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BENGASI, CON RETORNO

Hacia mediados de febrero de 1941, las acciones inglesas alcanzaban en Egipto su cota más alta. Los camareros de los bares, barómetros infalibles de nuestros buenos o malos destinos, se habían vuelto en Alejandría y en El Cairo tan expansivos, que uno estaba dispuesto a verles ofreciéndonos una ronda a cuenta del establecimiento. Los criados indígenas, por su parte, perdían aquel su aire habitual de menosprecio que les asemeja a los camellos. Y los mismos taxistas habían recobrado, respecto a nosotros, su discreta cortesía. En lo que hace a las altas esferas, los obesos pachás invitaban a los oficiales superiores ingleses en el Mohamed Alí Club. En las cercanías de Gezireh, las fiestas se sucedían una tras otra en los jardines de los millonarios. La buena sociedad de El Cairo había dejado prácticamente de hablar el italiano. Según se decía, las relaciones entre el rey de Egipto y el embajador de Su Majestad británica no podían ya ser más cordiales. En suma, que el Este (y en el caso de que hablamos, no podía hacerse diferencias entre el Próximo, el Medio o el Extremo Oriente) hacía su instintiva zalema al éxito ajeno. Tan sólo los tenderos de Kasr-el-Nil, divididos interiormente entre el deseo patriótico de vernos partir definitivamente de su país y el instinto profundamente arraigado en ellos de vaciar nuestras bolsas hasta dejarlas sin un céntimo, pensaban con tristeza que muy pronto el oleaje de nuestras piastras tal vez iría a desembocar en las arcas de sus colegas de Trípoli.

¿Y entre nosotros, cómo iban las cosas? Las amables jóvenes que trabajaban en el Gran Cuartel General como telefonistas, o como enfermeras en los hospitales, abrían los ojos de par en par, con admiración, cuando alguno de los jóvenes leones del 11.o de Húsares atravesaba con aire indolente, luciendo sus pantalones color rojo cereza, el salón del hotel Shepheard’s o el jardín con terrazas del Continental. Se trataba de los famosos «ratas del desierto» de la 7.a división blindada, que asestaron los primeros golpes al enemigo, cruzando las alambradas de la frontera la misma noche en que Italia entró en guerra, volviendo de su incursión con un buen puñado de prisioneros italianos. Luego habían vivido durante ocho meses en contacto permanente con el enemigo, atacando su retaguardia por medio de sus carros blindados, vigilando los menores movimientos del adversario, disparando sobre sus filas a quemarropa, a lo largo de la zona costera, hasta el punto de que los italianos habían acabado por no atreverse a dar un paso después del crepúsculo. Solamente el Long Range Desert Groupe[1] lograría, más tarde, igualar la audacia de aquellas «ratas» de la 7.a división blindada. Por más que la caballería tuviera fama de snob, los acompañantes de las amables jóvenes no tenían más remedio que admitir que un buen regimiento inglés de caballería «tenía algo especial».

En el guardarropa de los hoteles alternaban las gorras de fieltro de la Rifle Brigade, con su plateada cruz de Malta, y las del 60.o Rifles, adornadas con su pompón rojo. En el bar, los oficiales de estos dos batallones, parejos en fama y reputación, se otorgaban mutuamente de una unidad a la otra las cualidades de coraje y capacidad militar que todos ellos hubieran negado a cualquier otro soldado, a excepción, naturalmente, de la caballería y de la artillería pesada.

En cuanto a los australianos, deambulaban por las calles sin preocuparse ni poco ni mucho de saludar a los oficiales superiores que pudieran hallar a su paso, y siguiendo una costumbre tradicional en ellos, se apelotonaban en número de hasta diez juntos dentro de alguna desvencijada victoria, echando una mirada sardónica sobre aquella ciudad que sus propios padres habían saqueado en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. De vez en cuando entonaban Waltzing Matilda o El mago de Oz. Añadamos que los dueños de los cafés, los tenderos y los vendedores de chucherías o de postales eróticas les miraban respetuosamente, con un respeto en el que había más temor que afecto.

Por buena que fuera la opinión que Egipto se había formado acerca del Ejército del Nilo, aún era mejor la que éste tenía sobre sus propios méritos. Y no le faltaba razón para ello. En los dos últimos meses había avanzado 800 kilómetros, batiendo y destruyendo un ejército italiano compuesto de cuatro Cuerpos, es decir, un total de nueve divisiones y parte de una décima, capturando 130.000 prisioneros, 400 tanques y 1290 cañones, además de una gran cantidad de material diverso. (Entre ese «material diverso» había: sábanas limpias y camas confortables, camisas de seda, suntuosos maletines de «toilette» en cuero de Florencia, cosméticos fuertemente perfumados, delicadas capas azules para caballería, vinos y licores de todas clases, gran profusión de aguas de tocador, sin olvidar una caravana motorizada de agraciadas muchachas «reservadas para los oficiales solamente»… ¡Los italianos no olvidaban las comodidades al dedicarse a la guerra! Cuando el general Berganzoli (apodado «patillas eléctricas») se rindió sin condiciones el 7 de febrero, llevó consigo a la cautividad en Dehra Dun a más generales de los que se había podido ver juntos en la India desde el Durbar[2] del año 1911.

El verano anterior pareció como si al ejército de Graziani le hubiera bastado saltar a sus camiones para rodar hasta El Cairo, bajo la protección de sus fuerzas aéreas. De hecho, hubiera podido ser así. Y sin embargo, aquel mismo ejército acababa de ser barrido del teatro de operaciones. Lamentándose de que Mussolini le hubiera obligado a emprender «la guerra de la pulga contra el elefante». (¡Vaya con la pulga, se diría el Duce, poseyendo como posee un millar de cañones!), Graziani se apresuró a enviar su testamento a su esposa y huir, metiéndose primero en una tumba romana de Cirenaica, a 25 metros bajo tierra, y luego se retiró a Italia.

Esta gran victoria costó solamente 500 muertos, 1.373 heridos y 500 desaparecidos, costo bajo si se tiene en cuenta que intervinieron en la acción tres divisiones, utilizándose en las operaciones dos de ellas al mismo tiempo: la 7.a blindada y la 4.a hindú, siendo luego relevada esta última, tras la batalla de Sidi Barraní, por la 6.a división australiana.

Pero pronto los ecos suscitados por la ofensiva del general Wavell fueron borrados por la resonancia de los combates, mucho más importantes, que se desarrollaban en el frente ruso. No tardó en parecer de buen tono el desvalorizar las victorias logradas sobre los italianos. Y sin embargo, la decisión de atacar a un enemigo tan manifiestamente superior en número, la idea de mantener a nuestras tropas estacionadas en el desierto durante toda una jornada y a sólo 50 kilómetros de las líneas enemigas, y la de infiltrarse a través de sus fortificaciones durante la noche sin ser descubiertos, para cercar al adversario y atacarle en su retaguardia al romper el día…, todo esto fue la primera manifestación del genio militar, que no faltaba en nuestro bando.

Encuadrados deficientemente por sus oficiales y no aportando a la batalla demasiado empuje, los italianos se hundieron ante aquel ataque por sorpresa, en cuanto pudieron comprobar que sus obuses no lograban perforar el blindaje de nuestros tanques «I» y que la preparación de las tropas lanzadas contra ellos estaba a la altura de su magnífico espíritu combativo. Otras divisiones aún mejores habían hecho lo mismo antes y volverían a hacerlo otra vez en el futuro. Pero sería, sin embargo, un error creer que todas aquellas operaciones se redujeran poco más o menos a una serie de paseos militares. En Nibeiwa, por ejemplo, muchos artilleros italianos permanecieron sirviendo sus cañones hasta el mismo momento en que nuestros tanques llegaron a sus posiciones. Cuando había ya sido herido, el general Maletti murió defendiendo con ráfagas de ametralladora la entrada a su tienda. Y en Beda Fomm, la 2.a Rifle Brigade tuvo que rechazar nueve ataques consecutivos de tanques italianos, lanzados contra ella con determinación.

Es asunto aparte el de saber si el general Wavell, en caso de que se le hubiera autorizado a ello, hubiese logrado llegar a Trípoli, de manera que lo que en un principio se concibió como operación de reconocimiento de cinco días todo lo más, se convirtiera en una ofensiva de gran envergadura. ¿Hubieran resistido otros 900 kilómetros de marcha nuestros tanques, ya fatigados, y nuestros transportes, excesivamente sobrecargados? Y una vez ya al abrigo de toda sorpresa ¿acaso las divisiones italianas que permanecían intactas en Trípoli no se hubiesen apresurado a fortificar la línea Homs-Tirhuana? ¡Eso es lo que dos años más tarde esperó de los alemanes el general Montgomery! ¿Hubiera podido utilizarse Bengasi como puerto de aprovisionamiento, sometido a un intenso bombardeo? ¿No hubieran reaccionado los alemanes, transfiriendo a la zona de operaciones sus divisiones aerotransportadas de reserva en la Italia del norte? De todos modos, parece evidente que el general O’Connor, jefe de las Fuerzas Occidentales del Desierto, aun en el caso de que hubiera logrado llegar a Trípoli, se hubiera encontrado a fin de cuenta en la situación del cazador de tigres que, habiéndose encaramado a lo alto de un árbol para acechar a uno de ellos se ve atacado por la fiera. Efectivamente, no disponíamos por aquella época de la capacidad suficiente para explotar a fondo el éxito de una operación, éxito que en sus propias dimensiones había ya superado nuestras más locas esperanzas.

En todo caso, la seguridad de Egipto estaba asegurada; el poderío del Eje había sido roto en África del Norte y restaurado el prestigio británico en Oriente Medio. Por vez primera desde los tiempos de la gran batalla de Inglaterra, nuestros compatriotas podían celebrar en sus hogares una victoria británica.

* * *

Dos meses después, la consternación reinaba en El Cairo, donde la cotización de los valores británicos se había venido abajo con la misma velocidad con que antes subiera. Poco a poco, fueron filtrándose los detalles del desastre: la evacuación de Bengasi, en verdad desgraciada pero indudablemente «efectuada según un plan preparado de antemano»; la destrucción, como fuerza combatiente, de la 2.a división blindada, que había llegado de Inglaterra hacía poco; la captura del mayor general Gambier-Parry y su Estado Mayor en Mechili; el hundimiento, al ser desbordada por el enemigo, de la 3.a brigada motorizada hindú, ya en el comienzo de las operaciones; el bloqueo, en Tobruk, de la 9.a división australiana; el teniente general sir Richard O’Connor (que acababa de ser elevado a la dignidad de Caballero, en premio a sus recientes triunfos), «caído dentro del saco» al mismo tiempo que el teniente general Philip Neame, V. C. y el teniente coronel John Combey, del 11.o de Húsares; la caída de Bardia, Sollum y Capuzzo; el retorno del enemigo contra nuestras fortificaciones; la amenaza cerniéndose sobre Egipto con más fuerza que nunca… No, desde luego, ningún «portavoz de El Cairo» hubiese podido convencer al mundo de que se trataba de un «éxito propagandístico». Y tampoco los melifluos acentos del comentarista de la B.B.C., Richard Dimbleby, podían hacer nada para disfrazar la realidad.

Dura realidad, que no se podía enmascarar, sobre todo en lo que afectaba a los egipcios, que pertenecen a una raza cínica y realista, de modo particular cuando están en juego sus intereses. De ahí que en seguida percibieran la señal roja del peligro. Nunca se habían preocupado demasiado por los italianos, pero ¡ah, los alemanes, qué formidables soldados! ¡Unos verdaderos profesionales, como los soldados de nuestro propio país! La gente esperaba que respetaran la propiedad privada en El Cairo y que no cayeran en la tentación de divertirse cambiando la cotización de la moneda. No cabía duda, pensaban todos, de que convenía no olvidar los conocimientos de italiano y hasta aprender algunos rudimentos de alemán. Y todo ello, naturalmente, sin cesar de mostrarse cortés, mientras las cosas no cambiaran, con los ingleses. ¿Quién sabe nunca lo que puede suceder? Lo importante era no extralimitarse en ningún sentido. Y la verdad es que ni entonces, ni más tarde, los egipcios no olvidaron nunca las enseñanzas de míster Micawber, el famoso personaje de Dickens, aunque el afecto que sentían por él sufriera curiosas y notables variaciones de temperatura.

Sin una real justificación, la discreción habitual en tiempo de guerra rodeaba ahora como una espesa neblina las operaciones de las zonas más alejadas. Y no obstante, nada había de misterioso en la derrota del general Wavell. El terreno había sido bien preparado y sembrado cuando, tras la caída de Bengasi, los jefes de su Estado Mayor Central le habían telegrafiado que se preparara a trasladar del Oriente Medio a Grecia la parte más importante de su ejército y de sus fuerzas aéreas. Cuando esa orden fue cumplimentada (el traslado afectó a una parte de la 2.a división blindada, la división de Nueva Zelanda, las 6.a y 7.a divisiones australianas y la brigada polaca), el general Wavell se halló ya «prácticamente privado de la totalidad de las tropas perfectamente equipadas y dispuestas para las operaciones» que hubiese necesitado.

Conviene, ciertamente, que los hombres de Estado sean quienes digan la última palabra, por encima de los militares, porque sólo ellos poseen una visión general de la situación. Y se comprende también que el Gobierno británico, movido por razones de tipo político, no pudiera por menos que acudir en auxilio de Grecia, pese a que los griegos no mostraron un entusiasmo desbordante por aquella ayuda, que en definitiva y por desgracia, resultó insuficiente, de manera que a fin de cuenta la dispersión de los esfuerzos provocó fatalmente la derrota en uno y otro frente. Los especialistas de la «adivinación a posteriori» han intentado sostener la tesis de que el envío de tropas inglesas a Grecia hizo que Hitler creyera en la existencia de un pacto secreto entre ingleses y rusos, con lo cual retrasó el ataque a la U.R.S.S. por parte de los alemanes en unas semanas, que resultaron de importancia vital para los Aliados. No me parece que la realidad justifique esas suposiciones. Lo que no ofrece en todo caso duda alguna es que la ausencia de 57.000 hombres bien preparados fue la causa directa de una importante derrota en el Oriente Medio.

Por lo demás, el general Wavell —a no ser que se tratara únicamente de su servicio de información— cometió también un grave error, y es digno de destacar que fue el propio general el primero en acusarse de él. Apoyándose en las informaciones de que disponía, calculó que una ofensiva alemana contra Cirenaica no podía producirse, por lo menos, hasta el mes de mayo, aun en el caso (de lo cual, por otra parte, no había pruebas fehacientes) de que refuerzos alemanes estuviesen en camino hacia Trípoli. Cuando dichas tropas fueron descubiertas en Libia, a últimos de febrero, el general siguió pensando que no cabía esperar ningún ataque alemán, hasta, por lo menos, mediados de abril, y en su fuero íntimo, no lo esperaba hasta mayo. ¡Pero el ataque fue lanzado el 31 de marzo!

Añadamos que el general Wavell no era, ni mucho menos, enteramente responsable de este error. En la etapa 1939-40 había seguido desarrollándose activamente la política de apaciguamiento. El Gobierno de Su Majestad «deseaba no dar ningún paso que pudiera estropear sus relaciones con Italia» (relaciones que, de parte de Mussolini, no se apoyaban más que en la doble sensación de asco y desprecio que en el Duce provocaba el León aparentemente desdentado). El hecho es que, de acuerdo con dicha política británica, no se había autorizado la instalación de un servicio de espionaje en territorio italiano. En el momento en que Italia entró en la guerra, no disponíamos ni de un solo agente en África del Norte, y tuvimos que esperar bastante tiempo antes de lograr instalar algunos. Así, pues, la 5.a división ligera motorizada alemana pudo desembarcar en Trípoli sin que nadie pudiese avisarnos de sus movimientos.

Al igual que muchos otros generales ingleses hicieron durante la primera etapa de una guerra, el general Wavell se vio obligado a asumir ciertas responsabilidades «que mis recursos —diría él mismo luego— no me permitían de ningún modo afrontar». Wavell asumió esas responsabilidades sin quejarse. Luego, para que nada le faltara, se encontró de pronto frente a una revuelta en Irak y una pequeña guerra contra los franceses petainistas de Siria. Después de que acabó con ellos fue cuando se le relevó de su mando, o así, por lo menos, interpretaron las tropas del Oriente Medio su traslado. Tuvieran o no fundamento, las explicaciones según las cuales el general necesitaba un reposo, o bien estaba llamado a más altas responsabilidades, en nada cambiaron el sentimiento general de que se le había despedido por no haber logrado lo imposible en Grecia. No sería ésta la última vez que Wavell, tras prestar a su país los más distinguidos servicios, se vería tratado por su Gobierno con unos modos a todo lo más indiferentes.

Tales fueron las circunstancias en que se produjo nuestro desastre en Cirenaica. Pero en los comienzos del verano de 1941, si hubiésemos preguntado a cualquier paseante, en una calle de El Cairo, qué le parecía aquel asombroso revés de fortuna de nuestras tropas, es probable que la respuesta se hubiese reducido a una sola palabra: Rommel.