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La larga marcha

Hispania, 209 a. C.

Aquella mañana Escipión se despidió temprano de Emilia. Aún no había salido el sol y ya había abandonado el calor de la residencia de Tarraco. En sus oídos todavía se escuchaban las palabras de Emilia.

—Cuídate. Te quiero. Te espero.

Palabras sencillas, dulces, claras que lo acompañaron toda la jornada. Cabalgó en silencio escoltado por el grupo de legionarios que actuaban como lictores y es que Cayo Lelio, aunque a Publio no le hubiera sido conferido el rango de procónsul, no pensaba que fuera sensato que el general en jefe de las legiones en Hispania se moviera sin una escolta adecuada. El joven Publio miró al cielo y luego al horizonte. La tierra estaba mojada por el agua que había caído durante la noche. Era lluviosa la primavera en aquel país por el que su caballo le llevaba deprisa, veloz, azuzado por el sentimiento de urgencia que su dueño le transmitía. Publio sabía que en la sorpresa estaba su mejor arma. La entrevista con Lelio, lejos de tranquilizarle, le había dejado más nervioso si cabe. Sabía que contaba con la lealtad absoluta de su segundo en el mando, algo esencial para ejecutar su plan, pero la completa falta de confianza de Lelio en las posibilidades de conquistar Cartago Nova había hecho rebrotar sus propias dudas. Y, sin embargo, ésa era su fuerza. Nadie pensaba que lo que se había propuesto fuera posible. Ahí estaba la clave de su plan: los propios cartagineses consideraban tal empresa tan absolutamente imposible que habían reducido las fuerzas que protegían la ciudad y se tomaban la libertad de que sus ejércitos se encontraran alejados de la capital de su imperio en Hispania, uno en el sur, otro en el oeste y el último bajo el mando de Asdrúbal en el interior de aquel país, repartidos en diferentes luchas contra las diversas tribus, centrados en dominar las ricas zonas mineras de la región. Por eso cabalgaba con rapidez. Todo debía hacerse con celeridad. Ésta era una guerra larga, pero eso no quería decir que todo tuviera que hacerse despacio.

La desazón, no obstante, le embargaba por dentro. Al fin y al cabo, quizá su plan fuera simplemente eso: imposible, absurdo, temerario. Quizá él no fuera sino otro general romano más que iba a conducir a sus legiones a la derrota, al desastre, a la destrucción. Los pensamientos oscuros le acompañaron todo el viaje hasta que al anochecer llegaron junto al campamento de invierno de las legiones establecidas en Hispania. Largas empalizadas con torres y vigías que se extendían centenares de pasos atestiguaban el importante ejército que Publio Cornelio Escipión, a sus veinticuatro años, tenía a su mando. Unos veinte mil hombres entre los veteranos que lucharon con su padre y su tío y las tropas de refresco que él había traído consigo de Italia. Y, al mismo tiempo, tan pocos. Además, no podía llevarlos a todos hacia el sur porque tenía que dejar tropas que controlaran el dominio romano al norte del Ebro, y si los cartagineses supieran de su avance, en unos días podrían reunir sus tres ejércitos de Hispania hasta juntar setenta y cinco mil soldados, además de decenas de elefantes y miles de jinetes. Fabio Máximo se había salido con la suya: cada día que pasaba entendía mejor por qué al final el viejo senador dejó de oponerse a su deseo de acudir a Hispania. Con esas tropas todo el proyecto era un suicidio político y militar, pero ya nada podía hacerse sino seguir hasta el fin, como hicieron antes su padre y su tío. Sólo eso. Seguir hasta el fin. Alejandro Magno era también un veinteañero recién llegado al trono cuando se lanzó a conquistar Asia, pero él, Publio, claro, no era Alejandro. Los músculos del rostro del general se tensaron al recordar el relato del mensajero que narró la derrota de su padre y de su tío. Seguir hasta el fin de todas las cosas… o vencer. Vencer más allá de toda posibilidad. Lanzó un profundo suspiro. Si sus informaciones eran correctas, aún quedaba una esperanza. Era irónico. El mundo pendía de las historias de un pescador. Se sonrió. No se había atrevido a confesar a nadie, ni a Lelio ni a su esposa que todo dependía de un relato extraño que Publio había escuchado en boca de los pescadores de Tarraco, una historia que ya había oído antes y que había buscado con anhelo, desde su llegada a Hispania, confirmar antes de lanzarse con un ejército entero para averiguar, en el fragor de un asedio, si era auténtico lo que se contaba. ¿Cómo confesar semejante locura? En cualquier caso, ésa y no otra era toda su esperanza y abrazándose a ésta y al dulce recuerdo de las palabras de su mujer, el joven general romano entró en el campamento del Ebro.

Centenares de legionarios salieron de sus tiendas. Ya habían cenado y estaban a punto de acostarse, pero los cuernos y las tubas y las voces de los centinelas anunciaban la llegada del general en jefe. Algo estaba moviéndose. Llevaban meses junto a aquel caudaloso río que empapaba de humedad su piel y sus huesos durante el largo invierno, mientras todos estaban esperando, aguardando una orden para cruzarlo y luchar contra el enemigo cartaginés. Pero aquel general al que servían se había pasado toda la estación fría recluido en su palacio de Tarraco. Ni una sola salida, ni una sola escaramuza hacia el sur. Sólo ejercicios y maniobras sin fin. Trabajos agotadores. Marchas forzadas de sol a sol, pero del campamento al campamento. Caminatas de hasta diez horas en un día. Descanso no habían tenido, pero batallas tampoco. Eran un ejército, no gladiadores entrenándose para cuando hubiera juegos de circo. Eran un ejército y querían luchar para liberar a su patria del yugo cartaginés que los aprisionaba en la península itálica y en aquel distante país al que habían tenido que desplazarse. Todo lo daban por bueno si valía para combatir, pero aquel joven general no parecía tener interés por la guerra. ¿Estaba asustado? ¿Para qué se había ofrecido entonces como general en jefe de Hispania? Nadie le obligaba a hacerlo. Todos sabían que el enemigo esperaba juntar un inmenso ejército que desde Hispania fuera a ayudar a Aníbal en Italia. Una segunda invasión de la península itálica se preparaba allí, al sur del Ebro y en todo aquel invierno su general no había hecho nada por estorbar al enemigo en sus proyectos. Solo en Tarraco, leyendo planos y literatura, decían, recibiendo extrañas visitas de viajeros, de pescadores, de mensajeros de lejanas tierras. Conversaciones secretas en su residencia y marchas forzadas para las tropas. Y ahora, por fin, aquel general lector de planos y amigo de gentes excéntricas se decidía a venir al campamento. Quizá al fin salieran ya a combatir.

Al alba Publio ordenó poner en marcha las tropas bajo su mando en Hispania, rumbo al sur. En media hora las dos legiones estaban completamente formadas y dispuestas para la que iba a ser una larga marcha de varios días. Los soldados estaban preparados y con deseos de partir para combatir. Había que defender Roma y Roma empezaba allí, en el Ebro, eso les había dicho el joven general en un breve discurso para encender los ánimos. Luego se procedió con los sacrificios de varios bueyes para asegurarse la bendición de los dioses en aquella campaña que iban a emprender. Terminados los rituales en honor de Marte y, aunque nadie entendía muy bien, también en honor a Neptuno por orden expresa del general, se inició el movimiento de las tropas.

En una hora las tropas cruzaron el Ebro, pasando sobre el puente de madera que los zapadores habían reparado durante los meses de enero y febrero, después de que fuera dañado en los últimos combates con Asdrúbal, y avanzaron rápidas hacia territorio cartaginés. Por delante, a modo de avanzadilla, atentos y vigilantes, se desplazaban los grupos de exploradores a los que el general había ordenado que en todo momento precedieran al grueso del ejército. No quería encuentros por sorpresa con los africanos ni, igual de peligroso, emboscadas de tribus hostiles a Roma.

Publio marchaba a pie, con la misma impedimenta[*] que cualquier otro legionario, trasladando con el mismo esfuerzo que sus subordinados la carga que le tocaba, esto es, casi veinticinco kilos entre armas, víveres, utensilios de cocina, ropa y mantas. Al mediodía el cansancio era patente en las tropas. Llevaban prácticamente seis horas de marcha con apenas breves pausas de pocos minutos para beber y recuperar fuerzas. Aún estaban lejos del objetivo que el general se había marcado para ese día cuando Publio ordenó que las legiones pararan y comieran con sosiego durante una hora.

Los soldados ingirieron el rancho con ansia y descansaron un poco, pero enseguida, a la hora marcada, la marcha se reinició y así hasta bien entrada la tarde. Esa noche las legiones acamparon frente a un pequeño barranco seco. No se levantó un campamento con empalizadas, lo que dejaba claro que el general tenía previsto proseguir con el avance al día siguiente.

Publio se dejó caer en el lecho de su tienda. Estaba rendido, agotado, exhausto, como muchos de sus hombres. Sin embargo, sabía que no podía desfallecer. Debía dar ejemplo. Se entretuvo en repasar sus planes para el asedio de la ciudad hacia donde, sin saberlo los soldados, dirigía sus tropas. ¿Cómo reaccionarían cuando vieran aquellos muros? O, antes que eso, ¿resistirán la marcha que aún restaba? ¿Resistiría él? Publio suspiró casi dormido, vencido por el agotamiento. Resistirán, pensó. Resistirán todo lo que su general aguante. La clave era resistir él. Esa noche no habría lectura, ni las siguientes tampoco. Llevaba consigo el tratado sobre la amistad y algunas otras lecturas de Aristóteles en rollos que su propio padre le había regalado y que él había querido traerse como auténticos tesoros escogidos entre las estanterías de su biblioteca. Recordó a Plauto. ¿Visitaría aquel escritor la biblioteca? ¿Le será útil? Era un hombre tosco, duro, áspero, muy lejos de lo que él esperaba de un escritor. Y con hostilidad hacia los patricios. Eso resultó evidente. Si eso empezase a traslucir en sus obras, tendría problemas. Problemas. Sonrió. Él sí tenía uno y bien grande. Cartago Nova, con murallas de cinco metros de altura o más. Al amanecer seguirían. Tenían que hacer unos sesenta kilómetros al día. Una locura. Firmes, raudos, hacia el sur. Se quedó dormido.

Al día siguiente las tropas vislumbraron la ciudad de Sagunto, pero Publio no se detuvo. Las murallas aún permanecían semiderruidas por el largo asedio de Aníbal y sólo algunos supervivientes habían regresado después de que su padre y su tío la reconquistasen. Con la muerte de ambos, muchos habían vuelto a refugiarse en el interior del territorio por miedo a que los cartagineses volvieran a fijarse en ellos. Permanecía así medio en ruinas, una ciudad fantasma, memoria del origen de aquel conflicto que tenía ya a Cartago, Roma, Numidia, Macedonia, la Galia Cisalpina y otros pueblos y territorios en una larga guerra de final incierto. Bordearon la ciudad por la ladera este de la fortaleza, aproximándose a la costa. Desde allí las tropas se sorprendieron al ver una inmensa flota de barcos que de inmediato reconocieron como la suya propia. Los soldados hablaron entre sí. Su general había hecho que la flota acompañara a las tropas en su avance hacia el sur. Aquello sólo podía augurar que el general se había decidido por una confrontación en toda regla con los cartagineses. En la pausa del mediodía los legionarios comentaban el hecho al tiempo que descansaban de otra marcha agotadora que sabían aún debía continuar por la tarde. Quinto Terebelio, centurión de la cuarta legión, había terminado su rancho y, desde la ladera de la montaña en la que estaban detenidos, observaba la flota navegando lentamente hacia el sur. Un legionario más joven le interpeló.

—Mi centurión, no entiendo por qué tenemos que ir a pie cuando podríamos avanzar tranquilamente por la costa, cómodamente a bordo de nuestra propia flota.

Quinto respondió sin mirarle, señalando los barcos.

—¿Acaso no ves cómo de hundidos navegan esos barcos? Es evidente que van llenos de provisiones, de armamento, de pertrechos de todo tipo. Vamos a una campaña larga contra los cartagineses, legionario, y en los barcos no cabe el material y las tropas al mismo tiempo. Y que yo sepa, ni el armamento ni las provisiones caminan, así que el general ha optado por que caminen sus legionarios. Claro que a lo mejor tú habrías optado por algo diferente.

Concluyó el centurión y se echó a reír. El resto del manípulo acompañó las carcajadas de su centurión. Había buen ambiente pese al cansancio acumulado.

—¿O es que te apuntaste a la legión para que te llevasen de paseo? —concluyó Quinto Terebelio, volviendo a reír de forma exagerada, doblando su cuerpo y dándose palmadas en la pierna.

Terminó la pausa y de nuevo se reinició la marcha hacia el sur. Alcanzaron aquella noche un pequeño emplazamiento de edetanos, junto a la desembocadura de un río poco caudaloso. Los nativos habían desaparecido. Ni se enfrentaban con los romanos ni los ayudaban. Sólo buscaban evitar problemas y no verse obligados a apoyar a unos o a otros. Publio observaba cómo el cansancio había hecho mella en el cuerpo de sus legionarios pero no en su espíritu. Eso le daba esperanzas aún de salir victorioso de aquel proyecto. Aquella segunda noche volvió a caer derrotado por el sueño. Esta vez no repasó planes de ataque. Una dulce somnolencia le abrazó con decisión de forma que, cuando aún pensaba que apenas acababa de cerrar los ojos, sintió que alguien le sacudía el brazo levemente.

El joven general se sobrecogió y veloz se abalanzó sobre su espada para hacer frente al enemigo que le sorprendía en la noche, pero al abrir los ojos una luz poderosa que venía de detrás de aquel hombre que se le había acercado en la noche le cegó.

—Lo siento, mi general, pero ha amanecido y sus instrucciones eran proseguir el avance al alba. Sé que está cansado, pero ordenó que le despertásemos con la luz del nuevo día si usted no se levantaba… No quería sorprenderle de esta forma.

Era uno de los lictores que le escoltaban por orden de Lelio. El soldado había retrocedido sobre sus pasos al observar cómo el general había reaccionado con violencia blandiendo su espada. Publio bajó el arma y se llevó la mano libre al rostro, deslizando sus dedos sobre las cejas y los párpados cerrados. Estaba agotado. Guardó silencio unos segundos mientras intentaba sacudirse de encima el cansancio y la sorpresa. Ya había pasado la noche. Apenas le parecía que hubieran pasado unos minutos desde que se había acostado y, sin embargo, ya era de día. Un nuevo día. Un nuevo día de marcha.

—Has hecho bien. Si me duermo otra mañana, haz lo mismo que hoy, y hazlo antes de que amanezca —respondió el general—. Pero no me vuelvas a tocar al despertarme, llámame a viva voz, no sea que acabe matándote una de estas mañanas.

—Sí, mi general. Lo siento… —el legionario iba a seguir disculpándose pero una sonrisa y un gesto con la mano como quitando importancia a lo sucedido por parte de Publio frenaron sus palabras—. Le llamaré a viva voz, mi general —concluyó y salió de la tienda.

Al salir le esperaban otros lictores. Uno de ellos preguntó al que salía de la tienda.

—¿Está bien?

—Sí —y añadió—, casi me hiere con la espada. Se ha sobresaltado al despertarle y ha debido de creer que le atacaban. Es ágil el general, muy ágil —y se alejó para transmitir a los tribunos las órdenes de poner en marcha las tropas. El resto de los lictores se quedó ponderando las palabras de su compañero. Les gustó. Su misión, proteger la vida del general en jefe, siempre sería más sencilla con un general joven y desenvuelto, en particular en el campo de batalla, allí donde cumplir el mandato de Lelio resultaba más arriesgado. Y pronto iban a entrar en combate. Lo presentían, como lo intuía el resto de la tropa.

El avance prosiguió aquel día hasta alcanzar un nuevo río, no tan caudaloso como el Ebro, pero sí mucho más que el último que habían cruzado, lo suficiente como para hacer trabajar a los ingenieros y zapadores de las legiones construyendo un puente provisional que permitiera cruzar a las tropas. Se trataba del río que los romanos denominaban Suero. Allí detuvo el ejército el general y reunió a los tribunos en su tienda aquella misma noche.

Cuatro lámparas de aceite, una en cada esquina de la tienda, iluminaban la estancia.

—Os he hecho venir por dos cosas. Primero, quiero que se establezca aquí un campamento de aprovisionamiento. Lelio, que comanda la flota, nos subirá provisiones y material ascendiendo por el río para establecer este campamento mañana al amanecer. Quiero que unos quinientos hombres se establezcan aquí de forma permanente. Necesitamos una base de aprovisionamiento entre Tarraco y nuestro destino final.

Publio observó cómo se iluminaban los ojos de los tribunos al oír la expresión «destino final». Podía ver cómo todos intentaban deducir cuál era ese destino. Los veía calculando distancias y cómo si alguno había inferido por un segundo que Suero estaba equidistante entre Tarraco y Cartago Nova, no podía, sin embargo, dar crédito a la idea y negaba la cabeza en completo desacuerdo con la conclusión a la que había llegado. Los ojos de sus oficiales se volvían indecisos, sobre la superficie del plano, hacia el interior de Hispania. Todo subrayaba que ni sus propios oficiales podían pensar que aquél fuera el objetivo diseñado, pese a llevar varios días avanzando hacia él. Cuánto menos lo podrían sospechar los cartagineses. La cuestión fundamental ahora era, no obstante, si podrían resistir aquel ritmo.

—El segundo tema que me interesa es saber el estado de ánimo de las tropas con relación a la marcha.

Entre los tribunos estaba Lucio Marcio, a quien el general había ascendido en razón a su experiencia y veteranía en la guerra. Fue éste el que resumió el sentir de todos.

—En general, el desánimo empieza a hacer mella. Son ya varios días de marchas forzadas sin un objetivo claro, sin entrar en combate y adentrándose cada vez más en territorio cartaginés. Sólo la visión de la flota que nos acompaña en el avance ha supuesto un pequeño refuerzo para la moral, cuando la vislumbraron a la altura de Sagunto, pero incluso ese refuerzo moral pierde impacto a medida que el agotamiento se apodera cada vez más de la tropa.

—Bien, Marcio. Esta noche, en la cena, quiero que se reparta vino entre los soldados, hasta dos vasos, no más. Y saldremos mañana una hora y media más tarde. Pero el avance prosigue, en los mismos términos: marchas forzadas, a toda velocidad, hacia el sur, por la costa.

Miró a alrededor. Había varias preguntas en los ojos de aquellos oficiales, pero como él no daba pie a más intervenciones, ninguno se atrevía a hablar. Echaban de menos a Lelio. Con él siempre se podía conversar y él sí que tenía confianza para dirigirse al general en cualquier momento. Algunos miraron a Lucio Marcio para ver si éste se atrevía a preguntar algo más acerca del objetivo final de aquel rápido avance, pero Marcio tenía su mirada clavada en el plano. Publio observó lo que miraba y se percató de que él sí observaba fijamente el punto que en el mapa marcaba la ubicación de Cartago Nova.

Los tribunos empezaron a salir de la tienda para organizar el trabajo de levantar el campamento que debía establecerse en aquel lugar como base de aprovisionamiento para un objetivo que aún desconocían, según había ordenado el general. En la tienda, Lucio Marcio retrasó su salida. Se detuvo y se volvió hacia su general.

—Sí, Marcio, ¿tienes alguna pregunta?

Marcio fue a hablar, pero se lo pensó dos veces y negó con la cabeza.

—No, mi general. No quiero meterme donde no me llaman.

—Haces bien —respondió Publio con tal seguridad y decisión que Marcio se puso firme, se llevó la mano al pecho y se despidió.

—Buenas noches, mi general —sólo se permitió añadir algo—, y que los dioses os guíen en vuestras decisiones.

Con esto se dio la vuelta y salió de la tienda. Publio se quedó a solas, en silencio, mirando de nuevo el plano. Marcio sabía a dónde se dirigían. Dudaba. Como Lelio. Como él mismo. Pero no dirá nada. Se mantendrá leal. Quizá había querido advertirle de lo imposible de la empresa, pero no le tenía suficiente confianza y no querría que sus palabras se tomasen como una indisciplina. Más dudas que añadir a las que Publio ya sobrellevaba. Tendría que acostumbrarse. Esta batalla la tendría que ganar sólo con su confianza en sí mismo y en contra de los pensamientos de todos, incluidos el enemigo y sus propios hombres. Si perdía, regresaría a Roma igual que Nerón. Su carrera política truncada y sin un valedor como Fabio al que Nerón sí podría recurrir y, lo que era peor, sin haber mermado el poder de Cartago en Hispania. ¿Pero, y si contra todo pronóstico, lograba su objetivo? Tendría entonces lo que todo general anhela: no una victoria, no, eso es algo trivial, sino la fe ciega de sus hombres, lo que otorgaba a un general poder más allá de su cargo.

El reparto de vino y el anuncio de una hora y media extra de descanso para el día siguiente surtió el efecto deseado. Los legionarios se sintieron premiados por su esfuerzo y, con el efecto dulce del vino, durmieron aquella noche sin albergar demasiado rencor hacia un general que los conducía ya varios días a marchas forzadas hacia el interior de un territorio dominado por fuerzas enemigas que ellos sabían eran infinitamente superiores en número. El vino, con su cadencia de atrevimiento, los hizo sentirse más seguros, sosegó sus ánimos y aplacó su creciente cansancio.

Al día siguiente el avance prosiguió, desde Suero hasta alcanzar las proximidades de una pequeña colonia griega. Los romanos se mantuvieron alejados de la población para no comprobar o forzar la lealtad de sus habitantes. Una noche más y un nuevo amanecer que los siguió conduciendo hacia el sur, atravesando montañas que descendían hasta la costa y desembocaduras de pequeños ríos y barrancos prácticamente secos. Con la caída del sol llegó de nuevo el alto. Los legionarios se agruparon en torno a las pequeñas hogueras que se les permitía encender, con sus cuencos y su comida para cenar entre comentarios que con el cansancio acumulado habían ido derivando de las bromas y las risas a las quejas y reclamaciones. Aquélla era sin duda ya para todos los de aquel ejército la marcha más dura que nunca jamás hubieran realizado. Ahora entendían algo del porqué de aquellas largas jornadas de maniobras durante el invierno. Su general les había hablado bravamente antes de partir, pero en aquel discurso y en los sacrificios a los dioses se había hablado sobre todo de combatir, de luchar contra los ejércitos cartagineses y no de caminar durante días de sol a sol, a toda velocidad hasta la misma extenuación. ¿Adónde quería llevarlos aquel general, dónde quería luchar? ¿O es que simplemente deseaba pasearse por todo aquel territorio evitando al enemigo?

Quinto Terebelio estaba en uno de esos grupos. Había terminado su comida y escuchaba las cada vez más frecuentes quejas de los legionarios a su mando. Tenía su cuerpo cruzado de cicatrices, una barba densa y una frente arrugada, aunque sin ceño marcado. Con sus manos gruesas, toscas, blandía un largo palo con el que removía las brasas del fuego, haciendo que pequeñas pavesas chisporroteasen hacia el cielo oscuro de la noche.

—Por Hércules —dijo—, ya está bien. Esto es una legión romana, no un grupo de putas chillonas lloriqueando por esto o por aquello —aquí Quinto puso voz fingida de mujer, como los actores en el teatro—: «Ay, ay, dadme un poco más de dinero… hoy no, estoy agotada…». —Los hombres rieron a gusto—. Aquí no hay sitio para débiles. El que no sea capaz de resistir unos días de marchas forzadas no debería haberse alistado en una legión de Roma. Más aún, no debería ser romano.

Una vez que se calmaron las carcajadas, uno de los legionarios se dirigió a su centurión.

—Sí, pero ¿para qué este avance, adónde nos conduce el general? Cada vez estamos más lejos de nuestra base en Tarraco. ¿Qué sentido tiene adentrarse tanto en territorio enemigo y que lleguemos todos agotados a combatir? ¿Y qué sentido tiene…?

Pero Quinto Terebelio interrumpió las quejas de su soldado.

—¡Silencio! Nosotros somos legionarios y los legionarios no establecen los planes de combate. Si el general ordena que se siga hacia el sur, se sigue y punto.

Aquello pareció acallar ligeramente las quejas, pero Quinto observó que aún murmuraban entre sí varios hombres, de forma que se decidió, se levantó y habló con fuerza para que todo su regimiento le escuchara bien.

—¡Escuchadme todos! Yo tampoco entiendo el sentido de estas marchas. Puede que nuestro general esté loco; no lo sé, pero sí sé que es el que tiene el mando y esto es una legión y, si un legionario recibe una orden, aunque ésta parezca absurda, un legionario cumple esa orden al pie de la letra… y sin quejarse. —Quinto se quedó sorprendido al ver cómo sus hombres se levantaban para escucharle. Él no era un orador como alguno de los tribunos o el propio general. Se extrañó de que sus palabras impactaran tanto como para que los hombres se pusieran en pie para escucharle, pero de pronto una intuición le dijo que había algo más que sus palabras, en aquel gesto de respeto de sus legionarios. Se volvió y se encontró de cara con Publio Cornelio Escipión a tres pasos de distancia, rodeado de sus lictores. Quinto se preguntaba cuánto tiempo había estado escuchando el general.

—O sea que mis órdenes son las de un loco, ¿es eso lo que estabais explicando a vuestros legionarios? —La voz de Publio resonó potente entre todos los presentes. Quinto Terebelio no supo qué responder. Ése no había sido el sentido de sus palabras, pero antes de que pudiera decir algo el general insistió—. Te he hecho una pregunta, centurión, y espero respuesta.

Quinto Terebelio maldijo su mala fortuna, a la diosa del mismo nombre y, ya de paso, a algún otro dios más que le vino a la mente. No era eso lo que había querido explicar a sus soldados, sino que había que obedecer al general al mando aunque no se entendiera bien el sentido de sus órdenes. Sí, eso debía decir.

—Yo… mi general… intentaba explicar que hay que obedecer las órdenes… que en la legión eso es lo fundamental…

—Ya. ¿Y para eso es necesario insultar al general al mando llamándole loco?

Quinto Terebelio deseó que los dioses lo fulminasen allí mismo. Nuevamente guardó silencio, pero sabía que tenía que decir algo.

—Yo no soy un orador… sólo sé cumplir órdenes… lo siento, mi general. Sólo valgo para luchar.

Publio dibujó en la comisura de los labios el esbozo de una sonrisa cargada de incierta intención.

—No, no eres un orador, pero en lo de luchar no te preocupes, que averiguaré personalmente si realmente vales para ello.

Los hombres se echaron a reír. También lo hicieron algunos de los hombres al mando del propio centurión. El joven general observó cómo el centurión sentía vergüenza y cómo reprimía sus sentimientos y su orgullo. Publio se adelantó y se acercó a los legionarios que reían.

—¿Os reís acaso de vuestro oficial al mando, Quinto Terebelio?

Las risas desaparecieron automáticamente. Publio continuó.

—Soy el general al mando y, si lo considero oportuno, puedo reprender la actitud de cualquier oficial, pero no sabía que un legionario pudiera reírse de un oficial superior. ¿Es ésta la legión de la que dispongo para derrotar a los cartagineses?

Los legionarios guardaron silencio. Todo el mundo callaba. Publio Cornelio Escipión los miró uno a uno.

—Me ocuparé en persona de averiguar la valía de todos los aquí presentes. Veremos si en el campo de batalla resolvéis las cosas con risas o con arrojo. Allí averiguaremos de qué naturaleza son vuestros espíritus… —y concluyó— si es que resistís la marcha, claro, ¿cómo era eso?, ¿putas chillonas? Eso ha tenido gracia.

Esta vez fueron los lictores del general los que sonrieron. Quinto tragó saliva. Sabía que la primera norma para sobrevivir en la legión era el anonimato de tu unidad; sin embargo, esa noche, su manípulo había quedado señalado por el general.

Publio abandonó el regimiento de Quinto Terebelio y a sus hombres. Durante unos instantes todos quedaron allí, quietos, en pie, sintiendo el aire frío de la noche en su piel. Las llamas de la hoguera se habían ido consumiendo durante el debate. Un fulgor rojo salpicaba de luz temblorosa a los soldados. Sabían que el general no hablaba en vano y que sus palabras a modo de advertencia no podían sino presagiar que iban a ser usados en primera línea de batalla. Los legionarios miraban al suelo, reflexionando. «Me ocuparé de averiguar la valía de todos los aquí presentes», había dicho. Al final Quinto espiró largo y profundo. Sin saberlo llevaba un minuto conteniendo la respiración.

—Bien —dijo al fin—, espero que todos estéis contentos. Vuestras quejas nos acaban de poner en primera línea de combate en la primera batalla, con toda seguridad. Si alguien tiene alguna otra queja, que haga el favor de tragársela. De hecho, creo que si nadie abre la boca, incluido yo, hasta el final de esta marcha, quizá aumenten nuestras posibilidades de sobrevivir a esta campaña. Ahora silencio todos y a dormir. Mañana marchamos, hacia el sur, y esta vez, en silencio. Las nenazas que se traguen la lengua —y su voz se escuchó mientras les daba la espalda y se alejaba entre las sombras—. ¡Por todos los dioses! ¡Maldita nuestra suerte!

Todos recogieron sus utensilios de la cena y se dispusieron a dormir, o, al menos, a intentarlo. Ninguno concilio un sueño tranquilo.

Publio descansó unos momentos sobre una roca, en un leve altozano desde donde se contemplaban las pequeñas hogueras aún encendidas de su campamento. Sabía que había sido duro en sus palabras con aquellos hombres y aquel centurión. Conocía a todos los oficiales a su mando. Ésa había sido otra de sus ocupaciones durante el largo invierno. Había leído los informes sobre cada uno de sus oficiales. Quinto Terebelio era, sin lugar a dudas, un hombre de gran valor y de enorme experiencia. Y muchos de los hombres bajo su mando eran legionarios que ya habían servido con ese centurión en otras campañas. En cualquier caso ahora tenía algo mejor que un puñado de hombres valientes. Tras esta noche ahora disponía de un puñado de hombres valientes ansiosos por demostrar su auténtica valía a su general. Aquélla era un arma poderosa que tendría que saber utilizar con inteligencia. Ya pronto. Muy pronto. Tenía planes muy definidos para Terebelio y sus hombres.

Tras otra breve noche de descanso para la mayoría y de insomnio para Quinto Terebelio y los suyos, las legiones reemprendieron el avance. El agotamiento se extendía de forma generalizada entre todos. Las conversaciones mermaban y en los intervalos para reponer fuerzas los legionarios se ocupaban de comer en silencio, sin bromas, sin apenas comentarios. Aquel general los arrastraba en una marcha sin fin que a todos tenía exhaustos. Pero una legión es un hervidero de murmullos y murmuraciones y todo se sabía en cuestión de unas horas. Las palabras de Publio al regimiento de Quinto Terebelio habían corrido de boca en boca durante la mañana y nadie quería compartir su suerte cuando finalmente llegara la hora del combate.

Así pasó un nuevo día de marcha y una nueva noche.

En el mar, Cayo Lelio oteaba el horizonte iluminado por el sexto amanecer desde que partieran de Tarraco. No había hablado con Publio desde que salieron. Así habían quedado al poner en marcha al ejército y la flota. En Suero había mandado varios barcos con los pertrechos acordados para levantar el campamento de aprovisionamiento, sin acercarse él a la costa. Lelio sentía la inmensa seguridad que su general tenía en el éxito de la empresa, pero no podía entender por qué, más allá de que quizá fuera cierto que los dioses estaban con aquel joven romano que los mandaba a todos en aquella campaña hacia el sur de Hispania. Lelio suspiró. Se separó de la proa de la quinquerreme y, al volverse, vio al pescador que el joven general había ordenado que actuara como guía en aquella ruta. Lelio no entendía bien a qué traerse un pescador para guiarlos en una singladura tan sencilla como aquélla: sólo había que descender siguiendo la costa hasta llegar a Cartago Nova. Observó cómo el pescador también escudriñaba el horizonte. Se le veía nervioso. Fuera por lo que fuera aquel hombre estaba hondamente preocupado. Quizá conocedor de los dominios cartagineses en sus aventuras pescando por las costas del sur de aquella gigantesca península había aprendido del enorme poderío de aquéllos en Hispania y no tuviera muy clara la capacidad de los romanos para poder salir victoriosos. Lelio no comprendía la relación de aquel pescador con el general, pero las órdenes eran conducir a este hombre hasta Cartago Nova y, una vez allí, llevarlo a su presencia en el campamento que se establecería frente a la ciudad. Así se tenía que hacer y así se haría.

Ilmo miraba tenso hacia el mar. Era el mismo sobre el que había navegado toda su vida, antes que los cartagineses, antes que los romanos. Ahora todo su mundo se tambaleaba. Presionado por aquel joven general romano se había visto obligado a pactar con él un acuerdo que quizá le librara de las penurias propias de su profesión y que, pudiera ser, ayudara al futuro de su familia en Tarraco, pero quizá también fuera un pacto con el dios de la muerte, que sólo podía terminar con sus huesos como pasto de los buitres en algún lejano campo de batalla de una guerra que no era la suya. El general, no obstante, no le había dejado mucha elección.

—Si me ayudas en esto y salimos victoriosos, me aseguraré de que no tengas ni tú ni tu familia ningún problema en esta ciudad. Podrás establecer aquí un buen comercio con el pescado, protegido por Roma —le comentó aquel gobernador o procónsul o lo que fuera en la última entrevista entre ambos. Era de noche. Y en el atrium de la gran casa del general romano en Tarraco se proyectaban largas sombras a la luz de las antorchas.

—¿Y si me niego? ¿Y si no te ayudo en esto? —Se atrevió a preguntar, mirando a los ojos al joven general—. A fin de cuentas ésta no es mi guerra y, aunque pueda ganar mucho ayudándote, también es posible que pierdas y que los cartagineses, si descubren que te he ayudado, me maten y también a toda mi familia.

Publio mantuvo la mirada del pescador y sin quitar sus ojos de los que le preguntaban respondió despacio.

—Ésa no es una opción que te puedas plantear.

Luego vino el silencio y el crepitar de las antorchas ardiendo. El romano añadió algo, un poco más relajado.

—Siento, Ilmo, que te veas en esta situación, pero tu ayuda me es necesaria. Además, si todo lo que hemos hablado, lo que me has contado es cierto, saldremos victoriosos. No lo dudes.

Ilmo sabía que todo lo que había narrado era verdad, pero no veía en qué forma aquello podía conseguir una gran victoria a los romanos, claro que él no era general ni entendía de estrategias. Seguía dudando. Al fin respondió.

—A lo mejor es mejor que muera aquí a morir a manos cartaginesas y que luego los cartagineses acaben con mi familia o… —dudó, tragó saliva y continuó— o es que… ¿si no te ayudo también amenazas a mi familia?

Publio se reclinó en su asiento y pensó unos segundos.

—No, no amenazo a tu familia. Tu preocupación por los tuyos te honra y eso me parece digno. Veo justo que quieras conseguir seguridad para ellos. Por eso te ofrezco el siguiente acuerdo: tú nos ayudas en esta empresa, vienes con el ejército y si vencemos, que venceremos, tendrás todo lo que hemos hablado, pero si perdemos, que no ocurrirá, te garantizo que dejaré órdenes para que, en caso de que hubiera un avance cartaginés sobre Tarraco, toda tu familia sea llevada a Roma o a cualquier otra ciudad de dominio romano donde sean protegidos de los cartagineses. Tengo instrucciones similares en todo lo relacionado con mi propia familia.

Ilmo meditó antes de responder. También podría ocurrir que después de Tarraco cayeran más ciudades romanas o que incluso la propia Roma fuera tomada por Cartago en aquella inmisericorde guerra que llevaban los dos imperios, pero se daba cuenta de que había negociado hasta donde era razonable. Incluso un poco más allá de lo razonable. Estaba jugando con la paciencia de aquel general. Lo veía bebiendo despacio un poco de vino de una copa de plata, pero sentía que incluso con los ojos cerrados el general le observaba y hasta que leía sus pensamientos.

—De acuerdo. Acepto. Te ayudaré, os acompañaré y cumpliré todo lo pactado; a cambio habrá protección para mi familia en cualquier caso, y si hay victoria, obtendré la recompensa de la que hemos hablado.

Publio no habló, sino que se limitó a asentir con la cabeza, en silencio.

Ahora Ilmo, en el barco insignia de la flota romana, rumbo al sur, se esforzaba por repasar todo aquello que debía recordar para poder cumplir fielmente su parte del trato. Estaba seguro de casi todo, pero a medida que se acercaban al destino final, las dudas comenzaban a atenazarle. No había estado tantas veces en Cartago Nova. Su memoria, no obstante, era excepcional. Si navegaba por un sitio recordaba todo, las rocas, los cabos, las corrientes… sólo que nunca le había ido su vida y la de toda su familia en ello.