Imperium
Roma, 211, a. C.
Publio entró en su casa seguido de su hermano. Necesitaba silencio y reflexión. Cruzó con rapidez el vestíbulo y el atrium, donde estaban Emilia y su madre. Las saludó con un leve cabeceo y enseguida pasó al peristilium y subió las escaleras. Ascendió por ellas hasta llegar al primer piso y por fin se detuvo apoyando sus manos en la barandilla porticada, contemplando el jardín de su casa. Lucio se había quedado atrás junto con su mujer y su madre. Sabía que su hermano entendía que necesitaba estar solo. Ahora mismo Lucio estaría contando a Emilia y su madre que su candidatura había sido aceptada por el Senado para salir dentro de unas semanas rumbo a Hispania como procónsul. Imaginaba el dolor que esta decisión causaría en el corazón de su madre. Ella ya había perdido un marido y un cuñado en aquel terrible país. Ahora su primogénito iba a salir también para aquella tierra que tanta sangre había arrancado a su familia. ¿Cómo explicarle, cómo hacerle entender que tenía que hacerlo? Enfrentarse a la amargura de su madre le resultaba más temible que debatir con el Senado hasta persuadirlos de lo correcto de aquella decisión. Y luego quedaban sus propias dudas… y Emilia… Emilia le entendería… Se habían comprendido y querido y respetado desde el primer día. Estaba seguro de que Emilia le apoyaría, no sabía cómo, ni cuáles serían las palabras o las acciones de ella, pero sabía que todas irían encaminadas, de un modo u otro, a ratificar su decisión. Quizá Emilia podría ayudarle a reducir el dolor y el sufrimiento de su madre. Sí, sin duda, eso sería lo mejor: Emilia podría quedarse con su madre y servirle de consuelo. Desde el primer día que la trajo a casa, su madre había mostrado un afecto sincero por Emilia, a la que había adoptado casi como si de su propia hija se tratara. Pero aún quedaba lo peor de todo: sus propias dudas. Había hablado con persuasión ante el Senado y ante el pueblo, había dado las mejores razones que había encontrado para conseguir el nombramiento de procónsul, para conseguir el permiso de dirigir una expedición en Hispania y, sin embargo, ahora que lo había obtenido, se preguntaba si aquello tenía sentido, si no se trataba más bien de una locura de un jovenzuelo incontrolado al que le hervía la sangre demasiado pronto. ¿Cómo iba él a derrotar a los cartagineses allí donde ni la experiencia de su tío ni la inteligencia de su padre habían triunfado? ¿Qué podría traer de nuevo él a Hispania que pudiera mejorar los resultados de su padre y de su tío? El Senado le veía como un joven impetuoso, con arrojo, sí, pero falto de experiencia. Y aquí, a solas consigo mismo, en el silencio del jardín de su casa, con sus ojos reposando sobre los árboles que su padre plantara hacía años, no podía sino reconocer que aquellos que habían dudado de lo idóneo de aquella elección, con Fabio Máximo a la cabeza, tenían razón. Estaba jugando a ser general sin tener experiencia ni hombres fieles que le siguieran, sin tener siquiera un plan para conquistar aquel país…, al menos un plan definido. Sí que tenía ideas, eso era cierto. Había mantenido innumerables conversaciones con Mario, el mensajero que Marcio había enviado desde Hispania con las horribles noticias sobre su padre y su tío. Éste le había contado todo lo que sabía de Hispania. Y había revisado uno a uno todos los planos y documentos que su padre había acumulado sobre Hispania y que guardaba en la biblioteca de la casa. Luego había reunido todos los planos que existían en Roma sobre aquel territorio, y los que no había podido conseguir los había mandado copiar. El tablinium y la biblioteca estaban repletos de ellos. Conocía Hispania, sus gentes, sus conflictos, sus ciudades, por boca del mensajero y por boca de otros emisarios que fueron llegando después. Todos se detenían por respeto en casa de Publio Cornelio Escipión y le transmitían todo cuanto éste deseaba saber. Y tenía una intuición, una idea, una pequeña locura que había ido cobrando fuerza en su mente. No era aún un plan. Era una idea para doblegar a los cartagineses de Hispania o, al menos, para mantenerlos ocupados allí imposibilitando que enviaran refuerzos a Aníbal. Aquello sería suficiente, si no para derrotarlos por completo y conseguir la gloria y un triunfo, sí al menos para dar tiempo a que Roma se rehiciera y pudiera expulsar a Aníbal de la península itálica. Y eso era lo esencial. Después todo se podría conseguir. ¿Pero quién iba a estar tan loco de seguirle hasta Hispania, más allá de unos soldados inexpertos, reclutados a toda prisa y temerosos de aquel país, de sus gentes y de los cartagineses? No había nadie lo suficientemente loco como para aventurarse en aquel delirio que acababa de dar comienzo con su nombramiento como procónsul de Hispania y menos si se les decía que su general sólo tenía veinticuatro años y que, a fin de cuentas, no era más que el hijo del cónsul, el hijo de un cónsul muerto.
Los pensamientos de Publio se vieron interferidos por un gran estruendo de un tumulto de personas que irrumpían en la casa. Se oían gritos, voces confusas. De entre todas ellas destacaba el potente vigor de la voz de un decurión de las legiones de Roma que Publio conocía bien. Le extrañaba que hubiera tardado tanto en aparecer. Cayo Lelio demandaba a voz en grito la presencia del pater familias de aquella casa. Publio los vio aparecer a todos en el jardín: su madre, su mujer, Lucio, los tres seguidos de unas veinte personas más, todos oficiales de diferentes legiones; reconocía también a varios centuriones que habían combatido bajo sus órdenes y, en medio de todos, Cayo Lelio, que sin dudarlo se situó en el centro del jardín y, dirigiéndose a él directamente, tomó la palabra, mirando hacia la terraza del piso de arriba donde estaba Publio apoyado sobre la barandilla.
—¿Qué es eso de que el Senado te envía a Hispania como procónsul? Te dejo unos minutos a solas y montas una guerra por tu cuenta. ¿Estás loco? Hispania es una locura. Se necesitarían todas las tropas que tenemos en activo en Italia para poder hacer frente a esa campaña con éxito —aquí Lelio se detuvo y miró fijamente a los ojos de Publio, quien le mantuvo la mirada con intensidad, sin decir nada. Lelio comprendió lo definitivo de aquella absurda decisión de ir a Hispania, pero antes de que pudiera decir algo, Lelio prosiguió hablando—. Bien, sea, por Cástor y Pólux y todos los demás dioses. Si tan loco estás, ¿qué es eso de no contar con tus amigos y tus oficiales? Y bueno, eso ya lo verás tú, ¿pero cómo no hablas con Cayo Lelio y le comentas tus planes? ¡Porque si crees, mi general, que puedes ir a aquel país sin Cayo Lelio, estás muy equivocado!
Publio rio con carcajadas fuertes, poderosas, que pronto contagiaron a los presentes. La risa fue una buena terapia para que todos liberasen tensión. Más calmado, Publio respondió con preguntas a la interpelación de su viejo amigo.
—¿Y por qué, si puede saberse, Publio Cornelio Escipión debe mantener informado a Cayo Lelio de sus movimientos, de sus decisiones o de sus planes?
Todos miraron a Lelio, que mantenía fija la mirada en el joven edil. No dudó en su respuesta.
—Tú sabes muy bien por qué, pero esto ya lo hemos hablado. Creo que estás equivocado, pero no seré yo quien discuta tus decisiones. Sólo te informo de que si vas a Hispania, cuenta conmigo para seguirte.
Pomponia, para sorpresa de todos, decidió intervenir.
—A mí también me habría gustado saber que mi hijo pensaba presentarse como candidato para ser elegido procónsul en Hispania, pero ya que sobre eso parece ser que ya nada puedo decir, sí que me atreveré a afirmar que, si has de ir a Hispania, Lelio debe acompañarte.
Publio sintió el dolor de su madre con cada una de aquellas palabras que se clavaban en su corazón como esquirlas afiladas, pero lo que tenía que hablar con ella no podía hacerlo en presencia de tantas personas. Aquélla debería ser una conversación privada. Decidió responder a Lelio de forma directa y, de modo sutil, a su madre.
—En fin, mi buen Lelio, pareces haber convencido a mi madre de lo necesario de tu compañía. Creo que no puedo contradecirla en esto. Si acompañarme es algo que haces de buen grado, bienvenido seas. Quedas formalmente invitado a venir a Hispania, pero te advierto… —hizo una pausa y aquí cambió su tono de voz, que se tornó seria y firme al tiempo que elevaba el volumen de la misma para que los presentes le pudieran escuchar bien—. Todos los que queráis acompañarnos en esta aventura de recuperar el dominio de Hispania sois bienvenidos, pero tened conocimiento de que no será ninguna empresa fácil. Los cartagineses dominan prácticamente por completo aquel territorio, disponen de numerosas tropas, de tres ejércitos completos y la mayoría de las tribus de la región les son leales. A nosotros el Senado no nos proporcionará más de dos legiones y someter aquel territorio con esas fuerzas será un atrevimiento del que igual… nos resulta difícil regresar. —Publio había estado a punto de decir «del que seguramente no regresemos ninguno», pero la presencia de su madre y de Emilia le hizo corregir el sentido final de sus palabras.
Se hizo el silencio en el jardín. Publio sabía que había despertado el temor en los corazones de todos los allí reunidos. El fallecimiento de su padre y su tío en Hispania aún estaban frescos en la memoria de todos. Publio no quería que le acompañaran oficiales engañados con falsas esperanzas. La ruta de Hispania era muy posiblemente un camino sin retorno que él se sentía obligado a tomar porque su propia sangre, su corazón, sus ansias se lo demandaban, pero no quería ni oficiales ni tropas que a la primera dificultad desistieran. El silencio persistía. Publio retomó su discurso.
—En esta empresa no hay lugar para el blando ni para el débil de espíritu. El que busque gloria y fáciles victorias, el que desee enriquecerse en el saqueo de pueblos débiles, el que busque fama sin esfuerzo no tiene sitio en esta empresa. Sólo os puedo prometer que vamos a encontrar sangre, lucha, inusitada resistencia en aquellas tierras. Y traiciones de los iberos como las que padecieron mi padre y mi tío y batallas en las que estaremos con fuerzas desiguales y ciudades inexpugnables que deberemos doblegar. Eso es lo que nos espera en Hispania. Aquel que no esté dispuesto a combatir hasta el final, aquel que no esté preparado para conquistar lo inconquistable, para derrotar al invencible, para triunfar allí donde otros fracasaron, que no deje esta ciudad. Sólo tengo treinta quinquerremes a mi disposición para transportar tropas y no hay sitio para cobardes en los barcos que zarparán de Ostia dentro de unas semanas; sólo tengo espacio para el valiente, para el audaz más allá de la razón, y para aquellos que crean que Hispania, con sus trabajos y su sangre, será al fin romana.
Publio dio por terminadas sus palabras. El silencio parecía volver a adueñarse de los presentes que llenaban el jardín porticado de la casa. Había unas treinta y cinco personas: su madre, su mujer y su hermano, varios oficiales y centuriones que ya habían servido bajo el mando de Publio en la península itálica, Cayo Lelio e incluso numerosos esclavos que habían asomado en los pórticos del primer piso azuzados por su curiosidad; de alguna forma, hasta estos últimos presentían que allí se estaba deliberando sobre algo de inusual importancia, algo que podía afectar a los destinos de aquella ciudad y de otras muchas ciudades; y lo que fuera aquello de lo que se hablaba, la conquista de un país lejano llamado Hispania, parecía estar fraguándose aquella tarde entre las paredes de la casa en la que llevaban años sirviendo.
Cayo Lelio volvió a tomar la palabra.
—Bien, creo que ya nos has aclarado con precisión lo que nos espera en Hispania. Y digo yo, ¿es posible que a los que decidamos acompañarte se nos invite en esta casa a un buen vaso de vino? Al menos por mi parte, si he de morir luchando en ese país tan cruel y hostil, preferiría aprovechar estos últimos días en Roma, empezando por ahora mismo.
La intervención de Lelio sirvió, una vez más, para relajar la tensión. Publio estaba a punto de responderle cuando el atriense entró acompañado por un joven oficial nervioso y cubierto de sudor.
—¿Qué te trae a esta casa, oficial, por qué nos interrumpes de esta forma?
—Es el Senado, mi general… el Senado está debatiendo revocar la orden de concederte el mandato de las nuevas legiones que van a enviar a Hispania… varios senadores argumentan que el mandato se concedió en un momento de presión del pueblo y de confusión general. Son decenas los senadores que vuelven a criticar… bueno…
—Termina el mensaje. ¿Cuál es el problema? —Esta vez era Lucio el que preguntaba.
—Critican la juventud de vuestro hermano. Dicen que no es seguro ni sensato concederle el mando de dos legiones y el cargo de procónsul a alguien que legalmente no puede serlo por razón de edad… Insisten en que las leyes deben cumplirse de igual forma para todos…, aunque no todos comparten esa opinión. Hay cierta división.
—Bien. —Publio tomaba el mando, si no de las legiones, sí al menos de las acciones a seguir—. Lucio y tú también, Lelio, venid conmigo. Acompañadnos el resto. Vamos al Senado y vamos a aclarar esto ya de una vez por todas.
A todos sorprendió el tono de seguridad en las palabras del joven edil. Hablaba como si fuera a exigir al Senado el mando de las tropas y la magistratura de procónsul como algo que le perteneciese por derecho natural. Algo así no se demandaba. Uno se ofrecía como candidato y el Senado o en su caso las centurias elegían a la persona que se presentaba para el cargo. En cualquier caso, nadie discutió las órdenes de Publio. Todos salieron del jardín por el tablinium. En el atrium Publio, que bajaba del primer piso, se unió a ellos y se puso al frente. Salieron a la calle directos al foro.
Emilia y Pomponia se quedaron solas en el jardín. Los esclavos desaparecieron de los pórticos.
—¿Qué crees que pasará ahora? —preguntó Emilia en voz baja.
Pomponia paseó por el jardín. Contempló el cielo y suspiró antes de responder.
—Publio será designado de forma definitiva. Lo he leído en sus ojos y en su voz. Ni los senadores enemigos de nuestra familia podrán frenarle. Vencerá en el Senado —y guardó silencio unos segundos. Miró al suelo—. Lo que, sin embargo, no tengo tan claro es que consiga vencer en Hispania…, pero en fin, eso aún queda lejos. No tengo fuerzas para añadir más preocupaciones a mi sufrimiento. Ocupémonos del presente. Vendrán todos contentos si Publio vuelve a salirse con la suya… Ahí es como su padre, tiene el mismo don de persuadir a los que le rodean. De eso tú sabes mucho, querida, aunque en tu caso, no sé quién persuadió a quién —y sonrió con cariño a su nuera. Emilia se ruborizó—. En fin, seguramente tendrán ganas de fiesta y Lelio esperará al menos una copa de vino o dos.
—O tres —añadió Emilia—, pero… ¿y si no lo consigue y revocan la decisión?
—Siempre es fácil guardar la comida y la bebida que se ha preparado para una celebración, lo difícil es prepararlo todo si no se ha dispuesto con antelación, pero volviendo a lo de la bebida, Lelio, si todo va bien, se tomará más de tres copas seguro —y las dos rieron. Pomponia agradeció la bendición de tener a alguien como Emilia a su lado. En un mundo de hombres, éstos no se dan cuenta de las penurias por las que ellas pasan. Emilia se había convertido en su mejor aliada y en su mejor consuelo en aquellos días de luto y dolor—. Tenemos que preparar un buen convite para esta noche. Tenemos mucho trabajo por delante, Emilia —y abrazó a su nuera por la cintura al tiempo que llamaba a viva voz a los esclavos y empezaba a dar instrucciones.
La marcha de la comitiva que acompañaba a Publio hasta el Campo de Marte fue rápida y silenciosa. Al grupo de centuriones que había salido de casa de los Escipiones se fueron uniendo otros simpatizantes que ya estaban alertados del cambio de decisión en el Senado. Y a éstos fueron sumándose a su vez varios grupos de curiosos, ávidos por saber si aquel joven tribuno sería capaz de volver a doblegar la rígida actitud del Senado. Roma era una ciudad en guerra contra Aníbal y en guerra consigo misma.
Al llegar al Senado, Publio pudo observar cómo nuevamente se había congregado una gran multitud, esta vez en el foro. Sin embargo, aquello no quería decir que toda aquella gente estuviera necesariamente de su parte. Pero mientras el joven Escipión aún estaba calibrando hasta qué punto podría contar con el apoyo popular para presionar al Senado, un grupo de senadores salió del edificio que daba cabida a las deliberaciones del órgano supremo y uno de ellos se dirigió directamente al recién llegado tribuno y sus acompañantes.
—Noble Publio Cornelio Escipión, te invitamos a que entres en el Senado para deliberar sobre tu nombramiento como procónsul de las tropas expedicionarias de Hispania. Sólo tú debes entrar.
Publio se dio cuenta entonces de que los senadores no volverían a dejarse atrapar por la presión del pueblo. Tenía dos posibilidades: forzar a que los senadores salieran a hablar ante todos del nombramiento y por qué dudaban ahora cuando antes habían respaldado su candidatura, o aceptar la propuesta de los senadores, entrar en el edificio y, a solas con ellos, intentar persuadirlos de que mantuvieran su decisión anterior. Ninguna de las dos opciones era sencilla. Forzar a los senadores a salir significaría enfrentarse de por vida con ellos y eso no era inteligente; su padre nunca habría considerado esa posibilidad. Además, no estaba claro que el pueblo fuera necesariamente a volver a apoyarle si los senadores empezaban a hablar en su contra con infinitos argumentos que ahora, con más sosiego, habrían podido preparar de antemano. Realmente, sólo cabía aceptar la invitación, la orden más bien, de los propios senadores, instigada desde la sombra por la larga y poderosa mano de Fabio Máximo.
—De acuerdo. Entro al Senado para deliberar sobre el nombramiento de procónsul de Hispania —y dirigiéndose a su hermano Lucio, Cayo Lelio y los demás oficiales que le apoyaban dijo—, esperadme aquí. Esto se arreglará. Esperad y confiad en mí.
Hasta él mismo se sorprendió de la fortaleza del tono de su voz. Todos los que le acompañaban quedaron prendados de su espíritu e incluso los propios senadores no pudieron por menos que admirar la firmeza de aquel joven tribuno, a la vez que, aunque fuera en lo hondo de sus almas, agradecían que el joven Publio Cornelio no forzara la situación y aceptara someterse al debate del Senado.
Los senadores esperaron a que Publio ascendiera la larga escalinata que daba acceso al edificio. Se hicieron a un lado para permitirle pasar y luego le rodearon acompañándole al interior. A sus espaldas se escuchaba el fragor de miles de voces murmurando y haciendo preguntas. Una muchedumbre de gente curiosa y expectante por lo que finalmente se decidiría. Senadores y joven tribuno avanzaron primero por el gran vestíbulo del Senado hasta alcanzar una enorme puerta de madera recubierta de bronce con sobrerrelieves, donde se narraban diferentes hazañas del pueblo de Roma en sus conquistas y expansión por la península itálica y el Mediterráneo. Las puertas se abrieron y el pequeño grupo accedió a la gran sala del Senado de Roma. Una inmensa habitación dispuesta para dar cabida a más de trescientas personas en las diferentes hileras de asientos dispuestos sobre la piedra. Los senadores que lo acompañaban lo dejaron solo en el centro de la sala y fueron a tomar asiento en sus respectivos sitios. Publio miró a su alrededor. Más de un tercio de la inmensa estancia estaba vacío. No se trataba de ausencias temporales. Los que faltaban habían muerto en la larga guerra contra Cartago. Muchos de ellos, en el desastre de Cannae.
Roma, pese a la recuperación de Siracusa y Capua, estaba cada vez más débil y aquel Senado repleto de ausencias permanentes era buena prueba de ello.
Fabio Máximo, como no podía ser de otra forma, abrió el debate.
—Estimado y joven Publio Cornelio —puso un énfasis especial a la hora de pronunciar la palabra «joven»—, todos coincidimos en valorar en su justa medida tu ofrecimiento y la reacción inicial de respaldarte como nuevo procónsul para Hispania es buena prueba de nuestra consideración hacia ti y tu familia. Sin embargo, en el sosiego de la reflexión todos hemos visto que la combinación de juventud e inexperiencia en el mando en el rango de magistrado es un obstáculo a este nombramiento que nos perturba e incomoda. Las guerras, y sé que en esto estarás de acuerdo conmigo, porque no hago sino repetir palabras pronunciadas por tu propio padre en esta misma sala, las guerras, decía él, no se ganan con el corazón sino con la cabeza. Por esto debemos decidir con la razón, no con el ánimo desatado que espolea la irreflexión. Necesitamos un magistrado, pero no podemos aceptar a nadie tan joven. Y, esta vez, la decisión del Senado, pues hablo por todos, ya es definitiva.
—De acuerdo —respondió Publio con rapidez.
La celeridad en la respuesta, que cogió al propio Fabio aún en pie mientras reagrupaba dos cojines antes de sentarse, dejó a todos perplejos.
—De acuerdo —repitió el joven Publio una vez más, incluso con más fortaleza—. De acuerdo, no me nombréis procónsul, no me ascendáis al rango de promagistrado consular, eso soluciona el problema de mantener la tradición y las leyes, pero no soluciona el asunto de Hispania. Seguís, seguimos precisando un general cum imperium para defender Hispania e impedir el avance de Asdrúbal.
Publio hizo una pausa. Observó que los senadores le seguían con atención y algunos cabeceos de asentimiento le animaron a continuar con lo que había estado madurando en su ruta desde su casa hasta el Senado.
—No me nombréis procónsul, pero, si nadie más se postula como general para defender nuestros intereses en aquella región, dejad al menos que vaya como general a proteger Roma en Hispania frente a Asdrúbal y sus ejércitos. Con ello no se quiebra la ley y se atiende al interés superior de defender los intereses del Estado.
Publio terminó de formular su propuesta y aguardó la reacción de los senadores. Un murmullo se extendió por la sala. Era una posibilidad interesante la que había presentado aquel joven tribuno, una forma de conciliar lo que el pueblo había pedido en el Campo de Marte, lo que el propio joven tribuno deseaba y lo que la tradición permitía y no permitía. Seguía siendo extraño dotar a alguien tan joven con el mando de dos legiones, pero si al menos aceptaba dicha misión sin el rango de procónsul, se establecía una situación de menor excepcionalidad, más asumible por todos. Quedaba, no obstante, ver qué opinaba de todo aquello el viejo Fabio. Las miradas, a medida que los murmullos se desvanecían, fueron concentrándose en el anciano exdictador. Éste, comprendiendo que todos esperaban su dictamen, se levantó una vez más y articuló su respuesta en forma de interrogatorio al joven tribuno.
—¿Quieres decir, joven Publio, que estás dispuesto a asumir los riesgos de la campaña de Hispania pero sin el rango de procónsul?
—Así es.
—¿Entiendes bien lo que eso supone, joven tribuno?
Publio asintió.
—Si consigues una victoria, no podrás disfrutar de triunfo alguno por las calles de Roma, se te valorará lo conseguido, pero no podrás pasear por esta ciudad festejando un triunfo de gloria y fortuna, ¿eso está claro?
—Está claro —respondió Publio con voz serena.
Fabio le miró apretando los ojos. Aquél era un joven demasiado extraño: dispuesto a acometer una empresa asumiendo los riesgos y desdeñando los beneficios. No quería gente de naturaleza incierta en Roma. Esas personas resultaban siempre imprevisibles en sus acciones.
—Sea —concluyó Fabio—, tenemos un general, que no un procónsul de Roma, para marchar sobre Hispania.
Y se sentó sin dejar de mirarle. Publio sintió que Fabio había pronunciado aquellas palabras no como quien anuncia un nombramiento, sino más bien como el juez que hace pública una sentencia.