Cartago Nova[M]
Hispania 209 a. C.
El centinela cartaginés sacudía su cuerpo a espasmos fruto de los escalofríos. La primavera parecía retrasarse y se adivinaban nubes en el cielo que ocultarían el sol durante toda la jornada. Se discernía, no obstante, en el horizonte un leve resplandor que anticipaba la llegada de un nuevo día para Qart Hadasht, capital del imperio cartaginés en Hispania. El soldado paseaba en silencio entre las almenas de la muralla. Buscaba calentar con aquel ejercicio sus músculos afligidos por las fauces del viento. De cuando en cuando miraba hacia el este, hacia el istmo que conectaba la ciudad, situada en una pequeña península, con la tierra firme de Hispania. La imponente muralla rodeaba toda la fortaleza y resultaba especialmente alta por todo el istmo, el único punto posible de entrada a la ciudad desde tierra. De esta forma el extenso y bien fortificado muro se alzaba como un obstáculo infranqueable para cualquier atacante. Las puertas de la ciudad permanecían cerradas y vigiladas por la noche, aunque aquel soldado pensaba que aquéllas eran del todo unas precauciones excesivas para una población enclavada en el centro de un vasto territorio dominado por los cartagineses. Todos sabían en Qart Hadasht que tres poderosos ejércitos púnicos se desplazaban libremente por toda la Hispania al sur del Ebro y que pronto alguno de estos ejércitos se lanzaría sobre los romanos para expulsarlos definitivamente de la península ibérica. Por todo ello, a aquel soldado de guardia se le antojaban absurdas las órdenes dadas por el general cartaginés Magón, al mando de la ciudad desde que los ejércitos púnicos se dispersaran por diferentes rutas de Hispania para apuntalar el dominio africano sobre aquel territorio.
El centinela cartaginés miraba entre distraído y somnoliento el horizonte. Tenía una poblada barba encanecida que señalaba sus muchos años de servicio en el ejército de Cartago. Era un hombre maduro, fornido y fuerte, que prefería la acción a las largas y pesadas guardias nocturnas en plazas fuertes lejanas de los frentes de batalla. Su fortaleza flaqueaba en un punto: su vista ya no era la de sus años de juventud. Por eso, cuando la luz de aquel amanecer nublado empezó a llenar el horizonte, no acertaba a entender bien lo que parecía adivinarse en lontananza. Se llevó una mano a los ojos y los restregó con fuerza, intentando sacudirse alguna legaña molesta y agudizar al máximo su desgastada visión. No alcanzaba a comprender lo que sus ojos parecían querer decirle. A unos cinco mil pasos de la ciudad había un gran ejército establecido, allí, delante de él, justo a las puertas de Qart Hadasht. Y aquellos estandartes… esas águilas… esos uniformes… los escudos y yelmos… Aquél no era un ejército de Cartago… El soldado inspiró profundamente hasta poder asimilar lo que pasaba. Una vez que hubo tragado saliva, dio un poderoso grito de alarma. En unos minutos la ciudad entera se despertó y empezó a comprender lo que estaba ocurriendo.
Magón estaba dormido junto a una joven ibera esclava, botín de guerra y del dominio cartaginés sobre Hispania. Aún no había mancillado el honor de la muchacha porque llegó demasiado borracho al lecho. Por eso la dejó allí, recostada en un lado de la cama, temblorosa y aterrorizada. Ya se ocuparía de ella al amanecer. Magón era un hombre robusto de casi dos metros, un gigante que comandaba las tropas de Cartago en la capital de su imperio ibérico. Como general al mando disponía de control completo sobre la guarnición de la ciudad, sobre sus habitantes y sobre el territorio que la rodeaba. Su poder en la capital era absoluto.
Por la ciudad empezaron a oírse gritos y un creciente tumulto de gentes corriendo por las calles. Magón abrió los ojos advertido por el ruido. Apartó el cuerpo de la esclava con un empujón que arrojó a la muchacha al suelo. Ésta no gritó al golpearse contra las frías baldosas. Sus días en el palacio de Magón le habían enseñado a guardar silencio siempre, en cualquier circunstancia. Se quedó en el suelo, quieta, casi conteniendo la respiración mientras Magón se levantaba torpemente. El vino de la noche anterior aún parecía tener efecto sobre su gigantesco cuerpo, pero al fin, con esfuerzo e intención se puso en pie y se dirigió a la ventana de su palacio en la colina Arx Hasdrubalis, donde se levantaba triunfante la acrópolis de la ciudad, una ciudadela fortificada dentro del recinto amurallado de Qart Hadasht. Desde la ventana el espectáculo terminó de despertar al general: cientos de hombres y mujeres corrían por las calles, muchos gritando, y decenas de soldados se dirigían a las puertas de la ciudad y la muralla. En ese momento un oficial cartaginés apareció en la estancia del general.
—Mi señor… los romanos… miles de ellos… un ejército… a las puertas de la ciudad. La guarnición está tomando posiciones en la muralla.
Magón no respondió al oficial. Cogió su espada, su coraza y su yelmo y salió de la estancia. El oficial le siguió de cerca. La joven esclava ibera se quedó en el suelo, acariciándose el codo sobre el que había caído, apaciguando su dolor. Aquella noche había soñado que pronto sería libre, que pronto estaría con sus padres en su pueblo natal. Ahora se preguntaba si aquello quizá fuera algo más que un sueño. Pero no tenía demasiadas esperanzas. Con los días de reclusión había aprendido a ser escéptica sobre el futuro y la vida. Se acordó de su joven prometido, un jefe ibero que la pretendía desde niña, alto, apuesto y siempre considerado con ella. La joven se echó a llorar entre sollozos ahogados para no llamar sobre sí la atención de ningún guardia.
Estaba amaneciendo sobre el campamento romano, pero ya había una intensa labor en todas partes. Había sido una noche a oscuras en la que el joven general Publio Cornelio Escipión no permitió encender hogueras para calentarse y así incrementar el efecto sorpresa en el enemigo al descubrir éste al alba un inmenso ejército a sus puertas. Aún sin desayunar y desde las seis de la mañana, todos los legionarios estaban excavando fosas y preparando empalizadas para levantar una doble fortificación que los protegiera por un lado de los defensores de la ciudad y por otro lado, a sus espaldas, de posibles refuerzos que vinieran a ayudar a los defensores, una estrategia de asedio similar a la que los cónsules llevaron a cabo en Capua el año anterior. El joven general había establecido su campamento justo en medio del istmo. De esta forma, con dos empalizadas podría defenderse de ambos lados, este y oeste. Al sur quedaba el mar y al norte un gran lago.
El general romano se movía veloz de un lugar a otro, dando órdenes, preparando el combate. ¿Cuál sería la reacción del oficial al mando de Cartago Nova? Publio se detuvo un segundo y volvió su rostro hacia las murallas de la ciudad. A cada momento aumentaba el número de soldados cartagineses en sus almenas. Cuando empezó a diseñar la estrategia para asediar Cartago Nova, hacía ya meses, antes incluso de su partida hacia Hispania, su primera opción fue la de un ataque por sorpresa, pero luego se decidió por otro plan más complejo que requería de la confrontación clásica propia de un asedio… al menos al principio. Estaba loco. Peor aún. Se dio cuenta de que en mitad de todos aquellos preparativos, rodeado de sus hombres trabajando en los fosos, en las empalizadas, tensos, dispuestos para el combate, él, Publio Cornelio Escipión, estaba disfrutando.
Magón alcanzó en unos minutos la muralla que se alzaba sobre las puertas de la ciudad. Los soldados se apartaron y el general cartaginés se abrió paso con rapidez hasta alcanzar las almenas: ante él un ejército romano de unos quince mil hombres levantaba un campamento fortificado. Un asedio. Magón no daba crédito a aquella locura. Se trataba de un ejército importante, con toda probabilidad el grueso de las tropas romanas en la península, pero insuficiente para tomar la ciudad y mucho menos en poco tiempo. En unos días los mercaderes que comerciaban a diario con Qart Hadasht extenderían la noticia del asedio romano y pronto llegarían refuerzos. Asdrúbal Barca no estaba a más de diez días de marcha con más de veinticinco mil hombres y decenas de elefantes. Eso era más que suficiente. Sólo tenía que aguantar un par de semanas, seguramente menos. Magón se dirigió a sus hombres.
—¡Están locos esos romanos! No son nada. Sólo tenemos que mantener nuestra posición unos días y esperar los refuerzos, que no tardarán. Tenemos comida y agua para meses. Podemos aguantar durante el día y hacer festines por la noche. Desde lo alto de las murallas nos reiremos a gusto viendo cómo son aniquilados por el gran Asdrúbal —y profirió una gran carcajada.
El resto de los soldados rio con su jefe y con ellos muchos de los habitantes de la ciudad, artesanos y comerciantes, que en la gran mayoría de los casos se habían enriquecido con el papel especial otorgado a la ciudad por Cartago.
Los romanos detuvieron los trabajos un instante. Desde lo alto de las murallas llegaba como un murmullo al principio apenas imperceptible, pero que al detener su trabajo y poder escuchar con más nitidez, poco a poco, fue haciéndose más identificable. Desde la ciudad llegaba el sonoro sonido de cientos de gargantas riendo.
Publio observó la duda y el miedo instalándose en el rostro de sus soldados. Todos sabían que la única posibilidad de victoria era un asedio rápido, antes de que llegaran los refuerzos cartagineses. Que los defensores de la ciudad se mostraran tan seguros como para reír no auguraba una conquista fácil. Pero en aquel momento, en el horizonte del este una extensa flota de varias decenas de barcos comenzó a dibujar el perfil de sus embarcaciones. La flota romana al mando de Cayo Lelio llegaba a la costa. El almirante dirigió los barcos, despacio pero seguro, hacia la ciudad, hacia su puerto. Las carcajadas que venían de la ciudad se apagaron súbitamente. En el silencio se escuchó clara la voz de Publio Cornelio Escipión ordenando que se siguiera con los trabajos de fortificación. El general romano bendijo la llegada de la flota en un momento tan delicado. El plan seguía adelante.
Un soldado a la derecha de Magón señaló hacia el mar. El general cartaginés se volvió para mirar. En el horizonte la inmensa flota romana se recortaba con sus decenas de navíos navegando veloces empujados por miles de remos. Se veía la espuma que levantaban los remeros al impactar una y otra vez sobre la superficie del agua sus maderos, desplegados en largas hileras a babor y estribor de cada barco.
Los cartagineses reprimieron sus risas. Magón permaneció en silencio meditando. Sentía cómo la euforia inicial comenzaba a tornarse en temor. Sólo tenían que resistir unos días, pero las fuerzas que los asediaban eran cada vez mayores. Los romanos habían venido con todas sus tropas, con toda su flota, con todo su poder volcado para asestar un golpe seco y por sorpresa sobre la capital cartaginesa en la península. Era una locura. La ciudad resistiría. Era el plan de un lunático.
Lo inimaginable. La ciudad sobreviviría al embate, pero la presencia de la flota romana anunciaba una batalla complicada, dura, ardua, con muertos y sangre y lucha enconada. Magón se quitó el yelmo con una mano y, mientras lo sostenía, con la otra mano se acarició su larga cabellera oscura.
—Sea —dijo al fin dirigiéndose a todos cuantos le rodeaban—. Roma ha venido a luchar, a conquistar lo inconquistable. Resistiremos hasta ver cómo nuestros ejércitos llegan a tiempo de expulsarlos a todos al mar de donde vinieron. Todos abajo, excepto la guardia de la puerta. Y reunid a la población al pie del Arx Hasdrubalis. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!
Y los cartagineses, animados por su general, se dispusieron para la defensa. Todos descendieron de la muralla excepto la guardia de la gran puerta oriental. Los soldados corrieron a por armas, los guardias de aquel gigantesco portón empezaron a revisar las defensas y pronto la ciudad empezó a oler a azufre hirviendo, dispuesto para ser arrojado sobre los que osaran acercarse a aquellos muros de piedra que rodeaban Qart Hadasht.
Con la presencia de la flota al mando de Cayo Lelio, los romanos contaban con una fuerza poderosa para protegerse de un ataque por mar y, a la vez, con gran cantidad de material y pertrechos para levantar el campamento romano con mayor rapidez. No había que cortar troncos para las empalizadas porque los barcos venían repletos de ellos. Estaba claro que su general había estado planificando todo el asedio al detalle. Los soldados se sintieron más seguros al sentir que alguien que pensaba bastante más que ellos era el que los dirigía, pese a que fuera tan joven.
A las siete y media, Publio ordenó detener los trabajos y que, con la primera luz del sol, desayunaran para recuperar fuerzas por si los defensores de la ciudad se decidían a hacer una salida desesperada y por sorpresa. El general aprovechó la ocasión para dirigirse a sus hombres desde lo alto de una colina. Proyectando su voz les expuso sus planes.
—¡A todos os digo que hoy hemos venido no a luchar sino a vencer! Roma ha sufrido los ataques constantes de los cartagineses en esta región hasta recluirnos al norte del Ebro. En seis días hemos alcanzado, sin que lo esperase nadie, ni vosotros mismos, su capital, y en poco tiempo entraremos en esa ciudad y la haremos nuestra, junto con su oro, su plata, sus víveres, sus esclavos, sus ciudadanos y los rehenes con los que Cartago mantiene subyugados a los iberos de la región, todo lo que os hará merecedores de la gloria y fortalecerá a Roma ante el mundo. Si esta fortaleza cae, no habrá ciudad púnica que se sienta segura; si los cartagineses no son capaces de defender su más preciada colonia en el exterior, ¿cómo serán capaces de defender otras ciudades que no estimen tanto? Eso se preguntarán todos. ¿Cuántas veces nos han vencido los africanos en Italia? Demasiadas. Ya es hora de que devolvamos golpe por golpe, osadía con osadía. ¿Creíais que no ibais a combatir? Vais a luchar, pero no por una colina o por un palmo de tierra, sino por la capital de los cartagineses en Hispania. Y os digo más: los dioses estarán con nosotros, Marte, Júpiter y, en especial, Neptuno, el rey y señor de las aguas. Sé que a lo mejor estas palabras os sorprenden, pero sólo al final veréis cuán ciertas eran cada una de mis promesas. ¡Por los dioses, por Roma! ¡Por Roma!
—¡Por Roma, por Roma, por Roma! —repitieron los legionarios alzando sus espadas primero y, a continuación, golpeando sus pila contra los escudos. Un estruendo surgido de sus quince mil escudos hizo temblar la tierra.
En lo alto de las murallas, los cartagineses escucharon con rostros de preocupación el indómito grito de las legiones. Pese a todo se mantenían todos en sus posiciones confiados en el vigor de sus fortificaciones, en el aceite hirviendo que preparaban, en las armas de las que disponían, porque estaban seguros de que, antes de que los romanos consiguiesen abrir alguna brecha, llegarían los refuerzos de Asdrúbal Barca, el más poderoso de los cartagineses después tan sólo de su hermano Aníbal.
Los legionarios se quedaron absortos reflexionando sobre las palabras que acababan de escuchar a su general. Todos habían comprendido la importancia estratégica de apoderarse de una ciudad donde los cartagineses tenían rehenes de las tribus iberas con los que presionaban a sus jefes para que no se levantaran en armas contra el poder de Cartago en Hispania. Sin embargo, al pasar los minutos, las persuasivas palabras del general romano chocaban con la altura de las murallas que defendían la ciudad y con la necesidad de conquistar aquella fortaleza antes de que llegasen refuerzos.
El joven Publio fue disponiendo a sus tropas para el asalto. Los hastati y los principes primero, como tropas más jóvenes. Los triari, más experimentados, en la retaguardia. Y por delante de todos ellos, la infantería ligera de los velites, pero aparte separó a quinientos hombres que ni siquiera quedaban en la retaguardia, sino que los dejó en el propio campamento. Entre esos hombres quedaron, por orden expresa del general romano, Quinto Terebelio y sus legionarios.
—¡Esto es humillante! —Quinto gritaba y movía los brazos en grandes aspavientos—, ¡dijimos algo inapropiado, os quejasteis de aquella marcha sin fin! Y eso estuvo mal. Estuvo mal, pero no dejarnos combatir es una humillación sin igual. No es justo.
Y escupió en el suelo con frustración. Quinto hablaba desde una pequeña elevación del terreno en el centro del espacio ocupado por el campamento romano. Desde allí, junto a varios de sus hombres, examinaba la disposición de las tropas que se preparaban para lanzar el ataque sobre la ciudad. Se veía alguna catapulta que habían desembarcado al amanecer y soldados trayendo inmensas piedras. Insuficientes armas de asedio, en cualquier caso. Con aquello no se tenía ni para empezar. ¿Por qué no dispuso el general que se preparasen más catapultas durante el invierno? Y más escalas y cuerdas por las que trepar por los muros como las que llevaban los velites, que se disponían para acometer esa difícil empresa.
—Esos niñatos no sabrán ni cómo lanzar las escalas y las cuerdas para trepar.
Quinto no entendía nada. Durante el invierno el general romano dio órdenes expresas de formar grupos de soldados en el arte de asaltar murallas, de lanzar cuerdas y escalas y de trepar por ellas con habilidad dispuestos a tomar la posición en murallas y fortalezas de todo tipo, pero como no se construían armas de asedio, nadie se tomó en serio la idea de que realmente se estuviera preparando un ataque de ese tipo. Pero lo más absurdo de todo era que Quinto y sus hombres se habían especializado en ese tipo de asalto y, ahora que podían hacer valer su entrenamiento, eran relegados, apartados por un general joven y rencoroso, más preocupado en humillar a un reducido grupo de soldados y a un centurión deslenguado que en optimizar al máximo las habilidades de cada uno de sus legionarios.
En esos pensamientos andaba la mente de Quinto, que no vio cómo la gran puerta este de Cartago Nova se abría. Un legionario gritó señalando hacia la gigantesca puerta de la ciudad. Los cartagineses sacaban tropas para hacer frente a los romanos.
—¡Es una salida! —exclamó Quinto—. Esos cartagineses son unos hijos de mala madre, pero hay que reconocer que tienen agallas.
Desde aquel promontorio vieron cómo los defensores de Cartago Nova hacían salir hasta dos mil soldados fuertemente armados que, en un minuto, se dispusieron en formación de ataque apenas a un centenar de pasos de las murallas. Y de pronto, para mayor sorpresa de los romanos, Magón, desde lo alto de la puerta oriental, dio una orden. A su voz, los dos mil cartagineses avanzaron firmes, decididos hacia el ejército romano.
Publio Cornelio Escipión observó la salida de los cartagineses. Éstos se dirigían directos sobre sus tropas. Estaban ya apenas a unos doscientos o trescientos pasos de distancia de los velites, los primeros que deberían entrar en combate. Los tribunos observaban a su general, esperando la orden de atacar. Publio Cornelio Escipión permanecía en pie, impasible, rodeado por los lictores de su guardia personal, debatiéndose en silencio sobre la mejor estrategia a seguir ante aquella reacción cartaginesa. Por fin, en voz baja dio una orden a Lucio Marcio. El oficial abrió los ojos tanto que parecía que iban a saltarle de sus órbitas y miró al general incrédulo.
—¿Estáis seguro, mi general? —Se atrevió a preguntar Marcio.
Publio le miró sin decir nada, sin añadir palabra. Marcio asintió despacio y, mirando al suelo, sacudiendo la cabeza mientras se alejaba un par de pasos para comunicar la orden a los legionarios encargados de las tubas con las que transmitir instrucciones al frente de batalla al hacerlas sonar de una determinada manera. Cada orden tenía su música asignada; breves acordes que todos los legionarios sabían reconocer desde la distancia. Todos esperaban la orden de ataque, las tubas no harían más que confirmar lo evidente, pero, de pronto, todos se quedaron parados, atónitos: el mensaje que hicieron sonar las tubas al unísono quebró las expectativas de todos los legionarios de Roma: retirada. El general había ordenado retirarse. Los velites no podían creer el mensaje recibido. Los cartagineses estaban apenas a cien pasos y avanzando; unos pasos más y estarían a tiro de las jabalinas. La orden era absurda. Los legionarios dudaban y los centuriones maldecían a su general en silencio; sin embargo, cada uno de esos mismos centuriones al mando de los velites, al igual que los optiones y resto de los oficiales en las otras líneas, al mando de los hastati, los principes y los triari, con una infinita disciplina, sin entender nada, pero seguros de cuál era la orden, repitieron el mensaje recibido a viva voz, con todas sus fuerzas.
—¡Hacia atrás, retroceded! ¡Mantened las filas! ¡Escudos en alto! ¡Retroceded! ¡Retroceded todos! ¡Es una orden, por Hércules, malditos perros, obedeced y que un rayo os parta si no hacéis caso!
Humillados, cargados de decepción, los legionarios retrocedían ante la sonrisa de los cartagineses.
Quinto Terebelio observó desde la distancia cómo todo el ejército romano en bloque, más de diez mil hombres, retrocedía ante el avance cartaginés. Hasta el altozano donde se encontraban Quinto y sus hombres llegaban los gritos de júbilo de centenares de habitantes de la ciudad que habían escalado a las murallas para ayudar en la defensa. Los cartagineses reían ante la cobardía de aquel general romano. Un legionario del escuadrón de Quinto se lamentaba de ser testigo de semejante espectáculo deplorable.
—¿Y éste es de la misma familia que los Escipiones? No tiene bastante nuestro general con humillarnos a unos pocos apartándonos de la batalla. Tiene también que mancillar el honor de las dos legiones. Aleja a diez mil hombres porque dos mil cartagineses avanzan. ¿Qué dirán en Roma de nosotros? Por Cástor y Pólux, ¿para qué tanto discurso sobre los dioses si al primer encuentro con el enemigo salimos corriendo como gallinas?
El legionario aguardaba la ratificación de sus sentimientos y de sus lamentos por parte de su centurión, pero Quinto no respondía. Estaba entretenido, ensimismado, contemplando la maniobra que había ordenado el joven Publio. Al fin rompió su silencio.
—Bueno… puede que el general la tenga tomada con nosotros, pero la maniobra es buena, diré más, es brillante. Ese Escipión está haciendo que las tropas cartaginesas se alejen de las murallas en su maniobra de ataque. Combatir contra los cartagineses bajo las murallas implica luchar no sólo contra los que han salido de la ciudad, sino también contra todos los defensores que los ayudarían desde las murallas. La correspondencia no es cinco a uno a nuestro favor bajo las murallas, sino cinco nosotros y uno más las murallas, más todos los defensores de las murallas y su armamento para ellos; eso no es tan favorable ya. Pero nuestro general, al retroceder, está dividiendo las fuerzas cartaginesas en dos grupos: los que han salido y los que quedan en las murallas. Nuestro general puede que nos humille a nosotros, pero creo que sabe lo que hace, creo que sabe muy bien lo que se hace.
Los legionarios se volvieron hacia el campo de batalla tras escuchar las palabras de Quinto. En efecto, las tropas romanas seguían retrocediendo sin entrar en combate y los cartagineses avanzando, cada vez más rápido, animados por la ausencia de resistencia, sintiendo que alejaban al enemigo de su ciudad. Sin embargo, de súbito, cuando ya se encontraban a más de mil quinientos pasos de la muralla, Publio Cornelio Escipión dio otra orden y Marcio, que al igual que Quinto, empezaba a intuir algo en el mismo sentido, la transmitió a los legionarios que sostenían las tubas. La vibración profunda y potente de las mismas alcanzó, empujada por el viento, a todos los romanos y los diez mil hombres de las dos legiones, a un tiempo, frenaron en seco. El repliegue había terminado. Los cartagineses se vieron entonces sorprendidos, un poco confusos al principio, pero tras un instante de duda, prosiguieron con su avance. Las tubas volvieron a sonar una vez más sobre el campo de batalla. Los romanos invertían su rumbo y comenzaban a avanzar contra los cartagineses. A treinta pasos ambos bandos el uno del otro se lanzaron sendas lluvias de jabalinas. Éstas volaron por el aire y unas fueron detenidas por los escudos, pero otras segaron cuellos, piernas, brazos y alguna cabeza. Muchos cayeron, pero el resto siguió avanzando para iniciar una mortal lucha cuerpo a cuerpo.
Quinto observaba absorto en sus pensamientos. Las legiones avanzaban decididas sobre su enemigo. Los cartagineses plantearon una lucha encarnizada. Hasta el altozano del campamento romano llegó el fragor del combate. Golpes de espadas y gritos de dolor. Quinto sabía reconocer cada sonido, cada aullido. Eran muchas las batallas en las que había participado desde que estallara esta nueva contienda con los cartagineses. El centurión romano bajó la mirada al suelo. Él debía estar allí, con sus hombres. Todos debían estar allí dando lo mejor de sí mismos, por su patria, por sus familias. Quinto descendió del altozano y siguió el devenir del combate a partir de los comentarios que sus hombres hacían en voz alta.
—¡Los cartagineses resisten! Es increíble, si los superamos en número, los quintuplicamos…
Sí, los romanos eran muchos más aquella mañana, pero los cartagineses luchaban por su capital en Hispania y se habían hecho acompañar por los propios habitantes de aquella ciudad. Un hombre vale por dos o incluso por tres cuando combate defendiendo su hogar, su casa, su pueblo, su familia. Quinto lo había visto más de una vez. Fuerzas superiores a las que les costaba sobremanera imponerse a un enemigo acorralado frente a su ciudad. Esto era lo mismo.
—¡El general está ordenando el relevo de las líneas del frente! Ahora entran los principes para sustituir a los hastati y los velites de la primera línea.
Publio relevaba a sus tropas sin prisa, secuencialmente, siguiendo un orden marcado de antemano, meditado con paciencia. El plan se había puesto en marcha, pero sabía que era una operación que debía seguir una cadencia, un ritmo propio en el que, pese a que apremiase el tiempo, no se podía interferir; no había atajos hasta el momento cumbre. Paciencia y esfuerzo. Atención y sosiego. Tras los principes, después de una impensable defensa de los cartagineses y los ciudadanos de Cartago Nova, entraron los triari de las legiones romanas, los legionarios más expertos. Los cartagineses, sin embargo, no tenían fuerzas de refresco. Llevaban luchando más de media hora, sin ceder un palmo de terreno y no tenían apoyo desde las murallas, donde los defensores impotentes tenían sus jabalinas y flechas preparadas, pero la distancia a la que el general romano había conducido a los cartagineses hacía del todo imposible su intervención. El empuje de los triari romanos con sus largas lanzas en ristre fue estremecedor. Eran hombres forjados en mil batallas que entraban sin desgaste contra unas líneas cartaginesas con heridos y cadáveres ya desde las primeras filas. Y si eras de los triari de las legiones habías de hacerlo notar a cada combate, haciendo que las líneas del enemigo se quebraran ante tu arrojo y fuerza. Pronto los defensores de Cartago Nova empezaron a replegarse. Primero poco a poco, ordenadamente y después a gran velocidad, en desbandada. Los triari se abalanzaban sobre ellos, apoyados por los velites que ya habían descansado, mientras hastati y principes, recuperando el aliento, eran testigos de cómo sus compañeros terminaban lo que ellos habían empezado. Eran un equipo. No importaba quién empezara o terminara el combate, lo esencial era ganar; la victoria era de toda la legión. El repliegue cartaginés hacia la puerta oriental de la ciudad se tornó en una carrera sin organización alguna. Magón observaba perplejo y con desesperación el desastre de aquella batalla sin poder apoyar a sus soldados, pues se habían alejado tanto de las murallas que las armas arrojadizas de las que disponían en la ciudad no podían ni tan siquiera cubrir el repliegue de las tropas, lo que había sido su idea inicial en el caso de que las cosas se torcieran tal y como estaba ocurriendo.
Los cartagineses, en su empeño por alcanzar el interior de la ciudad y guarecerse tras la seguridad de sus murallas, se atropellaban en el estrechamiento de la entrada en el acceso a la puerta. Unos y otros se empujaban. La puerta de la fortaleza, camino hacia la salvación y la supervivencia, se transformó en un horrible embudo de muerte y desolación. Unos soldados pasaban por encima de otros, pisando, asfixiando. Cada uno, en su búsqueda particular por escapar, no miraba a quién tumbaba o sobre qué o a quién aplastaba. Los romanos se acercaban a toda prisa. En ese momento Magón ordenó que se lanzaran jabalinas y misiles de todo tipo sobre los triari. Éstos resistieron con los escudos la torrencial lluvia de lanzas y dardos, cayendo algunos, pero bien cubiertos por los escudos gracias a su veteranía en el combate, algunos alcanzaron las puertas y las murallas. En las puertas, no obstante, no había forma de entrar en la ciudad porque un túmulo de cadáveres y heridos se había apilado frente a las mismas impidiendo el paso a atacantes y defensores por igual. Algunos romanos empezaron a escalar, pero en ese momento Magón ordenó cerrar las puertas, dejando fuera a amigos y enemigos, tanto daba ya para él. Había que salvaguardar la ciudad por encima de todo. Junto a las puertas, en el exterior, los romanos alcanzaban las murallas y los velites lanzaban sus escalas. Los cartagineses respondieron arrojando litros de aceite hirviendo que caían como una cascada de fuego humeante lamiendo la piedra de las murallas. Los romanos, que habían empezado a escalar, se dejaban caer al vacío aullando de dolor con manos, brazos, rostro y piernas quemadas por la pez abrasante que desgarraba sus tejidos.
Quinto observaba el intento de sus compañeros por ascender por las murallas y asistía impotente a aquel desastre. La maniobra del general en el combate campal había sido genial, pero este ataque inmediato a las murallas era un completo fiasco. ¿Qué esperaba para ordenar la retirada? Y, como si el general escuchase, las tubas hicieron sonar la orden de retirada y Quinto vio con más calma cómo los romanos se replegaban, recogiendo a sus heridos y regresando hacia el campamento. Quinto suspiró y se sentó en el suelo. Pese a no haber combatido, se sentía agotado.