96

El plan de Fabio[M]

Tarento, 209 a. C.

Fabio Máximo había sido reelegido cónsul por quinta vez. Nadie había conseguido la magistratura tantas veces desde tiempos inmemoriales. Pocos eran también los senadores que alcanzaban los setenta y cuatro años de edad en plenas facultades físicas y mentales. Fabio había transformado la resistencia en un arte y nadie parecía poder superarle en dicha disciplina. El joven Marco Porcio Catón, a sus veinticinco años, había aprendido a admirar aquella fortaleza de espíritu y la sagacidad que de forma natural acompañaba las decisiones de su maestro en la política y la estrategia militar. Ahora, navegando en una quinquerreme, rodeados de decenas de barcos de la flota romana rumbo a Tarento, recordaba la conversación que mantuvo con Máximo mientras veían al impertinente joven Escipión partiendo hacia la lejana y siempre incierta Hispania. «Esperaremos al año siguiente antes de actuar, esperaremos a que los demás estén cansados antes de intervenir y actuar», dijo Máximo o, al menos, ése era el sentido que Catón daba a lo que escuchó. Un año después, tras un consulado en el que Marcelo, ostentando la magistratura, quedó exhausto de combatir contra Aníbal sin conseguir ninguna victoria clara, cuando tanto la infantería romana como la cartaginesa daban muestras de extenuación, Fabio había presentado de nuevo su candidatura en el Senado y había salido elegido cónsul por quinta vez.

—Ahora marcharemos hacia el sur, joven amigo, hacia el sur. Ha llegado el momento de actuar —dijo Fabio frotándose las manos ante un confundido Catón al salir del Senado.

Fondearon la flota en las proximidades de la bahía de Tarento. En la luz del atardecer se divisaban en lontananza las murallas de la ciudad y la ciudadela de Tarento. La ciudad en manos de las tropas cartaginesas y la pequeña ciudadela aún bajo control romano, sometida la pequeña guarnición itálica al más severo de los asedios por parte de las tropas africanas acantonadas en el resto de la ciudad.

—Atacaremos por tierra y por mar a la vez —se explicaba Fabio.

—¿Y la flota cartaginesa? —preguntó Catón.

—La flota cartaginesa, mi querido Marco, está lejos de aquí, ayudando a Filipo a luchar contra nuestra flota del Adriático. Aníbal será un gran estratega de las campañas terrestres, pero en su selección de aliados útiles creo que aún tiene que aprender. Levantó a Filipo contra nosotros y nosotros hemos alzado a los etolios contra Filipo. Ahora en lugar de recibir ayuda de los macedonios es Aníbal el que debe mandar su flota en ayuda de Filipo. Es irónico y tremendamente divertido.

Catón escuchaba absorto. Los planes trazados por Fabio Máximo el año anterior o, quién sabe si no hace más tiempo, empezaban a encajar como las teselas de un mosaico, de modo que lo que antes no eran sino diminutas piezas informes dibujaban ahora un claro diseño de estrategia.

—Y eso, Marco, es sólo el principio. Esta noche espero una visita. Quédate a cenar conmigo y pasarás una velada instructiva.

Las cenas en el camarote del buque de guerra eran frugales: un poco de pescado, fruta y vino con agua. A Catón le gustaba el mulsum, pero ante su ausencia no dijo nada por temor a parecer superfluo en una noche donde parecía que algo importante debía acontecer. Al cabo de un rato, una vez terminada la cena y con la noche ya establecida sobre el mar, uno de los lictores del anciano cónsul entró en el camarote del senador.

—El hombre que aguardabais ha llegado —dijo el escolta del magistrado.

—Que pase —ordenó Fabio.

Un hombre de unos treinta años, no muy alto, algo encogido de hombros, tez oscura, barba desaliñada y mirada furtiva entró en el camarote. Saludó al cónsul con una reverencia y se quedó en pie sin saber bien qué más hacer para mostrar sus respetos a aquel alto dignatario del Estado que se había interesado por sus servicios durante los últimos meses.

—Marco, te presento a Régulo. Régulo es un brucio leal a Roma. Su historia es interesante, ¿no es así, Régulo? —comentó Fabio con condescendencia.

Catón observaba a aquel hombre y no podía evitar sentir algo sospechoso en aquellos ojos nerviosos incapaces de mirar a su interlocutor, quizá por humildad, quizá por ocultar algo. Era muy improbable que su nombre auténtico fuera Régulo y menos siendo de la región del Bruttium en el sur de la península itálica. Pero tampoco era de extrañar que un brucio que se manifestara favorable a la causa romana adoptase un sobrenombre romano para hacer patente dónde estaba su, al menos, supuesta lealtad.

—Régulo, pon al día a mi querido confidente Marco sobre tus actividades estos meses.

El brucio parecía dudar. Máximo le instó de nuevo y fue más preciso en su requerimiento.

—Cuéntanos la historia de tu hermana y el prefecto brucio de la muralla de Tarento.

Régulo asintió. Si eso era lo que el cónsul quería, así debía hacerse.

—Verá, mi señor —empezó Régulo dirigiendo su voz, que no su mirada, a Marco Porcio Catón—, mi hermana, como yo, es brucia; quiso la mala Fortuna que la pillase a ella en la ciudad de Tarento cuando ésta fue tomada por ese salvaje de Aníbal. Desde entonces lleva allí sobreviviendo como puede. Con la llegada de Aníbal, éste introdujo tropas de diferentes regiones para someter y controlar la ciudad, las cuales quedan todas bajo supervisión de la guarnición cartaginesa allí establecida. El caso es que entre las tropas que trajo Aníbal a Tarento hay un pequeño regimiento de desleales brucios que se han pasado al bando cartaginés —aquí Régulo estuvo a punto de escupir en el suelo para subrayar con aquel gesto su desprecio por aquellas tropas de su propia región, pero se lo pensó dos veces y se contuvo—; el caso es que el prefecto al mando del regimiento brucio se enamoró de mi hermana y poco menos puede decirse que ésta le maneja a su antojo. Tengo, a través de mi hermana, ganada la voluntad de este prefecto y con ello un sector de la muralla, aquel que está bajo su custodia y de sus tropas brucias por la noche, parte del sector oriental de la ciudad junto a la puerta Teménida.

Catón volvió sus ojos hacia Fabio. El viejo cónsul, como un anciano zorro, sonreía con placidez transpirando plena satisfacción por cada uno de los poros de su arrugada piel. Estaba claro que se deleitaba en el disfrute de una fácil, próxima y gran victoria.

Era una noche cerrada sin luna. Los legionarios habían desembarcado más allá del puerto, en la costa norte de Tarento, a un kilómetro de las murallas. Marcharon con tiento, a ciegas casi, pues el cónsul había ordenado que no se encendieran antorchas. Para los soldados el único referente para orientarse eran las luces que proyectaba la propia ciudad desde lo alto de sus murallas y torres. Así llegaron a situarse a apenas quinientos pasos de Tarento y, a esa distancia, ocultos tras una arboleda de encinas, aguardaron en silencio la señal de ataque.

Fabio Máximo contemplaba las enormes murallas. Era imposible tomar aquella ciudad si no era por engaño o traición, como en su momento hiciera Aníbal aliándose con un sector de los tarentinos descontentos con el trato de Roma. Bien, ahora era su turno.

—No será una larga espera —dijo el cónsul en voz baja. Catón, al abrigo de los árboles, asintió. Y, como si el viejo cónsul estuviera haciendo una exhibición de sus cualidades de augur, un gran estrépito de voces y golpes de espada llegó hasta ellos procedente del interior de la ciudad.

—¡Adelante! ¡Por Cástor y Pólux! ¡Marchad! —ordenó el cónsul a los tribunos. En un instante una legión completa, con sus cuatro mil efectivos, empezó a avanzar hacia la muralla. A medida que se acercaban a los muros, se discernía cómo el tumulto de voces y golpes provenía de la ciudadela por un lado, donde aún resistía atrincherada la guarnición romana que los cartagineses nunca habían llegado a derrotar, y, por otro lado, de los barrios de la ciudad antigua, próxima a la ciudadela y alejada de la muralla.

—Los brucios parecen estar haciendo bien su papel —comentó Catón. Fabio Máximo no dijo nada. El avance de las tropas prosiguió hasta alcanzar el sector oriental de la muralla bajo la custodia del manípulo de brucios de Régulo. Era cierto. Éstos parecían estar cumpliendo bien las órdenes: en coordinación con el escándalo que los romanos de la guarnición de la ciudadela estaban generando, pequeños grupos de brucios estaban promoviendo altercados con las tropas cartaginesas en diversos puntos de la ciudad. En ese momento sonaron las trompas y cuernos que anunciaban el ataque de la flota romana por el norte. La confusión entre los defensores de la ciudad aumentó. Los oficiales cartagineses, en medio de un completo desconcierto, intentaban poner orden. En cuestión de minutos se recurrió a las tropas africanas de la muralla oriental para defender el puerto de la flota romana y dar respuesta a las armas arrojadizas que llovían desde la ciudadela. También se internaron varios centenares de hombres en la ciudad antigua para restablecer allí el control de la situación. La muralla oriental quedó entonces bajo el control de los brucios de Régulo en su sector central sólo bajo la supervisión de algunos pequeños grupos de cartagineses en los extremos norte y sur de la misma.

Las tropas de Fabio Máximo alcanzaron el punto de muralla convenido, junto a la puerta Teménida. Los legionarios lanzaron sus escalas y empezaron a trepar con diligencia. Los que llegaban a lo alto del muro eran ayudados por los hombres de Régulo. Todo marchaba a la perfección hasta que un grupo de cartagineses del sector norte apareció patrullando por lo alto de la muralla. Una vez digerido lo que sus ojos estaban viendo, dieron la voz de alarma y se lanzaron sobre brucios y romanos a un tiempo, pero era tarde para detener al enemigo en su acción nocturna. Ya había ascendido por la muralla un manípulo completo de romanos y, apoyados por los brucios, no tardaron en dar buena cuenta de la pequeña patrulla de diez soldados cartagineses. La mitad murieron a espada, el resto fue despeñado desde lo alto del muro hacia el exterior de la ciudad. Los cuerpos de los cartagineses fueron recibidos con carcajadas entre los legionarios romanos, que sus oficiales reprimieron con severidad. Aún no se había tomado la ciudad y tenían órdenes de mantener silencio hasta que se consiguiese tomar la puerta Teménida.

En el interior las acciones se atropellaban. En unos minutos los romanos descendían hacia la necrópolis de Tarento, dentro ya del recinto amurallado. Los legionarios se deslizaban con cuidado, intentando que sus sandalias no desvelasen su presencia antes de haber conseguido su objetivo. El estruendo y el griterío que llegaba a sus oídos desde la ciudadela, el puerto y la ciudad antigua eran sus mejores salvoconductos.

La puerta Teménida, como el resto de los accesos a Tarento, estaba protegida por tropas africanas e iberas, todos veteranos del ejército que Aníbal había traído consigo desde Hispania y que habían compartido con aquél el paso de los Pirineos, el Ródano, los Alpes y las grandes victorias de los primeros años. Eran hombres hechos a la guerra. Uno de los iberos que oteaba hacia el interior, preocupado por el ataque romano en el sector norte, se sentía especialmente incómodo. Era absurdo intentar tomar la ciudad por el puerto. Todo lo absurdo le molestaba. Desde siempre. Vio algo que le llamó la atención. Sombras. Figuras oscuras que parecían desplazarse sobre las viejas tumbas griegas en la necrópolis que se extendía entre la puerta Teménida y la zona norte de la ciudad, donde estaban los templos de aquellos dioses extraños para él. ¿Quién se aventuraría por entre aquellas tumbas en medio de la noche y mientras los romanos atacaban por el norte? Fue a llamar a sus compañeros, pero sintió un premonitorio silbido y se agachó con rapidez, con la agilidad y los reflejos adquiridos en decenas de batallas. Las flechas surcaban el cielo y vio cómo herían a dos de sus compañeros de guardia.

—¡Alarma! —gritó y desenfundó su espada de doble filo.

El resto de la pequeña guarnición salió en armas. Eran una veintena de fornidos soldados dispuestos a morir. La batalla se libró junto a la puerta Teménida en el interior del recinto amurallado. Los veinte iberos y africanos se enfrentaron contra los ochenta legionarios del manípulo romano que había cruzado la necrópolis. Cualquiera hubiera apostado por el fácil éxito de los romanos, pero éstos eran tropas recién reclutadas de entre unas colonias latinas ya empobrecidas y sin apenas hombres preparados que ofrecer ya a Roma. Muchos eran demasiado jóvenes y todos, menos el centurión que los comandaba, inexpertos. Cada africano se batía con dos o tres legionarios a un tiempo; los iberos hacían como que retrocedían para separar a los legionarios del grupo central de enemigos y así combatir con ellos de forma aislada. Tres africanos y seis iberos habían muerto y el resto estaba con heridas o, en el mejor de los casos, sólo magullado. Pero habían resistido la primera acometida de los romanos, que habían perdido a más de treinta hombres. El centurión se afanaba en rehacer las filas del manípulo para preparar una nueva embestida, pero en los ojos de sus hombres estaba escrito el miedo. Apenas habían entrado en combate antes y, desde luego, aquellos enemigos no parecían ser como el resto de los mortales. ¿De dónde venían aquellos soldados que en plena inferioridad numérica se batían a muerte hasta el final con un vigor y una destreza inimaginables? Aquellos legionarios eran desafortunados al tener su primer combate de importancia contra veteranos de las tropas de Aníbal. El centurión ordenó que atacaran de nuevo, pero sus hombres dudaban. El oficial romano sabía que si no se conseguía tomar aquella puerta, toda la operación estaba en peligro, pero no sabía qué hacer si sus hombres no le obedecían. Los africanos e iberos permanecían en pie, heridos, desangrándose algunos, pero protegiendo la puerta, sin moverse, sin ceder un ápice de terreno.

En ese momento una espesa nube de flechas llovió desde lo alto de la muralla. Varios africanos cayeron atravesados y los iberos decidieron que aquello ya era demasiado y se adentraron en la necrópolis en busca de refuerzos con los que regresar. Los africanos se volvieron hacia el origen de la lluvia de flechas. Antes de morir alcanzaron a divisar a los soldados brucios apuntándoles con sus arcos. Sólo la traición pudo llevárselos por delante.

La puerta Teménida se abrió de par en par. Sus inmensos goznes resonaron en la noche húmeda. Fabio Máximo, cónsul de Roma, arropado por sus lictores y por una legión de romanos, entró en la ciudad de Tarento. Allí se detuvo para contemplar el paso de sus tropas hacia el interior de la que ahora era su ciudad. Dejó el resto de las acciones en manos de sus tribunos. Éstos se adentraron con el grueso de las tropas a marchas forzadas cruzando primero las tumbas griegas y luego hasta el foro, sin detenerse en los templos de Perséfone o de Cora y Dioniso. Apenas encontraron oposición hasta llegar al foro. Allí se libró el mayor de los combates de aquella noche. El grueso de la guarnición cartaginesa, avisada por los iberos que habían sobrevivido a la lucha en la puerta Teménida, avanzaba para cortar el paso a los invasores, pero éstos ya estaban con miles de hombres en el interior de la ciudad. Los cartagineses lucharon con bravura, al igual que lo habían hecho sus compañeros de la puerta que había sido traicionada, pero cuando parecía que daban muestras de resistir, los romanos empezaron a acceder a la ciudad por el puerto, toda vez que sus fortificaciones apenas si tenían ya defensores al tener éstos que ocuparse de los romanos que estaban en el interior de la ciudad. Además, después de aquel infinito encierro, las puertas de la ciudadela se abrieron y la guarnición romana superviviente al asedio cartaginés de aquellos años salió para cooperar con el resto de los atacantes para doblegar a sus enemigos. Fabio Máximo, sentado sobre una tumba griega, dio una orden, con voz suave, casi imperceptible.

—Que pase la segunda legión.

Catón, que permanecía a su lado, transmitió la orden a los tribunos. Una segunda legión penetró en la ciudad y aquello dejó de ser una batalla para transformarse en una de las mayores carnicerías de aquella guerra.

—¿Qué hacemos con los que se rindan? —preguntó un tribuno al cónsul.

Fabio Máximo, sin levantarse, respondió con sosiego.

—Matadlos a todos.

El tribuno asintió.

—¿Y con los tarentinos, qué hacemos con los habitantes de la ciudad?

Aquí el cónsul meditó unos segundos.

—Bueno —dijo al fin—, parecían estar a gusto, demasiado a gusto bajo dominio cartaginés. Nada hicieron para ayudar a nuestras tropas acantonadas en la ciudadela. Matad a placer.

El tribuno iba a marcharse, pero le quedaba una duda. No sabía si debía preguntar más. El cónsul se incomodó ante la incapacidad de aquel oficial para ponerse manos a la obra.

—¿Mujeres y niños también? —preguntó cabizbajo el tribuno, con tiento, en voz baja.

Quinto Fabio Máximo se levantó de la tumba sobre la que estaba sentado. Habló en voz alta y potente de modo que le escuchase aquel impertinente tribuno y el resto de los oficiales que le acompañaban.

—Matad a discreción. Violad, quemad y matad. A hombres, mujeres y niños. Despojadlos de sus riquezas y al que se interponga entre vosotros y sus riquezas matadlo. Violad a las mujeres que os plazca. Matad a niños si eso os divierte. Acabad con todos los enemigos de Roma. Ha de quedar muy claro el mensaje para el resto de las ciudades que se pasaron al bando cartaginés —paró un instante para inspirar aire; la edad le mermaba sus capacidades; se dio cuenta de que aunque se le escuchase igual, no le veían todos; subió entonces a lo alto de la tumba y desde allí concluyó su discurso, sus órdenes—. ¡Ésta es la noche de la ira de Roma. Ésta es la noche en que hasta los dioses de nuestros enemigos sentirán miedo del poder de Roma!

Ya no hubo más preguntas. Fabio Máximo se retiró al pequeño campamento que se estaba levantando a las puertas de la ciudad, no sin antes encargar a Catón que se adentrase en Tarento y que supervisase que sus órdenes se ejecutasen al pie de la letra. El joven Marco, protegido por una escolta de legionarios, caminó hasta el foro de aquella ciudad. Allí se estaba acumulando todo tipo de riquezas, oro, plata, pertrechos militares y centenares de armas confiscadas a los muertos cartagineses y el resto de las tropas mercenarias. Un grupo de africanos, rendidos y desarmados, era acribillado a flechas. Los caídos eran meticulosamente pasados a espada para asegurarse de que ninguno fingía estar muerto para sobrevivir a aquella vigilia de muerte y destrucción. Catón dirigió entonces sus pasos hacia la ciudad antigua. Allí el espectáculo era aún más terrible. Vio a grupos de legionarios que sacaban a las mujeres de sus casas arrastrándolas por el pelo, a medio vestir algunas, otras ya completamente desnudas y las violaban en plena calle. Algunos sacaban a sus maridos para divertirse con el sufrimiento de aquellos hombres. En muchos casos las violaciones terminaban degollando tanto a las mujeres como a sus maridos. Decenas de niñas seguían el destino de sus madres. Había muchos soldados jóvenes entre aquellas tropas. Catón percibió que la juventud era capaz de mayores crueldades que las tropas veteranas. ¿Quedaría alguien vivo al amanecer? Estuvo tentado de ordenar refrenar a algunos hombres que se entretenían torturando a un grupo de niños, pero el temor a la reacción del cónsul le contuvo. Una voz que reconoció gritó pidiendo ayuda. Catón se volvió y vio al brucio Régulo, armado con su espada, acompañado por otros dos soldados brucios, protegiendo a una mujer aterrorizada que con toda probabilidad debía de ser la hermana. Allí estaba la semilla que engendró aquella noche rogando por su vida.

—¡Mi señor, mi señor! —gritaba Régulo dirigiéndose a Catón—. ¡Ayudadnos! ¡Están confundidos! ¡Nos van a matar! ¡Vos sabéis que ayudamos al cónsul! ¡Estamos bajo su protección!

Marco Porcio Catón alzó su voz en medio del tumulto de legionarios que rodeaban a Régulo, su hermana y sus compañeros brucios.

—¡Este hombre y sus acompañantes están a mi cargo! —dijo Catón con firmeza. Los legionarios dudaban, pues la mujer que acompañaba a los brucios era muy atractiva y varios de aquellos soldados aún no se habían estrenado, pero el centurión romano que los dirigía reconoció la figura del joven tribuno favorito del cónsul y un sudor frío empapó su frente.

—¡Apartaos, imbéciles! ¿No habéis oído la orden? ¡Apartaos o será mi espada la que os saque de aquí a todos uno a uno!

Régulo caminaba más encogido de hombros que de costumbre, asustado. Se quejaba mientras seguía la estela de aquel alto oficial romano que los había rescatado in extremis de una muerte segura.

—Esto no tiene sentido. Hemos ayudado al cónsul a hacerse con la ciudad y lo están arrasando todo, pero bueno, ahí no entro, no es asunto nuestro, pero han matado a varios de mis hombres, los mismos que ayudaron a apoderarse de la puerta Teménida.

—Ha sido una confusión —respondió Catón sin levantar la voz y sin volverse para mirar a su interlocutor—. En unos instantes estaréis ante el cónsul. Allí podréis formular vuestra reclamación.

Régulo estaba indignado. El enfado parecía ir borrando todo el temor padecido en las últimas horas al verse obligado a defenderse a sí mismo y a defender a su hermana de los ataques de los romanos a los que él había ayudado y facilitado el acceso a la ciudad. Tenía ganas de vérselas cara a cara con el cónsul y exigir una compensación para él y para todos sus hombres.

Quinto Fabio Máximo, sentado en una silla repleta de almohadones para hacer más cómoda aquella espera nocturna, contemplaba el incendio que consumía gran parte de la ciudad de Tarento. A sus espaldas estaba su tienda de general en jefe del ejército consular que había tomado aquella ciudad por la fuerza. Era una conquista comparable a la de Siracusa por parte de Marcelo. Ya nadie podría poner en cuestión su liderazgo en aquella guerra. Era el más experimentado senador, el que había detenido a Aníbal tras Cannae, el que había defendido Roma cuando el cartaginés acampó a las puertas de la ciudad, el que más consulados había ostentado y ya ni siquiera podrían restregarle que Marcelo hubiera conquistado una gran ciudad y él no. Ni siquiera eso tendrían ya sus enemigos. Esto le haría el hombre más poderoso de Roma. Las riquezas de Tarento sanearían las cuentas del Estado y aliviarían la presión sobre el resto de los patricios y sobre las colonias latinas. Eso abría una nueva etapa en la guerra contra Aníbal en la que él lideraría la ciudad hasta terminar con el cartaginés de una vez por todas y su nombre pasaría a los anales de Roma como el mayor de los generales que nunca jamás había tenido la ciudad que estaba destinada a gobernar el mundo. Ningún otro general romano podría realizar ninguna acción que pudiera medirse en mérito a la toma de Tarento.

Vio que Catón se acercaba junto con sus escoltas y unos extraños acompañantes.

—¿Y bien, Marco? —preguntó el cónsul sin alzarse de su asiento—. ¿Se van cumpliendo mis órdenes?

—Sí, mi señor. No creo que ni los tarentinos ni los cartagineses tengan dudas sobre el mensaje que se les ha enviado esta noche. Lo que no sé es si quedará alguien para contarlo.

—Por todos los dioses, tan al pie de la letra se están siguiendo mis órdenes; tanto fervor por parte de mis tropas me conmueve —el cónsul hablaba con una sonrisa permanente en su boca entreabierta que dejaba ver el blanco sucio de unos dientes afilados.

—He traído conmigo a Régulo. Tiene algunas quejas sobre el trato que los brucios están recibiendo de los romanos.

—¿Régulo? —El cónsul pronunció aquel nombre como si intentase recordar de quién se podía tratar y no lo consiguiera—; ah, el brucio. Sí, claro. ¿Quejas?

Régulo emergió de entre los escoltas y dio dos pasos hasta que los lictores cruzaron sendas lanzas ante él, obligándole a detenerse.

—Vuestros legionarios han acabado con la vida de muchos de mis hombres, hombres que os han ayudado a tener acceso a Tarento esta noche, que os han dado esta victoria en bandeja.

Fabio Máximo borró la sonrisa de su faz. Permaneció en silencio mientras una oscura nube ensombrecía la mirada, hasta entonces casi risueña, de sus pequeños ojos. Su rostro se arrugaba y un denso ceño se instaló sobre su frente. Régulo malinterpretó aquellas señales como confusión y decidió plantear su caso con más claridad.

—Debéis ordenar que se proteja al resto de los brucios en Tarento y luego exijo una compensación para mí y para el resto de mis hombres. ¡Casi nos matan y a mi hermana estaban a punto de violarla! ¡Sólo la intervención de vuestro tribuno ha sido capaz de impedir esta serie de atrocidades! —Y señaló a Marco Porcio Catón. El aludido dio unos pasos hacia atrás y miró al suelo. No tenía muy claro que su intervención fuera a ser valorada como positiva por el cónsul, pero no parecía razonable matar a quien tanto había cooperado aquella noche. Régulo prosiguió con su retahíla de reclamaciones—. ¡Si no es por mis hombres esta noche Tarento aún sería de los cartagineses!

—Quizá —dijo al fin el viejo cónsul—; la guerra es confusa, Régulo. Sin duda, en medio de la oscuridad de la noche mis soldados no han sabido diferenciar los unos de los otros. Estas cosas pasan —Máximo hablaba muy despacio, como sintiendo el peso de cada palabra; el ceño y la mirada oscura permanecían en su semblante—; lo que no tengo tan claro es tu concepción de lo acontecido aquí está noche, Régulo. Tarento ha sido tomada al asalto por mis legiones y así quedará escrito en la historia. La intervención de tus hombres apenas es un episodio merecedor de ser trasladado a los volúmenes de historia. Te voy a corregir: sin mis legiones Tarento aún estaría en manos del enemigo y tus soldados, sometidos a los cartagineses. ¿Has tenido bajas? ¿Y cuántos romanos crees que han caído esta noche? Y no veo a ningún tribuno de mis legiones ante mis ojos pidiendo compensación por sus soldados caídos —el cónsul había elevado el tono de voz en sus últimas afirmaciones, pero se contuvo y volvió a adoptar un tono de voz más suave—, mi querido Régulo, has prestado un servicio a Roma, pero tu forma de ver las cosas… —una pausa larga, silencio, sólo el crepitar de las antorchas consumiéndose— me inquieta; sí, esa forma que tienes de interpretar lo acontecido me incomoda, Régulo.

El brucio fue a decir algo, pero el cónsul, sin mirarle, puestos sus ojos en las llamas que engullían Tarento, alzó su mano derecha y el brucio calló.

—Creo, Régulo, que tu visión debe ser corregida para evitar malas interpretaciones futuras —y mirando a Catón—, no es conveniente que historias sobre no sé qué extrañas traiciones y fantasías brucias ensombrezcan la luz de este nuevo amanecer en la historia de Roma.

Un rayo de luz empezó a iluminar el horizonte. El cónsul miró a uno de sus lictores. El soldado sostuvo la mirada del cónsul un segundo y asintió. Desenfundó su espada y se acercó, lentamente, adonde estaba Régulo. Los soldados que habían rodeado al brucio para impedir que éste se acercara más al cónsul se apartaron. Régulo habló de nuevo.

—¿Qué vais a hacer? Esto no tiene sentido. Si acabáis conmigo, nadie más querrá ayudaros jamás.

—A lo mejor es que ya nunca más vamos a necesitar ayuda, brucio. Tu pueblo es un aliado demasiado inconstante: primero contra nosotros, luego a nuestro favor cuando os conquistamos; para luego pasaros al bando de Aníbal y de nuevo con nosotros. Creo que hay que detener este ir y venir de los brucios de una vez por todas. Es confuso, agotador.

El cónsul apartó entonces la mirada de su interlocutor y se limitó a escuchar el grito del brucio al ser atravesado por la espada de su lictor.

—¿Y el resto? —preguntó el soldado que acababa de ejecutar a Régulo.

—Acabad con todos ellos.

Los lictores no parecían tener tantos escrúpulos como los tribunos de las legiones. Empezaron por la mujer. Dos hombres la cogieron por los brazos y un tercero la ensartó por el pecho retorciendo su espada al sacarla de forma que le destrozó el corazón y varias vísceras que salieron junto con el filo del arma a un tiempo. Los gritos desgarradores de la mujer brucia resonaron en los tímpanos de Catón como cuchillos afilados, pero mantuvo la mirada durante la ejecución fija en la víctima. No quería que el cónsul interpretase un gesto suyo como señal de debilidad. A continuación los legionarios degollaron a los dos brucios que quedaban y luego un mensajero partió hacia la ciudad con la orden expresa del cónsul de que se diera muerte a todo soldado o civil brucio que se encontrase vivo en Tarento.

El cónsul se levantó de su silla.

—Voy a descansar un poco. La emoción de esta conquista me embarga y he de reposar un poco.

Parecía que iba a retirarse ya, pero Fabio se detuvo y dirigió aún un comentario al joven Catón.

—Espero que nunca más vuelvas a interponerte entre mis hombres y mis órdenes.

Catón fue a decir algo en su defensa, pero el cónsul no dio tiempo a ninguna réplica. Entró en su tienda. Estaba cansado y debía descansar. En unas horas, una vez repuesto de aquella noche en vela, haría su entrada triunfal en aquella ciudad subyugada. Los dioses se mostraban generosos con él. Debía tener presente hacer un fastuoso sacrificio en el foro de Tarento a la vista de sus tropas victoriosas. Con un poco de fortuna, pronto llegarían noticias de la caída del joven Escipión en Hispania. Con ello su felicidad se vería colmada. Sólo tenía que esperar sentado a que aquel impetuoso general cometiera alguna insensatez propia de su juventud. Los cartagineses, siempre diligentes, se encargarían del resto. Tomó asiento. Hubo unos momentos en los que llegó a plantearse que aquella guerra pudiera ser un error. Ahora ya no. Ahora todo encajaba, todo fluía como un manso río hacia una mar plácida de victoria, su victoria.