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Rumbo a Hispania

Puerto de Ostia, 210 a. C.

En la proa del barco Publio sintió el viento del mar resbalando por la piel de su rostro. Necesitaba aire fresco que le devolviera a la vida y a la esperanza. Hacía tan sólo unos meses era el feliz hijo del procónsul de Hispania, un joven tribuno casado con una hermosa patricia, heredero de una gran familia y una ingente fortuna. La súbita muerte de su padre y de su tío había segado de raíz los fundamentos de su felicidad y su sosiego. Llevaban en guerra muchos años, es cierto, y había visto la muerte de cerca, en Tesino y también en otras batallas, pero desde la caída de su padre y de su tío su mundo se desmoronaba a pedazos: Roma había llegado a ser asediada por el mismísimo Aníbal, que se había permitido pasear apenas a unos pasos de las puertas de la ciudad del Tíber. Roma había resistido y con el apoyo de uno de los ejércitos consulares, las legiones urbanae y la estrategia de seguir acechando Capua, se había vencido al enemigo, al menos, por el momento. También se había recuperado Capua, pero qué lejos estaban esas victorias de las que aprendió cuando estudiaba con Tíndaro bajo la atenta vigilancia de su padre, cuando se le instruía sobre las conquistas en territorios de los galos, los ligures o los piratas de Iliria, las épicas batallas contra el rey Pirro o la gran victoria sobre Cartago hacía años, que dio paso a la expansión de Roma por el Mediterráneo. ¿Dónde había quedado todo aquello? La Roma que le enseñaron y la Roma en la que vivía ahora no tenían nada que ver. Ahora se luchaba por recuperar lo que ya se tenía y se había perdido o por defender la mismísima capital de la República. Las fuerzas que se enviaban al exterior para acometer campañas militares más allá del mar eran escasas, insuficientes porque los recursos se consumían en la guerra de supervivencia que Aníbal había traído consigo a la península itálica. Los resultados hablaban por sí solos: su padre y su tío muertos, el protectorado ilirio acosado por Macedonia, la Magna Grecia en manos de Aníbal y los galos campando con libertad y abierta hostilidad por el norte. En el fondo de su ser, Publio anhelaba recuperar la Roma en la que nació, su vigor y su fuerza, sus dominios y su fortaleza. Lo que no sabía es que, en realidad, lo que le movía era intentar recuperar el tiempo en el que su padre y su tío vivían. En aquel tiempo Roma, como ellos, era fuerte y, sin saberlo, de forma inconsciente, pensaba que recuperar aquella poderosa Roma le acercaría a su padre y a su tío y que, como si nada hubiera ocurrido, encontraría un día a su padre leyendo en la biblioteca a la luz de una lámpara de aceite y que su tío le llamaría a gritos desde el atrium para salir a tomar vino en una de las tabernas que tanto gustaba frecuentar. Eran otros tiempos. Lejanos, difusos, perdidos. El barco, el mar y las olas, con su vaivén y las voces de los marineros le devolvieron al presente.

Cayo Lelio dirigía las maniobras de la flota que estaba abandonando el refugio del puerto de Ostia: treinta quinquerremes fuertemente pertrechadas de tropas, víveres y suministros para lo que se adivinaba como una larga y complicada campaña en Hispania.

Lelio se dirigió a su general.

—¿Qué rumbo seguimos? ¿Directos a Hispania?

Escipión no respondió de inmediato.

—No. Iremos a Hispania, pero bordearemos la costa de Etruria primero y luego el sur de la Galia. Navegaremos siempre próximos a la costa —el aire era fresco, limpio, intenso—. No quiero correr ningún riesgo innecesario. No podemos permitirnos perder ni un solo barco en alta mar. No vamos a luchar contra Neptuno sino contra los cartagineses. Reservemos tropas y fuerzas para ese fin. Rumbo al norte. Al norte.

Lelio asintió y dio las órdenes precisas al resto de los oficiales del barco. Las naves que componían la flota seguirían el curso marcado por la quinquerreme de Escipión. Lelio observaba la estela que el buque iba abriendo en el mar. No parecía que aquélla fuera a ser una navegación especialmente problemática. Se preguntaba si era así, con esa extrema prudencia, como Escipión pensaba desarrollar toda la campaña. Las palabras del general parecieron entrar en sus pensamientos.

—Leo en tu rostro cierta decepción, viejo amigo —Publio sonreía al tiempo que le hablaba—. No temas, que ya encontraremos suficientes batallas y dificultades en nuestra campaña para que hagas gala de tu valor. Ahora me preocupa llegar a puerto en Hispania con todas las tropas que nos ha concedido el Senado. Dos legiones, apenas diez mil hombres y unos escasos refuerzos de mil jinetes de caballería no son fuerzas suficientes para doblegar a los tres ejércitos cartagineses que controlan aquel país. No debemos empezar, pues, nuestra campaña malgastando esfuerzos arriesgándonos en una navegación en alta mar.

—Entonces —preguntó Lelio—, ¿no crees que tengamos ninguna oportunidad de victoria?

La voz de Cayo Lelio no denotaba temor. Escipión sabía que aquel hombre le seguiría al fin del mundo, a la muerte en el campo de batalla si era necesario y que el miedo al combate no cabía en su forma de entender la vida. No, aquélla era una pregunta directa, pero difícil de responder. La honestidad parecía la mejor política.

—Estimado Cayo, entre nosotros, sin que trascienda a las tropas: tenemos once mil hombres y en Hispania nos esperan otros trece o catorce mil hombres, ya cansados y sin apenas pertrechos militares, agotados por los continuos combates y sin ánimos por las derrotas sufridas. En total, unos veinticinco mil soldados. Los cartagineses poseen tres ejércitos en la península ibérica con un total de unos setenta y cinco mil hombres, sin contar con las diferentes guarniciones de las ciudades que controlan, su gran cantidad de armamento y el recién ganado control sobre la mayoría de las tribus de la región. Son, al menos, tres contra uno. No, Lelio, no disponemos de tropas suficientes para emprender esta campaña.

Terminó así Publio su parlamento y volvió de nuevo la mirada hacia el mar.

—Entonces… —continuó Lelio— ésta es una campaña sin esperanza… No lo digo por nada, sabes que te seguiré en cualquier caso…, es un poco por saber dónde vamos, como tú dices, simplemente entre nosotros, sin que esto llegue a nuestros hombres… En cierta forma… ¿vamos allá a ser derrotados?

Publio volvió a tomarse unos segundos antes de responder. Lelio se mantuvo en silencio, respetando los momentos de reflexión del joven general.

—Bueno —dijo al fin Publio—, no necesariamente, no… tengo mis planes… hay alguna posibilidad de victoria; no muchas, pero alguna y sobre ella trabajaremos. Quizá no de victoria, pero sí de crearles bastantes problemas a los cartagineses. —Y con esto le dio una palmada en la espalda a su recién nombrado almirante de la flota y le volvió a sonreír. Una sonrisa limpia que iluminaba el rostro pulcramente rasurado del general y que, sin saber bien por qué, infundía confianza infinita—. Ganaremos, Cayo Lelio, venceremos. Los dioses están de nuestra parte, especialmente Neptuno, especialmente Neptuno. En su momento recordarás estas palabras y me entenderás… si todo va bien… —Y lanzó un profundo suspiro—. Si no va bien, tendrá que ser en el otro mundo donde me reproches mi equivocación. Ahora, voy a ver cómo está Emilia. Que yo sepa, nunca ha navegado y no sé cómo le estará sentando el vaivén de las olas. Yo prefería que se quedara en Roma con mi madre, pero no ha habido manera de persuadirla. Es casi tan testaruda, o puede que incluso más que yo. Avísame cuando creas que es conveniente que atraquemos para pasar la noche. —Y con esto se alejó de su lugarteniente y se dirigió al camarote donde le esperaba su joven esposa.

Una vez en el interior del barco y a medida que se acercaba a la estancia reservada para el general de las legiones de Hispania, fue escuchando el lloriqueo de una niña que Publio enseguida reconoció. Emilia puede que resistiera el oleaje, pero estaba claro que su pequeña hija Cornelia no lo llevaba tan bien. Deberían haberse quedado en Roma acompañando a su madre, pero cuando buscó la ayuda de Pomponia para que la convenciera de que lo más oportuno era que se quedase en la ciudad y esperase allí su vuelta, las cosas no salieron tal y como Publio había pensado. Recordaba la conversación y aún se sorprendía.

—Madre —decía él, ya nervioso ante la tozudez con la que Emilia se mantenía en su idea de seguirle a Hispania—, por Hércules, hazla entrar en razón. Su sitio es aquí contigo y con la pequeña Cornelia. Díselo, por todos los dioses.

Su madre estaba reclinada en su triclinium a la sombra de uno de los olmos que crecían en el jardín de la casa. El ruido de la fuente que manaba en el centro la relajaba. Se pasaba allí tardes enteras en silencio, a veces con Emilia y su pequeña nieta, en ocasiones a solas, leyendo algún rollo de la biblioteca o simplemente meditando. Allí, en esa plaza tenía los mejores recuerdos de su marido. Allí celebraron su boda y allí vieron cómo Publio primero y luego Lucio daban sus primeros pasos. Su hijo, ahora, después de tanto tiempo, tenía una disputa doméstica con su mujer. La familia seguía su curso, pese a todo, pese a la guerra y las ausencias que ésta, cruel, insensible y tremenda, iba sembrando a su paso.

—No, hijo —empezó Pomponia—, siento contradecirte, pero en este punto estoy de acuerdo con Emilia. Si ella está dispuesta a acompañarte a Hispania, debe hacerlo. El lugar de una mujer está junto a su marido. Y si quieres saber aún más, Publio, la única decisión de la que me lamento en esta larga vida es la de no haber acompañado a tu padre y a tu tío a Hispania. Habría podido disfrutar más tiempo de su compañía y de su afecto. Dudé. Pensé que era mejor quedarme con vosotros, pero a veces pienso que me he hecho demasiado cómoda y una campaña militar no es lugar para comodidades, eso es cierto, pero tú tienes la fortuna de tener una esposa joven, sana y fuerte y que además quiere acompañarte. Debe ir.

Publio se quedó mudo. Emilia sonreía, satisfecha.

—En fin —dijo el joven general—, espero tener más éxito con los cartagineses que en casa; está claro quién gobierna de puertas para dentro. Pero pongo una condición.

Las dos mujeres escuchaban atentas.

—Emilia me acompañará y supongo que con ella vendrá Cornelia, pero sólo hasta Tarraco. Allí estableceremos el campamento militar sede de las legiones a mi mando, pero cuando parta hacia el norte, hacia el interior o hacia el sur en busca del enemigo, Emilia permanecerá en Tarraco, por su propia seguridad y por la de la niña. Sólo allí siento que puedo proporcionar a mi familia un mínimo de seguridad. Aquél es un territorio de frontera, rebelde a Roma en su mayor parte y atestado de enemigos. Hasta Tarraco. Ésa es mi condición.

Emilia miró a su marido y luego a Pomponia. La madre de Publio asintió.

—De acuerdo —dijo Emilia—, hasta Tarraco. Voy a prepararlo todo —y desapareció por el tablinium para pasar al atrium y de allí a las habitaciones de ella y su marido. Tenía un montón de cosas que envolver y embalar antes de partir.

Publio se quedó a solas con su madre. Dudó antes de hablar pero al fin se decidió.

—Pensaba que a ti te gustaría que se quedase contigo. Emilia y tú os lleváis muy bien. Sería un gran consuelo para ti tenerla.

—Lo sé. Y es cierto, pero por encima de mi comodidad está tu matrimonio. Emilia es una buena esposa. No podrías haber encontrado a nadie mejor. Cuando la conocí, reconozco que me pareció demasiado aventurada, atrevida incluso, pero intuyo que en la vida que vas a llevar, es ése el tipo de esposa que necesitas. Debe ir contigo y no se hable más del tema. Además, Lucio se queda conmigo. En él tendré el consuelo y el apoyo necesario. Y tú haz el favor de cuidarte. No digo que no luches, eso sería absurdo, en medio de esta guerra y en tus actuales circunstancias. Sólo te pido que no pongas en peligro tu vida sin sentido. Roma se está quedando sin hombres valientes que, además, sean inteligentes y esta familia también. Así que haz lo que tengas que hacer, pero sé siempre precavido. Ya sabes lo que decía tu padre sobre la guerra.

Publio asintió.

—Sí, madre, el propio Máximo me lo recordó en el Senado hace poco: «Una batalla se puede ganar con el corazón, pero una guerra sólo se gana con la cabeza».

—Bien. Veo que escuchaste a tu padre, y que Máximo también aunque nos deteste. Cuanto más recuerdes de las enseñanzas de tu padre más lejos llegarás y, bueno, por otra parte es justo admitir, en favor de tu tío, que cuanto más recuerdes de su adiestramiento con la espada, más posibilidades hay de que vuelvas con vida. En momentos como éste lamento haber gritado a Cneo. Sus costumbres y sus debilidades me irritaban, pero sé que en ti puso su mejor empeño. Aprovéchalo. Publio, sé que soy tu madre y que en calidad de tal, puedes pensar que lo que digo es más fruto del afecto que de la inteligencia, pero en esta casa, como en casa de cualquier otra madre, mi labor fundamental es la de observar y callar. Te he visto crecer y te aseguro que por algún designio de los dioses en ti se ha forjado lo mejor de tu padre y de tu tío. Por ello sé que hay esperanza para ti, para nuestra familia y para Roma. Sé fiel a ti mismo y lo demás vendrá por sí solo. Y ahora vete a vigilar a tu mujer o necesitarás una trirreme sólo para todo lo que a esa niña se le ocurra llevarse.

Publio se quedó un momento contemplando a su madre, que se mantenía reclinada en su butaca haciendo un ademán con su mano para que la dejara sola. El joven general la dejó y se volvió despacio para marchar en busca de su mujer.

Ahora, varias semanas después, al abrir la puerta del camarote vio a Emilia sosteniendo a la pequeña Cornelia en sus brazos y meciéndola.

—Chsss, pequeña, chsss —le decía al oído y la niña ahogaba entre sollozos su llanto.

—Son las olas, ¿no? —preguntó en voz baja Publio, sentándose al lado de su mujer en la cama del camarote.

Emilia asintió.

—Es pequeña, pero se acostumbrará —dijo ella.

—¿Y tú? ¿Cómo llevas el oleaje? —inquirió el joven general.

—Bien. No te preocupes por mí. Y mira, ¿ves? Se ha dormido. Está cansada. Son muchas emociones para alguien tan pequeño.

Publio se quedó mirando cómo su mujer tendía a la pequeña Cornelia en la cama. Emilia llevaba una túnica ceñida al cuerpo que dejaba adivinar las suaves curvas de su pequeña figura, con unos hombros semidescubiertos, desnudos, de tez ligeramente oscurecida por el sol. Al inclinarse sobre la cama, su larga trenza de cabello negro azabache caía sobre las sábanas. Publio sintió sensaciones que nada tenían que ver con el mar, con la guerra o con aquel viaje. Cogió a Emilia por la cintura y la sentó en sus piernas.

—Por Cástor y Pólux —dijo ella en voz baja—, ¿qué haces? Estás loco.

Pero Publio la estaba besando ya en la mejilla.

—¿Aquí? —preguntó ella.

—Aquí y ahora. Tranquila, lo haremos sin ruido para no despertar a la niña.

—¿Pero dónde? La niña está en medio del lecho…

—En el suelo —respondió él.

Emilia sentía una mano de su marido acariciándole un seno por debajo de la túnica mientras que la otra mano tiraba de su trenza de modo que ella se veía obligada a inclinar, despacio, su cabeza hacia atrás, dejando descubierto su largo cuello, que es lo que la boca de Publio iba buscando.

—Bueno —dijo Emilia—, eres el general de este ejército; supongo que aquí se hace lo que tú dices.

—Exacto.

Emilia sabía siempre qué decir para excitarle aún más allá de lo que para él era imaginable. La cogió con ambos brazos y en un movimiento ágil, rápido, pero silencioso la tumbó en el suelo y le desnudó las piernas subiendo la túnica hasta la cintura. Ella se dejaba hacer. Al lado de ambos Cornelia, rendida por la emoción de la partida, dormía plácida. Para Emilia y Publio el ritmo de las olas ya no era un contratiempo sino un agradable aliado.