre de Lucía murió siendo ésta muy niña, y la joven estaba estudiando en Dantzig para llegar a ser profesora de idiomas. Entre Rommel y ella se produjo un auténtico flechazo, Aun sabiendo que tendrían que esperar todavía cuatro largos años para hacer oficial su noviazgo, ninguno de los dos tuvo jamás duda alguna de cuál sería su porvenir. Según cuenta hoy su viuda, Rommel era ya en aquel tiempo un joven de gran seriedad, que se esforzaba siempre por cumplir bien, todo lo bien que podía, en su profesión. Menos brillante en los exámenes teóricos que en los ejercicios prácticos del soldado, tenía que dedicarse encarnizadamente al estudio de la teoría. Pese a todo, Dantzig era una ciudad propicia a los jóvenes enamorados; como a los dos les gustaba el baile y la vida al aire libre, pasaban juntos unos veranos muy felices, acompañados por la pareja de los primos amigos, que les servían de «carabinas».

De todos modos, Rommel superó sus exámenes, si no con brillantez, sí por lo menos con notas superiores a la media corriente. A últimos de enero de 1912 recibió su título de subteniente y se incorporó de nuevo a su regimiento. La señorita Mollin y él se escribían a diario.

En Weingarten, donde su regimiento se alojaba en un viejo y sólido monasterio abandonado, Rommel se encargó durante dos años de la preparación de los reclutas. Le entusiasmaban los ejercicios y se portaba bondadosamente con los hombres. Al igual que le ocurrió al joven Montgomery cuando fue destinado a un batallón, Rommel manifestó un particular interés por los más minuciosos detalles de la organización militar. Sin embargo, nada en él dejaba adivinar una personalidad extraordinaria. Físicamente, era de talla menos que mediana, aunque de constitución robusta y fornida. Intelectualmente, tampoco podía observarse en él nada extraordinario. Oponiéndose en esto a Montgomery, no le gustaban las discusiones y prefería escuchar mejor que hablar; y esa norma siguió caracterizándole hasta su muerte.

Como ni fumaba ni bebía y, además, tenía a gala sentirse responsable de su compromiso de noviazgo, las diversiones nocturnas de una pequeña ciudad de guarnición no le decían gran cosa. Los otros oficiales subalternos consideraban a Rommel demasiado apacible y serio para su edad, pero dotado de un buen carácter, siempre dispuesto a hacerse cargo de uno u otro servicio a fin de que los otros oficiales pudieran salir de paseo. Pero todo ello sin dejarse tomar el pelo jamás. Algunos reconocían que tenía gran independencia de espíritu, un genio fuerte y un auténtico sentido del humor. Los suboficiales descubrieron en seguida que jamás toleraría que las cosas marcharan torcidamente. De todo ello parecía deducirse que Rommel estaba destinado a ser un buen oficial de tropa a la vez que un jefe bastante duro en el servicio. Como oficial de tropa, era lógico que muy pronto se hiciera impopular entre los mediocres, pero ya por entonces demostraba no preocuparse demasiado por la popularidad, al contrario de tantos otros jóvenes, que soñaban con ella. En conjunto, Rommel representaba el wurtembergués típico, fino y astuto, de espíritu práctico y minucioso, pero a la vez duro.

Al comenzar el mes de marzo de 1914 se le destinó como agregado, a un regimiento de artillería de campaña, en Ulm, donde se divirtió de lo lindo con las cabalgadas y las maniobras de baterías artilleras. Pero unos meses más tarde, el 31 de julio por la tarde, pudo ver en la plaza una gran cantidad de caballos requisados, y al llegar a su alojamiento se encontró con una orden para que se incorporara a su regimiento sin pérdida de tiempo. Al día siguiente su compañía recibió los equipos de campaña y aquella misma noche el coronel inspeccionaba el regimiento, uniformado de gris acero, pronunciaba un violento discurso y, antes de mandar romper filas, anunciaba a todos la orden de movilización. Recordando aquellos momentos, Rommel ha escrito en su libro de táctica Infantería Greiff An: «Los gritos de júbilo del guerrero alemán repercutieron contra las viejas paredes grises del monasterio». Pero este comentario, como muchos otros semejantes, parece proceder menos de Rommel que de los propagandistas nazis que en 1937 lanzaron a la calle una edición popular del citado libro. Porque la verdad es que la «juventud guerrera» hubiese dado menos muestras de júbilo si hubiera podido ver por anticipado las placas conmemorativas que poco tiempo después se colocarían en la catedral de Ulm, en honor y recuerdo de decenas de millares de oficiales y soldados de Wurtemberg, caídos en el campo de batalla. Al otro día, el 124.o regimiento partía para la guerra…

En todos los ejércitos del mundo hay una pequeña minoría de soldados profesionales (a los que cabe añadir algunos aficionados) que encuentran en la guerra la única ocupación para la que se sienten verdaderamente bien dispuestos. Año tras año, he ido encontrando puntualmente en la crónica necrológica del Times el nombre del general de brigada “Boy” Bradford, VC, DSO, MC[4], muerto en la batalla de Cambrai en 1917, a la edad de veinticuatro años. Y cada vez que leía ese nombre recordaba mi propia figura, cuando me dirigía montado en un caballo blanco visible desde lejos, hacia el Cuartel General de brigada de aquel joven general, frente a Bois-Bourlon. Mientras charlaba con él, en las varias conversaciones que celebramos, tuve siempre la convicción de que tenía frente a mí un hombre perfectamente a gusto con lo que hacía y al que ninguna exigencia de la guerra pillaría jamás desprevenido. Recuerdo ahora también a A. N. S. Jackson, el corredor olímpico, contemporáneo mío tanto en Oxford como en el regimiento, y a cuyo matrimonio asistí en 1918, aprovechando un breve permiso. Jackson sólo lucía entonces una condecoración: ¡la D. S. O. con tres barras! Desde luego, había algunos hombres más como éstos; pero de todos modos, no eran numerosos.

En las filas del adversario, Rommel pertenecía a esta reducida falange de hombres excepcionales. Tan pronto hubo recibido el bautismo de fuego, pudo vérsele como un perfecto animal de combate, frío, astuto, implacable, sin dar jamás muestras de fatiga, rápido en las decisiones, increíblemente valiente. El 22 de agosto de 1914, a las cinco de la madrugada, entraba en acción contra los franceses, en Bleid, cerca de Longwy. Cuando se le encargó una misión de reconocimiento a través de una espesa niebla, llevaba ya patrullando veinticuatro horas, padecía un envenenamiento producido por alimentos en malas condiciones y se hallaba tan fatigado que apenas podía mantenerse firme a caballo. Tras haber localizado el pueblecito señalado, condujo su pelotón hasta la linde del mismo, lo inmovilizó allí y él se alejó en compañía de un suboficial y dos soldados. A través de la niebla, podían distinguir un vallado alto que serpenteaba alrededor de una granja, y luego un sendero que llevaba a otra finca. Rommel echó a andar por este sendero y cuando iba llegando al recodo pudo ver de quince a veinte soldados enemigos que estaban de pie en el camino. ¿Qué iba a hacer? ¿Volver atrás en busca de su pelotón? Era la primera decisión que debía tomar, y esa primera decisión no resulta nunca fácil, sobre todo cuando uno piensa que de ella suele depender la conducta futura de más de un soldado. Rommel hizo entonces lo que luego volvería a hacer una y otra vez. Confiando en los efectos de la sorpresa y en su propio valor, reunió a sus tres hombres y abrió fuego desde donde se encontraba. Hubo una dispersión del enemigo y los supervivientes, después de parapetarse, comenzaron a disparar. En el entretanto, el pelotón de Rommel había ido avanzando, y éste disimuló a la mitad de sus hombres proveyéndoles de haces de paja, colocando a los restantes en posición, a fin de que con su tiro protegieran el avance. Luego reemprendió la marcha hacia adelante y se abrió paso, violentando las puertas del pueblo a base de lanzar montones de paja encendida sobre las casas y los graneros. Casa por casa, todo el pueblo fue rastreado y limpiado. Se trató sólo de una acción militar de escasa importancia, pero era la primera de la que Rommel se hacía enteramente responsable y una buena muestra de la osadía e independencia que le caracterizarían durante toda su carrera. A pesar de la enfermedad que padecía y de la extrema fatiga que le producía la guerra de movimiento de aquella época, Rommel continuó combatiendo, desfalleciendo de vez en cuando, pero sin consentir nunca que se le declarara enfermo. El día 24 de septiembre fue herido en un muslo cuando hallándose aislado, sin más armamento que un fusil descargado, atacaba a tres soldados franceses en un bosque cercano a Varennes. A medida que iba pasando el tiempo, su jefe de batallón confiaba cada vez más y más a Rommel las misiones particularmente difíciles, al mismo tiempo que le proponía al Alto Mando para la Cruz de Hierro de segunda clase. Tres meses más tarde, ya con la condecoración sobre su pecho y su herida cicatrizada a medias, Rommel se incorporaba al batallón en Argonne. El 29 de enero de 1915 era condecorado con la Cruz de Hierro de primera clase por una nueva destacada acción: había trepado con su pelotón hasta la principal posición francesa, a través de una profunda abertura de una treintena de metros practicada en las alambradas; se había apoderado de cuatro fortines, rechazando luego un contraataque enemigo llevado a cabo por todo un batallón y recuperando uno de los fortines, del cual había sido desalojado. Hecho todo esto Rommel había vuelto a sus líneas propias, no habiendo perdido en la operación más que una decena escasa de hombres, procurando ponerse a salvo así antes de que el enemigo lanzara un nuevo contraataque.

También en este caso se trataba, en el fondo, de una pequeña acción guerrera, pero que demostraba la capacidad de Rommel para explotar hasta sus últimas consecuencias una situación, sin tomar en cuenta los posibles riesgos de la misma. Este modo de actuar entrañaba a menudo enormes peligros, pero, sin embargo, le permitía aprovechar al máximo la ventaja que lograba sacar al enemigo, sobre todo cuando éste se mostraba indeciso.

Fueron indudablemente esa voluntad, ese gusto por el riesgo y esa aptitud para la acción individual lo que inclinaron a su jefe a enviarle, después de que fuera ascendido a oberleutnant (teniente) y recibiera una segunda herida en una pierna, a un batallón de montaña que acababa de ser formado, el Wurtembergische Gebirgs-bataillon (W. G. B.). Era una unidad más importante que un batallón normal, y se componía de seis compañías de tiradores y de seis secciones de ametralladoras de montaña. No era empleado casi nunca como unidad, sino como formación, dividiéndose entonces en dos o más grupos de combate (Abteilungen), cuya composición variaba según la circunstancias. Cada uno de dichos grupos tenía su tarea propia y su propio jefe, el cual disponía de absoluta libertad de movimientos, sin más obligación que la de enviar diariamente un informe al jefe del batallón. Tras un intensivo entrenamiento en las montañas austríacas y un apacible período de casi un año en un sector tranquilo de los Vosgos, el batallón se unió al famoso Alpenkorps en el frente de Rumanía. Rommel recibió en seguida el mando de uno de aquellos grupos de combate, cuya importancia numérica variaba según el tipo de acción que se le asignaba, pudiendo ser desde una compañía a un batallón completo. Por aquel mismo tiempo, aprovechó un corto permiso para ir a Dantzig y casarse, el 27 de noviembre de 1916, con Lucía María Mollin. Una fotografía de la joven tomada en aquella época revela en ella una persona agradable, de tipo italiano muy acusado y de rasgos muy bellamente modelados. Lo que la fotografía no revela, ya que la expresión de Lucía María es en ella grave y seria, es el gran sentido del humor que la caracterizaba y que ha conservado hasta hoy. Pero el coraje, la fortaleza de carácter y la firmeza de ánimo sí aparecen claramente. Era la perfecta mujer para un soldado.

Algunos hechos de armas posteriores de Rommel en Rumanía e Italia fácilmente podrían parecer increíbles. Pero han podido ser controlados y establecidos gracias a las declaraciones de los que fueron testigos de ellos o que tomaron parte en los mismos. Digamos, para resumir, que el método de Rommel consistía en infiltrarse a través de las líneas enemigas en compañía de algunos de sus hombres, a quienes encargaba de ir estableciendo una línea telefónica a medida que avanzaba. En las regiones montañosas, donde hay que vigilar y tener en cuenta tanto las cumbres como los valles, Rommel trabajaba a veces sobre los declives más acentuados, en ocasiones tan inclinados como el techo de una casa y solamente accesibles a los montañeros más expertos. Y ya fuera en medio de una helada neblina y de espesas nieves, o bajo el asfixiante calor del verano, continuaba su avance a toda marcha, de día y noche. Poseía un asombroso sentido de orientación para evaluar las posibilidades de cada región, y parecía ser insensible al calor, al frío, a la fatiga, a la escasez de alimentos, al sueño. Por insignificantes que fueran las fuerzas de que disponía, nunca vacilaba en lanzarse al ataque tan pronto se situaba sobre la retaguardia enemiga: no sin razón, sostenía que la aparición repentina de sus hombres y el duro fuego inicial, realmente devastador, de sus ametralladoras, por fuerza debían sembrar la confusión entre las tropas enemigas, por buenas que fuesen (y los italianos y rumanos no pertenecían precisamente a la especie de las tropas de excelencia).

Así se apoderó Rommel del Monte Cosna en agosto de 1917. Se trataba de una posición rumana magníficamente fortificada. Pero, Rommel, antes de atacarla, había conducido a través del bosque cuatro compañías en fila india; se había colado mañosamente, sin ser descubierto, por entre dos puestos enemigos, separados el uno del otro por una cincuentena de metros, y al mismo tiempo había instalado una línea telefónica. Cuando logró alcanzar la codiciada cima de la posición enemiga, hacía cerca de una semana que no había dormido. Y unos días antes, para acabar de arreglar las cosas, una bala enemiga le había herido gravemente en un brazo.

En enero de aquel mismo año, para apoderarse del pueblo de Gagesti tuvo que permanecer estirado sobre el suelo, con una temperatura de diez grados bajo cero, hasta las diez de la noche, a sólo unos pasos de los puestos avanzados rumanos. Cuando consideró que las fuerza rumanas estarían ya dormidas, mandó abrir fuego sobre el pueblo a sus ametralladoras y a la mitad de sus tiradores, mientras la otra mitad de éstos se lanzaba al ataque dando fuertes alaridos. Cuando sus enemigos salían de sus alojamientos, aún no despiertos del todo Rommel los hizo prisioneros: cuatrocientos soldados rumanos fueron así encerrados en la iglesia del pueblo, las pérdidas alemanas, en cambio; fueron insignificantes.

Cuando Rommel se veía forzado a un ataque frontal, mandaba abrir habitualmente un intenso fuego de ametralladoras que cubría todo el sector, y concentraba el núcleo principal de sus fuerzas en el lugar preciso señalado para el ataque. Lanzaba entonces un furioso asalto a lo largo de un estrecho frente. Los asaltantes transportaban con ellos las ametralladoras, y una vez practicada la brecha necesaria, se colocaban éstas en posición de tiro de modo que batieran los flancos enemigos el resto de los asaltantes continuaba su progresión, sin preocuparse de lo que pudiera ocurrir a sus líneas traseras. Dicho en otros términos: Rommel empleaba entonces, con toda exactitud, la táctica de penetración en profundidad que emplearían las divisiones blindadas alemanas en 1939.

No olvidemos que cuando mandaba fuerzas que representaban los efectivos totales de un batallón, cuando desarrollaba operaciones independientes contra el enemigo, cuando algunos oficiales superiores le pedían su opinión acerca de la dirección y de los métodos del ataque bélico, Rommel no era todavía más que un joven de veinticinco años, y que además, parecía más joven aún de la edad que tenía. Tengamos asimismo en cuenta que sólo tenía el grado de teniente en un oscuro regimiento de línea. Y es curioso pensar que todo eso sucedía en el ejército alemán, en el que la antigüedad pesa mucho más que en otros lugares y donde los jóvenes oficiales raramente eran invitados a manifestar sus opiniones propias. No ofrece duda alguna, sin embargo, de que Rommel logró ganarse una reputación casi prácticamente única en toda su división, incluso antes de ser destinado al batallón de montaña. Pero no se trataba de una de esas personalidades pintorescas que en casi todas las guerras se revelan y que causan una profunda impresión más que nada por sus peculiaridades; en el caso de Rommel, lo que sucedía era que sus cualidades de valor, de decisión, de iniciativa habían alcanzado un nivel tan excepcional que fatalmente tenían que atraer hacia él la atención general.

Su carrera durante la Primera Guerra Mundial alcanzó su cénit cuando el 26 de octubre de 1917 se apoderó de Monte-Matajur, en el sudoeste de Caporetto. Tras soportar toda una serie de contraofensivas italianas, los austríacos habían solicitado la ayuda de los alemanes, y a pesar de las dificultades a que por entonces tenía que hacer frente, el Alto Mando alemán envió al citado sector el XIV ejército; formado por siete divisiones de veteranos, debía apoyar una ofensiva austríaca contra las posiciones italianas del valle de Isonzo. El batallón de montaña de Wurtemberg fue agregado de nuevo al Alpenkorps, que debía atacar por el centro en dirección a Matajur. Luego de haber protegido el flanco derecho del regimiento bávaro que encabezaba el ataque, el batallón de Rommel marcharía inmediatamente detrás de él.

Marchar siguiendo los pasos de los bávaros era algo que no le interesaba de ningún modo a Rommel, quien pudo persuadir a su jefe, un comandante llamado Sprösser, de que le autorizara a avanzar por la derecha y a lanzar un ataque independiente contra las posiciones italianas. Mientras los bávaros ocupaban sus emplazamientos de salida, Rommel, sin ser descubierto, hizo que sus tropas atravesaran antes del alba el frente italiano. Al apuntar el día, una de sus cuñas avanzadas se adentraba en el frente italiano y se apoderaba, a bayoneta calada, de una batería artillera, que no tuvo ni siquiera tiempo de disparar. Rommel instaló allí una compañía para ampliar la brecha abierta y con otra compañía penetró en las líneas traseras italianas. No obstante tan buen comienzo, tuvo que hacer pronto marcha atrás para auxiliar a su primera compañía, que sufría el ataque de un batallón enemigo, el cual, atacado por detrás, tuvo que rendirse. Rommel envió entonces al jefe de su batallón un mensaje, acompañado de un millar largo de prisioneros italianos. El comandante Sprösser se lanzó inmediatamente hacia adelante con otras cuatro compañías. Con las seis compañías puestas ahora bajo su mando, Rommel pudo proseguir su acción de ruptura en las líneas traseras enemigas. Descubrió un camino muy angosto y puso en él a sus tropas en fila india a lo largo de cerca de cuatro kilómetros, mientras que los italianos estaban únicamente absorbidos por la batalla principal y el intenso bombardeo a que estaba sometido su frente. Rommel se instaló detrás de las líneas enemigas, en territorio abierto, sobre el camino principal de Monte-Matajur, y allí se apoderó de una columna de abastecimiento, de un automóvil de la Plana Mayor de Mando, de 50 oficiales y de 2.000 soldados pertenecientes a la 4.a brigada de bersaglieri. Montándose en su automóvil de mando, hizo un rápido recorrido de reconocimiento y se decidió a marchar a campo traviesa en dirección a Monte-Matajur, lugar clave de la posición enemiga. Durante todo el día y toda la noche empujó hacia adelante a sus extenuadas tropas, llegando con el alba al campo de la brigada de Salerno. Acompañado de dos oficiales y algunos tiradores, se adentró por entre una multitud de soldados armados y les ordenó que se rindieran. Tras unos momentos de vacilación, 43 oficiales y 1.500 soldados depusieron las armas, al parecer bajo los efectos de la sorpresa y del poder fascinante de la mirada de Rommel.

Cuando, ya por fin en lo alto de la cumbre de Monte-Matajur que acababa de escalar, Rommel lanzó el cohete que anunciaba la victoria, hacía ya cincuenta horas que se hallaba en plena acción ininterrumpida. Había recorrido veinte kilómetros a vuelo de pájaro en la montaña, había ascendido hasta 2.000 metros de altura, había capturado 150 oficiales y 9.000 soldados y se había apoderado de 81 cañones. Ni él mismo se explicaba la carencia de espíritu combativo que mostraban los italianos. En la edición de 1937 de su libro Infanterie Greiff An, puede leerse: «En nuestros días, el ejército italiano es uno de los mejores del mundo». Pero parece evidente que una vez más los servicios de propaganda del ejército tuvieron su parte también en ese texto…

Sea como fuere, y aunque Rommel difícilmente hubiera podido lograr tales éxitos de haber tenido que enfrentarse a las divisiones británicas de Lord Cavan, hay que reconocer que se trató de una operación llevada a cabo de manera destacada. Obtuvo por ella como recompensa la condecoración «Al Mérito», distinción que habitualmente se reservaba para los generales y que cuando se otorga, por el contrario, a oficiales subalternos, corresponde a la Victoria Cross inglesa. También le valió aquella acción el ascenso a capitán. Y poco después, atravesaba a nado las heladas aguas del Piave, acompañado solamente por seis hombres formando una cordada. Ataca el pueblo de Longarone, apoderándose de él y de la considerable guarnición que lo ocupaba. Para ello se limitó a abrir el fuego desde diversos lugares, cuando la noche agonizaba ya. Luego, al despuntar el día, avanzó en solitario hacia las filas italianas, comunicando a sus adversarios que estaban cercados y conminándoles a rendirse. Tras esta última hazaña se le concedió un permiso y luego, con disgusto suyo, se le destinó a un cargo de Estado Mayor, que ocupó, sin embargo, hasta el final de la guerra.

El dominio del arte de la guerra no es, sin duda, la forma más elevada de la actividad humana; pero no es menos cierto que si un boxeador, aunque se trate de un campeón del mundo, puede contentarse con ser un hombre duro, ágil de reflejos y combativo, las cosas varían para aquel en cuyas manos descansa totalmente la suerte de millares de hombres en una batalla; para esto resulta indispensable poseer un conjunto de cualidades muy superior al exigible a un pugilista. Debo decir que apenas comencé a interesarme por Rommel, me vi llevado, con toda naturalidad, a sondear la dimensión profunda de su humanidad, con independencia de sus hazañas bélicas.

En seguida descubrí una diferencia fundamental entre nuestra actitud con respecto a la guerra y la de los alemanes. Añadiré que, de todos modos, ese descubrimiento no me pilló desprevenido. A poco de finalizar la Primera Guerra Mundial, tuve ocasión de leer la traducción inglesa de un libro intitulado Tempestades de acero, escrito por un tal Ernst Jünger, y una de las peripecias allí narradas se me quedó indeleblemente grabada en la memoria, tal vez porque se localizaba en un lugar que me resultaba familiar. Recién acabada la batalla de Cambrai y a continuación de un victorioso contraataque alemán, el batallón de Ernst Jünger defendía la línea del frente en las proximidades de Moeuvres. Era un hermoso domingo, rebosante de sol, y los oficiales de su compañía, tras un magnífico almuerzo, fumaban un cigarro y se deleitaban con una copa de licor en un refugio de primera línea: «¿Y si hiciéramos una pequeña incursión en las filas inglesas?», sugirió uno de los oficiales…

Una proposición así resultaba del todo inimaginable, por aquella misma época, en un puesto militar británico. Es cierto que cuando se nos daba una orden en tal sentido, estábamos dispuestos siempre a participar en una acción de reconocimiento bien organizada; y cada batallón tenía a gala enorgullecerse de sus patrullas de agresión y de hacerse dueño, por las noches de la tierra de nadie. Pero dejando esto de lado, la mayoría de nuestros hombres sabían saborear la vida y apreciar en su justo valor el regalo de una tarde tranquila y apacible, sin más molestias, como máximo, que el silbido de algún obús por encima de sus cabezas. Una tarde así representaba para ellos una ocasión inesperada, providencial, de poder leer un libro o escribir algunas cartas. Si alguien hubiera propuesto, en uno de nuestros puestos oficiales, llevar a cabo un reconocimiento impromptu —y, además, «sólo para oficiales»—, se le hubiera considerado inmediatamente en estado de embriaguez, por el abuso del coñac, y se le hubiera aconsejado que se estirara un poco en su camastro…

En el caso a que me refiero, recordando el libro de Jünger, la incursión alemana se llevó a cabo a través de los cincuenta o sesenta metros que aproximadamente separaban las dos líneas en combate. Como ninguna preparación artillera pudo servirnos de aviso y como, por otro lado, nadie consideraba las primeras horas de la tarde como momento propio para una acción de reconocimiento, la que realizaron los alemanes, por sorpresa, fue coronada por el éxito. Sus oficiales volvieron a sus líneas triunfalmente, al cabo de unos diez minutos, llevándose consigo dos o tres prisioneros y habiéndonos causado otros dos o tres muertos. El final de la historia fue aún más sorprendente. Cuando el batallón abandonó aquellas posiciones, los oficiales del mismo ofrecieron al capitán que había dirigido la expedición una copa de plata que llevaba grabada esta inscripción: «Al vencedor de Moeuvres».

El soldado profesional alemán ha asumido siempre la guerra con esa grave seriedad que los ingleses reservan exclusivamente al deporte y los norteamericanos a la vez al deporte y a los negocios. Como máximo, es posible imaginar —concediendo mucho— a un equipo que ofrece una copa de plata al jugador que, en un partido de rugby, logró marcar un ensayo en el último minuto de juego. Esas entregas de copas no son raras en los Estados Unidos; incluso a veces sucede que la oficina central de la empresa concede ese premio a aquel de sus representante que más pedidos ha logrado, por ejemplo, de cepillos Fuller. Pero una copa «al vencedor de Moeuvres», entregada solamente con los discursos de rigor y llenándosela de licor al propio héroe, para un brindis… no, una ceremonia así es inimaginable para cualquiera que haya servido en una unidad inglesa normal y corriente.

Esta anécdota me bailaba por la cabeza mientras me hallaba en Heidenheim charlando con el hauptmann Hartmann; por primera vez hablaba con una persona que había hecho con Rommel la guerra 1914-18. La fábrica de Hartmann, que produce vendas sanitarias por millones, ofrecía ese aire frío, de máxima eficacia impersonal y de higiene casi esterilizada que sólo las fábricas alemanas parecen poder alcanzar. La oficina del capitán Hartmann venía a ser el tipo clásico de despacho del Herr Direktor, oscuro, con sombríos enmaderamientos, muebles sólidos y una colección de fotografías de los Hartmann precedentes colgando de las paredes. Resultaba difícil imaginar que en aquella estancia pudiera perderse una carpeta o que un documento pudiera extraviarse fuera de su correspondiente cajón…

Sin embargo, el capitán Hartmann distaba mucho de ser el hombre sombrío que el marco en que se movía podía hacer esperar. Con sus negros cabellos, su rostro lozano y suave y su estatura de alemán vigoroso, parecía demasiado joven para ser, como era, contemporáneo de Rommel (y mío también). Al levantarse de su escritorio y atravesar la sala para acudir a recibirme, me di cuenta de que tenía una pierna artificial que le llegaba hasta la cadera. ¿La habría perdido durante la Primera Guerra Mundial? Luego me enteré que no, que la perdió en un accidente de planeador, cuando servía en la Luftwaffe. Los vuelos a vela fueron siempre, y continuaban siéndolo, su pasión; tras la pérdida de la pierna, apenas salió del hospital, volvió a entregarse a ellos. Cuando hablaba del vuelo a vela, su rostro se iluminaba. Era en conjunto un hombre muy atrayente, simpático, de modales muy agradables.

Muy pronto nos adentramos en el tema Rommel. Sí, me dijo, él y Rommel habían formado una pareja de excelentes amigos desde la primera guerra hasta la muerte del «zorro del desierto». Habían servido en el mismo batallón y Hartmann se hallaba al lado de Rommel cuando éste se ganó la condecoración «Al Mérito». Me explicó cómo atravesó Rommel el Piave a nado, una fría noche de diciembre, acompañado de sólo seis hombres, y cómo se apoderó del pueblo de Longarone. ¡Qué gran soldado era! En la división era ya cosa habitual decir: «El frente se halla donde se halla Rommel». Realmente, parecía como si poseyera, en la punta de los dedos, el fingerspitzengefuhl, o sea, una especie de «sexto sentido». (En adelante pude oír esa misma expresión en labios de todos los soldados con quienes hablé y que habían servido a las órdenes de Rommel). Según Hartmann, su amigo era, en verdad, exigente, aunque jamás pidiera a nadie lo imposible, ni algo que él mismo no pudiera hacer; además, se inclinaba siempre a hacer recaer sobre sus errores personales de táctica la responsabilidad de las pérdidas sufridas. Quizá los oficiales le estimaran menos que los soldados, ya que le exigía a cada uno el máximo, y pocos de entre ellos podían marchar a su antojo. Pero a la vez Rommel era «el mejor de los camaradas».

Esa fórmula del «mejor de los camaradas» se me antojaba prometedora. Al fin y al cabo, Hartmann y Rommel habían pasado juntos los años de su juventud y su común batallón no había permanecido siempre en primera línea. Incluso en Rumanía habrían conocido el equivalente de nuestro Amiens, y de los restaurantes Godbert y de la Catedral, adonde sin duda acudirían en busca de un poco de reposo y a comer tranquilos en un rincón, para olvidarse de la guerra. Ese tipo de veladas, en las cuales ha podido uno deambular por las calles de la ciudad, tras haber buscado una residencia y tomado un baño, y hacer algunas compras y beber unas copas con los amigos de la división, son las que forman en nuestro interior ese nido de recuerdos de guerra que al cabo de los años nos hace exclamar a veces: «¡Después de todo, fue una época estupenda!». (Recuerdo que fue precisamente en el restaurante de la Catedral donde “Kid” Kennedy, nuestro general de brigada, echando una rápida ojeada a la joven y bonita muchacha que nos servía, le dirigió un cumplido en términos que hasta entonces yo no había escuchado nunca, que tampoco he vuelto a oír y que siempre recuerdo: «¡Señor, qué mujer! ¿No le parece a usted, Desmond, un verdadero encanto? ¡Qué a gusto me comería unos huevos escalfados sobre sus senos!»).

Todo eso pasaba por mi imaginación. Pero en cuanto intenté, con la máxima delicadeza posible, hacer que mi conversación con Hartmann se deslizara desde los hechos del frente a los períodos de tregua y reposo, a fin de poderme formar una idea completa de la personalidad de Rommel, como hombre al par que como soldado, choqué contra un muro invencible. ¿Se interesaba acaso Rommel por algo en particular? No, el capitán Hartmann no creía que Rommel hubiera tenido en la vida más preocupación que la de la guerra. Cuando no se hallaba poniendo en práctica su genio táctico aplicado a uno u otro problema bélico, se dedicaba a forjar y combinar planes con vistas a poner en dificultad al enemigo. Al parecer, ni siquiera le gustaba ir de juerga cuando estaba en la retaguardia, y hasta se le veía poco aficionado a marchar con permiso. Pregunté luego a Hartmann si notó en él algún cambio cuando se incorporó de nuevo a su batallón en 1916, después de contraer matrimonio. De ninguna manera; seguía siendo el mismo, tan duro como siempre y como siempre despreocupado ante el peligro, y en todo momento preocupado por obtener la victoria en su sector propio. Y entonces una expresión como de pasmo cruzó el rostro del capitán Hartmann: «Era un soldado cien por cien —exclamó—; pertenecía en cuerpo y alma a la guerra».

Unos días más tarde repetí el mismo intento cerca del capitán Aldinger. Éste no solamente había servido en el mismo batallón que Rommel y Hartmann, durante la primera guerra, sino que además había sido el Ordonnanzoffizier de Rommel (o sea, su oficial de ordenanza; una especie de oficial adjunto, de comandante de campo, de ayuda de campo y de secretario particular, todo en una pieza) durante la campaña de Francia, en 1940 y en África del Norte y en Normandía, en 1944. Era prácticamente la última persona que vio vivo a Rommel. El capitán Aldinger es un hombre de estatura más bien baja, que uno se imagina fácilmente en el puesto de hombre de confianza de una gran fábrica parecida a la de Hartmann, en cuyo caso la tarea de los visitantes de la misma se vería simplificada en gran manera. Se trata, en realidad, de un diseñador de jardines de gran reputación en Stuttgart y de un arquitecto de indiscutible buen gusto. ¿Tal vez Aldinger era el hombre adecuado para comprender el interés de mis investigaciones, y me daría la clave del personaje? Pronto hube de convencerme de que me equivocaba, de que tampoco por aquel camino haría grandes progresos en mi empresa. Una vez más escuché todo aquello del fingerspitzengefuhl y de las virtudes militares. Era un hombre duro, duro con todos y de modo especial con los oficiales. Y el capitán Aldinger explicaba: «Sin embargo, cuando estaba uno cerca de Rommel, no tenía que echar mano de ninguna precaución… En aquel tiempo, exigía que todas las órdenes fueran cumplidas con prontitud y al pie de la letra… Durante la primera guerra, tenía más confianza en el Alto Mando y en los Estados Mayores que durante la segunda». ¿Tenía otros intereses en la vida aparte de los militares? ¡Le gustaba ir de pesca o de caza cuando podía hacerlo, eso sí, desde luego! ¿Y leer, leía mucho? Sí, pero principalmente libros sobre su oficio de soldado. ¿Era amante de la música, del teatro? No. ¿De la buena comida, del buen vino? Tampoco; esas cosas le dejaban indiferentes. Entonces… ¿era un hombre siempre enjuto y serio? ¡Oh, no, ni mucho menos! Le gustaba bromear con los soldados y hablar en dialecto suabo con los que procedían de esa provincia.

Tuve la sensación, en aquellos momentos, de que había descubierto el pájaro raro, pero de plumaje gris y apagado: Rommel era, por lo visto, uno de esos especialistas que no tienen más que un interés en la vida. Tan sólo el joven Montgomery, tal como lo describe Alan Moorehead en su biografía, podría comparársele en ese ámbito del oficial de carrera que no se interesa por nada en la vida, fuera de su profesión de militar. Pero el joven Montgomery se distinguió ya como atleta en San Pablo y era ya célebre entre los de su promoción. En Sandhurst irritó a tal punto a sus instructores que éstos declararon que jamás haría nada bueno en el ejército. Rommel, en cambio, no se distinguió nunca en nada, ni siquiera de esta manera negativa.

En cualquier ejército del mundo, la vida es estrecha y limitada, y en ningún lugar podía serlo más que en el viejo ejército alemán, caracterizado por sus prejuicios de clases y sus rígidas tradiciones. El observador situado fuera de ese mundo o aquel otro que, venido de otro ambiente se incorpora a éste momentáneamente, tiene tendencia a suponer que el soldado profesional que, incluso en tiempo de guerra, sólo piensa en su oficio, es igualmente un hombre de visión estrecha y corto de luces. Cuando el general Speidel —que en Normandía fue para Rommel un jefe de Estado Mayor particularmente inteligente y cauto— me hizo observar que, a su entender, Rommel no leyó en toda su vida más libros que los relativos a la guerra, me dijo esto en un tono tal, que me incitó a preguntarle si Rommel no era, en definitiva, un hombre un poco tonto. El general Speidel exclamó entonces, clavando en mí su mirada: «¿Tonto? ¡Por todos los dioses, de ninguna manera! ¡Ese es el último de los calificativos que podrían aplicársele a Rommel!». Finalmente, me forjé de Rommel una imagen bastante satisfactoria, que confronté con mi experiencia anterior. Pero me propongo dejar al lector la tarea de formarse su propia opinión; sólo más tarde le confiaré la mía.