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El Campo de Marte

Roma, 211 a. C.

Y Capua cayó en manos de los romanos. Y con ella, su dominio sobre Italia central volvió a imponerse. Aníbal se refugió, tal y como había planeado, en Tarento y el Bruttium. Con el viento soplando a su favor, el Senado de Roma decidió ocuparse de nuevo de Hispania para intentar evitar que Asdrúbal alcanzase la península itálica con un nuevo ejército con el que ayudar a su hermano e inclinar de nuevo la fortuna a favor de los cartagineses. No eran muchos los que desearon postularse como posibles nuevos procónsules de Hispania, pero Claudio Nerón decidió adelantarse a todos y presentar su candidatura.

—No lo hagas, Nerón —le dijo Fabio Máximo, horas antes—. No es ése el destino militar que te abrirá las puertas hacia una magistratura o, mejor aún, hacia un triunfo. Hispania es peligrosa.

Fabio Máximo ya había perdido a Varrón en Cannae y no quería perder más apoyos. Su hijo Quinto Fabio Máximo y Marco Porcio Catón escuchaban al viejo senador mientras intentaba convencer a Nerón, pero este último sacudió la cabeza y se despidió. Fabio se dirigió entonces a su hijo Quinto y a Catón.

—Fracasará y tendrá suerte si regresa con vida. Hispania, Quinto, está maldita para nosotros y lo estará hasta que enviemos un gran ejército. Dos legiones no bastan para frenar los tres ejércitos que los cartagineses tienen allí, pero eso Nerón no lo quiere entender. Cree que los cartagineses son alimañas sin razón. Menospreciar al enemigo, escuchadme bien los dos, es el camino de la derrota. Terencio Varrón menospreció a Aníbal en Cannae y nos condujo al mayor desastre de nuestra historia. Nerón no va por mejor camino.

Quinto y Catón asintieron, cada uno por distintos motivos; el primero con sinceridad y el segundo por calculada adulación, pero ambos habían digerido las palabras de Fabio Máximo: Hispania no debía ser el objetivo de ninguno de los dos; que otros quemen sus alas allí donde los cartagineses reinan.

Hispania, 211 a. C.

Nerón llegó a Hispania y su paso por aquella región dejó el mismo rastro que el que una estrella fugaz deja en el firmamento. Un leve brillo que se desvanece en la inmensa oscuridad del universo tras un breve destello. Nada más tomar tierra apartó del mando a Marcio, el centurión que tras la caída de los dos procónsules Escipiones había logrado mantener la frontera del Ebro. También desdeñó la experiencia del resto de los oficiales veteranos supervivientes a los desastres del año anterior. Así, sólo con el apoyo de las nuevas legiones, logró algunas victorias cuyo honor pudo atribuírsele a él mismo de forma indiscutible, consiguiendo, tras un error de estrategia del hermano de Aníbal, acorralar a Asdrúbal en un desfiladero. Todo presagiaba una gran victoria para Roma y un hermoso triunfo para Nerón, pero el nuevo procónsul se enredó en una negociación con Asdrúbal de la que la mayoría de los oficiales veteranos desconfiaban: el general cartaginés pedía un tiempo para orar, según era costumbre en aquellas fechas, o eso decía, de acuerdo con sus creencias religiosas. Nerón, satisfecho de sí, despreocupado, decidió disfrutar de cada minuto que le conducía a la victoria final sobre el primero de los ejércitos de Cartago en Hispania y sobre el general de mayor prestigio del enemigo después del propio Aníbal.

Así pasaron varios días con sus noches. Cuando el sol despuntó por cuarta vez, Nerón decidió que ya era suficiente y, cuando llegó el mensajero del campamento cartaginés, le manifestó que no había más espera: o se entregaban y rendían sus armas o que se atuvieran a las consecuencias derivadas de tener que luchar en un desfiladero completamente rodeados por el enemigo. Y Nerón esperó entonces una respuesta definitiva. Y esperó. Era el mediodía cuando el nuevo procónsul de Roma en Hispania comprendió que Asdrúbal ya no enviaría más mensajeros. Bien, pensó. No habrá tampoco más negociaciones y dio la orden de avanzar por las paredes del desfiladero y por el paso mismo entre las montañas para atacar a los cartagineses por el frente y los flancos a un tiempo. Sería una carnicería de la que pensaba saborear cada gota de sangre derramada por el enemigo. Sin embargo, algo falló en su perfecto plan. Aquello era Hispania y sus enemigos los cartagineses llevaban decenios de combates en aquella región mucho antes de que los romanos empezaran a interesarse por aquellas tierras y sus riquezas mineras. Nerón entró en un desfiladero decidido a conseguir la victoria, pero el desfiladero estaba vacío. No había nadie ya a quien derrotar.

Durante la noche, a oscuras y por angostos pasos que los romanos desconocían, Asdrúbal fue sacando su ejército del desfiladero y llevándolo a praderas donde, en caso de combate, podría hacer uso de la superioridad de su caballería y sus elefantes. El general romano, en su simpleza, le había dado todo el tiempo necesario para llevar aquella operación con sosiego y orden.

Los legionarios romanos contuvieron su asombro para no amargar más aún el desánimo de Claudio Nerón que, impotente, observaba el ridículo que con su incapacidad y petulancia había, él solo, traído sobre su persona.

El resto de su campaña en Hispania fue una sucesión de encuentros en donde no hubo ya victoria clara. Las legiones habían empezado a desconfiar de su general y, cuando un magistrado de Roma no posee la fe ciega de sus hombres, aunque éstos le sigan, es difícil conseguir la victoria y más en una tierra desconocida con aliados indecisos que un día están a tu favor y otro en tu contra, luchando contra tres ejércitos que se repartían el dominio de la región, con la permanente espada de Damocles de temer que en cualquier momento puedes ser cogido por sorpresa por la unión de dos de estos ejércitos y barrer de la región las dos legiones que llevas contigo. Nerón se deprimió primero y, al fin, decidió regresar a Italia, fracasado, acompañado por el ridículo y la vergüenza.

Roma, 211 a. C.

—La altanería tiene un precio caro —comentó Fabio Máximo cuando Nerón le visitó en su villa a las afueras de Roma—. Pero no te hundas, Claudio; ésta es una guerra larga y quizá aún haya momento en el que puedas recuperar tu honor perdido, pero supongo que habrás aprendido que hacerme caso es el camino correcto. Al menos tú no has perdido ocho legiones como Terencio Varrón; lo de él ya no tiene remedio. Tu ida a Hispania no ha hecho sino confirmar que aquél es un destino para quemar generales, un lugar adonde sólo debemos dejar que vayan nuestros enemigos en el Senado. Ya nos ha librado de los Escipiones y Aníbal nos libró de Emilio Paulo. Veamos ahora de quién podemos deshacernos.

Máximo hizo preparar dos cuadrigas, para que Nerón y Catón por un lado y él mismo con su hijo, por otro, pudieran dirigirse al Campo de Marte, donde toda Roma estaba convocada aquella mañana para designar un nuevo magistrado que, con el grado de procónsul, pudiera marchar una vez más con rumbo a Hispania para intentar poner orden en aquel país y, sobre todo, para continuar evitando que Asdrúbal cruzase los Pirineos con dirección a Italia.

Emilia le ayudaba a vestirse. Lo acostumbrado era que fuera algún esclavo el que lo hiciera, pero parecía que la pasión inicial con la que había despuntado su amor perduraba en el tiempo y a Emilia le gustaba acariciar la piel de su marido mientras le asistía para ponerse la túnica de lana y la toga blanca con la que debía acudir junto con Lucio y Lelio, que esperaban en el atrium, al Campo de Marte.

—¿A quién crees que elegirán para defendernos en Hispania? —preguntó ella mientras alisaba alguna de las arrugas que veía en la tela.

—No lo sé. Nerón no querrá volver y la verdad es que dudo que nadie de los más próximos a Fabio se postule como general. A veces he pensado que su hijo Quinto podría hacerlo bien allí, pero al igual que yo es demasiado joven para el cargo: nunca nadie con nuestra edad ha sido elegido para una magistratura proconsular. Quizá Máximo pudiera influir para que se hiciera una excepción, pero como te digo, dudo que desee enviar allí a nadie de su confianza. Está Marcelo, que es de los pocos que tiene el prestigio y la experiencia militar suficientes. Su toma de Siracusa por sí sola es mayor mérito que el de casi todos los senadores juntos supervivientes a esta guerra, pero no creo que las centurias voten a favor de alejarlo de Roma.

—¿Y Fulvio y Sulpicio?

—¿Los cónsules de este año? Lo dices seguramente porque tomaron Capua —pero Publio sacudió la cabeza—. No. No es comparable este logro con el de Marcelo. Marcelo conquistó Siracusa con sus medios en una región hostil asediando una ciudad por mar y por tierra y que, además, disponía de las mejores defensas que se han visto jamás diseñadas por aquel griego, siempre se me escapa su nombre…

—Arquímedes —dijo Emilia, alejándose un paso y dando por bueno el vestido de su marido.

Publio se sorprendió ante la rápida respuesta de su mujer.

—No hablo mucho en las comidas —sonrió ella mientras se explicaba—, pero lo escucho todo y tengo buena memoria.

—Sí, eso está claro. Bien, lo que te decía: Marcelo logró una memorable conquista, mientras que Fulvio y Sulpicio completaron un largo asedio de años que empezaron otros y que para terminarlo tuvieron que tener el apoyo del Senado y de las legiones urbanae y del propio pueblo de Roma que, al no desfallecer ni caer en el pánico, les permitió seguir con el asedio hasta lograr la victoria. Marcelo consigue sus conquistas sin demandar semejantes esfuerzos al pueblo, por eso no querrán que se marche de Italia.

—¿Y Fabio Máximo?

—¿Fabio? —Publio se quedó pensativo—. No, no lo creo. Él sabe que su entereza, eso hay que reconocerlo aunque luego sea un manipulador hasta la médula, en fin sí, su entereza ha contribuido al orden en Roma y, bien, lo veo mayor.

—¿Cuántos años tiene?

—Por Pólux, ahora que lo dices no estoy seguro, pero más de setenta.

—Es sorprendente su fortaleza a esa edad.

—Sí. Y una lástima —concluyó Publio.

—Eres malo.

—¿Sí? ¿Tú crees? Fue Máximo el que negó los refuerzos que necesitaban mi padre y mi tío. Tal vez, si esas tropas se hubieran enviado, ahora dominaríamos Hispania y mi tío y mi padre estarían celebrando un triunfo por las calles de Roma en lugar de tener que ir todos al Campo de Marte a buscar a alguien que desee reemplazarlos.

—Perdona, lo siento; hablo demasiado —dijo Emilia bajando la mirada.

Publio le cogió la barbilla con suavidad y alzó su rostro. Una lágrima corría por la mejilla.

—No te enfades. Sé lo mucho que apreciabas a mi padre y a mi tío. Vivimos tiempos complicados e inciertos y a veces uno dice cosas sin pensar. Lo único que te pido es que me quieras. Me quieres, ¿verdad?

Emilia asintió con la cabeza rápidamente varias veces, sin decir nada. Publio sonrió y juntos salieron al atrium donde Lucio y Lelio aguardaban con paciencia.

—Ah, por fin —dijo Cayo Lelio—. Pensábamos que se te había olvidado que esperábamos. Os recuerdo que ya no estáis recién casados.

—¿Y nos condenas por ello, Cayo Lelio? —preguntó Emilia, divertida.

—Bueno… —no sabía bien qué debía responder.

—Verás, Lelio, Emilia, cuyo interés por la política observo que es creciente, me ha hecho repasar todos los posibles candidatos a presentarse ante las centurias para ser elegidos como posibles procónsules en Hispania. Y he tenido que analizar a cada uno de ellos.

—Bien, sí, entiendo —respondió Lelio dejando entrever en su tono que no estaba muy seguro de que eso fuera lo que habían estado haciendo—, ¿y hemos llegado a alguna conclusión?

—Sí —dijo Publio. Emilia le miró—. Hemos decidido que te vamos a presentar para el cargo, ¿qué te parece, Lelio?

—Estás bromeando —Lelio empezó a sonrojarse—. Además, ninguna centuria me elegiría.

—Bueno, pero te presentamos igual.

—No le hagas caso —intervino Lucio—. No va en serio.

—¿Seguro? —preguntó Lelio, confundido.

—Sí —dijo Lucio—. Hazme caso, que llevo toda la vida siendo su hermano y sé cuándo está de broma.

Publio se rio y Lelio se relajó. Los tres juntos salieron de la domus y se dirigieron al foro para alcanzar el Campo de Marte cruzando el centro de la ciudad, en lugar de bordearla por las murallas. Lelio y Lucio continuaban el debate sobre quién podría ser elegido, pero Publio tenía sus propios pensamientos. La idea de Lelio en Hispania la había sugerido como una broma, eso era cierto, pero su intuición le indicaba que no era un proyecto tan absurdo. Quizá con los apoyos necesarios su candidatura podría ser viable, pero deberían haber pensado en eso antes. En cualquier caso era una posibilidad. De todas formas, lo que deseaba en realidad era del todo imposible: si tuviera diez años más y no sólo veinticuatro, él mismo se presentaría al cargo. Su nombre y el prestigio de su familia serían su mejor aval, pero era demasiado joven. Tenía la sensación de estar viviendo siempre por delante de sus posibilidades, llegando tarde a todos los sitios y a todos los acontecimientos, como si siempre le faltaran unos años para todo.

Casi sin darse cuenta llegaron a la parte sur del Campo de Marte, allí donde se levantaba el imponente circo que Cayo Flaminio financió apenas once años antes. Un circo y una importante vía romana, la que unía Roma con el norte, llevaban el nombre de aquel cónsul. Gran visionario en lo civil, no tan hábil militar. Aníbal y la niebla lo barrieron para siempre junto al lago Trasimeno. Como a tantos otros.

—Ya estamos —dijo Lucio.

Un inmenso gentío se congregaba entre el nuevo circo y la ladera del Campo de Marte.

Todos los senadores de Roma, supervivientes a los siete años de guerra contra Cartago, representantes de las centurias de cada uno de los distritos de la ciudad y millares de ciudadanos venidos de todos los barrios de Roma se congregaron en el Campo de Marte para deliberar y elegir un nuevo comandante en jefe que detuviera el dominio cartaginés en Hispania. La guerra en Italia tenía ocupados la mayor parte de los recursos económicos y militares de la República y sus aliados y apenas se podía hacer frente con nuevas legiones al creciente y más que peligroso dominio cartaginés sobre Hispania. Si se quebraban las débiles posiciones romanas en el Ebro, la situación podría derivar en una segunda invasión de suelo itálico con refuerzos cartagineses venidos de la península ibérica y esto debía evitarse a toda costa. Por eso aquella mañana se habían reunido todos, patricios y plebeyos. Los principales senadores hablaron primero: se necesitaba un comandante en jefe para Hispania que reconquistara aquel territorio y alejara así de la península itálica la constante amenaza de la llegada de refuerzos enemigos bajo el mando de Asdrúbal. Tras la caída de Capua y la incapacidad de Aníbal para apoderarse de Roma, la llegada de estos refuerzos era, sin duda, la esperanza que alimentaba su ánimo de permanencia en el sur del territorio itálico. Publio y su hermano Lucio escucharon a los diferentes oradores con atención. Lelio encontró a unos amigos, veteranos de la campaña de Tesino y Trebia y miró a Publio como pidiendo permiso. Publio había aprendido que donde más a gusto se encontraba aquel rudo decurión de la caballería romana era entre viejos combatientes. Su alma era de soldado y, aunque con frecuencia compartía las amistades de Publio, entre patricios, senadores, hijos de senadores y bellas romanas de alta alcurnia, Lelio, donde realmente se sentía cómodo era entre sus viejos camaradas de campañas militares o, quizá, a solas con él mismo, en alguna de las múltiples tabernas junto al río. Por eso cuando Lelio le miraba de esa forma, Publio siempre asentía. Sabía que, si lo necesitaba, sólo tendría que mandar a buscarle o bien en las tabernas del puerto o a casa de alguno de estos viejos camaradas de guerra. Publio siguió la figura de Lelio con la mirada mientras éste se perdía entre el enorme gentío congregado en el Campo de Marte. Se preguntó con quién podría emparejar a Lelio, pero no lo veía claro. ¿Lelio con una joven patricia romana? Complicado. Sería como mezclar agua y aceite y, sin embargo, ése debería ser el camino si quería labrarse un futuro político. Los senadores retomaron el debate y su parlamento captó de nuevo su atención.

Los discursos fueron rotundos, breves, intensos. Se necesitaba alguien valiente, con sentido del deber y patriota; alguien con experiencia militar y respetado por todos para acometer la temible empresa de reconducir la situación en Hispania. Pero todo se había dicho ya. Unos discursos repetían a los anteriores. Lo que faltaba era que alguno de los senadores se presentara para el cargo de procónsul de Hispania o, en su defecto, algún antiguo pretor que hubiera ostentado ya imperium militar en alguna de las campañas recientes y, claro, que hubiera sobrevivido al enfrentamiento contra Aníbal. Pocos reunían ambas condiciones. Los senadores se miraban entre sí, incómodos, dubitativos. El desastre de los Escipiones en Hispania no invitaba precisamente a que alguien se aventurase a proponerse como posible general para aquella región del mundo. A esto se añadía el fracaso de la expedición de Nerón, que en silencio, entre el grupo de los senadores de la facción de los Fabios, asistía a aquellos debates sin abrir la boca. El nombre de Marcelo se descartó cuando alguien se atrevió a sugerirlo: mientras estuviera Aníbal en Italia, no se quería prescindir del único general que, junto con el propio Fabio Máximo, se había mostrado hábil en la lucha contra los cartagineses, además de que se confiaba más en su ardor guerrero que en la estrategia de contención del viejo Fabio, del que, no obstante, se valoraba su capacidad de decisión en los momentos más críticos de la guerra.

Tal era la impotencia que empezaba a invadir a todos los presentes que la desesperanza se apoderaba de sus almas. En aquellos momentos se hacía cada vez más patente el inmenso vacío que habían dejado en el Estado todos los que habían caído contra Aníbal: Emilio Paulo, Cayo Flaminio, Cneo y Publio Cornelio Escipión, y un largo et cetera de senadores, tribunos, pretores, centuriones, decuriones y oficiales de todo rango y condición. Si Aníbal, desde Tarento, pudiera observar lo que allí estaba ocurriendo, habría sentido que su victoria final absoluta no era algo tan lejano.

Fabio Máximo, que hasta el momento había decidido no intervenir, pensó en que algo tendría que hacerse para ver si era posible que alguien mordiera el cebo, si es posible, alguien de entre sus enemigos, que al fin se atreviera a lanzarse a algo tan arriesgado como una alocada y, seguramente, fútil campaña militar en Hispania. En cualquier caso, había que sacrificar algunos hombres y un general que entretuvieran a Asdrúbal mientras él se las ingeniaba para fortalecer su posición en Roma y asegurar el futuro de su hijo en el control de las instituciones. Quinto debía seguir en terreno itálico y estar presente en las campañas que allí se desarrollarían, especialmente ahora que el viento parecía favorecerlos en sus dominios más próximos. Lo ideal sería poder enviar a Marcelo a Hispania, pero estaba claro que éste no se postulaba como candidato y que el pueblo no lo querría lejos. No. Para deshacerse de Marcelo tendría que recurrir a su mejor fiel aliado en estas lides, al mismísimo Aníbal. Tras la caída de Capua y su retirada de las puertas de Roma, todos pensaban que el general cartaginés estaba medio vencido, pero Fabio era bien consciente de que en esos momentos Aníbal no era sino un león herido y todos saben que lo más temible que hay en el mundo es una fiera herida. Que los dioses ayuden al que le acorrale. Pero ésa era otra historia. Ahora era el momento de azuzar los sentimientos. Fabio Máximo se alzó de su improvisado asiento, una silla de madera que habían traído dos esclavos desde su villa, y tomó la palabra.

—Setenta y dos años tengo y no dispongo ni de la agilidad ni de la fuerza para presentarme a este cargo. Sólo la vergüenza me embarga —la imponente presencia de su grave voz se apoderó de la atención de todos—. En tiempos rogué por alcanzar esta edad para contemplar el crecimiento y la gloria de Roma expandiéndose por el mundo. Sin embargo, hoy día sólo la tristeza más profunda me angustia. De niño sobreviví a nuestros constantes enfrentamientos con los galos del norte y con los ligures. En aquellos tiempos no había que esperar tanto para encontrar un general. He sido augur desde mis veintitrés años y siempre he visto en el futuro de Roma nuevas glorias, nuevas conquistas, mayor poder, hasta hoy. Hoy mi visión se nubla cuando intento adivinar qué traerán los días venideros y todo porque no veo en este lugar, donde toda Roma se ha congregado, valor suficiente para mantener aquello por lo que tantos antepasados lucharon. Antes había que presentarse a complicadas y reñidas elecciones para acceder a un cargo. Hoy la guerra parece haberse llevado a los que tenían ese espíritu de lucha. Y os lo dice quien ha sido dictador y cuatro veces cónsul y una, censor del Estado. Y ahora me pregunto, Fabio, todo eso ¿para qué? ¿Para ver cómo todo por lo que has estado luchando se diluye en la nada, en la cobardía de una nueva generación que no se atreve a acometer una empresa, complicada, sí, pero no más que otras campañas que nuestros antepasados y yo mismo acometimos cuando fue necesario y con menos recursos? Y he visto derrotas de nuestras tropas, pero incluso en el peor de aquellos días siempre había romanos dispuestos a luchar, a ponerse al mando de nuestras legiones para contraatacar, para combatir hasta conseguir derrotar al enemigo. Y combatimos y expulsamos a todos los enemigos de Roma de la península itálica y crecimos hasta dominar todo el territorio desde el Po hasta Tarento, desde el Adriático hasta las costas de Hispania, incluidas Sicilia, Cerdeña y otras islas. Y me pregunto ahora: todo eso, todas esas luchas, toda esa sangre romana vertida ¿para qué? ¿Para qué estos años más de vida? Si el resto de mi existencia ha de presenciar cómo poco a poco los nuevos romanos prefieren quedarse en sus casas antes que defender los territorios conquistados por sus antepasados, no quiero ya ese resto de vida.

El viejo senador hizo una breve pausa de unos segundos mientras contemplaba la multitud que callaba. Un profundo silencio se había apoderado del Campo de Marte. Fabio Máximo continuó su discurso.

—Todo eso para ser testigo hoy día de la derrota final de mi patria. Hemos sido vencidos no porque las murallas de la ciudad hayan sido conquistadas, no porque hayamos perdido a todos nuestros aliados ni porque nuestros ejércitos hayan dejado de existir. Hemos perdido porque ya no hay valor en Roma. Ya no hay orgullo ni audacia, sino sólo recelo y temor y duda. Ojalá tuviera veinte años menos para poder luchar todavía o, mejor aún, ojalá hubiera muerto hace ya diez años, antes de que esta guerra empezara, y así no contemplar ahora la caída de esta gran ciudad no ante el valor de un gran conquistador, sino por la cobardía de todos sus habitantes.

Fabio Máximo dio por terminado su discurso y calló retirándose hacia su asiento primero y luego, desestimando la silla que le acercaban sus esclavos, dirigiéndose hacia su cuadriga, con ademán de persona entristecida, abatido, cabizbajo, dando la espalda a la multitud, fundiendo su silueta entre la de los senadores que le abrían paso a medida que éste se alejaba del Campo de Marte, cruzando las apretadas filas de ciudadanos y representantes de las centurias.

Aún descansaba la mirada de todos los allí congregados sobre el viejo senador, aún pesaban en los oídos de todos las duras palabras que Fabio Máximo había pronunciado cuando la voz joven y fuerte de un tribuno se alzó sobre el denso silencio que oprimía los sentimientos de la multitud.

—¡Yo me presento ante todos para dirigir nuestras legiones en Hispania!

Fabio Máximo detuvo su marcha. Una sonrisa cínica cruzó su faz, aunque tal cual llegó la hizo desaparecer. Se volvió despacio. Tenía curiosidad por saber quién iba a ser el próximo incauto en ser sacrificado en aras de la virtud y la patria. Había sido una voz joven la que había lanzado su ofrecimiento. Siempre le sorprendía que la ingenuidad humana perdurara de generación en generación.

—¡Si nadie más se presenta para comandar el ejército de Roma en Hispania yo, Publio Cornelio Escipión, hijo de Publio Cornelio Escipión y sobrino de Cneo Cornelio Escipión, cónsules ambos de esta ciudad no hace muchos años y procónsules de Hispania hasta su muerte, presento mi nombre para ser elegido o rechazado por las centurias y los senadores de Roma como posible general en jefe y nuevo procónsul de las tropas romanas en esa región!

Las palabras habían brotado como un torrente que llevara semanas contenido en su garganta. Publio sintió de golpe las miradas de todos los presentes sobre su persona. Sin darse cuenta se había adelantado unos pasos hasta alcanzar el centro del Campo de Marte y, desde allí, había lanzado su propuesta, había presentado su candidatura. Pronto un ingente rumor de miles de palabras, de miles de conversaciones a media voz poblaron la gran pradera que se extendía en ese extremo de la ciudad. Nuevamente todos los senadores se miraban entre sí, pero en esta ocasión no había temor sino sorpresa y desconcierto. El candidato que por fin se había postulado no tenía más que veinticuatro años. Publio era un personaje conocido en la ciudad y respetado tanto por la heroica lucha de su padre y su tío como por las propias hazañas y el valor personal que él mismo había demostrado en Tesino, salvando la vida de un cónsul. También se recordaba su fortaleza y la lealtad a Roma exhibidas tras el desastre de Cannae evitando la sedición de los supervivientes; además, se había mostrado como un buen gestor mientras había servido como edil de la ciudad. Todo en él eran avales positivos, salvo su tremenda juventud. No era frecuente acceder al Senado y las magistraturas de cónsul o procónsul antes de los cuarenta, pero desde luego nunca jamás antes de los treinta. La propuesta del joven era admirada por la mayoría de los senadores como un gesto de valía y temple, pero inaceptable según la tradición e inapropiada en relación con las necesidades que planteaba la empresa.

Fabio Máximo reconoció para sus adentros que, por una vez y de forma excepcional, alguien le había sorprendido. Esperaba que aquel joven heredero de la fortuna y las influencias de los Escipiones buscara la gloria pronto, pero siempre pensó que lo haría en alguna de las próximas campañas en terreno itálico, sirviendo bajo el mando de un pretor, procónsul o cónsul. Aquella propuesta no sabía si interpretarla como una osadía propia de la juventud o casi como una desfachatez. Esto es lo que se obtenía por conceder la edilidad a alguien demasiado joven. Una vez que alguien ha roto una norma cree que todas las tradiciones y todas las leyes pueden quebrarse a su favor y adecuarse a sus necesidades. No obstante, el pueblo parecía recibir con cierto agrado aquella propuesta y había que tener en cuenta que nadie más se había presentado como candidato. Había que tratar la cuestión con suma delicadeza. Además, el joven contaba con la simpatía que despierta en todos el ver cómo un hijo toma el testigo de su padre e intenta vengarle. Ésos eran sentimientos que no se podían desdeñar, pero tampoco se podía volver a ceder ante este jovenzuelo, inexperto en el mando y osado en sus pretensiones. ¿Hasta dónde llegaría su ambición? Creía haberse librado de la familia de los Escipiones con la muerte de Publio y Cneo Cornelio y ahora salía este aprendiz de general. Fabio Máximo reapareció emergiendo entre los demás senadores y recuperó la palabra.

—Creo, Publio Cornelio Escipión, que hablo por boca de todos mis colegas cuando expreso la sorpresa de todos ellos y de todos los presentes —dijo señalando con sus manos al resto de los ciudadanos—. Eres demasiado joven para un puesto de esta categoría. No debes tener aún siquiera veinticinco años. Nunca nadie tan joven ha sido designado como magistrado, sea en grado de procónsul o de cónsul de Roma. Y las leyes existen para ser respetadas a lo largo de los años. Ya sé, ya sé que se te eligió edil antes de la edad establecida por la tradición y que tu gestión ha sido más que aceptable, pero creo que convendrás conmigo en que no es lo mismo repartir aceite por la ciudad y organizar unos bonitos juegos con obras de teatro y otros entretenimientos, que organizar una campaña militar con diez o veinte mil hombres bajo tu mando. Reconozco, no obstante, la gallardía de tu ofrecimiento y que al menos a mí, personalmente, alivias el desánimo que se había apoderado de mi corazón —aquí Fabio forzó la más dulce de sus voces—. Mientras queden hombres como tú aún hay esperanza. Sin embargo —y retomó Fabio su tono serio y oficial—, de nuevo tu juventud, debo afirmar, se interpone entre tu candidatura y tu posible elección como magistrado de Roma con grado de procónsul para comandar el ejército romano en Hispania.

Publio pensó en ceder. A fin de cuentas, aunque le pesara, llevaba razón Fabio Máximo y éste le había tratado con corrección. Insistir más, empeñarse en salirse con la suya sería forzar la situación y entonces se tendría que enfrentar con Fabio Máximo y eso no traería nada bueno ni para él ni para su familia ni para todos sus amigos y clientes. El temible viejo senador permanecía firme, inmóvil, esperando su respuesta. Pero Publio sentía que la gente estaba con él. Por todos los dioses, si nadie quería ir, ¿por qué no podía ir él? Sabía que estaba actuando más con el corazón que con la razón, pero no podía evitarlo. Su padre y su tío habían caído muertos en Hispania y nada se había hecho para vengar su muerte. En un principio, con Aníbal a las puertas de Roma, era lógico que el Estado atendiera a lo más urgente: preservar la ciudad del invasor, pero ¿y luego? Primero envían al vasallo de Fabio, a ese altanero de Nerón que fue incapaz de terminar lo que empezó, dejando que Asdrúbal se le escapara de entre los dedos y, fracasado, sin ánimo de proseguir la lucha, regresaba a Roma a lamerse las heridas de su honor, que no de su cuerpo. Y para colmo ahora nadie quería ir. ¿Qué mensaje querían transmitir a Asdrúbal? Puedes matar a tantos Escipiones como quieras, porque eso aquí no nos concierne. Pues eran su padre y su tío los que habían caído y, si no había ningún senador que deseara vengar esa muerte, él estaba dispuesto a hacerlo y la testarudez de un viejo como Fabio Máximo y el peso de toda la tradición de Roma no iban a impedírselo. Además, también era tradición de Roma vengar a sus generales caídos, no dejar que los enemigos festejen y disfruten de sus victorias.

—Es bien cierto lo que dices, Fabio Máximo —Publio se encontró hablando en voz alta mientras sus pensamientos aún se atropellaban en su mente—. Tu criterio y tu sabiduría son dignas de respeto por todos en Roma —hablaba a pleno pulmón. Su voz resonaba con claridad sobre el intenso silencio de la multitud que asistía expectante a aquel debate entre el viejo senador y aquel joven edil de Roma—. Y, por mi parte, no puedo sino reconocer lo acertado de tus palabras, sin embargo… —Publio aguardó unos segundos antes de proseguir, contemplando despacio los rostros de los que le rodeaban—. Sin embargo… las leyes tienen un espíritu que va más allá de las palabras, de las normas establecidas. Roma está ante una crisis sin igual en su historia. Aníbal, aunque no haya podido tomar Roma, cabalga libre por nuestras tierras y dominios atacando a nuestras tropas, saqueando y matando a nuestros amigos; Roma se defiende mientras Aníbal subleva a nuestros aliados a la espera de refuerzos, víveres y armamento que pronto le llegará desde Hispania si no enviamos unas legiones a aquel país para frenar el avance cartaginés para impedir una segunda y definitiva invasión de la península itálica. Necesitamos esas tropas en Hispania y Roma necesita un general. Yo no me habría aventurado a proponer mi nombre si cualquier otra persona de mayor experiencia se hubiera presentado, pero al no hacerlo, el nombre que llevo, la sangre que fluye por mis venas, lo que los dioses me sugieren en mis sueños, todo me empuja a presentar mi candidatura. No sé si Roma es capaz de dejar sin vengar la muerte de mi padre y de mi tío, de dos procónsules de la ciudad, es posible que así sea, pero yo no puedo.

La gente empezaba a asentir a su alrededor al tiempo que escuchaba cada vez con mayor atención. Fabio Máximo permanecía impasible a sus palabras, pero no le interrumpía. Eso ya era algo, pensó el joven Publio, y se animó a seguir.

—Entiendo que se dude de mí por mi juventud, pero no me juzguéis sólo por ella sino por mis acciones. En Tesino luché con valor para salvar a un cónsul de una emboscada cartaginesa. He combatido en decenas de batallas desde entonces y siempre lo he hecho con honor. Incluso en Cannae evité la huida incontrolada de nuestras tropas o el abandono de los oficiales. Ante la derrota o la dificultad mantengo la firmeza y el honor. Y por si todo esto no bastara, es la sangre de mi padre y de mi tío la que riega las tierras de Hispania y esa sangre me pide que ofrezca mi nombre, mi espada y mi honor para retomar aquel país, para detener a nuestros enemigos, para combatir en aquellas tierras hasta expulsar a los cartagineses o morir en el combate.

La plebe empezó a corear el nombre de Publio Cornelio Escipión, como si su padre, el viejo cónsul, el experimentado general, o su también muy respetado tío Cneo, estuvieran de nuevo allí con ellos, infundiéndoles valor.

—¡Procónsul, procónsul, procónsul!

Fabio paseó sus ojos por la multitud. Era un grito unánime. Los senadores se miraban entre sí. Aún dudaban de la capacidad de aquel joven tribuno y edil de veinticuatro años para comandar varias legiones en batalla campal en aquel territorio hostil y cruel que suponía Hispania para los romanos, pero no cabía duda de que muchos senadores empezaban a comprender que aquel muchacho era capaz de devolver la esperanza y levantar los ánimos del pueblo, mucho más de lo que cualquiera de sus discursos senatoriales o de sus medidas de defensa de la península itálica y de la ciudad habían conseguido. Aquella capacidad de devolver la esperanza por sí sola era ya muy valiosa, digna de respeto. Publio, rodeado de sus amigos, junto a su hermano, aguardaba la decisión de las centurias y del Senado. Los senadores deliberaban entre ellos. Todos miraron a Fabio Máximo, que guardaba silencio. Estaba meditabundo. Dudaba.