TEXTO PREPARADO POR ROMMEL PARA SERVIR DE INTRODUCCIÓN A SU INFORME SOBRE LA GUERRA EN ÁFRICA
África del Norte fue, sin duda, de todos los teatros de operaciones, aquel donde la guerra tomó su apariencia más moderna. Allí se enfrentaron entre sí formaciones totalmente motorizadas; un desierto liso, libre de todo obstáculo, les ofrecía posibilidades de utilización insospechadas hasta entonces. Sólo allí podían ser aplicados totalmente los principios de una guerra motorizada tal como habían sido enseñados antes de 1939, y lo que es más importante todavía, allí había la posibilidad de desarrollar más todavía esos principios. Únicamente en el desierto se desarrollaron batallas de tanques entre formaciones fuertemente blindadas. Hasta cuando la batalla se endureció ocasionalmente como guerra estática de posición —como ocurrió en sus episodios más importantes: en 1941-42, con la ofensiva Cunningham-Ritchie, y desde el verano de 1942 hasta la caída de Tobruk— siguió siendo una batalla basada siempre en el principio de una completa movilidad.
Militarmente hablando, se trataba de un terreno absolutamente nuevo. Nuestras ofensivas en Polonia y en el Oeste, en efecto, nos habían enfrentado con adversarios que, durante sus operaciones, debían siempre tener en cuenta sus divisiones de infantería no motorizada; su libertad se veía así desastrosamente limitada, en particular cuando se presentaba la necesidad de una retirada. Esa preocupación obligaba frecuentemente a nuestros adversarios, para contrarrestar nuestro avance, a adoptar medidas que se revelaban ineficaces. A partir de nuestra penetración en Francia, las divisiones de infantería enemigas fueron sobrepasadas y desbordadas por los flancos por nuestras fuerzas motorizadas. Esforzándose en ganar tiempo para permitir la retirada de su infantería, las reservas del enemigo no podían hacer otra cosa que dejarse despedazar, frecuentemente ocupando posiciones tácticamente desfavorables.
Si tienen que luchar contra un enemigo motorizado y blindado, las divisiones de infantería no motorizadas no tienen valor si no ocupan posiciones preparadas de antemano. Desde el momento en que estas posiciones son perforadas y rebasadas, las divisiones que las defienden se ven forzadas a retirarse y se convierten en víctimas indefensas de un enemigo motorizado. Como máximo, pueden aspirar a conservar la posición hasta el final. Durante la retirada, causan un entorpecimiento importante, ya que las formaciones motorizadas —como antes dijimos— deben ser utilizadas para ganar tiempo (para socorrerlas). Yo hice la experiencia personalmente durante la retirada de las tropas del Eje de Cirenaica, en el invierno 1941-42; en efecto, los italianos en su conjunto y una gran parte de la infantería alemana —incluida la mayoría de lo que más tarde había de ser 90.a división ligera— no disponían de ningún vehículo. Parte de esas formaciones pudo ser acarreada gracias a un ir y venir de los vehículos de abastecimiento; la otra tuvo que hacer el viaje a pie. Solamente las proezas de mis formaciones blindadas permitieron crear una cobertura para la infantería germanoitaliana, cuando los ingleses, totalmente motorizados, se lanzaron a una encarnizada persecución. Del mismo modo, hay que atribuir la derrota de Graziani al hecho siguiente: motorizado apenas, el ejército italiano se encontraba indefenso en el desierto, debiendo hacer frente a formaciones inglesas, que si eran débiles, estaban motorizadas totalmente; para defender su infantería, los blindados italianos, demasiado pobres para oponerse a los ingleses con alguna posibilidad de éxito, y obligados a aceptar la batalla sobre el terreno, se dejaban pegar irremediable y completamente.
Fundamentalmente distintas de las aplicables en otros teatros de operaciones, hay ciertas leyes que se deducen de la forma completamente motorizada que se ha desarrollado durante la guerra en Libia o en Egipto. Tales leyes deben servir de reglas para el futuro, que pertenece a las formaciones íntegramente motorizadas.
En una comarca lisa y desértica, si es propicia a los transportes motorizados, el cerco de un enemigo completamente motorizado produce los siguientes resultados:
a) como sea que el fuego lo envuelve por todos lados, el enemigo se encuentra colocado en la peor situación táctica imaginable. Aunque sólo estuviese envuelto por tres lados, su situación sería tácticamente insostenible;
b) cuando el cerco es completo, el enemigo se ve prácticamente forzado a evacuar la zona que ocupa.
Sin embargo, el cerco del enemigo y la subsiguiente destrucción del mismo en la bolsa raramente pueden constituir el objetivo principal de una operación, sino que son solamente una consecuencia indirecta de ésta. Esto es así porque unas fuerzas completamente motorizadas y que permanecen intactas pueden siempre y en cualquier momento llevar a cabo una ruptura y abrirse un paso a través de un cinturón defensivo improvisado. Gracias a sus ingenios, el jefe de la fuerza cercada estará en condiciones de concentrar inopinadamente su esfuerzo principal en un punto favorable y abrirse un camino. Es algo que quedó demostrado más de una vez en el desierto.
De todo ello resulta que unas fuerzas enemigas cercadas solamente pueden ser destruidas cuando:
a) no son motorizadas, o cuando, siéndolo, han sido inmovilizadas por falta de carburante, o también cuando comprenden elementos no motorizados que tienen que ser tomados en consideración;
b) cuando están mal mandadas o han sido deliberadamente sacrificadas en beneficio de otras formaciones;
c) cuando su potencial de combate está ya aniquilado y se hacen evidentes los signos de desintegración.
Con excepción de los casos a) y b), que se han producido frecuentemente en otros teatros de operaciones, el cerco del enemigo y su destrucción subsiguiente en la bolsa han de intentarse únicamente si el enemigo se ha comprometido tanto en un combate abierto como para que la cohesión orgánica de sus fuerzas haya quedado destruida. Los combates que apuntan a la destrucción del potencial de resistencia enemigo han de ser concebidos en primer lugar como batalla de desgaste. En la guerra motorizada, la destrucción del material y la dislocación de la cohesión orgánica del adversario deben ser el objetivo principal del plan de combate.
Tácticamente, hay que conducir la batalla de desgaste utilizando al máximo la movilidad. Requieren particular atención los puntos siguientes:
a) Debe uno esforzarse en concentrar sus fuerzas propias a la vez en el espacio y en el tiempo, sin dejar de intentar la dispersión de las fuerzas del adversario y luego su destrucción, una tras otra.
b) Las rutas de abastecimiento son particularmente vulnerables, ya que el carburante y las municiones, indispensables para el combate, tienen que pasar por ellas para llegar al frente. Es, pues, necesario, proteger las rutas propias por todos los medios posibles, esforzándose al mismo tiempo en sembrar la confusión en las del enemigo, o, lo que es todavía mejor, procurando cortárselas. Emprender operaciones en la zona de abastecimiento de un adversario hará que éste tenga que interrumpir el combate en otro lugar; como hemos mostrado precedentemente, el abastecimiento constituye el fundamento de toda batalla; debe, pues, otorgársele la prioridad en la protección.
c) Los tanques constituyen el esqueleto de una fuerza motorizada. A ellos corresponde, pues, la primacía; todas las otras unidades no son más que auxiliares de las unidades de tanques. En esas condiciones, la guerra de desgaste contra las unidades de tanques enemigas debe ser llevada tan lejos como sea posible con nuestras propias unidades de carros de combate, que deben asestar el golpe final.
d) Los resultados de los reconocimientos deben llegar al jefe de la unidad en el plazo más breve posible, porque ese jefe tiene que tomar decisiones inmediatas, que han de ser aplicadas con la máxima celeridad. La rapidez de las reacciones del jefe decide la suerte de la batalla. Es, pues, primordial que los jefes de las fuerzas motorizadas se encuentren tan cerca como puedan de sus unidades y en íntimo contacto con ellas gracias a sus transmisiones.
e) La rapidez de movimientos y la cohesión orgánica de las fuerzas de que se dispone constituyen los factores decisivos del éxito. En cuanto aparezca el menor signo de confusión entre esas fuerzas, hay que proceder inmediatamente a su reorganización.
f) Con el fin de reservarnos el privilegio de la sorpresa y hallarnos en condiciones de explotar el lapso de tiempo que transcurrirá antes de que el mando enemigo reaccione, hay que prestar la mayor atención a la tarea de mantener en secreto nuestras intenciones. Debe ser estimulada cualquier medida de diversión, por lo menos para sembrar la incertidumbre en el bando contrario y obligarle a actuar con vacilación y prudencia.
g) La explotación del éxito por medio del desbordamiento y la destrucción de grandes unidades enemigas desorganizadas, no ha de intentarse nunca hasta que el enemigo ha sido derrotado completamente. Otra vez aparece la rapidez como elemento esencial. No hay que dejar nunca al enemigo el tiempo que necesita para reorganizarse. Para el atacante, es esencial que proceda, con la mayor rapidez posible, a su reagrupamiento con vistas a la persecución y a la organización de su aprovisionamiento.
En la guerra del desierto, hay que vigilar de manera particular los puntos siguientes, que dependen de la técnica y de la organización:
a) Los tanques deben, antes que nada, poseer capacidad de maniobra, velocidad de desplazamiento y un cañón de largo alcance, ya que el bando que dispone del cañón más potente dispone del brazo más largo y podrá ser el primero en empeñarse con el enemigo.
b) La artillería debe poseer asimismo el mayor alcance posible y, sobre todo, el máximo de movilidad a la vez que el máximo de capacidad de aprovisionamiento en municiones.
c) La infantería sirve únicamente para ocupar y mantener posiciones, que son elegidas por su utilidad para impedir ciertas operaciones del enemigo, o bien, por el contrario, para forzarle a que realice determinadas operaciones. Una vez alcanzado este objetivo, debemos estar en condiciones de poder desplazar rápidamente la infantería, para utilizarla en otros lugares. Debe ser, pues, una infantería móvil, y debe estar provista de un equipo que le permita, en puntos tácticos importantes del campo de batalla, apoderarse de las posiciones defensivas con la mayor rapidez posible.
Si he de juzgar por mi experiencia diré que en las decisiones atrevidas laten las mejores promesas del éxito. Pero no hay que confundir la osadía operatoria y táctica con una ciega jugada de suerte, con una partida de dados de estilo militar. Osada es aquella operación que si sólo parece ofrecer una posibilidad de éxito entre cien, le deja a uno, en caso de fracaso, en condiciones de disponer del contingente de fuerzas que permiten afrontar cualquier situación. Y una ciega jugada de dados es, por el contrario, una operación que lo mismo puede conducirnos a la victoria total como a la no menos total destrucción de nuestras propias fuerzas. Casos hay, con todo, en lo que la jugada de la suerte está justificada; por ejemplo, cuando el desarrollo normal y lógico de las cosas hace que nuestra derrota sea inevitable y cuestión sólo de tiempo, cuando el ganar tiempo, pues, no tiene objeto y la única oportunidad de salir de lo inevitable es jugar fuerte a lo que salga, en una operación con mucho riesgo. Sólo en un caso puede un jefe prever el curso de una batalla: cuando la superioridad de sus fuerzas sobre las del adversario es tan aplastante, que su victoria es ya evidente al comenzar la batalla. El problema entonces no es ya el de: ¿con qué?, sino el de: ¿cómo? E incluso en este caso, a mí me parece preferible operar a la mayor escala posible que ir corrigiendo por el campo de batalla, tomando todas las medidas de seguridad imaginables contra posibles e imposibles reacciones del enemigo.
Generalmente, no existe una solución ideal, sino que cada decisión tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Lo que debemos hacer es elegir la que nos parece mejor desde un punto de vista lo más amplio posible, y aferrarnos luego a ella, aceptando las consecuencias que de la misma deriven. Todo compromiso en este sentido es malo.
Una de las primeras lecciones que pude extraer de mi experiencia en el campo de la guerra motorizada es que la velocidad de las operaciones y la rapidez en las decisiones del mando, son factores decisivos. Las tropas deben actuar a toda velocidad y completamente coordinadas. En este terreno no hay que contentarse con una nota promedia normal, sino esforzarse en obtener el éxito máximo: aquel de los dos adversarios que hace el mayor esfuerzo es el más rápido, y el adversario más rápido es el que gana la batalla. Los oficiales y suboficiales deben, pues, dirigir el entrenamiento de sus hombres desde este punto de vista.
A mi entender, los deberes de un jefe no se limitan al trabajo de Estado Mayor. El jefe debe interesarse por todos los detalles del mando y prodigar su presencia personal en primera línea por las razones siguientes:
a) Es de la mayor importancia que los planes del jefe y de su Estado Mayor sean cumplidos con exactitud. Es un error creer que en una situación dada, cada jefe sacará, en su respectivo nivel, el máximo provecho de la misma, actuando por sí mismos. La mayoría de ellos, en realidad, acaban sucumbiendo a la necesidad de reposar, en cuyo caso los informes que redactan se limitan a decir que esto o aquello no pudo hacerse por esta o aquella razón, razones que siempre resultan plausibles. De ahí que la autoridad del jefe deba pesar incesantemente sobre esta clase de hombres, y arrancarles a su apatía si es necesario. El jefe debe ser el motor de un combate; todos y cada uno deben pensar en que tendrá que rendirle cuentas cuando realice sus controles personales directos.
b) El jefe debe velar constantemente para que sus tropas estén al corriente de los más recientes conocimientos y experiencias tácticas y asegurarse de que en lo que se les mande se proceda en consecuencia. Debe asegurarse por sí mismo de la medida en que sus inmediatos subordinados conocen los desarrollos más modernos de la guerra. Para las tropas, la mejor forma del arte de la guerra sigue siendo todavía un entrenamiento intensivo, que es el que evita las pérdidas inútiles.
c) Representa igualmente una gran ventaja para el jefe conocer detalladamente el frente y los problemas más inmediatos de sus subordinados. Sólo así podrá poner al día sus razonamientos y adaptarlos a las condiciones de cada momento. De otra parte, sí conduce una batalla como si se tratara de una partida de ajedrez, acabará por endurecer y envarar sus teorías. Los mejores resultados corresponden al jefe que deja que sus ideas se desarrollen libremente en contacto con las condiciones que le rodean en lugar de haberlas canalizado y fijado a priori dentro de un marco rígido.
d) El jefe debe estar constantemente en contacto con sus tropas. Debe sentir y pensar con ellas. El soldado ha de tener confianza en él. En este aspecto, no hay que olvidar nunca un principio esencial: quien no experimenta ninguna simpatía por la tropa, lo mejor que puede hacer es no simular esa simpatía. El soldado raso tiene un olfato extraordinario para distinguir lo que es falso de lo que es sincero.