El puerto de Tarraco
Tarraco, Hispania, 209 a. C.
Lelio se adentró en el puerto de Tarraco escoltado por veinte legionarios. Atravesaron todas las instalaciones dedicadas a la flota romana y se dirigieron al puerto pesquero de la ciudad. Decenas de pequeñas embarcaciones amarradas de forma desordenada flotaban mecidas por el mar. Una multitud de personas caminaba entre los diferentes puestos de venta de pescado. Compradores, pescadores y curiosos se apartaban del camino del almirante de la flota romana. Los pescadores mantenían una excelente relación con las tropas extranjeras establecidas en aquella ciudad que habían transformado en capital de sus dominios en Hispania: gracias a las legiones romanas allí establecidas comercializaban cuatro veces más pescado que antes de la llegada de los romanos. Éstos eran buenos para su negocio, pero, pese a ello, los pescadores desconfiaban y se mantenían distantes de los legionarios, limitándose a negociar con los cuestores de las legiones, con los que acordaban las cantidades de pescado para vender y el precio de los diferentes productos que traían de sus salidas al mar.
Lelio llevaba extrañas órdenes aquella mañana que le obligaban a romper esa distancia entre pescadores y tropas romanas. El veterano legionario avanzó entre los puestos escudriñando con su mirada a los vendedores. Muchos de éstos eran los propios pescadores que, una vez en tierra, vendían el pescado que habían capturado por la noche y al amanecer. Normalmente en unas horas habían vendido toda su mercancía y aprovechaban entonces para recoger sus puestos y retirarse a sus hogares durante unas horas para comer y descansar, antes de emprender una nueva salida al mar al caer la tarde. Algunos desaparecían durante días, alejándose de Tarraco rumbo al sur, navegando por la costa en busca de marisco y pescado, que abundaba más en los caladeros del delta del Ebro o, más al sur, en la desembocadura del río Suero. Se rumoreaba que, ocasionalmente, algunos se aventuraban a navegar hasta llegar a costas de pleno dominio cartaginés, navegando ocultos en la noche, esquivando naves de guerra y buques piratas que costeaban por aquel territorio. Estos últimos eran una mezcla de pescadores y aventureros que regresaban con especies extrañas y sabrosas que se comercializaban a buen precio y cuya venta acompañaban de relatos fabulosos de sus incursiones en las tierras del sureste de la península. Uno de estos pescadores era Ilmo: un hombre de unos treinta años, moreno de cabellos y de tez oscurecida por el sol y curtida por la brisa del mar; un hombre alto y fuerte cuya potente voz destacaba sobre la del resto de los pescadores de Tarraco. Cuando Ilmo llegaba con su carga, una multitud de curiosos y jovenzuelos se arremolinaba alrededor de su barco, ansiosos unos por adquirir su mercancía, y ávidos los otros por escuchar sus historias de piratas, cartagineses en guerra y extraños sucesos. ¿Qué había de cierto y cuánto de invención en los relatos de Ilmo? Era algo difícil de saber. Sin duda, las especies que traía, diferentes a las del resto, atestiguaban que él llegaba allí donde otros no se atrevían, pero hasta qué punto eso refrendaba sus historias era algo más complicado de dilucidar.
Ilmo estaba aquel día en el puerto vendiendo su mercancía; prácticamente había acabado y estaba recogiendo los cestos de pescado vacíos con su hijo cuando Lelio y su escolta se acercaron. El oficial romano mandó que los legionarios se detuvieran y esperaran a una distancia prudencial del puesto de pescado mientras él se acercaba solo hasta quedar frente a Ilmo, apenas a cuatro pasos de distancia. Tres pasos. Dos. Ilmo seguía recogiendo los cestos. Un paso. Ilmo proseguía con su labor sin inmutarse. Una multitud contemplaba la inusual escena: el almirante de la flota romana en un puesto de venta de pescado; incluso aunque fuera el puesto de Ilmo, al que se suponía que tantas cosas extrañas le acontecían, no dejaba por ello de sorprender el interés que un hombre romano de tanto poder pudiera tener por aquel pescador aventurero.
—Hola, pescador —empezó Lelio de forma cordial, hablando en latín, lengua que la mayoría de los comerciantes de la ciudad había aprendido—. ¿Sabes quién soy?
Ilmo dejó de cargar cestos por un momento, miró al oficial romano que se había dirigido a él, no respondió, e indicó a su hijo que las llevara al barco, alejándolo así del lugar. Ilmo era un hombre precavido pese a lo aventurero de su espíritu y amante de su familia. Una vez vio que su hijo estaba a buen recaudo se volvió hacia Lelio.
—Sí, por supuesto. Todos aquí conocemos a Cayo Lelio, el almirante de la flota romana, y a Escipión, vuestro jefe, hijo de otros jefes romanos del mismo nombre que estuvieron aquí hace años. También conozco al tribuno Marcio y a otros tribunos y los cuestores de vuestras legiones. Como ves, conozco a muchos romanos.
La aparente impertinencia en las palabras de Ilmo no era sino una pose para ocultar su tensión y su temor. Algo que no escapó a los ojos del experimentado oficial.
—Bien, veo que estás bien informado de quiénes estamos aquí. Escucha —Lelio miró a su alrededor; centenares de ojos miraban y centenares de oídos escuchaban aquel diálogo. Demasiados—. Ahora debes acompañarme.
Ilmo se quedó quieto, mirando fijamente a su interlocutor. No era eso en absoluto lo que esperaba; pero, en cualquier caso, si el almirante de la flota romana era enviado para dirigirse a él, actuando de mensajero, nada esperable o previsible podría sobrevenir. Ni nada bueno. Los romanos mantenían unas relaciones amigables con las gentes de Tarraco y de los alrededores, incluidos los pescadores y otros comerciantes. La flota romana nunca se interponía en sus capturas, al contrario, las agradecía como buenos suministros para sus tropas y las pagaba bien, y las legiones de Tarraco habían protegido a la población, especialmente cuando las cosas peor les habían ido con los cartagineses. Marcio estuvo siempre allí para detenerlos en su avance hacia el norte. Sin embargo, ser solicitado por un oficial romano no inspiraba confianza. Quizá sus aventuras navegando por el sur y el este de Hispania habían llegado a oídos de los romanos y éstos habían decidido poner fin a las mismas. De todos era sabido el interés de los romanos por controlar los pasos fronterizos y evitar el tránsito de personas entre el territorio de dominio cartaginés y el romano. A fin de cuentas había una guerra, por muy neutral que él quisiera sentirse. Ilmo no presentía nada bueno de todo aquello. Lelio comprendió el temor que sus palabras habían inspirado.
—Debes acompañarme; son órdenes que tengo y debo cumplir, pero te aseguro que no se te causará ningún daño. Ni a ti ni a nadie de tu familia. Hay personas que desean hablar contigo, eso es todo. Puede que hasta saques algo de todo esto que te convenga.
Ilmo parecía indeciso. Estaba evaluando sus posibilidades: los veinte legionarios fuertemente armados estaban apenas a unos pasos de distancia. Podría echar a correr y alcanzar un barco, pero si los romanos tenían auténtico interés en capturarle, cualquiera de las naves militares ancladas en el puerto podrían darle caza, combinando la fuerza del viento y de los remeros. Además, huir implicaría abandonar a su familia dejándola a merced de los soldados y los romanos tomarían represalias contra ellos.
—Se me ha autorizado a anticiparte que, si colaboras —continuó Lelio—, se te recompensará generosamente.
—¿Generosamente…? —los pensamientos de Ilmo variaron su curso con rapidez—. ¿Qué quiere decir generosamente?
—El equivalente en minas a diez talentos de oro y sal, toda la que necesites para preservar tu mercancía en tus salidas al mar.
Aquello era más dinero del que podría ganar en varios años de intenso trabajo y la sal era un complemento nada despreciable. Gran parte de sus ingresos tenía que reinvertirlos luego en adquirirla.
—¿Todo este dinero por acompañarte adónde?
—Todo eso por acompañarme unas horas. A dónde, ya lo verás —y, rápidamente, Lelio añadió—, y decídete porque la oferta no es permanente.
Con esas palabras se alejó del puesto de pescado para reunirse con sus hombres. Ilmo se quedó meditando en silencio. Su hijo aprovechó la ocasión para volver junto a su padre.
—Hijo, recoge el resto de las cosas y llévalas al barco. Luego ve a casa y dile a tu madre que volveré en unas horas. Y que no pasa nada, que me reúno con los romanos por negocios. Corre.
Ilmo vio correr ligero a su hijo, que pasó entre los romanos sin que ningún legionario se interpusiera en su camino; suspiró y, abandonando el puesto de pescado, se acercó al oficial romano que seguía allí plantado esperando su respuesta.
—De acuerdo —dijo el pescador.
—Bien —respondió Lelio y le indicó que le siguiera. Varios legionarios le rodearon, pero sin tocarle, y todos juntos salieron primero del puerto pesquero y luego del barrio portuario para adentrarse en las estrechas calles que llevaban del puerto al corazón de la ciudad.