Una noche en el lago
Qart Hadasht, 209 a. C.
Pasaron cuatro días de combates. Los cartagineses, después de la carnicería de la salida del primer ataque, ya no hicieron más intentos por luchar fuera de sus murallas. Los africanos, ayudados por la población de la ciudad, se mantenían firmes en la defensa de los inexpugnables muros de Cartago Nova. Quinto Terebelio y sus hombres asistieron como testigos mudos a cada día de enfrentamientos sin que el general que comandaba las legiones los dejase participar en ninguno de los intentos por acceder a la ciudad.
Desde el mar, la flota, bajo la dirección de Cayo Lelio y siguiendo al detalle las instrucciones del joven Publio, lanzaba ataques coordinados con las tropas de infantería. De esta forma, los defensores cartagineses se veían obligados a defenderse a la vez del ataque por mar y del ataque por tierra desde el istmo. El único punto por donde el joven general no intentaba ninguna acción era la muralla norte que daba a la laguna, con aguas poco profundas para que en ella se adentrara ninguno de los barcos de Lelio y demasiado hondas y pantanosas como para que ningún legionario se aventurase en las mismas. Así, Magón fue concentrando cada vez más defensores en el resto de las murallas y menos en aquel extremo por donde era del todo imposible que los romanos intentasen nada.
El quinto día tampoco se consiguió ningún resultado positivo en el esfuerzo romano por hacerse con la ciudad. Los embates de las legiones y la flota combinados sólo consiguieron aumentar el ya elevado número de heridos por flecha, jabalina o aceite hirviendo y, a un tiempo, incrementaron la sensación de misión imposible, creencia cada vez más extendida entre todos los legionarios. De hecho, el joven general sólo empleaba ya la mitad de los efectivos, como si intentase economizar fuerzas para un largo asedio. Algo que podría tener sentido si estuvieran en Italia, pero que en medio de Hispania no tenía razón de ser, ya que en menos de cinco o seis días, las tropas de Asdrúbal llegarían y los romanos no tendrían más opción que batirse en retirada. ¿Para qué entonces todo aquel esfuerzo inútil?
La noche había caído sobre el campamento romano y el general retiró a las tropas que habían entrado en combate durante el día.
—¡Que descansen! —dijo a Marcio—. ¡Y que el resto cene bien! ¡Esta vez continuaremos de noche! ¡En un par de horas!
Marcio asintió, sin convencimiento, pero aceptó las órdenes. Intentaba entender las razones por las que Publio combatía de esa forma tan absurda, pero no las encontraba. Había estado observando al joven general durante días y en él veía la planta de su tío Cneo por un lado y, por otro, la introspectiva actitud de su padre. Era un muro difícil de penetrar, imposible de saber lo que pasaba por la cabeza de aquel joven al mando. Sólo el halo de seguridad en sí mismo que irradiaba mantenía a sus oficiales obedeciendo instrucciones que no entendían.
Publio dejó a Marcio con su mirada perdida y sus pensamientos y, acompañado por sus lictores, que de forma constante le guardaban, se dirigió hacia el extremo norte del campamento, el más alejado de los combates, en busca del regimiento de Quinto Terebelio. Los lictores seguían a su líder con destreza y puestos sus cinco sentidos en su labor de defender la vida del general, que durante los combates tenía la audaz costumbre de adentrarse hasta estar cerca de las murallas, especialmente por el lado norte, junto a la laguna, para observar y dirigir las operaciones de ataque. Publio había seleccionado a los tres lictores más musculosos y fuertes para que éstos, con sus escudos en alto, le protegiesen de la continua lluvia de proyectiles que caían desde el cielo provenientes de los defensores de la ciudad. Hasta ahí todo era razonable, osado, atrevido, pero dentro de lo aceptable: el general se aventuraba entre las líneas de combate, pero al tiempo buscaba una protección adecuada. Lo que extrañaba a los lictores era el hecho de que con frecuencia descubrían a su general mirando más hacia la laguna que hacia las murallas orientales donde tenían lugar los combates. Era como si al joven general le aburriese la contienda y perdiese sus pensamientos y sus ojos entre las pantanosas aguas de aquella laguna de cieno.
En la laguna
Quinto Terebelio estaba sentado, cenando con sus hombres, sin apenas apetito, su moral por los suelos, humillado por estar apartado del combate de forma perpetua.
—¡Centurión, prepara a tus hombres! ¡Tienes cinco minutos! —dijo el joven general a sus espaldas.
Quinto se volvió y vio la figura de Publio Cornelio Escipión rodeado de su guardia personal. Como un resorte el centurión saltó del suelo y a gritos ordenó a todos sus hombres que formasen y se preparasen para entrar en acción.
—¡Arriba, gandules! ¡Por Hércules! ¡Parecéis nenazas aturdidas! ¡Arriba, he dicho!
A gritos a los que se alzaban y a patadas con los que estaban durmiendo, el veterano centurión consiguió que sus hombres estuvieran armados y en formación en menos de los cinco minutos asignados. El general observó la rapidez de aquel oficial a la hora de ejecutar la primera orden directa que le daba y sonrió mientras bebía algo de agua que un lictor le pasaba mientras esperaba que todo estuviera dispuesto.
—¡Bien, centurión! ¡Vamos allá! ¡Seguidme! —dijo el general.
Publio se adentró hacia el norte, alejándose de la ciudad y bordeando la laguna. Los quinientos legionarios de los manípulos sobre los que Quinto Terebelio tenía el mando le seguían a paso rápido. El general parecía tener prisa. Marcharon durante veinte minutos hasta que la ciudad quedó dibujada en la distancia como una tenue silueta proyectada por la luz de las antorchas que los defensores mantenían encendidas para el doble objetivo de vigilar la aproximación de enemigos y el de encender el aceite en caso de necesidad y arrojarlo por encima de las murallas. No había luna, de forma que lejos de la ciudad apenas se podía ver en aquella noche de espesa oscuridad. Quinto meditaba en silencio. ¿Una misión especial? ¿Tendría el general calculado lo de aquella noche sin luna o sería una simple coincidencia?
Avanzaban entre matorrales de arbustos y algún que otro árbol aislado hasta que alcanzaron un claro junto a una ensenada que daba acceso a la laguna. El general ordenó detener las tropas. Allí, esperando, había un pequeño grupo de soldados romanos. Por sus ropas y piel curtida por el sol parecían marineros de la flota. Con ellos un celta de aquella región aguardaba. Quinto y sus hombres vieron cómo el general se acercaba hasta encontrarse con el extranjero hispano. A una señal de Publio, el celta se separó del resto y se aproximó hacia la laguna. El general le acompañaba. Quinto los vio deliberar un rato. El celta señalaba hacia la ciudad y hacia la laguna. El general escuchaba y asentía. Al cabo de unos minutos, Publio dejó solo al hispano junto al agua y se dirigió a los hombres.
—¡Vamos a hacer un sacrificio antes de entrar en combate! Necesitamos la ayuda de los dioses para acometer con éxito la conquista de esta ciudad que se nos resiste. Os prometí que los dioses nos ayudarían y en especial Neptuno, pero antes debemos ofrecer un sacrificio apropiado para conseguir su afecto y su ayuda.
A la luz de las dos únicas antorchas que el general había permitido encender, los legionarios asistieron al ritual: los marineros de la flota trajeron un enorme buey de cinco años y más de quinientos kilos de peso. Caminaba lento, sin prisa, tranquilo, ajeno a su próximo destino. Entre varios marineros ataron al animal a una gran estaca junto al agua. Uno de ellos, al que el general había designado para que actuara de popa, desplegó en el aire una gigantesca y pesada maza. Otros dos marineros sacaron flautas, y con suavidad, hicieron sonar una música relajante que acariciaba el aire fresco de aquella noche.
—¡Agone!
Se escuchó la orden del general y el popa descargó la maza sobre la cabeza del animal una, dos, hasta tres veces. El enorme buey primero se tambaleó, luego, con el segundo golpe, hincó las rodillas de sus patas delanteras y, con el tercer mazazo, se desplomó como un alud de tierra. Los legionarios se sobrecogieron por el gran impacto de la bestia al caer sobre el suelo. Acto seguido, el joven general se arrodilló junto al moribundo animal y segó el cuello de la bestia. Un río rojo de sangre zigzagueó como un caudaloso afluente, deslizándose a un paso de los pies del celta que, nervioso, observaba toda la escena, hasta desembocar en el agua de la laguna. Allí, en la orilla agua y sangre se fundieron en un abrazo largo quedando toda la playa teñida de un púrpura espeso.
—¡Neptuno, dios de las aguas y señor de los ríos y el mar! —empezó a decir Publio con el cuchillo en su mano en dirección al lago, ante la atenta mirada de legionarios, marineros y el pescador celtíbero—. ¡Sé propicio a nuestros designios esta noche en la que te honramos con la sangre de este animal! ¡Roma lucha por su libertad y por su supervivencia y esa lucha nos ha conducido hasta estas tierras lejanas y extrañas a nosotros, pero sabemos que tu poder no tiene límites ni fronteras y que allí donde haya agua estás tú, gobiernas tú! ¡Vela por nosotros en esta ciudad rodeada por el mar y esta laguna! ¡Te lo ruego a ti y al resto de los dioses!
Una vez terminada la oración el joven general se levantó y se volvió hacia sus hombres buscando con sus ojos al centurión al mando.
—¡Quinto, has de seguir a este pescador celtíbero a través de la laguna con tus hombres!
El centurión le miró. Quinto era consciente de que el general ya había considerado anteriormente, durante la larga marcha hasta Cartago Nova, que él recelaba de cumplir órdenes, de modo que dar esa impresión era lo que más alejado estaba de su intención, pero, no podía evitarlo, sentía la necesidad de advertir al general. Dudó. Miró a la laguna. Miró a sus hombres. Asintió. Empezó a caminar hacia el lago. Se detuvo. Se volvió una vez más hacia el general.
—Mi general… —empezó, pero no se atrevió a seguir.
—¿Y bien? —preguntó con voz seca Publio.
Quinto tragó saliva.
—No sé nadar, mi general. Y creo que la mayoría de mis hombres tampoco. No llegaremos a las murallas.
Publio inspiró con profundidad y no exhaló hasta sentir que tenía los pulmones henchidos de aire. Resopló despacio y, al fin, respondió al centurión.
—Quinto Terebelio, te he dado una orden: coge a tus tropas, a todos los manípulos y que, en columna de a dos, siguiendo a este guía celtíbero, crucen la laguna. Una vez allí vuestro objetivo es escalar la muralla por este extremo norte, mientras que nosotros atacaremos por el sector oriental, el de la puerta. Cuento contigo y tus hombres para que esta noche me demostréis que valéis para algo más que replicar a un superior y lamentaros como mujerzuelas baratas.
Quinto Terebelio bajó la mirada. El general parecía no entender o no querer entender. Quinto estaba dispuesto a dar su vida en combate en cualquier momento, por su patria, por su general, pero aquello era un suicidio para él y gran parte de sus hombres. Muy pocos alcanzarían la muralla. La mayoría serían arrastrados por la profundidad de las aguas y todo sería inútil. El general, aquel maldito jovenzuelo que dudaba de su capacidad para seguir órdenes, le humillaba de nuevo ante todos. Quinto tragó saliva por última vez y se dirigió a sus soldados.
—¡En columna de a dos! ¡Y sin rechistar! ¡Al primero que diga algo le corto el cuello! ¡Estamos en guerra y entramos en combate! ¡Vamos a cruzar la laguna! ¡Si alguien dice una palabra, lo mato aquí mismo! —Y desenfundó la espada cuyo filo brilló resplandeciente bajo la luz de las antorchas.
El general se volvió hacia el bárbaro hispano que debía actuar de guía y se despidió de él.
—Hasta luego, Ilmo. Cumpliré con mi parte del trato. Nos vemos al amanecer.
El pescador asintió sin demasiada convicción. Puede que cruzasen la laguna, pero no veía que aquellos hombres fueran a conseguir escalar las murallas y derribar a sus defensores. Pero ya era demasiado tarde para todo. Allí le había conducido su manía de contar historias, su afán de protagonismo. Si salía de ésta, aprendería la lección y permanecería callado por mucho tiempo. Se encomendó a Lug[*], el dios principal de su pueblo, y Dagda[*], la diosa de los infiernos, pero también de las aguas y la oscuridad. Sin duda Dagda estaría presente en aquella noche infernal en la que iban a cruzar aquel lago de aguas pantanosas.
—Seguidme —dijo Ilmo en voz baja.
—Vamos de una vez —respondió Quinto.
El general ordenó apagar las antorchas. A su alrededor sólo oscuridad y sombras. Allí permaneció hasta que vio a los soldados alejarse.
—Volvemos al campamento —ordenó entonces Publio—. Vamos. Rápido. No tenemos tiempo que perder. Llevo años esperando este momento.
Muralla norte
Quinto avanzaba con lágrimas en los ojos. El silencio de sus hombres le hacía entender hasta qué punto temían todos por su vida. Todos pensaban en lo mismo. De un momento a otro el agua les llegaría a la cabeza y, luego, el fin. ¿Para qué tanto sacrificio a los dioses? ¿Iba Neptuno a enseñarles a nadar en un minuto? Aquel celta sabría hacerlo y se separaría de ellos en cuanto el agua fuera demasiado profunda para caminar. De momento sólo les cubría hasta la rodilla pero, de pronto, al dar un paso, Quinto vio al celta hundirse hasta la cintura. Le siguió y sintió el agua fría de la noche en su estómago, donde un nudo apenas le dejaba respirar. Maldita suerte y maldito general. Quinto seguía avanzando, apartando plantas y alguna rama que flotaban en la laguna. El agua llegó hasta el pecho. Andar se hizo más complicado, pesado, lento. Llevaba coraza, una lanza, su espada, una daga, y una escala larga, además de su escudo. Demasiado material con el que moverse en aquel lodazal.
—Espera —dijo Quinto al celta—. Ve más despacio. No podremos seguirte si vas tan rápido.
El celta obedeció y ralentizó su marcha. ¿Y por qué se fiaba el general de aquel bárbaro? Igual los traicionaba. Claro que seguramente el general le buscaría hasta darle muerte a él y a su familia. Sí, eso sería: la familia. Por ahí se habría asegurado la lealtad de aquel hombre.
Un agujero. Quinto se hundió en el agua. Tragó líquido pero pudo dar un paso más y volvió a tocar fondo. Tosió, escupió. Se apartó el pelo mojado del rostro. El celta seguía allí. Estaba detenido. Pensaba. «Genial. A lo mejor, tampoco sabe nadar. Aquí moriremos todos». El celta volvió a caminar. Quinto le siguió y, como si ascendieran una ladera sumergida emergieron hasta que el agua sólo les cubría por la rodilla. Quinto miró hacia atrás. Sus hombres eran una larga hilera de sombras asustadas, igual que él, pero que avanzaban en silencio. A su alrededor todo era un mar de agua. Estaban a mil pasos del punto de partida y aún les quedaba el doble de distancia hasta alcanzar la ciudad. Se encontraban en medio de la laguna y el agua sólo les cubría hasta la rodilla. Aquello era increíble. ¿Neptuno? ¿El general? ¿El guía? Quinto no podía creer lo que veía, pero sus hombres parecían casi caminar sobre las aguas: cinco manípulos de legionarios pertrechados para el asalto de la fortaleza corriendo sobre la laguna bajo un cielo estrellado pero sin luna.
Muralla oriental
Publio había llegado al campamento y ordenó que se presentaran ante él Marcio y Lelio. Éstos llegaron rápido, uno desde el campamento y el otro en una barca desde el sur, donde permanecía la flota fondeada a la espera de una señal del general para entrar en combate.
—Vamos a atacar de nuevo, pero esta vez por la noche. Marcio dirigirá el asalto a la puerta oriental, en el istmo, primero con la mitad de las tropas, la tercera legión, la que ha descansado durante el día, y en una hora serán reemplazadas por la cuarta legión, excepto los hombres de Terebelio, que atacarán por la noche, a través de la laguna. Tú, Lelio, harás que los marineros se lancen a la toma de las murallas por la parte sur, desde los barcos. Hemos de conseguir que el general cartaginés al mando concentre sus esfuerzos y sus hombres en el lado este y sur y que se olvide de la muralla norte. Ése es vuestro objetivo. Nos reencontraremos al amanecer… en el foro de la ciudad.
Publio no admitió preguntas. Tenía demasiadas cosas de las que ocuparse. Marcio y Lelio se miraron. No dijeron nada. No hacía falta. Publio sabía que ambos dudaban de que los hombres de Terebelio pudieran alcanzar vivos la muralla norte. Y aun así, sería difícil que pudieran hacerse con ella, pero en cualquier caso, las instrucciones del general habían sido claras y, al igual que aquel joven superior a ellos en rango militar confiaba en ellos, lo había hecho siempre y lo seguía haciendo, ellos debían seguir el plan trazado y confiar en su superior. Les resultaba difícil, pero, adiestrados en la disciplina y, alimentada ésta por una importante dosis de afecto hacia la persona del general, en especial en el caso de Lelio, partieron raudos a cumplir con las instrucciones.
Publio los vio marchar dispuestos, ágiles. Sabía que dudaban pero que seguirían adelante con el plan. Ahora sólo quedaba esperar que Ilmo no hubiera mentido y que Quinto fuera realmente el hombre del que siempre le habían hablado: el mejor soldado en el campo de batalla, siempre que estuviera rodeado de tierra firme, claro.
Muralla norte
Estaba empapado, agotado, con agua hasta por las orejas, pero vivo. Quinto se sentó un momento en la orilla. Sus hombres iban llegando con la misma expresión de sorpresa y cansancio.
—Silencio —ordenó Quinto en un susurro mientras recuperaba el resuello. Era importante retomar fuerzas y no llamar la atención sobre ellos. Las murallas estaban apenas a quince pasos.
Un centinela cartaginés de la zona norte del muro lamentaba haber sido relegado a esa posición de retaguardia. El ataque romano se había reiniciado en la parte oriental y lo mismo parecía ocurrir con el sector sur que daba hacia el mar. Sus superiores desconfiaban de él por su tendencia a beber más de la cuenta. Por eso a él y otro grupo más de soldados que estaban arrestados por pelearse entre sí en medio de las calles de la ciudad, cuando los soltaron para ayudar en la defensa, los ubicaron en el sector norte, donde los romanos nunca atacarían. Miró a su alrededor. Nadie. Se agachó y tomó una pequeña ánfora que había dejado junto a la pared del muro, entre dos almenas. Echó un trago. Ya que lo consideraban un borracho, ya no había por qué esforzarse en no serlo. Le pareció oír un chapoteo. Se asomó por el muro hacia la laguna. No vio nada. Quizá alguna sombra. Volvió a mirar. Nada. Si no iban a contar con él allí donde hacía falta, quizá lo mejor fuera echarse a dormir.
Muralla sur
Lelio inspeccionaba a los marineros que en unas horas se lanzarían contra la muralla sur de aquella fortaleza. Él no era un orador. Tenía que mandar a aquellos hombres contra un destino tenebroso. El objetivo era del todo imposible, pero su lealtad al joven Publio le empujaba a seguir con la estrategia marcada. Buscó palabras de ánimo en lo más profundo de su ser.
—¡Los dioses estarán con vosotros cuando subáis por esa muralla! —empezó, elevando su voz para ocultar con el potente volumen sus propias dudas—. ¡Los dioses os guiarán! ¡Hoy vais a conquistar una gran ciudad y esa heroicidad será recordada por vuestras familias y descendientes! ¡Seréis héroes de la patria! —Lelio se pasó una mano por la boca. La tenía seca. ¿Tendrían aquellos marineros tanto miedo como él?— ¡Hoy vais a la gloria! ¡Al mismo tiempo que nosotros atacamos por el sur, el general lo hará con la tercera y la cuarta legión por tierra! ¡Nuestras fuerzas combinadas doblegarán la resistencia de los malditos cartagineses y con la caída de la ciudad nos apoderaremos de todas las riquezas que allí nos esperan! ¡Por Roma! ¡Por todos los dioses!
—¡Por Roma! ¡Por Roma! ¡Por los dioses! —gritaron los marineros de su barco y de los buques cercanos. Lelio se sorprendió de aquella respuesta. Realmente aquellos hombres parecían creer en el joven general. Bien, mejor así para todos. Con el ceño fruncido, oteando la noche oscura, ordenó que los remeros empezasen a bregar. Con lentitud pero con el rumbo preciso, las naves surcaban las aguas del mar en dirección a la muralla sur de la ciudad.
Muralla norte
Quinto, ya recuperado del paso de la laguna, brazos en jarras miró al muro. Tenía la altura de cuatro hombres. Bastante menos que en el lado oriental. Estaba claro que los cartagineses confiaban demasiado en su laguna para guardarlos del enemigo por aquel extremo de la ciudad. Bien. De esto sí sabía él. Pisaba tierra firme y había un muro por escalar con soldados armados en lo alto. No era una merienda. Estaba contento. Se dirigió a sus oficiales en voz baja. Ordenó que se alinearan en cinco filas. Cien hombres en cada fila. Los legionarios de la primera hilera tenían las escalas. Desde el otro lado de la ciudad se empezó a escuchar el fragor inconfundible de una contienda campal en toda regla. El general estaba cumpliendo con su parte del plan. Ahora le tocaba a él y por todos los dioses que iba a hacerlo.
Quinto se puso dos pasos por delante de sus hombres. Alzó la espada para dar una señal, pero se dio cuenta de que, en la oscuridad, no le podían ver más allá de diez o quince pasos. Ordenó entonces que, cada diez hombres, un legionario saliera para, igual que él, dar la señal al mismo tiempo. En un minuto todo estaba dispuesto.
—Por Hércules, vamos allá —dijo sin elevar la voz y bajó su espada. A su señal, veinte escalas volaron por el aire hacia el muro, y a una señal nueva por cada lado, veinte más, cuarenta, sesenta, ochenta. Cien escalas sobre el muro. Quinto fue el primero en empezar a trepar y tras él cien hombres. El centurión, pese a sus años de veterano, trepó como un gato y en unos segundos se encontró en lo alto del muro.
Un cartaginés estaba como dormido sobre el pasillo en lo alto de la muralla; junto a él una pequeña ánfora. Quinto se ocupó de que no despertase segándole el cuello con la daga. El cartaginés sólo tuvo tiempo de abrir los ojos, hacer una horrible mueca y quedarse muy quieto con la lengua colgando por la comisura de los labios. Quinto avanzó por el muro supervisando cómo sus hombres ascendían sin ser molestados. Un par de centinelas fueron despeñados hacia el lado exterior, quebrándose sus huesos con golpes secos al estrellarse contra el suelo enlodado. Quinto ordenó que, una vez que todos los hombres estuvieran en lo alto del muro, subiesen las escalas y las descolgasen por el lado interior.
—Tres manípulos, al interior de la ciudad, hacia el foro. Estamos junto al Arx Hasdrubalis. Debéis avanzar en esa dirección —explicó señalando al sur—. El resto, los otros dos manípulos, me seguirán por el muro, hacia el este, hacia las puertas de la ciudad. Matad a todo lo que se mueva hasta que recibáis nueva orden.
Los soldados se fueron descolgando y, en grupos de veinte hombres, se adentraban en la ciudad. En lo alto del muro, Quinto escuchaba el estruendo de la batalla que tenía lugar al este y el sur. Pronto sus hombres se unirían a aquel tumulto. Avanzó rápido por el pasillo de la muralla, cuando un grupo de soldados africanos, con las espadas desenvainadas, se arrojaron hacia ellos gritando y dando la señal de alarma.
—¡Bien, esto empieza ya! —dijo y espada en mano arremetió contra el primero de los cartagineses.
Paró el golpe con el escudo y, por debajo, pinchó en la pierna a su oponente. Éste se arrodilló por el dolor y, entonces, por arriba le clavó la espada en el cuello. Vino entonces otro cartaginés. Quinto dejó el remate del primero para más tarde y nuevamente se defendió con el escudo. Un golpe imponente le hizo retroceder un paso. Aquél era un gigante. Otro golpe y Quinto retrocedió otro paso, pero cuando el enorme africano iba a asestar un tercer golpe, Quinto se lanzó sobre él con el escudo haciéndole perder el equilibrio. El gigante se apoyó en la pared del muro y evitó la caída, pero entonces se encontró la espada del centurión clavada en medio del pecho. Quinto la giró al sacarla, para asegurarse de que hacía el mayor destrozo posible y un chorro de sangre brotó como una fuente. El gigantón aun así se levantó, pero Quinto le clavó la daga en el cuello, le empujó de nuevo con el escudo y le volvió a clavar la espada, esta vez en el vientre. El africano se arrodilló agonizante. Quinto siguió su avance hacia la puerta. Sus hombres iban haciendo lo propio y rematando los heridos que su centurión iba dejando en su camino. En lo alto de la muralla norte se libraba una batalla encarnizada.
Muralla oriental
En la puerta oriental, las legiones atacaban con toda su energía. Centenares de legionarios escalaban los muros obligando a los defensores a duplicar sus trabajos para detenerlos antes de que alcanzaran las murallas. Pero pese al aceite hirviendo, a las jabalinas, flechas y otros proyectiles, algunos de los triari más veteranos empezaban a trepar hasta lo alto extendiéndose así la batalla hasta la fortaleza misma de Qart Hadasht. Publio lo observaba desde una distancia prudente, rodeado de su guardia. No sería suficiente. Los legionarios que ascendían eran rodeados rápidamente por grupos de defensores y eran abatidos. El esfuerzo de los romanos estaba siendo titánico, pero los legionarios sentían que tampoco esa vez conseguirían nada más que ver cómo decenas de sus amigos caían uno tras otro en un infructuoso y absurdo intento por conquistar lo inconquistable. Hasta allí los había conducido un joven general romano inexperto en el mando, insensato en sus planes.
Publio miró al suelo. Sentía el abatimiento que se extendía entre sus hombres. Lo veía en la faz de sus lictores y en el rostro de sus oficiales. Estos últimos le miraban suplicando con su gesto cabizbajo que ordenase el repliegue, pero el joven general permanecía impasible, como paralizado, mientras era testigo de cómo sus tropas sucumbían ante un muro imposible contra el que él se obstinaba en lanzarlos en un combate sin sentido ni esperanza. Pero entonces ocurrió algo que no estaba en los manuales que los centuriones habían leído. El general desenvainó su espada, la levantó hasta la altura del pecho y la hizo girar en el aire con agilidad, trazando un círculo invisible, como si retara al enemigo, al abatimiento de sus hombres y a las mismísimas murallas de la ciudad.
—¡Vamos allá! —gritó—. ¡Por Roma, por todos los dioses! ¡Al ataque hasta el final!
Desenfundó su espada y trazó con ella la circunferencia en el aire sin soltarla, el giro que anunciaba que el general entraba a muerte y hasta el fin en combate. Todos los que le rodeaban reconocieron aquel gesto que habían visto en su padre y en su tío en más de una ocasión. No había marcha atrás. Y sin mirar atrás, sin atender a si le seguían o no, al igual que hiciera años atrás en Tesino, el joven general se lanzó a buen paso primero y luego a la carrera hacia las murallas. Sus oficiales se miraron, los lictores, tras un instante de indecisión, siguieron a su general y, en unos segundos, el resto de las tropas que permanecían en la retaguardia recibieron la orden conjunta de todos sus centuriones de lanzarse al ataque contra las murallas de Qart Hadasht. Era un suicidio colectivo, pero si el general cargaba el primero, nadie podía ni quería quedar como un cobarde.
El suelo tembló ante el veloz avance de los miles de legionarios. Los cartagineses que estaban satisfechos con la resistencia de su fortaleza, seguros en la confianza que les otorgaban sus murallas, se sorprendieron ante la nueva acometida de los romanos. Ahora atacaban todos a un tiempo.
—¡Da igual! —Se escuchó la voz de Magón, dando ánimos a los defensores—. ¡Es un ataque suicida! ¡Se estrellarán todos contra las murallas! ¡Sólo tenemos que entretenernos en ir matándolos mientras intentan subir! ¡Por Baal y Tanit, todos a las murallas! ¡Calentad más aceite! ¡Tensad los arcos! ¡Coged jabalinas! ¡Vamos a recibirlos como se merecen! ¡Hoy lamentarán haber pensado nunca que podrían tomar esta ciudad! ¡Y ya muy pronto Asdrúbal terminará con los despojos que dejemos de estos miserables!
El avance romano proseguía, firme, obstinado, absurdo.
Muralla sur
Entretanto, Cayo Lelio ordenó redoblar la intensidad del ataque de la flota sobre las murallas del sur, donde los defensores, desde los muros y la colina de Vulcano, lanzaban toda clase de misiles, algunos incendiarios, prendiendo fuego a un par de naves que los romanos se veían obligados a retirar para evitar que con ellas ardiera el resto de la flota.
Muralla oriental
Magón lo dirigía todo corriendo de un lugar a otro, yendo veloz desde el sector sur al oriental, manteniendo los ánimos de sus soldados, su moral de resistencia y éstos respondían con energía y valor. Aquél sería un amanecer sangriento para ambos bandos, pero estaba seguro de que los romanos se llevarían de largo la peor parte y que, tras este nuevo fracaso, el desánimo sería completo entre sus filas, y se retirarían. Esa mañana iba a traerle una gran victoria. Magón caminaba satisfecho de vuelta al sector este de la muralla, contemplando cómo el propio general romano se involucraba en la lucha. Era un mojigato. Eso explicaba aquella ofensiva tan estúpida. Los romanos debían de estar muy mal cuando enviaban dos legiones al mando de jóvenes sin experiencia. Esta guerra pronto iba a decantarse a favor de Cartago. Magón puso los brazos en jarras.
—¡Verted más aceite! ¡Vamos a tostar a todas las legiones de Roma si hace falta y luego nos vamos a reír sobre sus cadáveres asados! —Y lanzó una enorme risotada que resonó como un trueno en medio del fragor de la contienda.
Muchos de sus hombres rieron con él mientras volcaban pesados calderos de aceite incandescente por el muro oriental. Magón reía al ver a los romanos del muro retirarse frenando el avance de las nuevas tropas que llegaban bajo el mando directo de aquel imbécil de general que se habían traído los romanos consigo. De pronto, Magón escuchó un silbido que acertó a reconocer de forma inconsciente y por eso se agachó. Un dardo le pasó rozando la espalda y luego otro y otro más. Una lluvia de flechas que venían desde el pie del muro pero por detrás, desde el interior de la ciudad. El general cartaginés se revolvió enfurecido. ¿Quiénes eran los inútiles que apuntaban tan bajo que iban a herir a los propios defensores de la ciudad? Pero cuando se volvió, Magón encontró algo que no entendió: una centena de romanos luchaba en las calles de la ciudad abatiendo a los pocos soldados cartagineses que habían quedado fuera de las murallas. Era una lucha, más bien, entre legionarios y ciudadanos armados que hacían lo que podían por defenderse y lo hacían mal. Un regimiento de arqueros romanos lanzaba flechas contra los defensores púnicos del sector oriental. Magón vio cómo varios de los defensores de la muralla caían abatidos. Miró entonces al exterior. Apenas caía ya aceite por la piedra, pues los que debían verterlo estaban muertos. El general romano había alcanzado la puerta y desde allí dirigía a sus hombres hacia las escalas. ¿Legionarios dentro de la ciudad? Magón sacudió la cabeza. Se protegió con un escudo de la intensa lluvia de flechas y ordenó que varios hombres le siguieran para bajar al interior de la ciudad y terminar con aquellos romanos que habían penetrado en la misma, aunque aún no entendiera bien cómo podía haber ocurrido aquello. Todo el tiempo le atormentaba la misma pregunta. ¿Por dónde? ¿Por dónde habían accedido aquellos legionarios a la inexpugnable Qart Hadasht?
Muralla sur
—¡Alejad ese barco, alejadlo de aquí, por Hércules! —aulló Lelio a sus hombres. Una de las naves se había incendiado al caer sobre la cubierta de la misma un río de aceite hirviendo que impregnó de fuego la madera del buque, remos y personas. Varios marineros salieron del interior de la nave ardiendo como teas y entre gritos infernales se arrojaban al mar para ahogar en sus aguas el incendio que los consumía. Las bajas eran incontables y los marineros empezaban a tener sus dudas sobre aquella estrategia. Lelio intentaba imponer orden y mantener la ofensiva, pero sus soldados parecían haber enfriado sus ánimos al calor del aceite en llamas, las jabalinas y las flechas que arrojaban los defensores. Todo parecía inútil. Pero tenía la orden de Publio de tomar aquellas murallas a toda costa. No podía retirarse ahora. A su lado tenía a un centurión de confianza, Sexto Digicio.
—¡Coge tus hombres, Sexto, y sígueme! ¡Por Cástor y Pólux que vamos a trepar por esa muralla, aunque sea lo último que haga en esta vida!
Sexto le miró como quien mira a un loco. El centurión, de mediana edad, rudo, fuerte, con experiencia, no veía sentido a aquello, pero oponerse a una orden directa del almirante de la flota tampoco era algo que fuera a brillar en su hasta la fecha excelente hoja de servicios en la flota de Roma. Asintió y ordenó a sus hombres que le siguieran.
En unos minutos, guiados por unos nerviosos remeros, el barco del almirante Lelio chocó contra la muralla sur. Las armas arrojadizas empezaron a llover sobre sus ocupantes. La colina de Vulcano se levantaba detrás del muro sur y todo parecía indicar que desde allí los defensores lanzaban también más proyectiles, incluso comenzaron a caer rocas del cielo. Una enorme piedra se despeñó sobre el centro de una nave penetrando con su gran peso hasta lo más profundo de la misma abriendo un boquete en la quilla. El agua entró igual que sale un chorro de sangre en una herida abierta. La nave naufragaría en cuestión de minutos.
—¡Maldita sea! —masculló Lelio bajo su escudo—. ¡Lanzad las cuerdas!
Los marineros de Sexto Digicio arrojaron las escalas hacia lo alto de la muralla. Muchas de las picas en las que terminaban cayeron sobre la piedra del muro. Los hombres de Sexto tiraron de ellas hasta que consiguieron que una mayoría de las escalas quedaran fijadas en la piedra. Una vez aseguradas las escalas, Lelio dio la orden de separar la nave. Los remeros empujaron con sus remos y separaron unos metros el maltrecho buque de la pared de piedra que se hundía en el mar. Al segundo una cascada de aceite hirviendo cayó desde lo alto de las murallas, pero al haber distanciado el barco del muro, éste se vertió sobre el mar y se diluyó en sus aguas.
—¡Al muro, rápido! —volvió a ordenar Lelio, y mirando a Sexto—, sólo tendremos esta posibilidad, centurión, un minuto antes de que vuelvan a cargar sus calderos y verter el aceite. Hay que alcanzar la muralla ahora.
Sexto tenía los ojos bien abiertos. Admirado por la audacia del almirante asintió con decisión. Los remeros volvieron a posicionar el barco junto a la muralla sur. Sexto se dirigió a sus hombres.
—¡Al muro! ¡Escalad, por vuestra vida! ¡Escalad rápido! ¡Por Hércules y todos los dioses!
Sexto vio cómo sus hombres se arrojaban sobre las cuerdas de las escalas que aún permanecían colgando de las murallas. Algunas maromas cedieron ante el peso de los hombres al haberse quemado parcialmente con el aceite y algunos marineros caían sobre la cubierta del barco, pero Sexto los volvía a lanzar sobre el muro.
—¡Arriba, soldado! ¡Al muro!
Aturdidos por la caída, se levantaban y volvían a asir las cuerdas de las escalas. Iban demasiado despacio. El almirante y el centurión se miraron. Se entendieron sin decirse nada. Ambos hombres enfundaron sus espadas en sus cintos y saltaron sobre las cuerdas. Empezaron a trepar como fieras malheridas en busca de refugio. La escala de Lelio se partió en un extremo, pero el almirante mantuvo el equilibrio y se pasó a otra escala que estaba al lado. Ésta parecía mejor conservada. Una flecha le pasó rozando el rostro. Lelio siguió ascendiendo. Aquello era una locura, el final. Aquel joven ya le arrastró a una insensatez en Tesino y ahora se repetía la historia. Se sonrió. No lo pudo evitar. En medio del fragor de aquella lucha, entre las flechas y las jabalinas, trepando como un equilibrista por aquella muralla que parecía no tener fin, recordó cuando en el norte de Italia Publio padre le encomendó que velase por su hijo y pensó que desde entonces tendría una vida aburrida cuidando a un hijo de cónsul. Cuando miró hacia arriba, vio que ya sólo le restaba un metro. Desde abajo varias decenas de soldados, al ver al almirante y al centurión trepando por las escalas, no pudieron soportar la humillación de ver cómo sus oficiales hacían lo que era su trabajo y se lanzaron sobre las cuerdas, escalando como jabatos lo que antes no habían conseguido. Algunos caían atravesados por una jabalina, pero los más avanzaban con seguridad y tesón.
Sexto Digicio alcanzó lo alto de la muralla. Nadie le impidió que trepara sobre las almenas de piedra porque los defensores estaban ocupados arrastrando un enorme caldero con aceite hirviendo. Sexto se arrojó, espada en mano, sobre aquellos cartagineses que se vieron sorprendidos por la primera embestida de un enemigo en lo alto de la muralla sur. Dejaron el caldero y espadas en mano respondieron al ataque de Sexto. El centurión hundió su espada en el vientre de uno de los cartagineses y, con su escudo, que había atado a su espalda durante la subida al muro, detuvo el golpe de otro enemigo. Un tercer cartaginés se sumó al ataque contra Sexto y el centurión retrocedió, pero entonces vio cómo el almirante, que había accedido ya al muro, embestía con todas sus fuerzas a los cartagineses por la espalda. En un segundo dos africanos estaban en el suelo, heridos de muerte. Un grupo de defensores vio lo que estaba sucediendo y, a paso ligero avanzando con las espadas desenfundadas, corrieron a por ellos con el fin de arrojar a los intrusos romanos que habían escalado la muralla. Lelio leyó las malas noticias en la faz de Sexto y se giró. Diez africanos se abalanzaban sobre él, enfurecidos, dispuestos a matarle y dar así ejemplo al resto de los romanos de lo que pasaría con los que consiguieran escalar la muralla. Eran demasiados. Se volvió para ver si Sexto le ayudaría, pero el centurión se veía en una situación bastante parecida con un grupo de africanos que venían por el otro lado. Estaba claro que cada uno tenía que ocuparse de su propio destino. Lelio levantó el escudo y paró un primer golpe, pinchó una pierna desde el suelo, recibió dos golpes más sobre el escudo, sin mirar pinchó el vientre de otro enemigo, bajó el escudo para ver mejor y clavó su espada en el pecho de otro africano, pero se vio rodeado. Sintió un pinchazo en el hombro y luego dos golpes más sobre el escudo. Se arrodilló, para no caer. Se le echaban encima varios hombres a la vez, pero se levantó con gran empuje y los hizo retroceder con el escudo. Quedaban siete cartagineses en pie. Él estaba herido en un hombro. Era el izquierdo. Aún podía sostener el escudo para defenderse y tenía la derecha para manejar la espada. Se sintió bien. Al menos luchaba en lo alto de la muralla. Fuera cual fuese el resultado de aquella contienda, al menos Publio vería que alcanzó la muralla. El muro era estrecho en aquel lugar. Apenas unos metros. Eso le favorecía porque los cartagineses no podían lanzarse todos al tiempo contra él. Dos africanos se adelantaron y se reinició la lucha. Lelio paraba los golpes sosteniendo el escudo con el brazo herido. Segó con un veloz ademán el cuello de uno de los cartagineses. Éste arrojó su espada y se llevó las manos al cuello partido intentando infructuosamente detener la hemorragia. La sangre lo impregnó todo y el suelo del muro quedó resbaladizo. El otro cartaginés vio reforzado su ataque con la suma de otro de sus compañeros. Lelio se mantenía firme. ¿Es que nadie más había alcanzado la muralla?
Muralla norte
Quinto Terebelio dividió sus fuerzas: un manípulo continuó su avance por la muralla y el otro descendió con él hacia el interior de la ciudad. Con este último grupo de legionarios se presentó con rapidez en el lugar donde se encontraban los cartagineses que custodiaban la gran puerta oriental de la ciudad. Quinto no tenía un plan muy desarrollado.
—¡A por ellos! ¡No dejéis ni uno vivo!
Los cartagineses, entre sorprendidos e incrédulos ante lo que estaba pasando, se defendían con vigor, pero el empuje de aquellos hombres llegados de no se sabía dónde los hizo retroceder. Y es que había algo que envenenaba el ánimo de los africanos. Si había legionarios en la ciudad es que habían entrado por algún sitio, de forma que la ciudad había cedido en algún punto, de modo que lo imposible podía ocurrir: por primera vez en todos aquellos días, los cartagineses luchaban pensando en que una derrota era posible.
Quinto hirió con su espada a un hombre en el estómago y luego a otro en el costado. Pasó por encima de ellos y los remató hundiendo consecutivamente su espada en sus pechos para volverse de nuevo y encarar a un tercero que apareció dispuesto a frenar su avance. Este último asestó un poderoso golpe que Quinto detuvo con su escudo, pero el impacto fue tan fuerte que el centurión perdió el equilibrio y cayó de lado, pero manteniendo el escudo en alto, de modo que pudo parar otro golpe mortal que le lanzó su contrincante. Quinto se revolvió como un gato y, desde el suelo, clavó su espada en una rodilla de su enemigo. Éste gritó y se dobló hasta caer en el suelo, encogido. Quinto aprovechó para incorporarse y cortar el cuello de su enemigo con el filo de su espada. La sangre le salpicó. El centurión romano observó que sus hombres habían acabado con el resto de los cartagineses. Dos legionarios yacían muertos entre los enemigos. Quinto se pasó el dorso enrojecido de su mano derecha, sin dejar de empuñar la espada, para secarse el sudor de la frente.
—¡Abrid las puertas! —ordenó, satisfecho, seguro, contento de sí mismo y de sus legionarios.
Muralla oriental
Entre el aceite hirviendo y las jabalinas, bajo el infierno de las murallas, los centuriones empezaron a albergar de nuevo la idea de retirarse aunque aquel loco general estuviera decidido a inmolarse como un insensato. Pero cuando lo veían, compartiendo con ellos la lluvia de flechas, protegido tan sólo por los escudos de los lictores, dudaban y no sabían si estaban bajo el mando de un alucinado o de un valiente.
Sin embargo, las imponentes murallas retrataban una cruda realidad. Y así fue durante varios minutos hasta que los oficiales detectaron que parecía descender el lanzamiento de proyectiles y que el aceite dejaba de resbalar por los muros en cascada continua. Ordenaron entonces un nuevo intento de trepar hacia las murallas y vieron, ante su sorpresa, que muchos empezaban a ganar acceso a las mismas. Y, lo más impactante de todo, sin saber cómo ni por qué, las puertas de la ciudad se abrían, despacio primero y luego con más rapidez hasta quedar desplegadas de par en par. Y de entre ellas salió un solo soldado, vestido de centurión romano, con su casco cubierto por la cresta de los oficiales de las legiones romanas, y sus compañeros reconocieron la figura robusta y ensangrentada de Quinto Terebelio.
Muralla sur
Varias decenas de marineros romanos alcanzaron lo alto de la muralla sur. Vieron a su centurión Sexto Digicio luchando con bravura contra un grupo de enemigos y con rapidez todos se unieron para ayudar a su oficial. En la confusión nadie se percató de dónde estaba el almirante.
Lelio mantenía su pugna contra el grupo de cartagineses que lo acosaba. Había derribado a dos más, pero el cansancio empezaba a hacer mella en su cuerpo y el hombro sangraba abundantemente. Se sentía débil. Retrocedió un paso, pero su sandalia resbaló sobre la sangre vertida por uno de los africanos derribados por él mismo y Lelio dio con sus huesos, de espaldas, sobre la dura piedra. Su cabeza se golpeó contra el muro y sólo el casco evitó que su vida se desvaneciera en aquel instante. Todo se tornó oscuro por un segundo y, para cuando recuperó la vista, pensó en que mejor habría sido caer al mar y acabar así de una vez con todo aquello. Dos africanos se acercaban con sus espadas en alto y una malévola sonrisa en sus rostros. Lelio buscó su espada, pero enseguida comprendió que en la caída la había debido de soltar y que ésta debía de haberse despeñado hacia las aguas del Mediterráneo. Estaba herido, desarmado y abatido. Uno de los cartagineses se adelantó tanto que Lelio sintió la pierna de su enemigo a la altura de sus pies. No lo pensó dos veces. Con sus piernas trabó al africano y lo hizo caer. Antes de que el otro africano reaccionara, Lelio estaba en pie blandiendo el arma de su oponente derribado.
—¿Quién es ahora el que sonríe? —preguntó Lelio mientras avanzaba sobre sus enemigos que empezaban a replegarse y eso que habían llegado más cartagineses. ¿Tanto miedo le tenían? Lelio se giró para ver si llegaba Sexto en su ayuda y, en efecto, el centurión estaba a sus espaldas avanzando con dos o tres decenas de romanos. Aquello empezaba a marchar bien. Lelio dio un brinco y trepó a lo alto de las almenas de la muralla sur para animar a sus hombres.
—¡A por ellos! ¡Por Hércules, que no quede ninguno con vida esta noche!
El almirante no tuvo tiempo de ver la flecha que se cruzó en su destino. No llegó el dardo a clavarse en su cuerpo, pero pasó rozando el cuello del almirante; éste, entre sorprendido y asustado al sentir cómo la saeta le seccionaba parte de la piel del cuello, perdió la orientación por un segundo, débil como estaba aún a causa de la sangre perdida por la herida del hombro. Sexto y sus hombres vieron al almirante tambalearse en lo alto de la muralla, en el borde mismo de una almena. Los cartagineses se quedaron petrificados también, contemplando aquella escena incierta. Un marinero romano intentó alcanzar al almirante antes de que trastabillara, pero llegó tarde. Romanos y cartagineses vieron cómo el cuerpo de Cayo Lelio, almirante de la flota romana, lugarteniente de Publio Cornelio Escipión, perdía lenta pero inexorablemente el equilibrio y cómo luego veloz se desplomaba desde lo alto de la muralla y se precipitaba al vacío hasta quebrar con el ímpetu de su peso las olas del mar.