Los encargos de Lelio
Cartago Nova, 209 a. C.
Cayo Lelio entró despacio en la gran sala del palacio de la fortaleza recién conquistada de Qart Hadasht. Caía la tarde y la luz tenue iluminaba con debilidad la gran estancia en cuyo centro vio la silueta de Publio sentado en una silla frente a una enorme mesa sobre la que se amontonaban una multitud de documentos y mapas. En un extremo, casi al borde mismo, un vaso grande de plata que, con toda seguridad, debía de contener vino o quizá algo de mulsum, tan apreciado por el general. Lelio contemplaba a aquel joven y recordó el día en que le fue presentado como el hijo del cónsul. De aquello hacía ya más de nueve años. Parecían más. En aquel entonces el joven Publio no era más que un muchacho, inexperto en el campo de batalla. Un niño mimado, recordó Lelio que pensó en aquellos días de aquel frío invierno, acampados junto al río Tesino. Toda aquella larga guerra había sido el mundo en el que aquel joven hijo del cónsul había ido madurando. Hasta aquí. Hasta conseguir conquistar la capital de los cartagineses en el corazón de Hispania. Lo imposible acababa de obtenerse bajo el mando de aquel ya recio hombre.
Por las amplias ventanas abiertas entraba el fresco de la tarde y las voces de los miles de legionarios festejando con vino y cantos, desde hacía días ya, la victoria sobre los enemigos de la patria. Miles de hombres dispuestos a seguir a aquel general adonde éste decidiese guiarlos. Lelio esperó sin prisa a que Publio advirtiera su presencia, difuminada entre las sombras cada vez más extensas que poblaban la gran sala. ¿Cómo podía leer con aquella luz tan tenue? Vio entonces cómo Publio se acercaba un documento al rostro, buscando más iluminación del sol.
El general alzó la mirada buscando haces de luz, ya apagados y desaparecidos, y comprendió que la tarde ya era noche. Fue a llamar a un esclavo para que le trajesen una lámpara de aceite y poder seguir con su estudio de los magníficos planos que los cartagineses habían diseñado de las diferentes regiones sobre las que se extendían sus dominios en Hispania, cuando se percató de la presencia de alguien entre las sombras. Su primera reacción fue de sorpresa y enfado, ¿cómo podía haber entrado alguien sin ser avistado por los centinelas? Sin embargo, al instante reconoció al hombre que, en pie y en silencio, esperaba con paciencia. Publio borró entonces sus pensamientos anteriores y una profusa sonrisa se apoderó de su rostro.
—Mi buen Lelio, ¿escondido en la noche?
—No quería interrumpir.
—Tú nunca interrumpes, ya lo sabes. Adelante, adelante. Tenemos un vino excelente. Estos cartagineses, hay que reconocerlo, sabían vivir bien.
—Aunque no sabían luchar igual de bien —apostilló Lelio.
—Suerte para nosotros.
—Bueno, y ya que estamos reconociendo cosas, sin duda el plan que me comentaste en secreto en Tarraco ha funcionado a la perfección.
Lelio ya estaba junto a la mesa. Publio dio un par de palmadas y un esclavo entró ipso jacto.
—Vino y un poco de agua para nuestro comandante de la flota —ordenó Publio—. Y dime —retomó la palabra volviéndose hacia Lelio de nuevo—, ¿en qué pensabas, ahí parado, en silencio?
—Pensaba en que cuando te conocí eras el hijo del cónsul y que, hasta esta conquista, para muchos aún seguías siéndolo: el hijo del cónsul de Roma. Hoy ya no es así. Hoy eres un general de Roma, un general que ha conquistado Cartago Nova para la patria, que ha derrotado a los cartagineses y se ha apoderado de su capital en Hispania, un general victorioso cuyo padre, es cierto y meritorio por supuesto, fue cónsul, pero eso ya no es lo más relevante cuando se habla de ti. En cómo has cambiado. En eso pensaba.
Publio se quedó mirándole sin decir nada. La entrada en la sala del esclavo, acompañado de dos jóvenes esclavas con el vino y agua solicitados, hizo que no tuviera que responder.
Una vez atendidas las necesidades del invitado del general que había conquistado el palacio en el que servían, los esclavos iberos salieron con rapidez, temerosos aún por su futuro próximo en manos de unos nuevos amos que se habían hecho con el control de la ciudad.
Ambos soldados compartieron el aire de aquella sala respirando su silencio aguijoneado por los gritos de los legionarios que alegres festejaban su conquista por las calles de la ciudad, bebiendo, cantando, pero sin recurrir al saqueo o a importunar a los habitantes, algo que había quedado expresamente prohibido por su general en jefe. Y las órdenes de un general que conquistaba una ciudad en seis días no eran para tomarse a broma. Los legionarios se divertían pero sin molestar a la población, más allá, claro está, de hacerles difícil dormir durante la noche.
—Reconócelo —comentó Publio cambiando de tema—. Pensabas que estaba loco y que no conseguiríamos conquistar la capital de los cartagineses en Hispania.
—Lo admito —dijo Lelio— y mucho menos en tan poco tiempo.
Cayo Lelio fue a mezclar un poco de agua con el vino pero Publio le advirtió.
—No, espera; lo he probado sin mezclar; sé que es una costumbre bárbara hacerlo así, pero está muy bueno sin nada y también sé que a ti te gusta tal cual cuando el vino es bueno.
Lelio arqueó las cejas y probó el caldo. El sabor fuerte del licor sin mezclar con agua acarició su gaznate y, aunque quemase muy levemente, en el paladar quedaba un gusto denso, afrutado, dulce, intenso, cordial.
—Es bueno —concluyó Lelio.
—Y tanto que lo es. Como que viene de Masica, al sur de Roma, del Ager Falernus. Sin duda lo estamos degustando aquí en Hispania por gentileza de Aníbal, que lo remitiría aquí quién sabe cuándo.
—Quizá lo trajesen sus hermanos cuando pasaron de Italia a África y de allí a Hispania.
—Quizá. El caso es que ahora nos lo bebemos nosotros y con eso, aunque sólo sea un poco, ponemos las cosas en su sitio.
Los dos rieron. Era curiosa la vida y los confusos designios de los dioses.
—Te he mandado llamar, mi querido Lelio, porque tengo varias cosas que pedirte.
Lelio se incorporó en su silla y abrió los ojos. Escuchaba atento.
—Tienes que ir a Roma y allí cumplir una serie de encargos que me gustaría hacerte ahora, ¿puedo contar contigo?
—Por supuesto. Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que haga falta; sólo lamento tener que alejarme del frente de batalla, ahora que las cosas se ponían interesantes, pero si consideras que debo ir yo, seguiré tus órdenes, ya lo sabes.
—Lo sé, lo sé; por eso debes ir tú y no otro. No confío en nadie tanto como confío en ti. Marcio parece leal, creo que sin duda lo es, pero en su caso, por su mayor conocimiento de la situación en Hispania es mejor que él permanezca aquí. Además, donde debes ir he de enviar a alguien de mayor rango —el general guardó aquí unos segundos de silencio; bebió algo de vino y prosiguió—. En cualquier caso, para que te sientas mejor, aguardaremos tu regreso antes de reemprender cualquier acción. Eso te tranquilizará. Debes ir a Roma y hablar con el Senado: necesitamos refuerzos. Hemos de aprovechar la buena noticia y la buena predisposición que la toma de Cartago Nova generará entre los senadores para que acepten enviarnos dos legiones más. Es cuanto necesito, Lelio: dos legiones más. Explica todo lo que consideres oportuno. Hemos tomado Cartago Nova, y sin apenas bajas, pero los tres ejércitos cartagineses de Hispania permanecen intactos; nos triplican en número. Sin esos refuerzos, tarde o temprano, nos arrasarán. Y más pronto que tarde. Ni siquiera podremos contenerlos en el Ebro cuando decidan unir sus fuerzas y lanzarse hacia el norte para alcanzar Italia. Sin esos refuerzos la conquista de Cartago Nova no será más que una pequeña anécdota en esta larga guerra.
Lelio asintió con vehemencia.
—Refuerzos —dijo—; dos legiones. Está claro. Así será. Por mi familia y los dioses que…
—No, Lelio, no —le interrumpió Publio—, sin juramentos. No quiero que te comprometas a algo que está más allá de tu control. Inténtalo, pero si los senadores fueran obstinados en su tacañería, regresa, que no te lo tendré en cuenta. Guárdate sobre todo de las manipulaciones de Fabio Máximo y sus intrigas en el Senado. Es a él al que hay que persuadir, si no lo consigues, necesitarás una mayoría abrumadora del Senado para poder doblegar su oposición. Llenaremos una quinquerreme con monedas de plata y oro, con trigo y cebada, y te llevarás a varios rehenes cartagineses entre los nobles que hemos capturado. Los senadores sólo se ablandan ante un buen botín. El dinero y los prisioneros valiosos son aún más efectivos con ellos y sus voluntades que con los mismísimos legionarios. En fin, ésa es tu primera misión. ¿De acuerdo?
Lelio asintió sin añadir nada.
—Bien; luego tengo unos pequeños encargos personales. He estado escribiendo unas cartas, para mi madre, para Lucio Emilio, el hijo de Emilio Paulo y para Lucio, mi hermano. Quiero que las entregues personalmente. Además, te daré una carta, claro, para leer en el Senado.
—Entregaré todas esas cartas.
—Primero, preferiría que fueses a mi casa y luego a la de Emilio Paulo. Luego al Senado.
—Así lo haré.
—Bien, bien; ya casi está todo. Lo que queda es más un capricho que otra cosa —aquí el joven general dudó antes de continuar; miró a los ojos de Lelio y sólo encontró lealtad y admiración. Se decidió a proseguir—. Se trata del teatro. Ya sé que no eres hombre de acudir al teatro, pero en este viaje tuyo a Roma te rogaría que, si Plauto ha estrenado una nueva obra, acudieses a su representación —Publio hablaba despacio, observando la reacción de su interlocutor. Lelio no parecía ofendido ni molesto—. Tengo curiosidad por ver en qué trabaja. En fin, y luego me comentas cómo era. Es una pequeña afición. ¿Sabes, Lelio? Con frecuencia lamento que mi padre no viviese para ver alguna de sus obras. Sé que le habrían gustado. Pienso entonces en que viéndolas yo es un poco como si las viese él. Ya ves, un capricho sentimental. En fin, si puedes hacer algo sobre este tema, lo que sea, te lo agradeceré.
—Si Plauto representa alguna de sus obras, acudiré y haré lo posible por recordar la historia para contártela, aunque no creo que yo sea un buen narrador de lo que vea.
—Bien, lo sé, lo sé. Lo tuyo es el campo de batalla y no un teatro. En fin, lo que me cuentes siempre será interesante.
Un enorme griterío ascendió por las ventanas abiertas desde la parte baja de la ciudad.
—¿Y eso? —preguntó Publio.
—Creo que estaban organizando unas luchas entre legionarios de distintas legiones. Sin armas. A puñetazos. Se juegan así parte de lo que les toca en el botín. Hay apuestas. Es costumbre, ya lo sabes.
—Costumbre, sí, es cierto. Bien, que los hombres se diviertan, eso es bueno. Se lo han ganado. Cualquiera pensaría que deberían haber tenido bastante pelea por unos días, pero se ve que no. Ya se cansarán algún día.
Publio cerró los ojos. «Algún día estarán agotados de combatir. Esta guerra será larga». Los volvió a abrir y sacudió la cabeza.
—En fin, salgamos —comentó el joven general—, y veamos por quién podemos apostar.
Publio se levantó y se encaminó hacia la puerta. Lelio le siguió mientras descendían una enorme escalinata que los conduciría a una gran plaza en la que los soldados habían organizado los combates cuerpo a cuerpo, sin espadas ni dagas, para entretenerse. Lelio sabía que en el fondo habrían deseado tener una lucha de gladiadores con los prisioneros como luchadores, pero aquello aún estaba por decidirse y, sin la aprobación del general en jefe, esas posibles luchas quedaron postergadas.
Al salir Publio al exterior del palacio, acompañado por Lelio y ambos rodeados por el cuerpo de guardia que, a modo de lictores de un procónsul, acompañaba al general en todo momento, la muchedumbre de legionarios dejó de prestar atención a las peleas en curso, que se detuvieron en el acto, y se volvieron para saludar a su victorioso general. Publio asintió con la cabeza agradeciendo el reconocimiento de sus hombres. Marcio se acercó al general.
—¡Los hombres están satisfechos con esta conquista, mi general! —comentó el veterano tribuno—, ¡tengo la sensación de que, después de esto, estas tropas os seguirán hasta el mismísimo infierno!
Marcio tuvo que vociferar para hacerse oír por encima de los gritos de los legionarios. Y éstos, al escuchar sus palabras, no dudaron en repetirlas como si de una promesa sagrada se tratara.
—¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno!
Publio Cornelio Escipión no dijo nada. Se limitó a sonreír en señal de apreciación y orgullo. Tanto Marcio como Lelio se volvieron para saludar, uno a cada lado del joven general en jefe, a los soldados que aclamaban al conquistador de Cartago Nova. De esta forma no vieron el ceño de presagios sombríos que, aunque sólo visible por un breve instante, se dibujó sobre la faz de su general. Los pensamientos de Publio se nublaron ante las palabras de Marcio que aquellos soldados se empeñaban en repetir una y mil veces acompañando aquella puesta rojo sangre del sol con un ensordecedor tumulto de voces ansiosas por seguir a su líder allí donde éste dictaminase, ajenos, desconocedores del auténtico significado de aquel voto. ¿Estarían los dioses escuchando? Publio se esforzó en mantener su sonrisa. No quería que se notase su preocupación, pero, aunque feliz en apariencia, su mente se retorcía entre los complejos vericuetos de sus planes para derrotar al enemigo de forma completa. Y por muchas vueltas que había dado a todas las posibilidades, todos los caminos, todas las alternativas conducían siempre a un único punto. Marcio era inconsciente de lo premonitorio de sus palabras, igual que lo eran todos aquellos legionarios, comprometiendo sus vidas a viva voz, haciendo resonar sus pila contra los escudos, aumentando así la estridencia del griterío, como si quisieran despertar a los dioses y que éstos, en efecto, tomasen nota de su promesa lanzada al cielo abierto de aquel lánguido atardecer de verano.
Publio se preguntaba qué le diferenciaba de todos aquellos valientes, de Quinto Terebelio, de Marcio, del propio Cayo Lelio. ¿Por qué aquellos hombres estaban bajo su mando y no al revés? Y se dio cuenta de que había una razón que lo explicaba todo. En medio del fragor de aquel griterío ciego de sus soldados y oficiales, el joven Publio comprendió con nitidez la razón de su mando.
—¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno!
Sólo él, Publio, de entre todos ellos, sabía que hasta allí mismo, hasta ese lugar, tendría él, como general en jefe, que llevar a sus tropas, más allá del límite de sus fuerzas, cruzando la frontera de su capacidad, pasado el extremo de su resistencia. Lo intuía y lo había soñado en varias ocasiones. No sabía qué era primero, si la intuición y por eso los sueños, o si se trataba, una vez más, de aquellos sueños extraños que de cuando en cuando le asaltaban como si quisieran avisarle de algo, como cuando soñó con una laguna y una ciudad inexpugnable la noche que se emborrachó por primera vez con su tío Cneo. Luego, todo se había cumplido y aquella fortaleza, rodeada por un lago y el mar, era ahora suya. Sin embargo, el nuevo sueño no era sólo misterioso, sino terrible: decenas de elefantes cargaban contra su ejército, los legionarios temblaban de pánico y las bestias bramaban levantando en su avance una enorme nube de arena del desierto que los rodeaba. Parecía que hubieran llegado al fin del mundo y que lucharan en la más temible de las batallas, pero antes de discernir el desenlace de la misma el canto de un gallo desvaneció las imágenes. Sin embargo, aquel sueño que él sentía como clarividente e incisivo en su rigor le atenazaba por dentro, pues allí tendría, más tarde o más temprano, que conducirlos a todos: hasta el mismísimo infierno.