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La biblioteca

Roma, 211 a. C.

Tito Maccio Plauto esperaba en el vestíbulo de aquella imponente mansión. Para un patricio aquello era una domus, pero para Plauto era bastante más. Las paredes estaban decoradas con un gran mosaico con motivos de alguna lejana guerra: parecían legiones romanas combatiendo contra los galos del norte, pero una estatua que reproducía el busto del general al mando de las tropas que se veían en el mosaico aclaraba con una inscripción que era Córcega el lugar que se recreaba en aquel mar de teselas. Se trataba de la conquista de Aleria por parte de Lucio Cornelio Escipión, quien fuera cónsul hacía casi medio siglo, abuelo del actual joven general que le había invitado. Al otro lado del vestíbulo estaba el busto de otro ilustre antepasado de la familia: Lucio Cornelio Escipión Barbato, padre del anterior, de modo que era el bisabuelo del joven general que le había invitado. Plauto leyó la inscripción que acompañaba a esta estatua. El bisabuelo también fue cónsul. Teniendo en cuenta que su padre y su tío también habían ostentado la máxima magistratura, parecía que en aquel poderoso clan familiar, si no se llegaba a cónsul, se había fracasado en la vida. Había más bustos repartidos por el vestíbulo y el atrium, pero Plauto empezaba a confundirse con tantos antepasados cónsules con el nombre de Escipión y con las diferentes batallas y pueblos sometidos por éstos. El suelo era un mosaico con un motivo más pacífico: algas y peces, como el fondo de un mar. Había que tener mucho dinero y mucho poder para tener aquella casa y vivir en medio de ese lujo. El esclavo atriense le invitó a seguirle. Aquel sirviente vestía una túnica limpia de lana de la mejor calidad, probablemente de Calabria o Apulia, lo que quería decir que el amo no llevaría lana que, al menos, no fuera traída expresamente para él desde Tarento. Hasta los esclavos que allí vivían tenían más dinero que él. Y eso que ahora le iban bien las cosas y se sentía más que afortunado. El estreno de La Asinaria había sido un completo éxito y a ella le siguió el Mercator[*] que, sin alcanzar el mismo impacto, había funcionado muy bien. El público le quería, Roma le apreciaba y, a través de Casca, había empezado a mimarle un poco. Ahora residía en una habitación alquilada a Casca en el centro de la ciudad en un barrio digno y hasta tenía un sirviente. Comía caliente a diario y bebía el mejor vino que se podía conseguir en el mercado. Hasta se había permitido el lujo de adentrarse en el barrio de tabernas y prostíbulos junto al río y regalarse una noche de compañía femenina. Y comoquiera que parecía que los dioses estaban congraciándose con él, fue fiel a su promesa y pagó todas las deudas que Rufo tenía contraídas con el pobre anciano de los cestos. La faz iluminada de felicidad del viejo artesano tiñó de cierta esperanza el alma endurecida de Plauto, pero a los pocos días, pese a las comodidades y la satisfacción de sus necesidades y deseos más primarios, Tito Maccio Plauto volvió a rodearse de su gruesa coraza de escepticismo, cultivada en las penurias de su vida.

La invitación a aquella mansión le había cogido por sorpresa cenando en casa de Casca. Un esclavo que buscaba a Tito Maccio Plauto irrumpió en casa de Casca y, dirigiéndose a Plauto, transmitió su mensaje y aguardaba respuesta. Plauto dudaba.

—No puedes negarte, mi buen amigo —le dijo Casca—. En realidad, te puedes considerar un ser afortunado. Pocos son los que entran en esa casa invitados por el pater familias y más ahora que ha recibido el mando de dos legiones para partir a Hispania.

Plauto asintió y se dirigió al paciente esclavo.

—Dile a tu amo que acudiré a la invitación y… —le costaba pronunciar algunas palabras, decir algunas cosas que no sentía—, y dile que es un honor.

El esclavo asintió y partió.

—¿Por qué te cuesta aceptar la invitación de un patricio, un patricio que ha sido edil de Roma, que es admirado por todos y que, pese a su extrema juventud, ya es general? ¿O es algo personal en contra de los Escipiones?

—No, no es nada personal.

—De hecho fue él el que te brindó la oportunidad de estrenar tu obra cuando actuaba como edil de Roma.

—Lo sé —respondió Plauto—, aunque retrasó el estreno hasta el fin de año.

—¿Y le guardas rencor por ello? A mí me sorprendió que tan siquiera permitiera estrenar tu obra, el texto de un completo desconocido, jugándose él su prestigio en el éxito de las obras que contrata.

—Entre otras muchas cosas, y el teatro no es la más importante y tú y yo lo sabemos. Además, tú me defendiste, según me comentaste.

—Oh, sí, es cierto. Eso te dije. Y es verdad que lo hice, pero no me sobrevalores, aunque he de reconocer que adulas mi vanidad con semejante reconocimiento. Pero no. No ha nacido la persona que persuada a ese joven Escipión con cuatro palabras, por muy buena retórica que se tenga, si no encaja lo que se le sugiere en sus planes. A las pruebas me remito: sus enfrentamientos con el propio Fabio Máximo no hacen sino subrayar lo que digo. No, mi querido amigo, contrató tu obra porque buscaba comedias, aceptó mi oferta y no la de la competencia porque yo le ofrecí más comedias y la tuya iba en el lote. Luego el éxito de tus obras le ha dado la razón en su elección, pero no tomó ninguna determinación por mis palabras, por muy elocuentes que éstas pudieran llegar a ser. Es un hombre… enigmático.

—A mí no me lo parece —respondió Plauto, tomando un sorbo del vino que acababa de traer una esclava—. Es un patricio, es rico, es poderoso, ejerce su poder, tiene ambición y persigue la gloria y, con toda probabilidad, más poder. Mientras, miles de personas mueren en una guerra interminable.

—Es posible que sea así, pero hay cosas que no encajan en ese patrón. Creo que estamos ante alguien más complejo.

—¿Por qué?

—Verás, amigo Plauto: ha conseguido imperium militar sobre dos legiones, pero el grado de procónsul que se le concedió inicialmente en el Campo de Marte ante todo el pueblo y con el apoyo de la plebe le fue revocado con posterioridad en el Senado.

—Algo he oído de esa historia, pero mis datos son confusos.

—Encantado de aclarártela, eso y lo que quieras, siempre que sigas proveyéndome de buenas obras con las que engordar mis arcas y mi cuerpo —y Casca se palpó con complacencia su prominente estómago. Las esclavas, mientras, traían fruta, cerdo asado, queso y caldo de verduras. Casca sonrió exultante.

Plauto devolvió una sonrisa más tenue. Estaba preocupado porque no tenía buenas ideas para una nueva obra y sabía que Casca esperaba algo pronto. Había pasado años en aquel molino para producir una gran obra. Ahora se le pedía una cada cuatro o cinco meses. Era un ritmo abrumador, insostenible.

—Verás —continuó Casca, hablando mientras devoraba un pedazo de pierna de cerdo asado adobado en una salsa espesa que goteaba sobre el suelo—. Una vez nombrado procónsul, se reunió el Senado y Fabio Máximo soltó una diatriba contra la idea de romper la tradición y permitir que alguien tan joven accediera a una magistratura del grado de procónsul. Como sabrás, muchos anhelan dicho honor y pocos son los elegidos. Otros senadores, una vez ya alejados del tumulto de la plebe, secundaron su moción, de modo que se llamó a tu joven amigo, digo amigo ya que te invita a su casa. —Plauto sacudió la cabeza ante la ironía de Casca; este último, divertido por la incomodidad de su huésped, continuó con la explicación sin dejar de masticar la comida—. Bueno, pues el joven tribuno acude al Senado y se le hace saber que no se le puede permitir que acceda al grado de procónsul y, en suma, partir para Hispania con el mando de las legiones asignadas y, te preguntarás, ¿qué hace nuestro hombre?

—¿Y bien? Y, por favor, deja de comer un minuto mientras me explicas todo esto.

—Ah, sí, disculpa. Para haber pasado tantas penalidades y miseria te has vuelto bastante delicado en poco tiempo, pero bueno, qué no consentiremos los patrones a nuestros escritores consagrados. Bien, bien. El joven Escipión reta al Senado: les dice que ante todo el pueblo le han concedido el permiso y las legiones para marchar hacia Hispania y que, si le revocan el mando, esto será difícil de explicar, pero que está dispuesto a sugerir una alternativa que satisfaga al pueblo, al Senado y a él mismo. Imponente, ¿verdad? Y con tan sólo veinticuatro años. Pero como tu joven amigo…

—Por favor, deja de llamarle mi amigo.

—Por Cástor y Pólux, de acuerdo. El joven Escipión no quiere llevar aquello a un enfrentamiento sin salida, así que ofrece una salida al Senado: que le permitan acudir a Hispania cum imperium sobre las dos legiones asignadas como general, pero sin grado de procónsul. De esa forma se establece una situación excepcional, pero no se transgrede la costumbre de la edad en lo relacionado con el consulado y el proconsulado.

—Ya. ¿Y qué decide el Senado al final?

—El Senado acepta. El propio Fabio Máximo se muestra de acuerdo, de modo que la discusión concluye con acuerdo general.

—Muy bien. Acude a Hispania sin rango de magistrado máximo. ¿Qué tiene eso que ver con que ese Escipión no sea como otro patricio cualquiera?

—Ay, amigo mío, veo que tanto como sabes de teatro y de hacer reír al público, desconoces en todo lo tocante a la política. Un general nunca podrá celebrar ningún triunfo en Roma si no consigue sus victorias ostentando el grado de cónsul o procónsul. Si ese joven Escipión se moviese únicamente por la gloria y la ambición, no habría aceptado ese pacto con el Senado.

—Ya entiendo.

Plauto meditó en silencio mientras Casca recuperaba su pata de cerdo asado y roía con avidez el hueso. Siempre había considerado que la carne junto al hueso era la más sabrosa.

—Puede ser —respondió al fin Plauto—, pero también puede ser que ese Escipión tenga en mente que más vale una victoria sin triunfo que no obtener el mando sobre dos legiones, pese a su juventud, y tener así acceso a lograr victorias que le allanen el camino de su ambición.

—Es posible —concedió Casca—, pero en cualquier caso estamos ante una situación extraña. También hay quien comenta que el muchacho se ha tomado todo el asunto como algo personal y que sólo busca vengar la muerte de su padre y de su tío.

—¿Y tú qué piensas?

—No lo sé. En cualquier caso, esto son cosas sobre las que se opina mejor cuando se conoce cara a cara a las personas implicadas. Quizá mañana, cuando hables con él, tengas oportunidad de decidir por ti solo si estás ante otro patricio más o ante alguien diferente. Espero que compartas conmigo tu opinión. Estoy interesado. Tengo curiosidad.

—Tú ya le conoces. Has hablado con él.

—No, amigo mío, no. Yo he negociado con él. He intercambiado unas breves frases sobre un negocio que en un momento concreto le interesaba: contratar obras de teatro mientras era edil de Roma. A ti te ha invitado, a ti desea conocerte. Contigo, por algún motivo que se me escapa, quiere hablar.

—¿Y por qué crees que me invita ahora?

—No lo sé. Quizá le gusten tus obras de modo especial. Su padre era un gran aficionado del teatro. Todos lamentan su pérdida como general, pero en el mundo del teatro se lamenta más la pérdida de un patricio valedor del teatro. Piensa en ello cuando le conozcas. Quizá eso reblandezca un poco tu gélido corazón.

—Lo tendré presente —respondió Plauto no sin cierta frialdad.

La conversación derivó entonces hacia otros derroteros. Plauto fue cuidadoso en evitar el asunto de su próxima obra y Casca, bien porque se percatara de ello, bien porque el vino hacía de él alguien fácil de dirigir, tampoco sacó el tema.

Aquella conversación con Casca parecía ahora lejana en el tiempo. Seguía al atriense de aquella mansión atento para no perderse. Cruzaron un amplio atrium al que daban multitud de puertas de las diferentes habitaciones de la casa. El tablinium, al fondo del atrium, estaba abierto con sendas cortinas descubiertas, dejando ver un frondoso jardín rodeado de un pórtico de dos plantas. El esclavo no se dirigió hacia allí, sino que lo llevó a una esquina del atrium próxima al tablinium y le hizo entrar en una habitación sin ventanas.

—Espera aquí. Mi amo vendrá en unos minutos —dijo el esclavo y desapareció por donde había venido.

Aquella dependencia tenía cuatro pasos por unos seis. La única luz era la que entraba por la puerta que daba al atrium, de modo que Plauto se encontró sumido en una gran penumbra a la que poco a poco se iban ajustando sus pupilas. Había varias sillas, con madera oscura tallada. Pensó en sentarse, pero lo consideró dos veces y decidió mantenerse en pie mientras aguardaba la llegada del señor de la casa, del joven nuevo general. ¿Qué querría aquel hombre de él? La única vez que lo había visto fue el día del estreno de La Asinaria, cuando en calidad de edil de Roma se sentaba en la primera fila del teatro. Plauto tenía recuerdos confusos de aquella tarde, pero de entre ellos, rescató algunas carcajadas del joven Escipión y de su mujer, lo cual le tranquilizó, pero también recordó que el edil se marchó rápido del teatro, como si el desenlace de la obra le hubiera decepcionado; esto último reavivó la preocupación que habitaba su interior.

Sus ojos ya se habían habituado a la tenue luz de la estancia y se percató de que las paredes estaban llenas de armarios con pequeños estantes y que en cada uno de éstos había gran cantidad de cestos de donde sobresalían rollos de diverso tamaño y color. Se acercó a uno de los armarios y leyó alguno de los nombres que estaban escritos en los extremos de los rollos. Era griego. Demófilo, Menandro, Batón, Dífilo, Posidipo, Aristófanes, Sófocles, Teogneto, Alexis, Filemón. Y había muchos más. Por todos los dioses, en aquella sala estaba todo el teatro griego. Aquella dependencia era una biblioteca. No, para ser precisos, estaba en la mejor biblioteca a la que nunca jamás había tenido acceso. En casa de Rufo había varios volúmenes de interés que Praxíteles había traído consigo desde su tierra en la Magna Grecia, y Casca tenía una colección notable que le había sido útil para su segunda obra, pero aquello, esa sala era otro mundo. Siguió observando con atención y en otro armario encontró varias traducciones al latín de los originales griegos y también obras de autores contemporáneos: poesías de Quinto Ennio y obras de Nevio y del mismísimo Livio Andrónico. En el armario de obras latinas se entremezclaba la literatura con tratados sobre agricultura y planos de diferentes regiones. Y un cesto, no dos, parecían estar dedicados a obras históricas y tratados militares de autores que desconocía.

—¿Te gusta nuestra pequeña biblioteca?

La voz del recién llegado le sobresaltó y Plauto dio un respingo. Al girarse vio ante sí a un hombre joven, alto, delgado, con el pelo muy corto, bien afeitado, vestido con una larga toga blanca.

—Disculpa; no era mi intención sorprenderte así. Soy Publio Cornelio Escipión. Tú eres Tito Maccio Plauto, ¿no es así?

—Así es —respondió Plauto sin añadir «mi señor» o ningún otro apelativo de respeto—. Estaba absorbido, es cierto, por la colección de obras que aquí tiene.

—¿Sí? ¿Te parece entonces una buena colección?

—Es una biblioteca magnífica, al menos, en la parte que acierto a valorar. Veo que está casi todo el teatro griego y latino y excelentes selecciones de poesía. De la parte histórica y militar no puedo opinar.

—Sí. Lo normal es disponer de los tratados históricos y poco más. Alguna traducción latina de un buen clásico griego, como éste. —Publio cogió un rollo del armario de volúmenes latinos—. Es la traducción de Livio Andrónico de La Odisea, creo que el original de Homero está en el otro armario. En fin, con este volumen mi padre nos enseñó a leer latín de pequeños —Publio hablaba recordando el pasado— a mí y a Lucio, mi hermano pequeño. Nos sentábamos en esas sillas y él paseaba mientras escuchaba cómo leíamos o, al menos, cómo lo intentábamos. Nos corregía sin necesidad de mirar el texto. Se lo sabía de memoria. Luego fue cuando contrató al bueno de Tíndaro, que nos instruyó en el griego, la historia… Bueno, pero eso no viene al caso. Lo que quería decir es que mi padre no era un hombre al uso y puso un gran empeño en ampliar su colección incorporando decenas de volúmenes procedentes del extranjero. Le apasionaba la poesía y, en especial, sí, por encima de todo, el teatro. Por eso todos estos cestos y esos rollos que aquí ves.

Plauto asintió sin decir nada. Publio le miró, estudiándole.

—Tito Maccio, eres hombre de muy pocas palabras para alguien que las sabe usar tan bien cuando escribe.

Plauto dudó antes de responder; estaba claro que algo debía decir.

—Veréis, estoy un poco confuso en lo que se refiere a mi presencia aquí y ahora.

—Entiendo. La vida te ha hecho desconfiado. ¿Has tenido una vida difícil, Tito Maccio?

—Depende de lo que se entienda por difícil.

Publio había dejado pasar por alto la tácita insolencia de que aquel escritor se dirigiese hacia él sin ninguna indicación de respeto; lo aceptaba como una excentricidad propia de su profesión, pero empezaba a irritarle el hecho de que a aquel hombre le costase tanto dar una respuesta directa y clara. Se sentó, pero no invitó a Plauto a que hiciese lo mismo.

—¿Por qué no me dices en qué ha consistido tu vida y ya juzgaré yo si ha sido difícil o no?

Plauto consideró sentarse en la otra silla, pero detectaba ya cierta tensión y no estimó oportuno estirar más la cuerda de la paciencia de aquel patricio.

—Servidumbre, comercio, ruina, hambre, mendicidad, palizas, ejército, derrotas, nuevamente mendicidad, semiesclavitud y siempre miseria, hasta hace poco. Hasta que aceptasteis el estreno de mi primera obra, lo cual os agradezco.

Publio le miraba en silencio. Había sido un resumen conciso pero intenso. Una vida dura, sin duda, y había habido un primer reconocimiento de aprecio por su parte hacia una acción suya, la de aceptar el estreno de su obra.

—¿Por qué no tomas asiento?

Plauto aceptó sin decir nada. Lo correcto habría sido declinar por considerarse inferior o aceptar dando gracias. Sentarse sin decir más era altanería. Publio meditaba si debía aceptar aquella forma de trato con aquella persona o echarlo de casa y no dedicar más tiempo a ese asunto. El peso del amor por la literatura que su padre le había inculcado pudo más.

—¿Quieres vino?

Plauto asintió.

Publio dio un par de palmadas. Un esclavo entró y recibió las instrucciones oportunas.

—Veo que me va a costar sacarte las palabras. Eres un hombre difícil de trato para alguien que vive de hacer reír a la gente.

—No soy ningún bufón.

—Aaah. Es eso. —Publio le comprendió entonces. Se sentía incómodo por tener que venir siguiendo una invitación que, recibida por alguien de su clase, era como recibir una orden y por encontrarse ante alguien que parecía estar esperando gracias con las que solazarse en su tiempo de ocio.

El vino llegó y ambos bebieron el licor mezclado con un poco de agua. Publio confirmó que aquella rudeza estaba clavada, al contrario que en el caso de Lelio, en el corazón de aquel hombre, no en su tosco cuerpo.

—No te he llamado para que me hagas reír, Tito Maccio. Te he llamado porque esta biblioteca no es muy usada y menos lo será con mi marcha a Hispania. Sólo mi madre, mi mujer y mi hermano acceden a ella con alguna frecuencia y de ellos sólo mi madre es una ávida lectora. Lucio y Emilia prefieren otros entretenimientos. A mí me gusta leer y pienso llevarme conmigo algún volumen de teatro y de filosofía y, desde luego, la mayor parte de los tratados militares y de geografía, pero el resto se quedará aquí. Mi padre pasó años recopilando todos estos volúmenes y, la verdad, que ahora se queden aquí, sin ser leídos, sin que nadie valore lo que aquí hay, me duele. Es como si algo que hizo mi padre no valiera para nada, o para muy poco. No puedo devolverle la vida y, entre tú y yo, no tengo muy claro que pueda vengar su muerte con las escasas tropas que me dan; de hecho, dudo que retorne vivo de Hispania. Si algún día, pronto, me atraviesa una lanza cartaginesa o una espada ibera, me ayudaría llevarme al otro mundo la idea de que la colección de mi padre es leída y apreciada por otras personas. Quizá pienses que es algo sentimental y absurdo. Según la vida que me has resumido, estas preocupaciones te deben parecer superfluas, casi triviales.

Plauto escuchaba con atención. Aquel hombre le estaba hablando de igual a igual de sus sentimientos más profundos, pero aún no sabía dónde quería llegar.

—No, no es superfluo lo que uno necesita para vivir con paz de ánimo y cada uno tenemos derecho a necesidades distintas —respondió Plauto.

—Gracias —dijo Publio—. Mi idea era que alguien que sabe escribir y apreciar el teatro, alguien como tú, pudiera acceder a esta biblioteca con toda libertad siempre que quisiera para leer o consultar cualquiera de estos volúmenes cuando lo desease. Eso me haría sentir que algo en lo que mi padre ocupó parte de su vida recuperaría su sentido completo. ¿Quién sabe? Quizá aquí encontréis inspiración para nuevas obras con las que entretener a Roma.

Plauto asintió antes de responder.

—Pero ¿por qué yo y no Livio o Nevio u otro de los escritores que hay en Roma?

Publio lo miró durante lo que le pareció una larga espera. Si había gente en la casa, debían de estar recogidos en sus habitaciones porque reinaba un gran silencio que se fragmentaba sólo por las voces de su conversación y por el ruido de una fuente que se escuchaba en la distancia.

—Porque tus obras me gustan —dijo Publio al fin. Iba a añadir algo pero se detuvo. Plauto se percató de que no había dicho todo lo que pensaba.

—Me dio la sensación de que se fue decepcionado del estreno de mi primera obra, en las Saturnalia.

—No, no fue así.

—Sin embargo, se marchó con el semblante serio, triste, un aire como de desazón. Estoy seguro de recordarlo bien porque me quedé preocupado. Luego la reacción del público fue tan positiva que no pensé mucho más en ello hasta que recibí esta invitación.

Publio volvió a guardar silencio. Plauto entendió que aquel patricio ya había compartido demasiadas intimidades como para abrir más sus sentimientos a un desconocido que, además de mostrar cierta insolencia, era arisco en el trato. Plauto era consciente de su rudeza, pero la vida le había hecho así. Por eso sus escenas eran a veces crueles, inmisericordes con sus personajes, donde la burla despiadada abría el camino a la carcajada inclemente del público. Eso querían, eso les daba.

—Disculpe mi carácter inquisitivo y mis preguntas. Agradezco la oferta, si es que sigue en pie. Poder consultar y leer estos volúmenes me ayudaría mucho. No estoy acostumbrado a muestras de generosidad en las que no se pide nada a cambio.

—Bueno —respondió Publio, ahora un poco más relajado; estaba comprendiendo que la miseria había transformado a aquel hombre en insolente sin pretenderlo, en impertinente sin esforzarse. Quizá el éxito se le hubiera subido a la cabeza—. Sólo una condición: aquí puedes leer cuanto quieras cuando desees, pero no debes sacar ningún volumen. Quiero que la colección se preserve intacta. No es que dude de ti, pero Roma es un lugar peligroso y un rollo se puede robar o se puede perder.

—De acuerdo —asintió Plauto.

—Bien, pues eso es todo. Ahora debo marchar al foro a poner en orden los asuntos de mi familia antes de embarcar hacia Hispania.

—¿Podría quedarme ahora y empezar a leer? Hay volúmenes que ya han despertado mi interés.

La petición pilló por sorpresa a Publio que, ya levantado, esperaba que su invitado hiciera lo mismo. Estaba claro que con aquel hombre nada sería como se esperaba. Eso podía ser peligroso, pero también interesante.

—Sí, claro, ¿por qué no? Lee lo que quieras. Habrá un esclavo a la puerta por si deseas cualquier cosa. Cuando marches, él te acompañará a la puerta.

Publio, tras un cortés saludo con la cabeza, se volvió y se dirigió a la puerta que daba al atrium, pero se detuvo, se giró de nuevo y añadió unas palabras.

—Al final de tu obra tuve un extraño presentimiento. Sentí que mi padre moría; no puedo explicar cómo ni por qué, ya que estaba pasando un buen rato con tu obra. La sensación se apoderó de mí. Eso es lo que viste en mi semblante y lo que me hizo salir del teatro con rapidez. Estaba incómodo y preocupado. Cuando semanas después llegaron las noticias de Hispania, a partir de los datos que me dio el mensajero, he calculado que el día del estreno de tu obra coincide con el día en que murió mi padre. Por eso, de entre todos los escritores, te he elegido a ti para compartir su biblioteca, porque siento que entre tú y nuestra familia hay algún tipo de conexión cuyo sentido no acierto a interpretar. Quizá el tiempo o los dioses tengan a bien desvelarnos si tal relación tiene algún fundamento o es sólo fruto de mi imaginación. Espero que disfrutes de la lectura.

Y partió. Plauto se quedó solo, rodeado de todos aquellos rollos. Se había levantado, al fin, en atención a Publio y ahora volvía a sentarse. Estaba confundido. Casca llevaba razón: aquel joven patricio no era tan prototípico como la mayoría de los de su clase. Hablaba de teatro, leía latín y griego, había tenido un padre que coleccionó la mejor biblioteca que nunca antes hubiera visto; se dejaba influir por sensaciones y presagios que decía luego haber podido confirmar y le hablaba de un indefinible vínculo entre su familia y él mismo, Tito Maccio Plauto. Aquél era un joven patricio con pensamientos demasiado profundos para alguien de tan poca experiencia en la vida. Quizá había sido injusto al juzgar a alguien por su condición: es igual de injusto despreciar al pobre por pobre, como habían hecho con él durante toda su vida, como menospreciar al rico por el mero hecho de haber nacido siéndolo, como había prejuzgado él al joven tribuno que le había invitado a saborear los contenidos de la biblioteca de su padre. Tendría que pensar bien en todo esto, pero en otro momento. La luz que entraba por la puerta del atrium se atenuaba; el sol de la tarde iba descendiendo en su viaje por el cielo y en pocas horas no podría leer sin la ayuda de una llama y, aunque pudiera solicitarla al esclavo que el joven Escipión había mencionado, no quería pedir nada más en una primera visita. Regresó junto al armario donde estaban la mayor parte de los escritores griegos y buscó las obras que le habían llamado más la atención, y de entre todas ellas, seleccionó una que iba sin título, con el simple sobrenombre de hilarotragedia[*] firmada por un autor que desconocía: Rintón. Sacó el rollo con cuidado y sacudió el polvo acumulado en ambos extremos del mismo. Lo desplegó y, como la tinta gastada resultaba de difícil lectura, acercó su silla hasta el umbral de la puerta del atrium y allí, bajo la luz del atardecer, empezó a leer con auténtica pasión.