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Un plan imposible

Tarraco, 209 a. C.

El anochecer había desplegado su manto lentamente sobre Tarraco, como si la oscuridad fuese una densa manta que abrigase las casas, el puerto y las gentes de la ciudad. En lo alto de una colina central de la población se alzaba la mansión residencial del mando romano. Las ventanas resplandecían en la noche por la luz de las antorchas y lámparas de aceite que los esclavos habían encendido en el interior. Su amo, el jefe militar de Roma en Hispania, se encontraba en su habitación, en la cama, desnudo. Junto a él reposaba el dulce y bello cuerpo de su mujer, dormida. La piel tersa y suave de los pechos de Emilia se elevaba y descendía rítmicamente. El general se levantó con cuidado, cogió su ropa, se vistió y apagó la luz del candil que iluminaba tenuemente la estancia.

Publio paseó por un pasillo largo al que daban varias estancias de la residencia hasta llegar al tablinium, junto al atrium principal de la casa. Allí un esclavo le había dejado fruta y bebida. Había manzanas traídas del Ebro, uvas de la región, pollo asado con aceite de oliva, pan de trigo y vino tinto producido al norte de la ciudad. El general escanció vino en las dos copas que había preparadas. Cogió la suya y saboreó el vino con intensidad. Era bueno. Excelente. Aquella tierra cruel en la que habían perecido su padre y su tío era capaz de producir manjares exquisitos. Una tierra que podía producir aquellos sabores no podía ser tan terrible ni sus gentes tan corruptas. ¿Pero cómo olvidar el péndulo de los afectos celtíberos, unas veces aliados y otras luchando junto a los cartagineses?

Un esclavo irrumpió en la estancia.

—Mi señor, el hombre que esperabais ha llegado.

—Que pase.

El esclavo desapareció por un pasillo lateral para, acto seguido, reaparecer recogiendo en parte la cortina verde que separaba y aislaba el tablinium del atrium. Por el espacio libre la figura alta y firme de Cayo Lelio penetró en la sala.

—Es una hora un tanto extraña para una entrevista —fueron sus primeras palabras—, por Hércules, si fuera una doncella y no supiera de tu gran amor por tu esposa, temería por mi honor. —El general rio a gusto.

—Pues no, no temas por eso. Digamos que mi mujer me ha dejado más que satisfecho.

—Eso me tranquiliza. Por un momento temí haber pronunciado aquella promesa a tu padre de seguirte en todo.

—Bueno, en cierta forma de evaluar tu compromiso, de eso sí que trataremos esta noche.

Lelio le miró con interés, pero no dijo nada.

—Toma algo de vino; es de la región, pero excelente…, al menos a mí me lo parece. Ya está servido.

Lelio tomó la copa que quedaba sobre la mesa, junto a la comida y probó el vino. Lo valoró con detenimiento al igual que antes había hecho Publio.

—Sí, es bueno. Muy bueno —y cambiando de tema por completo, a la espera de que el general se decidiera a entrar en el asunto de aquella entrevista, comentó—, una gran mujer, tu esposa, Emilia. Un gran carácter, además de muy hermosa. Es de admirar su entereza y decisión por acompañarte hasta aquí. He de reconocer que tuve mis dudas de que resistiese aquí más de unas semanas.

—Sí —comentó el general reclinándose en un triclinium e indicándole a su acompañante que hiciera lo propio—. Sí, Emilia es admirable, inteligente y hermosa. A veces me pregunto su decidido interés por mí.

—Algo habrá visto en nuestro general —dijo Lelio—, que los demás no acertamos a entender.

Ambos se echaron a reír.

Publio había acostumbrado a su lugarteniente a poder hacer uso de una amplia informalidad, a veces incluso en presencia de otros. Ahora le miraba en silencio. Bebieron algo más de vino. El joven general meditó unos instantes y, al cabo de un rato, se puso a hablar en voz alta pero no como si hablara con Lelio, sino más bien como si pusiera palabras a sus pensamientos.

—Ella me eligió desde un principio. Apenas una niña que empezaba a ser mujer y ya en nuestro primer encuentro jugó conmigo como le dio la gana, a voluntad. Sólo la sorprendí cuando le dije que no fingía al seguir su juego, que no fingía… lo leí en sus ojos, la sorpresa… y la felicidad. Nunca había visto tanta alegría en el rostro de una mujer… y me conmoví…

Lelio escuchó esta vez sin hacer comentarios. Era conocido el amor que el general profesaba a su mujer. Aquello le había ganado el respeto de mucha gente, en la casa, entre los esclavos, entre los habitantes de la ciudad y hasta entre los propios soldados. Todos habían experimentado estar subordinados a otros generales lujuriosos que usaban su poder para yacer con esclavas o que violaban doncellas de la población extendiendo el dolor y el resentimiento a su alrededor. Dolor y resentimiento que era a su vez proyectado sobre las tropas. También estaban los generales que corrían detrás de las mujeres de algunos oficiales. Un centurión romano podía ser muy desafortunado si tenía una esposa hermosa, aunque algunos utilizaban a sus mujeres para conseguir ascensos inmerecidos en agradecimiento a los servicios prestados por sus bellas esposas, pero eso también creaba resentimiento entre otros oficiales. El joven Publio, sin embargo, amaba a su mujer y ésta había venido con él. Si el general era lujurioso o no era algo que quedaba en la esfera de su vida privada, pues, en todo caso, lo sería con su mujer y a ésta se la veía feliz, resplandeciente, hermosa en la residencia del general, cuando paseaba por las calles de la ciudad o cuando se aventuraba por el puerto, explorando curiosa la población capital de los dominios sobre los que gobernaba su marido. Emilia no abusaba de su poder, pagaba con generosidad a los comerciantes y era firme pero justa con los esclavos que quedaban bajo su supervisión. No era proclive a infligir castigos corporales y todos atendían sus requerimientos con interés. Se había hecho popular y respetada y con ello había ampliado la reputación de su marido como gobernante discreto.

—Bueno, bueno… —dijo el joven Publio, como despertando de un sueño—, mi buen Lelio, estarás ahí preguntándote si te he hecho venir a estas horas de la noche para hablarte de mi vida conyugal.

—En fin, estoy seguro de que habrá algo más, pero, si se me permite, mientras haya vino tan bueno como éste, no me importa el tema del que se hable. Incluso si no tengo que hablar yo, tampoco me importa.

—Ya —Publio sonrió y él mismo tomó un poco más de vino rebajado con algo de agua—. Pero no. Te he hecho venir para explicarte los planes que tengo para esta campaña.

Lelio le miró y parpadeó tres veces.

—Bueno, esos planes ya nos los explicaste esta mañana, igual que ya hablaste a las tropas de las dos legiones. Vamos al sur y al interior, a Carpetania, a encontrarnos con el primero de los tres ejércitos cartagineses de Hispania. No dividiremos nuestras fuerzas. La marcha será rápida, marchas forzadas, para sorprender al ejército de Asdrúbal, el hermano de Aníbal, antes de que sea informado y antes de que pueda ser asistido por ninguno de los otros dos ejércitos cartagineses, el de Giscón, que está en Lusitania, donde desemboca el Tajo, o el de Magón, que está al sur, cerca de los Pilares de Hércules. Tras derrotarlos evaluaremos cuál es la situación para ver si regresamos o seguimos nuestro avance contra otro de los ejércitos. La flota se quedará aquí junto con una guarnición de tres mil hombres para salvaguardar el territorio bajo nuestro control al norte del Ebro.

Lelio recitó su respuesta como el alumno que desea demostrar a su maestro que se ha aprendido bien su lección.

—Perfecto. Es indudable que has escuchado con detalle mis explicaciones esta mañana. Ahora se trata de ver si te interesa saber lo que realmente vamos a hacer.

Cayo Lelio dejó la copa en el suelo. Se levantó y se pasó la mano por la barba. Volvió a sentarse.

—Sí, por supuesto. Me gustaría saber qué vamos a hacer, si es diferente a lo que nos has explicado.

—Sí, es diferente —y antes de que Lelio le interrumpiera, el general se anticipó a sus preguntas—, pero no quiero que nadie lo sepa, excepto tú. Confío en ti, en tu discreción y en tu lealtad y además…

—¿Además…?

—Además, te necesito. Sin tu ayuda, el plan no puede realizarse. Y, bien, también me gustaría tener tu opinión.

—Mi lealtad y mi honor son tuyos. Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea. Te escucho. Soy todo oídos.

Ésa era la respuesta que Publio estaba esperando para desvelar a Cayo Lelio su auténtico plan de guerra.

—Todo oídos, al igual que esta ciudad entera. Muchos celtíberos nos son leales sólo en apariencia. Los cartagineses poseen espías en todas partes, por eso mi interés por mantener ocultas mis auténticas intenciones. Vamos a ir al sur, pero no al interior. No vamos a luchar contra ninguno de los tres ejércitos que los cartagineses tienen en la península ibérica.

Lelio le miró con decepción y sorpresa. ¿Entonces a qué habían venido desde Roma? ¿Para qué aquel largo viaje y para qué todas aquellas permanentes maniobras durante el invierno? A los soldados no les gustaría nada aquello.

—Sé lo que estás pensando —dijo Publio—, lo leo en tus ojos. Pero antes de juzgar, te ruego que me escuches hasta el final.

Lelio no estaba en absoluto convencido, pero asintió con la cabeza. Publio prosiguió con la exposición de la situación.

—Tengo información confidencial que me ha llegado esta semana desde Roma.

—El correo oficial, sí —dijo Lelio.

—Marco Valerio Mésala ha realizado una incursión por la costa africana siguiendo las instrucciones del cónsul Levino y ha traído noticias desalentadoras para nuestros objetivos: los cartagineses están reclutando más mercenarios y el líder númida Masinisa, el hijo de la reina Gaia, se ha unido a éstos con cinco mil hombres, muchos de ellos jinetes, y su destino es cruzar a Hispania en las próximas semanas para unirse con Asdrúbal. Como jefe de la caballería, supongo que sabes lo que eso significa.

Lelio tragó saliva un par de veces. El vino se le había subido un poco a la cabeza, pero, de pronto, el efecto embriagador y relajante del licor había desaparecido para dejar paso a una pesada sensación de mareo.

—Gaia y su hijo. Claro. Los cartagineses se han aprovechado de la división en Numidia. Como Sífax está con nosotros han recurrido a Gaia y su hijo Masinisa. Seguro que la recompensa por ayudarlos a derrotarnos será la posterior cooperación de los cartagineses para acabar con el poder de Sífax, al que castigarán por su apoyo a Roma. Con los númidas de Masinisa la superioridad de los cartagineses será total. Ya no tendremos ninguna posibilidad. Debemos atacar ya. Antes de que lleguen esos refuerzos.

—Exacto —confirmó Publio. Sus ojos brillaban en la penumbra de la luz de las lámparas de aceite—. Además, están preparando en Cartago una nueva flota para lanzar una gran contraofensiva sobre Sicilia y recuperar el terreno perdido. Y el nuevo enfrentamiento entre Marcelo y Aníbal cerca de Numistrón no ha servido para nada. El cartaginés permanece con sus posiciones en Apulia. Y no sólo esto, sino que varias de las colonias latinas se han rebelado, hartas de que Roma no haga otra cosa sino pedir más y más soldados. Y se ha llegado a tal situación que se ha recurrido al oro de los templos sagrados para financiar las legiones que Aníbal obliga a tener en activo de modo permanente. No podemos permanecer aquí sin hacer nada.

—Pero hace un momento has dicho que no vamos a atacarlos.

—Eso no es cierto. He dicho que no creo que debamos atacar a ninguno de sus tres ejércitos.

Lelio le miraba confundido. El joven general decía primero una cosa y luego otra.

—Hay más objetivos en la península ibérica, Lelio, además de sus ejércitos.

Publio se levantó y fue junto a la mesa, desplegó un mapa de Hispania y con la mano indicó a Lelio que se acercara. Éste se levantó y fue junto a la mesa.

—Iremos por la costa en una marcha de seis o siete días hasta alcanzar este punto…, éste y no otro es nuestro objetivo.

El dedo del general se había posado sobre un nombre: Cartago Nova, o Qart Hadasht, como la llamaban los púnicos, la capital cartaginesa de Hispania. Lelio se tomó unos segundos antes de formular su respuesta a semejante idea.

—Esa ciudad —empezó al fin hablando despacio, midiendo sus palabras; no quería contradecir al joven general que tan claro parecía tenerlo todo—, es una ciudad inexpugnable. Tardaremos meses en conquistarla. Será un asedio largo y costoso en vidas. Los cartagineses acudirán con sus ejércitos en auxilio de la ciudad, nos rodearán y acabarán con todos.

—No, no si se conquista la ciudad en seis días.

—¿Seis días? ¡Eso es imposible! ¡Imposible! —Pero Lelio leyó en la mirada de su general que aquél era el plan, le gustase o no, que aquello era lo que iba a hacerse y que buscaba su colaboración, su lealtad para acometer aquella empresa con fe ciega en las posibilidades del proyecto; Lelio concluyó entonces sus comentarios con concisión—. Es una locura pero te acompañaré y seguiré tus órdenes hasta el final. Lamento no haberlo sabido antes. Deberíamos haber construido maquinaria de asedio: catapultas, torres, escorpiones.

—Ese material nos habría retrasado en nuestra marcha, aunque es cierto que parte de esas máquinas las podríamos haber transportado por la costa, pero quedaba otro problema irresoluble.

—No entiendo —dijo Lelio.

—Si nos hubiéramos puesto a construir maquinaria para un asedio, los cartagineses habrían sido informados, seguro, más tarde o más temprano. Y se habrían preparado. Construir máquinas de asedio habría delatado, en parte, nuestro objetivo. De esta forma sólo esperan una batalla en campo abierto, ejército contra ejército. Eso llegará, pero no ahora. Los cogeremos por sorpresa.

—Sí, pero sin armas para un asedio, sin todo lo necesario para conseguir nuestro objetivo.

—No nos hacen falta esas armas.

La seguridad del joven general resultaba casi infantil para el veterano Lelio. Publio se alejó de la mesa y se volvió hacia la ventana. Se vislumbraba el puerto bajo la tenue luz de la luna. La gente dormía en Tarraco. Espiró el aire despacio. Había confirmado la lealtad de Lelio. Ante una locura de plan su segundo en el mando mantenía su palabra de seguirle allí donde se encaminara. Se volvió hacia Lelio, que permanecía absorto mirando el plano. Hacía varios minutos que había olvidado su copa de vino.

—Bien, ¿me seguirás, pese a que creas que el plan es una locura?

Lelio volvió a asentir, con resignación, sin convencimiento, pero disciplinado.

—Eso me congratula, pero quiero explicarte más cosas, no quiero que te vayas de aquí pensando que sigues a un loco. Aún me queda algo de cordura, viejo amigo. Avanzaré con las tropas hasta Cartago Nova y en siete días estaremos junto a las murallas, pero al mismo tiempo quiero que tú conduzcas nuestra flota por mar hasta el mismo lugar. Quiero, además, que las tropas sepan que la flota nos acompaña. La idea es que Cartago Nova caerá en seis días, antes de que empiecen a llegar refuerzos cartagineses, no me mires así, ya sé que no crees en ello, por eso precisamente, por si mi plan fallara, que no fallará, las tropas podrían ser embarcadas y así regresaríamos a Tarraco por mar, en el caso de que los ejércitos púnicos se lanzasen sobre nosotros, y de esta forma no ponemos en peligro las legiones en una batalla desigual en el caso de que Asdrúbal aparezca con dos o tres de sus ejércitos. La flota nos acompañará y reforzará el asedio en, digamos, el plan de ataque, pero si éste falla, la flota será nuestra salvaguardia. Como verás, te propongo un plan propio de un loco, pero vamos a jugar sobre seguro. Si sale mal, nos vamos. ¿Te sientes mejor así?

—Pues sí, la verdad es que sí —Lelio no ocultaba ni en su voz ni en su rostro el alivio que aquella explicación había llevado a su ánimo. Disponer de la flota daba un margen de maniobra importante para una posible retirada—. De esta forma el plan de ataque sigue pareciéndome una locura, pero he de reconocer que el plan de retirada es muy razonable, aunque algo me dice que por alguna razón que desconozco estás prácticamente seguro de que el plan de ataque saldrá bien… Aunque es imposible…, ninguna ciudad tan bien pertrechada y protegida como Cartago Nova puede caer en tan poco tiempo… Aníbal estuvo ocho meses para doblegar a Sagunto, y luego no pudo con Nola cuando ésta la defendía Marcelo y Marcelo tardó años en conquistar Siracusa y Tarento cayó por traición y Capua tuvo que ser asediada años y por fuerzas cuatro veces superiores a las que disponemos aquí, se cavaron fosos, se levantaron empalizadas, se empleó el hambre para rendir a los campanos, lo de Cartago Nova no tiene posibilidades a no ser que…

—¿A no ser que…?

—A no ser que haya una traición desde dentro y alguien nos abra las puertas en medio de la noche —concluyó Lelio esbozando una sonrisa. Ahora había entendido el plan de su general.

Publio, no obstante, sacudió la cabeza al tiempo que respondía.

—No, no. Cartago Nova será conquistada sin traición desde dentro. Lo he intentado, pero sus habitantes están demasiado complacidos con su status[*] de capital cartaginesa en Hispania. Su lealtad parece inquebrantable. Sé que no lo crees ahora posible, pero me basta con tu lealtad y con que me asegures que la flota nos seguirá y estará allí en el momento indicado.

Lelio mantuvo su perplejidad en el rostro unos segundos hasta que al fin respondió.

—En fin, tú mandas. No entiendo el plan de ataque, pero cuenta conmigo y con la flota. Allí estaremos y se hará lo que ordenes. Y, si se me permite…

—Adelante.

—… pues tengo que admitir que acudiré con infinita curiosidad. Si conquistas esa ciudad en menos de una semana, Cartago temblará, Roma se asombrará y creo que por esto se te recordará durante siglos, pero todo me dice que esto no será así.

—Bueno, bien, no anticipemos acontecimientos, pero bebamos por ello —comentó el joven general levantando su copa e indicándole a un confuso Lelio que buscaba la suya sin encontrarla que la tenía junto a la silla, en el suelo. Lelio recuperó su copa y el general la rellenó hasta el borde. Ambos brindaron por la victoria. Publio, satisfecho de la lealtad de su lugarteniente y Lelio, entre el escepticismo que le embargaba y el aprecio por la enorme confianza que aquel joven general le tenía.

Tomaron aún un vaso más hasta que a la media noche Cayo Lelio se levantó de su triclinium y pidió permiso a su general para regresar a sus dependencias en el campamento militar de Tarraco. Lelio marchó en silencio y salió con sigilo por una de las puertas laterales que daban acceso a la casa del general en jefe de las tropas romanas en Hispania. Nadie le vio salir. En sus oídos perduraban las últimas palabras del general.

—Para el resto del mundo, Lelio, esta conversación no ha tenido lugar.

Publio se quedó a solas en la penumbra de la habitación observando el plano. El vino empezaba a hacerse notar y sentía una agradable sensación de embriaguez suave que parecía mecerle en sus pensamientos. Una luz se aproximaba agrandando las sombras de los muebles en la estancia. Emilia, cubierta por una blanca túnica de fina lana, apareció por el pasillo. Publio la miró sin decir nada.

—¿Han terminado ya las visitas nocturnas? —preguntó ella.

Publio, sin abrir la boca, asintió con la cabeza. Ella entonces extendió la mano sin entrar en la estancia. El joven general sopló sobre el ya moribundo candil de la habitación y éste extinguió su llama. Cubrió los planos de la mesa con un manto y cogió la mano de su mujer. Emilia lo condujo a través de los pasillos de aquella noche hasta el lecho que los dos compartían.

En la habitación, Emilia le daba un suave masaje sobre los hombros mientras él yacía recostado boca abajo.

—¿Le has explicado ya a Lelio el plan?

—Sí.

—¿Y qué ha dicho?

—Cree que estoy loco.

—Pero te seguirá, ¿verdad?

—Me seguirá.

—Nunca te separes de Lelio.

Publio digirió despacio aquella frase.

—Nunca —dijo al fin.

—¿Le has dicho que esto lo tienes meditado hace meses?

—No.

—¿Por qué?

—No quería herir sus sentimientos.

—Ya, ¿y de verdad crees que saldrá bien?

Publio tardó un rato largo en dar una respuesta.

—La verdad es que no lo sé.