El destino de Roma
Roma, invierno de 211 a. C.
—Es aquel de allí —indicó un legionario al viejo senador, cónsul en cuatro ocasiones—, el que cabalga al frente de aquel grupo de jinetes númidas. Todos se dirigen a él para preguntarle. Debe de ser él. Le llevo observando casi media hora.
Fabio Máximo no respondió, pero siguió con su mirada a aquel jinete erguido, diestro en su forma de cabalgar. Es posible que el legionario tuviera razón, pero también podría tratarse de alguno de los generales de Aníbal, alguno de sus lugartenientes en el mando, quizá aquel hábil general que dirigía su caballería. ¿Cómo se llamaba? Maharbal. Quizá. No podía tratarse de sus hermanos porque ambos estaban en Hispania acechando a las legiones allí establecidas, buscando la forma de atravesar el Ebro y reforzar al ejército de su hermano en Italia y, ahora que habían acabado con los Escipiones, aquel plan podría pronto ponerse en marcha. La noticia, aunque sólo corría en forma de rumor, de la derrota de los Escipiones mezclada con la presencia visible ante Roma de Aníbal había desesperado al pueblo.
Fabio Máximo oteaba desde lo alto de la muralla Servia[*]. En otro tiempo, hacía decenas de años, aquellas murallas se levantaron para protegerse del ataque de las tribus latinas con las que pugnaba Roma por el control del Lacio, Etruria y Campania y, luego, para protegerse de las incursiones galas que descendían desde el norte. Pero desde aquellos tiempos remotos, el poder de la ciudad había ido creciendo sin parar hasta dominar aquellas regiones además de Lucania y el resto de los territorios de la península itálica hasta el mismísimo Bruttium y las ciudades de la antigua Magna Grecia, además de Cerdeña, gran parte de Sicilia y de extender su área de influencia por el Adriático y las diferentes colonias griegas y ciudades independientes en las costas de la Galia o Hispania. El temor de sufrir un ataque directo sobre la capital de aquel incipiente imperio era una idea que se había ido desvaneciendo entre los romanos. Ahora, sin embargo, con esta interminable guerra contra Cartago, el mundo parecía haberse vuelto del revés y lo que antes era del todo imposible resultaba un peligro inminente. Ya cundió el pánico cinco años antes, tras el desastre de Cannae, pero desde entonces los romanos, poco a poco, parecían haber ido recuperando terreno al tiempo que los cartagineses perdían parte del empuje inicial con el que irrumpieron en Italia. Y, ahora precisamente, cuando Roma estaba volcada en recuperar sus antiguas posesiones y en castigar a aquellas ciudades que como Capua se habían pasado al enemigo invasor, era en ese momento cuando, de pronto, el fantasma de Aníbal se aparecía ante las mismísimas puertas de la ciudad en carne y hueso, cabalgando libre, rodeado de su poderoso ejército de mercenarios y africanos, estudiando el mejor momento para lanzar su ataque.
Máximo frunció el ceño intentando visualizar con mayor nitidez aquella figura que, ágil, a lomos de su caballo, daba instrucciones a sus mercenarios para levantar un inmenso campamento apenas a unos kilómetros de la ciudad. Fabio Máximo se percató entonces de que no podría reconocerle, de que nunca había visto a Aníbal en persona. Cuando acudió a Cartago con la embajada del Senado para terminar declarando la guerra, Aníbal no estaba allí, sino en Hispania, asediando Sagunto. ¿Cómo sería aquel hombre? Quizá algún día podría tener el gusto de verlo pasearse bajo el peso de frías cadenas por el foro de Roma. Quizá no. Un hombre así no suele dejarse atrapar vivo, pero siempre se podría recurrir a la traición de alguno de sus oficiales de confianza. Tendría que madurar ese plan. Ahora eran otras las urgencias.
Máximo descendió de las murallas sin despedirse de los legionarios que las custodiaban. Caminaba protegido por varios lictores. De forma excepcional el Senado había decidido que todos los que en alguna ocasión hubieran ostentado el cargo de cónsul, censor o dictador asumieran plenos poderes militares para contribuir a la defensa de la ciudad y, sobre todo, para controlar el tumulto de las masas que, enloquecidas por el pánico, se debatían en funestas consideraciones que llegaban a la posibilidad de rendirse sin combatir revolviéndose contra sus gobernantes, en un intento final de evitar la cólera del general cartaginés.
Protegido por su escolta, el viejo senador Fabio Máximo recorrió las calles que desde las murallas conducían hasta el foro, en el corazón de Roma, para al fin llegar al edificio del Senado, en aquellos momentos rodeado por varios centenares de soldados armados de una de las legiones urbanae.
La situación era crítica y un encendido debate estaba en pleno desarrollo cuando Fabio Máximo hizo su entrada en la gran sala de reuniones del Senado. Al aparecer, el resto de los senadores calló por un instante. En ningún otro momento se habían atrevido a iniciar un debate sin su presencia. Estaba claro que todos estaban ofuscados ante la presencia de Aníbal frente a Roma. Fabio Máximo decidió pasar por alto aquel desliz de sus colegas y tomó asiento en su lugar habitual, en la bancada de piedra más próxima al centro de la sala. Los senadores aguardaron a que Máximo se sentase y reanudaron la discusión. Fabio escuchaba atónito. Algunos hablaban de negociar, los menos. Una gran mayoría se inclinaba hacia la idea de enviar mensajeros a los cónsules que asediaban Capua para que retornasen ipso jacto[*] para proteger a Roma, mientras que algunos opinaban que era el momento de ordenar un repliegue general de las fuerzas dispersas en diferentes frentes, en Sicilia, Cerdeña, Hispania y la frontera con la Galia Cisalpina, para acometer la tarea de enfrentarse con Aníbal y derrotarle de una vez por todas. A estos últimos algunos respondían que eso estaba bien a medio plazo pero que en el corto término sólo se podía recurrir a las tropas de los cónsules Cneo Fulvio y Publio Sulpicio en Capua, además de que algunas de las tropas en el extranjero ya se habían perdido, como las legiones de Hispania. La muerte de los Escipiones había caído como un doloroso jarro de agua fría sobre el ánimo del propio Senado. Las peores noticias parecían acumularse en pocas horas: dos de sus mejores generales caían en combate en Hispania, los iberos se pasaban de forma generalizada al bando cartaginés, Marcio, el centurión al mando en Hispania, pedía refuerzos y anunciaba que no podría mantener la frontera del Ebro por mucho tiempo, Aníbal acechaba a las mismísimas puertas de Roma y Capua no cedía en su resistencia pese al asedio persistente de los dos ejércitos consulares. ¿Qué hacer en medio de aquel desastre?
Máximo se alzó despacio. No pidió la palabra, sino que, como era su costumbre, se limitó a esperar que el resto de los senadores guardara silencio. No necesitó mucho tiempo. En pocos segundos todos habían callado por completo.
—Aníbal —empezó el anciano excónsul y exdictador—, no ha venido a atacar Roma, sino a liberar Capua.
Aquí se detuvo unos segundos, esperando que el sentido de sus palabras permeara entre el temor de los senadores hasta empapar sus ánimos y encender la llama de la razón. Algo difícil, pensó, pero o bien conseguía que allí se estableciera un poco de sentido común o la ciudad, entonces sí, esta vez sí, estaría perdida.
—Aníbal —continuó, empleando el nombre del enemigo más temido por Roma con pasmosa sencillez, sin ningún resquicio de nerviosismo o pavor, como quien habla de un reyezuelo celta en alguna remota región más allá de los Alpes—, Aníbal pudo atacarnos, debió atacarnos tras Cannae, pero no lo hizo. Ya consideró en aquel momento, y con acierto os digo yo, que Roma era demasiado fuerte como para caer ante su ejército. No tiene lo necesario para un largo asedio. Ha venido con un ejército de infantería y caballería válido para el combate en campo abierto pero no tan útil para un asedio. Tenemos las dos legiones urbanae a nuestra entera disposición. Podemos resistir con fortaleza si controlamos nuestro miedo y, por encima de todo, el temor del pueblo. Hay que repartir patrullas de legionarios que controlen los movimientos de la gente, ordenar que todos se recluyan en sus casas, que se cuantifiquen las reservas de comida y se pongan bajo supervisión militar. Hay que proteger todas las murallas y establecer un servicio de mensajeros que nos mantengan informados de los acontecimientos en Capua y, por todos los dioses, lo que de ninguna manera hemos de hacer es aquello que precisamente Aníbal anda buscando: no debemos retirar nuestras tropas de Capua. Capua debe caer y pagar con sangre su sedición y para ello Roma debe resistir. Nuestra fortaleza será el camino de la victoria. Si nos mostramos débiles, ése será nuestro fin y, os digo a todos, si somos débiles, mereceremos la derrota y la muerte.
Y con esas palabras Fabio Máximo se sentó, despacio, mirando con tiento su banco, limpiando algo de polvo de los almohadones que le acomodaban sobre la fría piedra. El debate se recuperó tomando las propuestas de Fabio Máximo como referencia. Se aceptaron con rapidez todas aquellas relacionadas con el fortalecimiento de la seguridad en el interior de la ciudad y en las murallas que la circundaban y, al fin, con relación al asunto principal se decidió que se enviarían mensajeros para pedir que viniera en ayuda de Roma no los dos, pero sí uno de los dos ejércitos consulares, quedando en manos de los propios magistrados la decisión sobre cuál de los dos acudiría a defender la ciudad. Esta difícil decisión se acordó por consenso ya que el propio Máximo la aceptó al ver que de esa forma se mantenía el doble objetivo de no cejar en el asedio a Capua al tiempo que se buscaba la mejor fórmula para defenderse de Aníbal. Él no habría llamado a ninguno de los ejércitos consulares, pero era tal el temor que la presencia del general cartaginés había suscitado entre el pueblo y los mismísimos senadores que, sin duda, era necesario que corriera la voz de que un ejército consular vendría pronto en ayuda de la ciudad, contribuyendo esas noticias a que todo se sosegara. Así sería posible establecer un poco de orden en aquella confusión donde la mayoría de los romanos sólo alcanzaba a ver miedo y fantasmas.
Ya estaba todo acordado cuando Fabio Máximo, esta vez ya sin levantarse de su asiento, tomó de nuevo la palabra sin esperar a que se hiciese silencio, pero haciendo valer su potente voz de modo que su última intervención de aquel día se dejó oír retumbando entre las paredes del Senado.
—¡Y, por todos los dioses, que se ordene salir a varias turmae de caballería que impidan que Aníbal se pasee a tan sólo unos pasos de las murallas de nuestra ciudad! ¡Es humillante! ¡Si Aníbal quiere ir de paseo, que vuelva a Cartago! ¡Parecemos más mujerzuelas asustadas que senadores romanos!
En apenas diez minutos, cuatro turmae de la primera de las legiones urbanae salieron de la ciudad y, sin dar casi tiempo al enemigo a reaccionar, se lanzaron al galope contra los grupos de jinetes númidas que patrullaban en torno a las murallas estudiando los puntos débiles de la muralla Servia.
Aníbal se había retirado a su tienda en su recién levantado campamento con vistas a Roma y revisaba los pertrechos de los que disponía para atacar la ciudad con la que llevaba en guerra más de siete años y contra la que su padre y su familia combatieran ya en el pasado. Estaba ponderando la forma física en la que se encontraban los nuevos elefantes que había traído desde el sur, aquellos que le habían llegado como refuerzos desde África para sustituir a todos los que perdió desde que saliera de Hispania. Contaba con treinta y tres. No eran muchos, pero suficientes para ser útiles en el asedio y, de forma especial, en una batalla en campo abierto. Pronto vendrían los ejércitos consulares. Ése sería el momento de la verdad en el que el destino de todos quedaría decidido de una vez para siempre en una batalla campal a las puertas de la mismísima Roma. Así parecía que, de forma definitiva, lo habían dictaminado los dioses. Así sería, pues. Se oyó el estruendo de armas y gritos de guerra. Aníbal se volvió hacia la ciudad. Los romanos habían organizado una salida con parte de su caballería y se las veían con los númidas de Maharbal. Desde la distancia sólo se acertaba a vislumbrar un millar de jinetes de ambos bandos enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo en medio de un mar de polvo. Tras varios minutos, los númidas empezaban a replegarse siguiendo a Maharbal. Aníbal observaba la escena acompañado por su guardia personal. Alguien fue a hacerle un comentario, pero el general alzó la mano. No quería interrupciones mientras analizaba un combate. Maharbal hacía bien en alejarse. Esa salida de los romanos no iba a decidir nada y había tantas bajas de unos como de otros. Además, desde las murallas los dardos y lanzas del enemigo ayudaban a su caballería, de modo que combatir así, junto a las murallas, era una lucha desigual para la caballería númida y Maharbal sabía que sus jinetes serían necesarios para la batalla principal que tendría lugar en poco tiempo.
Aníbal miró al cielo: estaba completamente limpio, azul, despejado. Mañana llegarían los ejércitos consulares, aliviándose así el sitio de Capua y permitiendo que Bortar y Hanón, los generales cartagineses al mando en aquella ciudad, pudieran hacer salidas de aprovisionamiento. Mañana Aníbal estudiaría al ejército enemigo y al día siguiente, si perduraba el buen tiempo, saldría él en persona a encontrarse con su destino.
Los centinelas cartagineses detectaron movimientos de tropas durante la noche. Con toda seguridad estaban llegando los ejércitos de Capua para defender la ciudad. Aníbal dejó órdenes precisas antes de acostarse de que no se le molestase por lo obvio y que sólo se le despertara en caso de que los romanos atacasen, algo muy improbable, en medio de la oscuridad reinante.
—Y que las tropas descansen también —continuó Aníbal—; quiero que todos estén dispuestos, con sus cinco sentidos, para la batalla que se nos avecina —y con esas palabras se retiró a su tienda.
Al amanecer, mientras desayunaba gachas de trigo disueltas en leche de cabra, caminaba con su tazón en la mano escudriñando el recién instalado campamento romano levantado frente a la ciudad durante la noche. De pronto, arrojó la taza al suelo, haciéndose ésta mil pedazos que quedaron esparcidos sobre la hierba suave de la pradera.
—¡Ahí faltan tropas! —exclamó—. ¡Por Baal y Tanit, quiero saber qué pasa en Capua! ¿Qué dicen los mensajeros de Capua?
Maharbal partió raudo a recabar información. Aníbal, mientras, repasaba con sus ojos las tiendas levantadas por los romanos según alcanzaba a discernir en los primeros albores del amanecer. Daba igual cómo contase. Allí no estaban todos los soldados de Capua. No eran necesarios los informes que había solicitado. Éstos sólo verificarían lo que resultaba evidente. Los romanos habían dividido sus fuerzas. Un ejército consular en Capua y otro a Roma. Alguien controlaba su miedo, lo administraba con habilidad. Seguramente aquel viejo senador, Máximo, seguiría siendo el alma de aquella ciudad. Lástima no haber podido terminar con él después de Cannae, cuando aquél actuaba de dictador, pero nunca se puso a su alcance, siempre evitando el combate directo. El único cebo que aquel senador había mordido fue el de Sagunto declarando la guerra en Cartago. Desde entonces, siempre movía a los demás como si se tratase de sus muñecos.
—Han llegado mensajeros de Capua —era Maharbal quien le hablaba; Aníbal le escuchaba sin girarse, con los brazos en jarras mirando a Roma—; el asedio continúa con uno de los dos ejércitos consulares. Parece que sólo Fulvio ha venido en ayuda de Roma.
Aníbal, sin volverse, alzó una mano en señal de que había recibido el mensaje. Maharbal se retiró a una distancia prudencial de unos treinta pasos. Aníbal, con los brazos enarcados aún, seguía observando Roma. Bien, un cónsul más se interponía entre su destino y su intención. Ya habían caído otros: Flaminio y Emilio Paulo; y otros fueron heridos. Uno más no costaría tanto trabajo. Se preguntó entonces cuántos cónsules más debería matar aún antes de que Roma aceptase la derrota.
—El sol parece haber detenido su curso —comentó Maharbal para sí, pero, pese a la distancia, Aníbal le escuchó.
—Es cierto —dijo, mirando al cielo gris del amanecer. Maharbal tomó aquella respuesta como una invitación para aproximarse y hablar con el general.
—Es como si no quisiera amanecer nunca —comentó Maharbal.
—Son los dioses romanos —concluyó Aníbal—. Temen el nuevo día y lo retrasan.
Pomponia estaba recluida en casa junto con Emilia. Los esclavos atendían sus quehaceres por inercia. Los pensamientos de todos estaban en lo que fuera a ocurrir aquel día a las puertas de la ciudad.
—Es un extraño amanecer —comentó Emilia, observando el cielo desde el atrium de la domus—. Es como si hasta los dioses estuvieran de luto por… —pero se lo pensó dos veces y detuvo sus palabras. Pomponia sonrió con ternura y la llamó a su lado.
—Ven aquí, Emilia, por favor, y recuéstate junto a mí.
Emilia se reclinó en el triclinium contiguo al de su suegra.
—No debes temer mencionar a mi marido o a su hermano en mi presencia. No son tus palabras las que me puedan herir al referirte a ellos. Sé que los apreciabas. Es gente miserable como aquel Graco la que odio, que ni tan siquiera se atreva a pronunciar su nombre. De hecho, el oír referencias a ellos por tu parte o por parte de Publio, Lucio o cualquier otra persona que los conoció y los apreció en su valía me hace sentir más cerca de ellos —aquí guardó un minuto de silencio—; pero llevas razón: la luz de este nuevo día es… demasiado pálida, fantasmagórica. Los augures dicen que no es un día peligroso, pero a mí me lo parece.
—Publio, Lelio y los demás estarán ya junto al resto del ejército de Fulvio y las legiones de la ciudad —comentó Emilia.
—Así es. Así es.
Y las dos guardaron silencio, sintiendo en la compañía mutua la única luz de esperanza en aquella mañana gris de invierno apagada por el dolor y la incertidumbre.
—Ésos son elefantes nuevos —dijo Lelio, saludando así al nuevo día.
—Sí —respondió Publio.
Su turma de caballería se había unido a las de las legiones urbanae reforzando una de las alas del ejército consular de Cneo Fulvio. Todas las tropas estaban en perfecta formación y a la espera de las órdenes del cónsul, los tribunos y centuriones. La muralla Servia quedaba a sus espaldas, perfectamente guarnecida por más de veinte mil legionarios dispuestos a dar la vida por su ciudad. Ante ellos, Aníbal había formado su ejército de mercenarios iberos, galos, africanos y tropas cartaginesas de élite. El general invasor había traído sus hombres más veteranos y venía arropado, como bien decía Lelio, por nuevos elefantes. Publio recordaba la conversación que tiempo atrás mantuviera con su padre acerca de aquellas gigantescas bestias. Se podía combatir contra ellos y vencerlos si no eran muchos y, especialmente, si se contaba con la ayuda de fortificaciones próximas. Aníbal había situado sus elefantes en la vanguardia, listos para atacar en la primera acometida, pero Publio había visto que Fabio Máximo asumía el mando de las tropas de las murallas y cómo éste había dado instrucciones para que tanto arqueros como los mejores lanzadores de jabalinas se dispusieran para masacrar con una lluvia de misiles a aquellos feroces paquidermos en cuanto éstos estuvieran a pocos pasos de las murallas. Eso daría una buena posibilidad a la infantería de acabar con el ataque de las bestias africanas. Aun así, se escuchaba el bramido salvaje de los elefantes y Publio sentía el temor infernal que éstos despertaban en su ser y en el de todos los legionarios que le rodeaban. Los caballos relinchaban temerosos, asustados. En Cannae Aníbal se presentó frente a los romanos sin elefantes ya que había perdido a casi todas estas bestias en los Alpes y luego al resto excepto a uno en los pantanos del Po. Ahora los romanos se veían obligados a hacer frente al peor de los enemigos aún más fortalecido con la ayuda de estas nuevas bestias de guerra.
—Los elefantes están nerviosos —dijo Maharbal.
—Lo sé —respondió Aníbal—; presienten algo extraño pero no sé qué es. Admito que estoy confundido. Los elefantes nunca se comportan así antes de una batalla. Se asustan a veces durante el combate, pero nunca antes. Y este cielo plúmbeo, es como si pesara sobre todos nosotros. Ayer hacía un sol radiante y, sin embargo, hoy, el día que debemos decidir el futuro del mundo, el sol se niega a presidir el amanecer. Es un presagio extraño.
En ese momento un relámpago partió el cielo con un fulgor cegador y al segundo fue seguido por un poderoso estruendo que estalló en los oídos de los soldados de ambos ejércitos. Una densa lluvia empezó a descargar sobre la hierba de la pradera que rodeaba Roma y en apenas un minuto todo se tornó en una espesa oscuridad, que más se asemejaba a la noche que al día. Sólo los destellos de los relámpagos dejaban ver al general el confuso movimiento de los elefantes que, buscando refugio de la inesperada tormenta, se revolvían contra las filas cartaginesas sin que sus conductores pudieran hacer nada por controlar a las bestias en su retirada. Los iberos y los galos se hacían a un lado dejando paso a aquellos monumentales animales.
Los romanos no parecían digerir mucho mejor la torrencial lluvia: los legionarios se cubrían con sus escudos y la caballería se replegaba hacia la ciudad. En aquellas condiciones era imposible guerrear para ninguno de los dos contendientes.
—¡Que la infantería mantenga las posiciones una vez que los elefantes se hayan refugiado en las tiendas del campamento! —ordenó Aníbal—. ¡Y la caballería, que se reagrupe pero que esté dispuesta al combate!
La lluvia arreciaba y cuando parecía que era ya imposible que lloviese más, el aguacero se tornó en tempestad completa y Aníbal, empapado hasta los huesos, veía cómo del cielo caía un mar de agua infinito que lo inundaba todo. El barro empezó a apoderarse de la tierra y, pese a la hierba, allí donde había más arena que tamiz vegetal el fango se adhería a la piel de los soldados apresando sus pies. La infantería cartaginesa resistía como podía el castigo inclemente del cielo, pero ya no había ánimos para luchar sino tan sólo para mantenerse en pie bajo aquel océano de lluvia, viento y frío.
—¡Por Baal y todos los dioses! —exclamó Aníbal impotente—. ¡Nos replegamos! ¡Todos al campamento, a las tiendas, excepto los centinelas de guardia!
Aníbal se mantuvo firme en su puesto supervisando la retirada de sus tropas hasta que el último de sus soldados se hubo replegado. Desde el altozano de su posición observó cómo los romanos hacían lo propio y recogían también a su ejército en el campamento junto a las murallas. Los dioses le habían jugado una mala pasada, pero mañana sería otro día. Tarde o temprano terminaría aquella lluvia.
Llevaba dos días y dos noches sin parar de llover. Emilia estaba recogida en su habitación, sola, intentando conciliar un sueño al que nunca conseguía entregar su cuerpo y menos aún su mente. Sus pensamientos vagaban por las distantes murallas de Roma, allí donde su marido estaría entre sus soldados, con suerte al abrigo de alguna tienda esperando, como ella, un nuevo día de sol que condujera al desenlace de aquella espera sin término. Oyó pasos en el atrium. Era pasada la medianoche y no debería haber ningún esclavo trabajando por la casa. Pensó en levantarse y averiguar qué ocurría, pero tuvo miedo. Las pisadas eran claras, seguras. Alguien cruzaba el atrium. Los esclavos tenían orden de no dejar pasar a nadie que no fuera de la familia, o a Lelio, que ya era uno más en aquella casa.
Emilia agudizó los sentidos. Tensó los músculos de su pequeña mano, acurrucada entre las sábanas de su cama. Sus ojos fijos en el dintel de la puerta. Con la lluvia las nubes ocultaban la luna y la única luz era la que producían las dos antorchas que mantenían encendidas por la noche en el atrium. Hacía un frío húmedo, denso, que se colaba por las rendijas que trepaban desde el suelo de su habitación por las paredes hasta adentrarse en sus huesos aprovechando la ausencia de su marido. Las pisadas se detuvieron ante su puerta. Emilia vio la alargada sombra de un hombre corpulento definiéndose sobre el suelo de la estancia dibujada por la luz tintineante de la llama de la antorcha más próxima a su cuarto. Emilia suspiró con una indescriptible sensación de paz.
—¿Publio?
—No quería despertarte —respondió su marido en voz baja.
—No, pero me has dado un susto de muerte.
Publio se acercó hasta el lecho y se sentó en la cama. Dejó que Emilia le abrazase con fuerza durante unos segundos. Luego la besó con cariño en las manos, en las mejillas, en los labios.
—¿Mejor? —preguntó él.
—Sí.
Pasaron unos instantes mirándose en el silencio de la noche, acariciados por las sombras temblorosas.
—¿Cómo es que has podido venir? —preguntó ella.
—La tormenta se alarga. El cónsul ha pensado que era mejor que las tropas se refugien en la ciudad hasta que escampe. De esta forma nuestros hombres estarán mejor protegidos, más secos y con mejor ánimo para cuando la lluvia deje paso al sol. Entretanto, los cartagineses tendrán que conformarse con la protección de las tiendas. No es lo mismo. Estarán más cansados. Es una buena idea. Todo el mundo ha estado conforme. Se han quedado varios manípulos en el exterior para evitar un ataque sorpresa. El resto, a la ciudad.
—A mí también me parece buena idea.
—Lo suponía —respondió Publio—; aunque estoy un poco cansado esta noche para…
—Idiota —dijo ella y le pegó un puñetazo en el hombro—. Sabes que no me refería a eso.
Publio sonrió divertido. Desde el primer día en que se conocieron le encantaba bromear con ella, de todo, de cualquier cosa. Su unión era sin duda de gran conveniencia para ambas familias, pero Publio se daba cuenta de que, además, había tenido la indescriptible fortuna de que la elección conllevase también una persona que además de apropiada en lo social y muy hermosa, era aguda, inteligente y, por encima de todo, divertida. En tiempos oscuros como los que estaban viviendo, Emilia era una bahía donde refugiarse. Publio se levantó y se quitó el uniforme militar. Dejó la espada con cuidado de no hacer ruido sobre una de las sillas y, desnudo, se tumbó junto a su mujer. Abrazados los dos, escuchando el son intermitente y rítmico de la intensa lluvia impactando sobre el impluvium del atrium, cayeron profundamente dormidos. Emilia soñó con que tenía otro hijo: un varón. Aquello llenó de felicidad su ser dormido. Publio soñó también con que tenía un hijo varón, pero éste era ya mayor y un mensajero, venido del frente, traía la peor de las noticias posibles, peor aún que la muerte.
Al alba la lluvia empezó a remitir. Desayunaron fruta, leche y algo de queso. Hablaron de la mejoría del tiempo y de que él pronto tendría que volver a las murallas junto a Lelio y el resto del ejército consular y las legiones urbanae. Ninguno mencionó al otro nada sobre sus sueños. Ambos pensaron que era mejor así.
—¡Por fin la lluvia nos da un respiro! —Maharbal, cubierto por una gruesa manta, miraba al cielo de un atardecer gris. Estaba perplejo por la inexplicable duración de aquella tormenta.
—Ha sido una lluvia extraña —confirmó Aníbal. Esperaremos a mañana, para que los hombres se recuperen un poco y atacaremos al amanecer si el sol es el que por fin se hace con el control del firmamento. Aguardaremos hasta que los dioses romanos se cansen de echarnos agua.
Amaneció sobre Roma un día claro de cielos despejados. Alguna nube blanca, empujada por una suave brisa, volaba despacio sobre el horizonte como un recordatorio de la tormenta que ya se desvaneció por completo la tarde del día anterior. El cónsul Cneo Fulvio había dispuesto todas las tropas de nuevo en formación de ataque frente a las murallas. Los cartagineses repetían la operación de hacía unos días, desplegando a sus mercenarios iberos y galos en la primera línea del centro, seguidos por la infantería pesada africana, la caballería númida en las alas y, por delante de todos, los elefantes apoyados por pequeños grupos de infantería ligera prestos para lanzarse sobre las legiones que protegían la ciudad.
Aníbal cabalgaba a lomos de su caballo negro. Llevaba puesto su uniforme de gala, cubierto con una larga túnica roja que lo hacía visible ante todos sus enemigos. Eso le convertía en blanco fácil, y por eso se protegía con su guardia personal y se mantenía en la retaguardia, pero sabía que pasear su figura a caballo a tan sólo unos centenares de pasos de Roma hacía temblar hasta la última de las piedras de aquella indómita ciudad. Azuzó su montura y ésta relinchó con las primeras luces del alba. La tormenta había dejado mucha humedad y una fina niebla que creaba un amanecer de cielo plúmbeo pese a estar despejado de nubes. Aníbal sabía que los romanos verían en aquella niebla un heraldo de infortunio similar al que acompañó a las legiones masacradas por el propio Aníbal junto a la neblina del lago Trasimeno. En el frío del amanecer, los ollares del caballo de Aníbal despedían un vaho espeso que ascendía hacia el cielo como presagios de almas que se desvanecen. El sol apuntó sobre el arco del cielo y la luz intensa lanzaba rayos de luz que rebotaban entre la neblina del alba. Aníbal alzó su brazo. Sintió el viento de la mañana cortando con su frescor poderoso la piel de su antebrazo descubierto. Los conductores de los elefantes le miraban atentos. Iberos, galos, cartagineses y númidas contenían la respiración. Los romanos apretaban sus mandíbulas. Aníbal fue a bajar su brazo cuando el sol desapareció. Los haces de luz que se habían desplegado entre la neblina del amanecer se diluyeron en un suspiro. Un viento gélido barrió la pradera que rodeaba aquella región del mundo trayendo consigo sin que nadie supiera bien de dónde un ejército de nubes negras que se instaló de nuevo sobre la ciudad de Roma y sus alrededores. Aníbal miró al horizonte con ojos perplejos; sus hombres tampoco podían creer lo que estaban viendo ni los propios legionarios que conformaban su enemigo a batir. Varios truenos volvieron a quebrar el silencio contenido en miles de gargantas y, tras su estruendo, los elefantes fueron los primeros en bramar con temor ante lo desconocido. Eran truenos sin relámpagos venidos de algún lugar más allá de la tierra.
Aníbal mantenía en alto su brazo y los oficiales de su ejército seguían aguardando la señal para iniciar el ataque, pero de nuevo una torrencial lluvia lo inundó todo por sorpresa. Aníbal bajó entonces despacio, no dando una señal, sino relajando su cuerpo, en lo que todos sabían interpretar como que se posponía la orden de ataque. Miles de cartagineses, galos, iberos y númidas suspiraron desde lo más hondo de sus corazones mientras aguantaban bajo sus escudos el inusual empuje de aquella nueva tormenta. Todavía había fango bajo sus pies de la anterior tormenta y en pocos minutos el terreno se hizo impracticable para cualquier ejército. Los hombres se encontraron con sus tobillos hundidos en el barro y sólo los caballos o los elefantes podían moverse con cierta seguridad, pero todas las bestias tenían miedo de aquellos truenos que no cesaban, y anhelaban el refugio de los establos. Maharbal se acercó a su general en jefe.
—Esto es obra de los dioses, los romanos o los nuestros, no sé de cuáles, pero esto es obra suya.
Aníbal no respondió, pero asintió con la cabeza un par de veces. Tardó aún diez minutos en ordenar la retirada del ejército, una espera demasiado larga para los soldados de ambos bandos, pero durante la que nadie se movió un ápice de sus posiciones.
—Bien —dijo al fin Aníbal—; tendrá que ser en otro momento y lugar, pero en algún momento será. Más tarde o más temprano nos las veremos en el combate definitivo y ese día los dioses despejarán los cielos porque querrán asistir a la mayor de las batallas.
Y, desmontando de su caballo, a pie, se retiró a su tienda, escoltado por su guardia, observado por sus soldados y por los del enemigo.
Fabio Máximo no se protegía de la lluvia. Ésta se había convertido en una aliada demasiado querida como para tratarla con desdén. Desde lo alto de las murallas veía al ejército de Aníbal no ya replegándose hacia su campamento, sino levantando todas las tiendas e iniciando una retirada hacia el sur. Roma había vencido aquella vez sin entrar en batalla. Ahora restaba retomar Capua y, a partir de ahí, recuperar todo el terreno perdido. Estaba contento. Para sí mismo, por unos momentos, reconoció que había temido por el desenlace. No. Con Aníbal nunca se podría ganar en combate abierto. Se tendría que pensar alguna argucia distinta para someterle. Algo se le ocurriría. Entretanto, todavía quedaban muchos hombres de paja de los que disponer.
—Benditos los dioses por esta lluvia —dijo Lelio, cuando cruzaban las puertas de regreso a la ciudad.
—Sí —respondió Publio—, pero algo me dice que esta imagen tendrá lugar algún día.
—¿Qué quieres decir?
—Nuestros dos ejércitos enfrentados y Aníbal al frente del bando enemigo.
—Bueno —consideró Lelio— eso ya ha pasado varias veces.
—Sí, claro, pero quiero decir con esa sensación de combate definitivo con la que todos nos sentíamos hace unas horas.
—Ya. Bien. Es posible.
—Es seguro, Lelio. Aníbal no cejará hasta conducirnos a una batalla clave, en donde todo dependa del resultado final de la misma. Con ese propósito vino a Italia y no es hombre al que un par de tormentas vayan a hacerle desistir de sus objetivos.
—Quizá pensarás que es poco noble por mi parte —continuó Lelio—, pero no sé si me gustaría estar ese día en el campo de batalla.
Publio sonrió.
—Eso no es falta de nobleza, Lelio, sino sentido común. En cualquier caso, sólo el tiempo nos desvelará qué es lo que nos depara a cada uno de nosotros ese tirano de la incertidumbre que es el futuro.
Sus caballos los condujeron por las calles de una ciudad ahogada en lluvia pero inundada de esperanza ante la retirada de Aníbal.
Aníbal y Maharbal cabalgaban juntos rumbo al sur.
—En esta ocasión, ¿no vas a discutir conmigo por abandonar Roma, una vez más? —preguntó el general cartaginés.
—No, esta vez no. Esta vez lo veo claro: nuestros hombres y nuestros animales están agotados por soportar las inclemencias del tiempo sólo apoyados por la escasa protección de nuestras tiendas, mientras que los romanos han podido descansar y comer caliente guarecidos dentro de su ciudad. Sería una lucha desigual en donde el fango, que hace duplicar el esfuerzo de los soldados en la batalla, se convertiría en aliado de los hombres más descansados, de los romanos. Había que retirarse. Esta vez coincido con tu parecer. Aunque…
Maharbal no terminó la frase.
—¿Aunque? —preguntó Aníbal.
—Aunque eso significa que Capua caerá.
Aníbal no respondió. Su aire taciturno era ilustrativo de su estado de desánimo. Tenía el ejército dividido entre Tarento y las tropas que se había llevado al norte, y este último contingente estaba agotado por las marchas forzadas a las que había sometido a los soldados y por las tempestades de lluvia y viento que habían sufrido junto a las murallas de Roma. Para colmo de desgracias, su estrategia de atraer sobre sí a los dos ejércitos consulares había fallado y el asedio sobre Capua se había mantenido sin interrupción. No tenía fuerzas suficientes para quebrar ese cerco. Sólo cabía una posibilidad: regresar al sur, reagrupar todas sus tropas en Tarento y seguir aguardando la llegada de su hermano Asdrúbal por el norte, desde Hispania. Sí, ésa era ahora la esperanza. Una vez que su hermano había derrotado a los procónsules, no tardaría mucho en reunir los tres ejércitos cartagineses de la península ibérica para resquebrajar las últimas líneas defensivas que los legionarios supervivientes habían establecido en el Ebro. Algo harían los romanos a su vez para impedir ese avance, pero Asdrúbal, más tarde o más temprano, encontraría la forma de llegar a Italia. Hasta entonces debía esperar. Era, no obstante, una esperanza aún lejana que quedaba enturbiada por el necesario abandono de Capua. Aníbal sacudió la cabeza intentando desembarazarse sin éxito de la angustia que oprimía su ser. Las columnas del ejército cartaginés serpeaban lentas en su retorno hacia el sur.