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Lucio Marcio Septimio

Hispania, 210 a. C.

Lucio Marcio Septimio esperaba bajo el cálido sol de Iberia con mil soldados a sus espaldas la llegada del nuevo general romano de Hispania. Un joven de tan sólo veinticuatro años ostentaba tal honor; tan joven que, por razón de su edad, Fabio Máximo y otros senadores habían insistido en negarle el nombramiento de procónsul. Un joven con imperium militar sin magistratura. Marcio escupió en el suelo. Sin duda Roma estaba trastornándose. Los senadores debían de estar tan abrumados por la guerra contra Aníbal en territorio itálico que cada vez estimaban en menor importancia lo que ocurría en Hispania.

Marcio miró el horizonte del camino que transitaba paralelo a la costa. Aún no se vislumbraba polvo en la distancia. Mejor. No tenía prisa. Aquel joven tendría que haber llegado ya, pero claro, un joven patricio de su condición y alcurnia no debía de estar acostumbrado al polvo de los caminos ni a las grandes marchas. Aunque era un Escipión. Publio Cornelio Escipión. Hijo de cónsul, hijo y sobrino de los anteriores procónsules de Hispania bajo los que Marcio había servido. Hombres valientes, reconocía Marcio para sí. Hombres valerosos y aguerridos que durante varios años supieron conducir la guerra en Hispania con habilidad, hasta el regreso de Asdrúbal, el hermano de Aníbal, acompañado de otros dos temibles generales cartagineses, Magón y Giscón. Aquellos tres generales unidos acabaron con los dos procónsules e hicieron trizas el ejército romano en Iberia.

Marcio paseaba en silencio. Detrás de él, los mil hombres uniformados, firmes, en perfecta formación, aguardaban la llegada del nuevo general. Marcio se volvió hacia sus soldados. Habían vuelto a ser sus soldados por unos meses, después de la marcha del anterior sustituto de los procónsules fallecidos: Cayo Claudio Nerón, otro experimento del Senado. Nerón. Un ignorante en el campo de batalla y un soberbio en el trato. Un listo que se las arregló para regresar con vida. Era hábil político. Alguna vez conseguirá victorias de renombre, pero no con las condiciones de Hispania, donde había un legionario por cada tres cartagineses. No, eso no era para ese Claudio Nerón. Marcio sólo recibió humillaciones desde su llegada. Si no es por el desastre que suponía para Roma, Marcio se habría alegrado de cómo jugó con él Asdrúbal en la campaña del año pasado. Nerón marchó igual que vino: con las manos vacías. Sólo era un patricio en busca de gloria fácil y pronto comprendió que Hispania era un lugar demasiado complicado para el éxito. Desde entonces, nada. Roma callaba y no llegaban ni nuevos procónsules ni refuerzos. Marcio recordaba aquel invierno frío guardando como podían los pasos del Ebro. Intentando mantener a los cartagineses al sur. Buenos hombres sin apenas pertrechos y sin mando. Era cierto que los soldados le respetaban, pero también sabían del poco apoyo que había en Roma a las fuerzas de estas tierras y el desanimo se apoderaba de ellos. Marcio se preguntaba qué debía esperar del nuevo enviado de Roma. Los legionarios estaban confundidos: que fuera el hijo y el sobrino de los anteriores procónsules se había valorado positivamente, pero tanta juventud. ¿Cómo podría hacerse con el respeto de la tropa alguien mucho más joven que la mayoría de los legionarios, muchos de ellos veteranos, supervivientes de varias campañas?

En ese momento una nube de polvo comenzó a levantarse en lontananza. Primero apenas unas ráfagas que el viento esparcía y luego una clara torre de arena. Marcio se volvió para comprobar la formación de sus tropas. Había seleccionado a los mejores hombres, a los que aún tenían el ánimo fuerte. No sabía si tendría algún sentido intentar dar una buena imagen. No lo tuvo con Nerón. Aún recordaba cómo en la misma situación Nerón, a la hora del recibimiento el año pasado por estas mismas fechas, ni siquiera se detuvo y sin mirar a Marcio o a los legionarios pasó de largo y siguió su camino hasta Tarraco. Marcio se tragó su orgullo. Sabía que un procónsul no tenía por qué saludar a un centurión si no lo deseaba, o que al menos tenía la capacidad de decidir cuándo saludarlo. Marcio, no obstante, se había curtido en la paciencia y la resistencia. Ésas eran sus mejores virtudes y las de sus tropas. Resistir. No hacían otra cosa desde hacía dos años. Suponía que el nuevo general probablemente hiciera lo mismo, pero, en cualquier caso, Marcio, por respeto y por convicción, sacó a los mejores hombres de los que disponía y allí estaba con ellos, bajo el sol, dispuestos en formación, esperando al nuevo enviado del Senado. Volvió a escupir en el suelo. Se aclaró la garganta.

—¡Agua! —gritó y un soldado joven le acercó veloz un cazo con agua. Marcio bebió con ansia, igual que hacía todo en su vida: luchaba con ansia, discutía con pasión, rezaba a los dioses con intensidad.

La figura del nuevo ejército se dibujó en la distancia. Por el camino empezaron a verse las nuevas tropas. A medida que se acercaban Marcio intentó asimilar el contingente de refuerzos que llegaba a Iberia. Al menos necesitarían cuatro legiones nuevas para tener alguna posibilidad, no dos, como con Nerón el año anterior. Las noticias eran que vendrían unos diez mil hombres, pero Marcio desconfiaba hasta de los correos oficiales. Sólo creía en lo que veían sus ojos. A medida que el nuevo ejército se aproximaba, Marcio, experto y curtido en valoraciones de ejércitos enemigos observados desde la distancia, calculó con rapidez el número de los que venían y comprendió que estaban en las mismas que el año anterior: de nuevo dos legiones; tropas a todas luces insuficientes para algo más que continuar protegiendo el Ebro. E incluso insuficientes para esa tarea el día en que los tres generales cartagineses marchen hacia el norte, unidos, decididos a dar el golpe final y cruzar el río y masacrar las legiones romanas como un cuchillo corta una manzana madura.

Al frente del nuevo ejército se adivinaba la figura del nuevo general. Éste iba precedido de legionarios que actuaban como lictores, pese a no tener oficialmente el grado de procónsul. El nuevo general iba a pie, caminando erguido y con paso firme. Parece que quería dar ejemplo a sus tropas. En fin, al menos se estaba dando una buena caminata desde el norte de Iberia hasta allí. Se aproximaba el momento. Apenas estaba ya a un estadio de distancia. Marcio se puso frente a sus soldados y comprobó que todos estuvieran en formación. Él mismo se puso el casco, lo ajustó bien y se tensó firme y decidió esperar. No le competía a él dirigirse al nuevo general, sino esperar su saludo… o su desprecio, como tropas derrotadas. El sol empezaba a pegar fuerte. Marcio se dio cuenta de que estaba sudando con abundancia. No debería haber bebido tanta agua. Se limpió varias gotas que salpicaban su frente con el dorso de su mano izquierda. La derecha permanecía sobre la empuñadura de su espada, a la altura de la cintura. El nuevo general estaba a unos cien pasos. Marcio inspiró con fuerza. Tenía ganas de escupir pero ya no era el momento.

Publio Cornelio Escipión llegó a la altura de Marcio. Detuvo entonces su avance y dio una orden a Cayo Lelio. Lelio se volvió hacia los tribunos y repitió las órdenes. Los diez mil soldados que los seguían se detuvieron también, de forma escalonada, según el orden en el que se encontraban dispuestas las legiones romanas. Al cabo de unos cinco minutos el ejército estuvo detenido, esperando nuevas instrucciones. Durante ese tiempo Escipión estuvo observando a Marcio, que permanecía impasible al frente de sus manípulos, en silencio, esperando un saludo o una orden. Escipión se separó de Lelio y de los lictores y caminó hasta ponerse frente a Marcio.

—Te saludo, Lucio Marcio Septimio, como centurión al mando de esta guarnición —observó entonces las tropas que Marcio había traído consigo—. Una guarnición bien preparada y dispuesta para el combate, algo que, sin duda, debe contarse entre tus méritos.

—Gracias, mi general. Sed bienvenido a Hispania.

Marcio no sabía bien qué más decir. Decidió esperar a una pregunta directa antes que decir algo inapropiado. El nuevo general prosiguió con su saludo.

—Marcio, sé que has combatido con mi padre y con mi tío y me honrará que esta noche, una vez hayamos acomodado las tropas en la guarnición de Tarraco de forma adecuada, vengas a mis aposentos y tengas la amabilidad de ponerme al día de todo cuanto ha sucedido en este país desde que llegaste con los procónsules hasta su muerte y, sobre todo, de lo ocurrido desde entonces. Tengo el relato directo y continuado de mi padre por carta hasta ese momento, pero desde que cayera en combate, mis noticias son de terceros y prefiero refrescar mi conocimiento de estos dos años con alguien que ha vivido los sucesos que aquí han ocurrido de primera mano. ¿Me honrarás con tu presencia?

Marcio se sintió abrumado ante el enorme aprecio del nuevo general.

—Por supuesto… quiero decir… te saludo, noble Publio Cornelio Escipión…, para mí será un honor poder transmitir lo poco que mi entendimiento acierta a comprender de esta región y de los avatares de la guerra contra los cartagineses en este país hostil y cruel.

—Bien, pues hay mucho trabajo por hacer —Publio miró al cielo—. Diría que el sol parece más inmisericorde en este país que en Roma. Pero, dejémonos de menudencias y prosigamos la marcha. Marcio, ven a mi lado, junto a Cayo Lelio, mi almirante de la flota en el mar y jefe de la caballería en tierra. Y, te lo ruego, actúa como guía en estas tierras que tú conoces mejor que nosotros. Soy todo oídos.

Marcio obedeció. Sus pensamientos estaban confundidos. Al poco tiempo estaban avanzando al frente de sus tropas y de las dos legiones que había traído el nuevo general. Doce mil hombres rumbo a Tarraco. Pocas fuerzas, insuficientes, pero al menos el saludo del nuevo general había resultado grato. Eso estaba bien y es que, si habían de morir todos en una guerra perdida, que al menos fuera al mando de alguien noble. Marcio nunca había entendido bien cómo se salvó de la terrible derrota de los anteriores procónsules. Ahora estaba allí su hijo y sobrino y parecía alguien honesto. Marcio intuía en sus hombres, que habían escuchado el intercambio de saludos, una cierta dosis de alivio ante el talante del nuevo general. Quizá al menos se podría trazar una estrategia razonable de guarniciones para proteger las fronteras. Eso ya sería algo. Era una idea sobre la que Marcio había estado meditando: una empalizada al lado norte del Ebro que mantuviera a los cartagineses al sur o que los obligase a luchar contra los vacceos en el interior si querían alcanzar los Pirineos. El tiempo y los dioses dictarían su veredicto sobre lo que debía hacerse en el futuro. Eso pensaba Marcio. Lo que desconocía era que aquel joven general que cabalgaba a su lado estaba decidido primero a transformar el presente y luego a interferir en el futuro.