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Un mensajero

Roma e Hispania, enero de 211 a. C.

Mario Juvencio Tala cabalga encorvado sobre su montura por las calles de Roma. Se balancea sobre el caballo siguiendo el ritmo del paso del animal que le lleva. Va cubierto por una larga túnica cuyo color blanco, oculto bajo una fina capa de polvo, resulta ya imposible de discernir. Es polvo de miles de estadios recorridos sin apenas detenerse, tierra de países lejanos, salitre de los barcos en los que ha navegado, polvo también de los inseguros caminos de una península itálica en guerra. En la fase final de su periplo ha visto a turmae de caballería cartaginesa moviéndose libres por los caminos. Extraños movimientos de tropas extranjeras que no hacían sino anunciar que la situación en la metrópoli no estaría mucho mejor que en Hispania. Se escabulló de los jinetes cartagineses escondiéndose entre los árboles que salpicaban los bordes de las calzadas, conteniendo la respiración, apaciguando a su exhausto caballo, cabalgando de noche, arropado sólo por la tenue luz de la luna, bajo un cielo de estrellas.

Ahora en la propia Roma, se ha cubierto la cabeza con parte de la túnica, a modo de capucha, de forma que su rostro queda invisible para los viandantes, alargando así su lento desfile incógnito, apesadumbrado, incierto. Todos los que se cruzan con aquel hombre se apartan de su camino. Nadie quiere interponerse en la ruta de aquel emisario del infortunio venido de tierras lejanas.

Los romanos estaban acampados en una amplia llanura, ligeramente al sur del Ebro. Habían cruzado el río con la firme determinación de lanzar una ofensiva definitiva contra los cartagineses en Hispania. Los dos generales al mando, procónsules cum imperium, se habían reunido para decidir la estrategia final de ataque. Publio Cornelio Escipión padre y su hermano Cneo debatían aquella mañana sobre la viabilidad de dividir sus fuerzas en dos contingentes, de forma que uno se dirigiera hacia el norte para hacer frente a los dos ejércitos púnicos mandados por Magón Barca, el hermano pequeño de Aníbal, y el general Giscón, y el otro permaneciera esperando la llegada del tercer ejército cartaginés de la península comandado por Asdrúbal Barca, el otro hermano de Aníbal, mayor que Magón y mucho más experimentado en la guerra. Al fin decidieron que Publio padre avanzaría sobre Magón y Giscón mientras que Cneo, llevándose consigo los refuerzos de los veinte mil mercenarios celtíberos que ahora volvían a apoyar a los romanos, atacaría a Asdrúbal Barca. Salieron entonces ambos generales romanos de la tienda en la que habían debatido. Delante de los lictores que los escoltaban y ante los ojos de sus hombres, los dos procónsules, hermanos de sangre, se abrazaron. A continuación celebraron un sacrificio de varios animales, una docena de bueyes, seis por cada ejército romano que partía para la lucha, y encomendaron su fortuna a los designios de los dioses.

—Suerte, Cneo —dijo al fin Publio—. Espero que nos veamos pronto y celebremos juntos la próxima victoria.

Cneo respondió alto y claro para que le oyeran todos cuantos los observaban.

—¡Así sea, hermano! ¡Hasta pronto! ¡Que los dioses estén contigo y tus hombres!

—¡Que estén con los dos! —añadió Publio.

Y, tras un nuevo abrazo, ambos montaron sobre los caballos que sus escoltas tenían preparados para ellos y se alejaron en direcciones opuestas.

Era extraño que la gente no se agolpara alrededor de aquel jinete recién llegado a la ciudad en busca de noticias, pues todos deseaban saber de la guerra en Campania y también en el sur, de Aníbal, del frente abierto en Iliria contra Filipo V y, sobre todo, de Hispania, allí donde las tropas romanas dirigidas por los Escipiones Cneo y Publio Cornelio estaban consiguiendo las victorias más claras para la República. Sin embargo, aquel jinete inspiraba un aire de desaliento infinito, una densa sensación de desánimo que ahuyentaba a los curiosos.

El ejército romano de Publio Cornelio Escipión empezó a ser hostigado por la caballería númida que habían traído consigo los cartagineses. Los enfrentamientos eran diarios y, al final, el general romano optó por montar un campamento sólido donde refugiarse a la espera de decidir la estrategia oportuna para enfrentarse en batalla abierta contra el ejército cartaginés sin sufrir más bajas. Llegaron entonces varios exploradores. El procónsul escuchó sus noticias.

—El enemigo cartaginés va a reunirse con el jefe hispano Indíbil y todos sus hombres, los suesetanos, son unos siete mil quinientos hombres armados, se unirán a las tropas cartaginesas; quiere que se unan a ellos para atacarnos juntos.

Publio Cornelio Escipión padre ponderó el riesgo de intentar impedir esa unión de fuerzas saliendo con sus propias tropas a campo abierto. Al final decidió que un pequeño contingente del ejército se mantuviera en la fortificación mientras él salía con el grueso de sus fuerzas para frenar a Magón y Giscón antes de que éstos se unieran a Indíbil. Fue una salida y una marcha nocturna, dura, agotadora. La velocidad y la sorpresa eran claves en aquel movimiento.

Con la primera luz del amanecer, ambos ejércitos se encontraron cara a cara y, sin apenas tiempo para formar unas líneas claras de combate, ambas fuerzas entraron en una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo. Publio Cornelio cabalgaba de un extremo a otro del frente animando a sus soldados, dirigiendo, donde esto era posible, las acciones de sus hombres.

Nadie se atrevía a acercarse y preguntar algo tan sencillo como «¿de dónde vienes, viajero? ¿Tienes noticias de la guerra? ¿Te envía alguno de nuestros generales?». No, nadie le detenía, nadie le preguntaba.

Así avanzó por los caminos hasta alcanzar las puertas de la ciudad. Allí los legionarios de las legiones urbanae, que custodiaban los accesos a la ciudad, le interpelaron, no sin cierta incomodidad por tener que detener a aquel extraño.

Quo vadis?

El hombre detuvo su caballo.

—Mi nombre es Mario Juvencio Tala. Vengo de Hispania. Tengo informes para el Senado y un mensaje privado para Publio Cornelio Escipión hijo.

Los legionarios consultaron entre sí. El aspecto del hombre era el de un centurión de Roma y su uniforme coincidía con el de las legiones de Hispania. Al fin, el oficial al mando tomó la decisión de dejarle pasar, pero ordenó que varios hombres le siguieran a distancia.

Mario cabalgó al paso por las laberínticas calles de Roma, despacio, con su montar de agotamiento eterno, pero con tremenda perseverancia, seguro de su ruta, conocedor de su objetivo. Le seguían, pero aquello le era indiferente. También le siguieron númidas armados, apuntando su cuerpo decenas de afiladas lanzas cuando fue como emisario a la corte del rey bárbaro Sífax en África. Aquello le parecía sencillo, pese al enorme riesgo que conllevó aquella misión, en comparación con la información que debía transmitir aquel día en el mismo corazón de Roma.

Los cartagineses lanzaron multitud de jabalinas sobre las tropas romanas. Los soldados se protegían con los escudos. Luego se luchaba palmo a palmo. En ese momento el general romano, preocupado en poner orden en la formación de sus hombres, no vio la jabalina que navegaba por el aire, cortando el viento helado del amanecer. Uno de los lictores se percató de la situación e intentó interponer su propio cuerpo entre la jabalina y el procónsul de Roma, pero llegó tarde. El arma completó su viaje mortal hasta estrellarse en la espalda del general romano. Se oyó el crujido de los huesos de la columna vertebral astillándose, quebrándose en mil pedazos. Publio Cornelio Escipión padre cayó del caballo, sobre el suelo, sintiendo la tierra húmeda de rocío en sus sienes. Respiraba con dificultad. Vio la caballería númida rodeando a sus soldados. Pensó en Cneo. Deseó que tuviera mejor suerte. Sintió una punzada profunda de dolor seco, luego un inmenso cansancio. Ya no sabía si respiraba. Oyó gritos de sus hombres.

—¡Han alcanzado al general!

El procónsul se percató de que los númidas encontraban poca resistencia. Los romanos luchaban retrocediendo. Cneo tendría que conseguir la victoria por sí mismo. Y Publio y Lucio, sus hijos, deberían valerse ya solos en Roma, en esta guerra infinita… Sintió el sabor de la sangre en su boca y se atragantó. Tosió sobre el suelo y escupió su dolor a borbotones rojos mientras perdía la noción del tiempo. Por un momento pensó que yacía en su casa, junto a su mujer y hasta recordó el olor del perfume que ésta llevaba las noches de verano. Quiso alzarse. Le parecía humillante terminar así, de esa forma, sin poder ofrecer más resistencia, pero, aunque él no lo sabía, la lanza le había atravesado las vértebras partiendo su columna en dos; también había herido el corazón y la sangre apenas fluía por sus venas. Sus recuerdos se desvanecían en su mente como hojas secas que arrastra el viento de otoño.

Mario al fin se detuvo ante una imponente domus en el centro de la ciudad. Era la residencia de la familia de los Escipiones. Allí desmontó. Se acercó a la puerta y la golpeó con fuerza. Pasaron unos segundos antes de que hubiera alguna respuesta desde la casa. Los legionarios que le seguían esperaron a una distancia prudencial. El mensajero se sacudió algo del polvo del camino con algunas palmadas sobre sus hombros y piernas, sin mucho afán, sin mucho interés por las apariencias. Era más un gesto con el que ocupar la espera. Un esclavo alto y armado abrió la puerta.

—¿Quién es? ¿Qué deseáis? El señor de esta casa no recibe a extraños.

—Lo sé —comentó el mensajero—. El pater familias de esta casa no está aquí, sino lejos, en Hispania. Traigo un mensaje para su familia.

Cneo dispuso sus tropas en formación de ataque. Formación clásica, con las legiones romanas en el centro: velites en la vanguardia, seguidos de las líneas de principes y hastati y en la retaguardia las tropas más experimentadas, los triari. En las alas situó a sendos contingentes de los mercenarios hispanos. Asdrúbal Barca dispuso sus tropas para contrarrestar el ataque romano, con una formidable falange de soldados púnicos que se oponía a romanos e hispanos. Todo estaba dispuesto para el combate. Cneo estaba a punto de dar la orden de ataque cuando, sin él ordenarlo, los hispanos comenzaron a moverse, pero no contra los cartagineses ni contra los romanos: los celtíberos simplemente se marchaban, abandonaban el campo de batalla dejando a los romanos solos ante un ejército cartaginés que, sin su concurso, doblaba en número a los legionarios. Cneo estaba iracundo, pero no podía hacer nada en aquel momento. Habían sido traicionados. Los celtíberos se habían vendido a los cartagineses y, por un precio que él desconocía, habían acordado no combatir a favor de nadie. Sin las fuerzas romanas que se habían quedado con su hermano Publio, Cneo estaba en flagrante inferioridad. Era una locura atacar. Sintió el temor en el rostro de los soldados que podía observar más próximos a él. Los cartagineses no avanzaban. De momento se limitaban a observar cuál sería la reacción de los romanos al verse solos.

Mario había hablado con voz firme, sin prisa. Había cabalgado y navegado durante semanas para llevar su mensaje a esa casa y cada paso que había dado le atenazaba más el corazón. Si por él fuera, preferiría no haber llegado nunca, haberse perdido en un abordaje por piratas o en una emboscada por los cartagineses en Hispania desde donde salió o en los caminos de la península itálica. Cada día se había encontrado cabalgando más despacio. En un principio lo había atribuido al enorme cansancio de aquel viaje sin pausa, pero ahora que acababa de llegar a su objetivo, a aquella casa, se dio cuenta de que no era cansancio, sino pena y dolor y miedo a entregar su mensaje lo que había ralentizado, de forma inconsciente, su marcha. Ahora lo veía claro, pero aquel instante de lucidez no hizo sino avivar su desazón.

Cneo no consultó a sus centuriones. Sin dudarlo, dio la orden de replegarse. Había que salvar el ejército y reunirse con su hermano. Juntos podrían conseguir la victoria. Las trompas sonaron indicando la orden del procónsul. Los soldados respiraron aliviados. Ninguno había retrocedido un paso mientras los celtíberos desertaban, pero sus corazones se habían hundido. Con el sonido de las trompetas veían aliviados que su general era un valiente pero no un loco. Las tropas romanas se replegaron. Los cartagineses observaban, de momento, sin avanzar.

El atriense abrió más la puerta para contemplar al viajero cuya respuesta le había sorprendido. Le miró en silencio unos segundos.

—Esperad aquí. Veré si la familia desea recibiros.

El esclavo dejó al mensajero en el vestíbulo y se dirigió hacia el atrium de la casa en busca de alguno de sus amos. Pasaron unos minutos. El viajero contempló los inmensos mosaicos del suelo del atrium. Al fondo, una cortina gruesa que daba acceso al peristilium impedía ver qué ocurría en aquella parte de la casa. El esclavo desapareció por un pasadizo junto al tablinium.

Mario meditaba sobre cómo dar las noticias que traía consigo. «¿De qué forma se anuncia el horror cuando éste se apodera de una casa?», pensó. «¿De qué modo se explica el final de alguien tan importante como un procónsul de Roma?». Al fin, reapareció el atriense de aquella casa.

—Seguidme.

El viajero siguió al esclavo a través del atrium hasta llegar a la cortina que daba acceso al peristilium. El esclavo descorrió la cortina e invitó al viajero a que pasara al interior. Así lo hizo. De esta forma el mensajero entró en el patio al aire libre de la casa de los Escipiones en Roma. Allí le esperaban la mujer del pater familias de la casa reclinada en un triclinium y, a ambos lados, de pie, los dos hijos, Publio y Lucio, y junto al primero su mujer Emilia Tercia. Ésta sostenía una niña pequeña en sus brazos. Varios invitados y clientes de la familia los rodeaban. Todos adivinaban que aquel mensajero traía noticias de vital importancia y aguardaban en silencio. Al mensajero le sobrecogió, si cabe aún más, el corazón el ver a toda aquella gente expectante, pero de entre todos, destacaba la mirada intensa y penetrante del mayor de los hijos del procónsul. Publio tenía fijos sus ojos en Mario, como si intentara anticipar el contenido del mensaje que había traído a aquel hombre desde tierras tan lejanas con tanta urgencia que ni tan siquiera había podido asearse en unos baños públicos o en su propia casa. Publio sabía que tanta urgencia sólo podría traer desventura.

Aquéllos, pensó Mario, eran unos ojos que leían en lo más hondo de los corazones de los hombres y entonces tuvo miedo de que le leyeran en su alma con demasiada rapidez. Había dedicado los días de su viaje por mar a diseñar la mejor forma de entregar sus noticias poco a poco. Sin embargo, aquella mirada parecía leer a toda velocidad cada una de las líneas que había imaginado decir.

Los cartagineses permitieron que el ejército de Cneo se replegara, pero en cuanto éste se desvaneció en el horizonte, Magón y Giscón dirigieron sus tropas para reunirse lo antes posible con Asdrúbal Barca. Comoquiera que éstos, una vez derrotado Publio Cornelio Escipión padre, habían avanzado ya una gran distancia, los tres ejércitos cartagineses se reunieron pronto. Asdrúbal Barca, como el general de mayor rango y experiencia, tomó el mando y ordenó que la caballería númida se adelantara y hostigara a Cneo y sus tropas antes de que éstas alcanzasen el Ebro en busca de tierras más seguras en el norte.

Los jinetes númidas, veloces y ágiles, vislumbraron las tropas romanas en retirada y se lanzaron sobre las columnas de legionarios. Eran ataques breves que no buscaban un enfrentamiento campal, sino simplemente entorpecer la retirada romana. Y lo conseguían. Los legionarios, para protegerse de las lanzas de la caballería númida, se veían obligados a detenerse, girarse y protegerse con sus escudos al tiempo que con sus espadas y pila repelían los continuos ataques númidas. Cneo no quería mandar a su pequeño contingente de caballería a luchar contra un auténtico ejército a caballo, hostil, ágil y experimentado, para no perder sus únicas fuerzas montadas.

La noche caía sobre el valle que estaba cruzando. Cneo condujo a todas las tropas a una colina para que formaran un círculo y, desde esa posición de altura, protegerse. No había ni tiempo ni material para levantar una fortificación. Con los últimos rayos del sol arrastrándose sobre la llanura, Cneo divisó la vanguardia de los tres ejércitos púnicos. El general romano ordenó entonces que los soldados cavasen una zanja profunda que sirviera de foso de protección y así al menos complicar el inexorable ataque del enemigo, pero, para desesperación de los legionarios, el terreno sobre el que se habían establecido era pétreo, pura roca. No había tierra en la que excavar. Ninguna zanja ni trinchera era posible. Y los cartagineses se aproximaban, un inmenso ejército, enfervorizado, eufórico de victoria. Como no se podía cavar, Cneo ordenó que dispusieran todos los pertrechos, suministros, equipajes y armas que no fueran a utilizarse en el combate para formar así una barricada. Era todo lo que podía hacerse en aquellas circunstancias.

La noche cayó sobre la colina y el valle. Los cartagineses encendieron antorchas. Los romanos vieron cómo miles de fuegos en movimiento los rodeaban por todos lados. Cneo, al menos por un momento, albergó la esperanza de que no fueran a atacar por la noche. Tampoco es que eso pudiera suponer gran alivio, pero al menos tendría tiempo de pensar algo. Alguna cosa. Algo podría hacerse.

Fue una noche triste, larga y breve a la vez. Cneo ordenó que los hombres descansasen excepto los centinelas y que todos cenaran pronto para reposar el máximo tiempo posible antes de la contienda. Con las primeras luces del alba ordenó que se desayunase para reponer fuerzas, pero muchos hombres apenas si probaron bocado. Él mismo fue incapaz de predicar con el ejemplo.

Los cartagineses empezaron el ataque lanzando sus destacamentos de jinetes númidas contra las improvisadas barricadas romanas. Una vez más ataques breves y retirada rápida. Los romanos estaban atemorizados. Cneo, aprovechando un receso en los primeros embates de los africanos, se dirigió a sus hombres proyectando su voz con todas sus fuerzas.

—¡Legionarios de Roma, será una jornada difícil, pero combatiremos hasta el final de la misma, hasta el nuevo amanecer! ¡Luchad juntos, unidos y no cejéis en el combate! ¡Del esfuerzo de todos depende la vida de cada uno! ¡Yo lucharé con vosotros hasta el final!

No era un gran discurso ni muy denso de contenido, pero surtió efecto. Los soldados romanos sintieron el valor de su jefe y recordaron cómo no quiso hacerlos luchar en campo abierto contra un enemigo mayor. Había intentado salvarlos a todos, pero las circunstancias no lo habían permitido. Ahora les pedía que combatieran y debían hacerlo. Por Roma, por su patria, por su vida.

Los cartagineses se lanzaron al ataque por todos los frentes. Ahora eran contingentes de infantería pesada. Lanzaban jabalinas y, mientras los romanos se protegían con los escudos, otros soldados cartagineses se aproximaban con antorchas ardiendo que lanzaban sobre la barricada. De esta forma, pronto todos los pertrechos que los romanos habían apilado a su alrededor para defenderse prendieron en llamas. Los romanos veían al ejército cartaginés moviéndose tras aquel pavoroso incendio y, súbitamente, grupos de soldados enemigos penetrando por aquellos lugares donde el fuego había devorado la mayor parte de los pertrechos de la barricada. Cneo mandaba legionarios a defender aquellos espacios por donde entraban los cartagineses.

La contienda duró horas en un combate de desgaste donde cada vez quedaban menos romanos para defender los cada vez mayores huecos de la barricada y, por el contrario, el número de cartagineses parecía no tener fin. Daba igual el número de guerreros púnicos que caían a manos de los romanos; nuevas tropas venían a sustituir a las anteriores en una procesión sin otro final previsible que el de la completa aniquilación de los romanos. Cneo, no obstante, mantuvo su voz firme y serena, transmitiendo órdenes certeras para preservar el máximo tiempo posible las posiciones desde las que se defendían. Se movía en medio de la más gélida de las sensaciones. ¿Por qué había tantos cartagineses? ¿Dónde estaba su hermano Publio?

Mario se sacudió con una mano parte del polvo que llevaba sobre su toga gastada y engrisecida y, al fin, empezó a hablar.

—Os saludo, Publio Cornelio Escipión, primogénito de la familia de los Escipiones, hijo y sobrino de los procónsules de Roma en Hispania, y saludo a vuestro hermano Lucio Cornelio Escipión, a vuestra madre Pomponia y a vuestra esposa, Emilia Tercia, hija del que fuera honorable cónsul Lucio Emilio Paulo, y saludo a todos los aquí presentes. Mi nombre es Mario, Mario Juvencio Tala. Soy centurión de la primera legión de Roma en Hispania bajo el mando de vuestro tío Cneo Cornelio Escipión. Vengo enviado por Lucio Marcio Septimio y traigo noticias de la guerra en Hispania.

El silencio se hizo aún más profundo. Las palabras del mensajero eran repetidas fantasmagóricamente por el eco proveniente de las arcadas de la segunda planta del peristilium. Unas arcadas que rodeaban a todos los presentes. Publio seguía leyendo con su mirada el rostro del viajero recién llegado a su casa.

—Las noticias que traigo no son buenas para esta familia. Ruego que no se me tome por enemigo por traer las funestas noticias que Lucio Marcio Septimio, actual comandante de las tropas en Hispania, me ha encomendado.

Al escuchar aquellas palabras, Publio bajó la mirada e inspiró aire en una ansiosa inhalación en la que intentaba encontrar oxígeno suficiente para apaciguar sus peores temores. No necesitaba escuchar más. Si ahora había un nuevo comandante romano en Hispania eso sólo podía significar una cosa. Él lo había presentido al final de la obra de teatro, durante los Saturnalia, apenas hacía unas semanas, pero una y mil veces se había dicho a sí mismo que aquello no era un signo de una terrible premonición, sino tonterías de un joven asustado, fruslerías impropias de ocupar la mente de un tribuno del ejército romano y, menos aún, de un edil de Roma, y, sin embargo, ahora todo parecía derrumbarse a su alrededor. El resto de los presentes comprendía también ahora la auténtica dimensión del desastre que se había desatado sobre aquella casa, sobre aquella familia. Pomponia, la única persona que tenía la suficiente entereza como para mantener una fría calma en medio de la mayor de las catástrofes, se dirigió al mensajero.

—Esta familia no confundirá tu presencia con la de un enemigo por traernos noticias funestas por terribles que éstas sean. Apreciamos tu coraje al venir, pues nadie quiere ser mensajero de infortunios, y agradecemos la celeridad con la que has acometido el encargo a juzgar por la apariencia de tus ropas, testigos mudos de un largo viaje, pero soy yo ahora quien te ruega, quien te conmina, centurión, a no alargar más nuestras dudas y la congoja que embarga nuestros corazones. Dinos en una frase lo peor de tu mensaje.

El mensajero admiró el valor de aquella mujer. Inspiró, tragó saliva y fue conciso en sus palabras.

—Publio Cornelio Escipión y Cneo Cornelio Escipión, procónsules de Roma, han perecido en el campo de batalla. Combatieron con inmenso valor y lealtad a Roma hasta el final. El primero cayó en una emboscada con los cartagineses y el segundo víctima de la traición de los aliados iberos que abandonaron al procónsul justo antes de entrar en combate con las tropas de Cartago.

Todos los presentes volvieron sus ojos sobre la familia de los Escipiones. La madre miraba al suelo abrumada por el dolor sin decir nada. Su autocontrol sólo le permitía no deshacerse en lágrimas y gemidos, pero ya no le daba para hablar. Los hijos guardaban silencio. Emilia cogió el brazo de su marido Publio con fuerza.

La posición estaba perdida por completo. Ya no había líneas que mantener. La colina estaba repleta de enemigos y los romanos luchaban contra cientos de soldados cartagineses que ascendían por todas partes. Cneo y unos pocos retrocedieron colina abajo por un espacio que parecía menos poblado de enemigos. Se abrieron camino juntos a golpes de espada, protegidos por sus escudos. Pronto los generales cartagineses se percataron de que el último procónsul de Roma en Hispania intentaba huir. Lanzaron la caballería contra el pequeño grupo de legionarios que protegían al procónsul. Los jinetes se abalanzaron con inusitada violencia contra los legionarios que huían. La mayoría cayó en la primera acometida, el resto se dividió en dos grupos: uno más numeroso, de unos cincuenta hombres que consiguieron zafarse del choque y adentrarse en un bosque cercano, y otro, más pequeño, que quedó en el valle con el procónsul.

La caballería númida detuvo su marcha, giraron sobre sí mismos y retornaron sobre los supervivientes que quedaron con el procónsul: tres lictores de la guardia personal del general, el propio Cneo Cornelio Escipión y cinco legionarios más permanecían en pie, en medio del valle. Entre las montañas se oían los aullidos de dolor de los romanos que estaban siendo masacrados en lo alto de la colina donde había permanecido el grueso de las tropas. Cneo comprendió que aquél era el final. Blandió su espada al viento y los lictores y legionarios que le acompañaban imitaron su movimiento de desafío a los jinetes cartagineses. Éstos aguardaban la señal de su general. Asdrúbal Barca, dominador de Hispania, se sonrió y miró a sus colegas, su hermano Magón y el general Giscón.

—Es innegable que estos generales de Roma tienen valor; lástima que hoy no tengan estrategia.

Y dio con su brazo la orden final de ataque. La caballería cargó con violencia sobre la línea de romanos. Dos de los lictores y cuatro legionarios cayeron atravesados por las lanzas de los jinetes. Un lictor, un legionario y Cneo evitaron con un rápido movimiento las lanzas y asestaron golpes mortales con sus espadas en los jinetes que pasaron junto a ellos. Tres jinetes cayeron al suelo derribados. La caballería ya no esperaba nuevas órdenes y cargó contra los romanos de oficio, para vengar a sus compañeros abatidos por aquel enemigo que persistía en intentar eludir su inexorable destino de derrota y muerte.

El grupo de legionarios que había conseguido adentrarse en el bosque ascendió a toda velocidad por la ladera de un monte. Un centurión experimentado había tomado el mando. Su nombre era Mario Juvencio Tala, en el que los procónsules habían confiado para misiones difíciles en más de una ocasión. Pronto alcanzaron un altozano que permitía ver por encima de las copas de los árboles. El grupo de legionarios se detuvo. A Mario le habría gustado ser ciego aquel día.

En el valle, la nueva carga de la caballería númida derribó al legionario y al lictor supervivientes, que cayeron bajo las lanzas cartaginesas. Cneo fue herido en el costado pero se mantenía en pie. Tenía una lanza clavada que se había partido por la mitad. La lanza le impedía el movimiento, pero se mantenía, aunque débil, sobre sus piernas. Arrojó el escudo al suelo. El dolor le atravesaba, la sangre brotaba a borbotones por la herida. Cogió con una mano la lanza e intentó sacársela, pero no tenía suficientes fuerzas. Los cartagineses habían detenido su ataque. Asdrúbal contemplaba la escena. Sonrió al recordar el pacto que había hecho con Baal cuando se retiraba navegando por la desembocadura del Ebro y alzó el brazo para frenar una nueva carga de la caballería. Aquél era el general que le había derrotado en el río y el que, junto con su hermano, el otro procónsul, había estado impidiendo su avance hacia Italia para ayudar a Aníbal. Quería disfrutar del momento. Los tres generales cartagineses avanzaron para observar la escena con mayor claridad. Cneo inspiró aire como para recuperar fuerzas y miró a su alrededor. Vio a los generales cartagineses y a un grupo de sus hombres en lo alto de una colina, dentro ya del bosque. Bien por ellos, pensó. Alguien se iba a salvar de aquella carnicería. Pero no podía morir así, ante aquellos generales enemigos y humillado ante legionarios suyos que le observaban desde la distancia. Cneo soltó entonces su espada y con las dos manos tiró de la lanza al tiempo que gritó para arrancarse dolor y lanza a la vez. Cayó de rodillas. Puso la mano izquierda sobre la herida abierta para disminuir la sangre que manaba sobre la hierba de aquel valle y con la derecha cogió de nuevo la espada. Ayudándose de ella como si de un scipio o bastón se tratara se alzó de nuevo, y herido y sangrando y vacilante pero con orgullo y decisión repitió el movimiento de desafío a los cartagineses blandiendo con agilidad sorprendente la espada al viento, haciendo el giro característico con el que los miembros de su familia retaban al enemigo, esperando un nuevo ataque, solo, sin escolta ni legionarios, sin tropas a las que mandar, sin aliados, sin amigos, solo, rodeado por miles de cartagineses, solo, sin su hermano ni su familia, respirando el aire frío de aquella batalla.

Mario observaba mudo e impotente el martirio de aquel general y pensó que, si sobrevivía, nunca jamás encontraría nadie con tanto valor. Qué desperdicio para Roma. Qué insensatos los senadores que negaron refuerzos a aquel procónsul.

Asdrúbal y los otros dos generales se detuvieron. El hermano de Aníbal inspiró profundamente y, exhalando el aire de sus pulmones, volvió a dar la orden de ataque. Esta vez sólo dos jinetes se abalanzaron sobre Cneo. A galope tendido, blandiendo sus lanzas en el aire, apuntando al pecho del romano se echaron sobre el procónsul. Éste retrocedió un paso para apuntalar mejor su estocada defensiva y con la espada golpeó las lanzas desde un lado partiéndolas. Los legionarios que rodeaban a Mario contemplando la escena lanzaron un grito de júbilo. Los jinetes númidas sobrepasaron a Cneo sin derribarle pero frenaron para volver a cargar, esta vez con las espadas en mano. Cneo los esperó. Mario y los legionarios supervivientes sacudieron sus cabezas en señal de desesperanza infinita. Cneo sentía sus fuerzas debilitándose por momentos. Apenas podía mantener la vertical. Sus pies helados se empapaban del calor de su propia sangre, su vida misma que se derretía sobre la tierra. Uno de los jinetes se abalanzó sobre él para matarle con la espada. Cneo paró el golpe con su propia arma, pero el ímpetu del cartaginés le derribó y cayó de espaldas. Cneo quiso levantarse pero su cuerpo ya no respondía. Se quedó sobre la hierba, una mano en la herida, otra en la espada, mirando al cielo. Dibujada en el horizonte vio la sombra de un cartaginés cernirse sobre él. Sintió entonces otra lanza que lo atravesaba y de pronto dejó de sentir, de pensar, de ser… Sólo le quedaba el murmullo de la fuente del jardín de la casa que lo vio nacer, donde jugaba con su hermano las tardes de verano, mientras sus padres dormían y el viento mecía las hojas de los árboles con la ternura y la paciencia del calor cálido de Roma. Aun así, como movido por los dioses, con la lanza clavada en su pecho, su cuerpo se irguió y, apoyando una mano en el suelo, empezó a levantarse de nuevo. Ya no veía, ni escuchaba ni sentía. Sólo concentraba sus inexistentes fuerzas en ejecutar el acto de levantarse. Un procónsul de Roma muere en pie o no muere.

Mario observaba atónito aquella exhibición de pundonor más allá de todo lo imaginable. Los legionarios asistían con las bocas abiertas a la lección de dignidad que les daba su general hasta el último instante de su existencia. Varios empezaron a llorar.

Cneo permanecía así de pie, temblando, sin ver al enemigo, resistiendo.

El general cartaginés Asdrúbal Barca, hermano de Aníbal, desmontó de su caballo. Estaba sobrecogido por la perseverancia de aquel procónsul. No era de una estirpe normal. No estaba hecho de la madera del resto de los romanos a los que se había enfrentado. Asdrúbal acertó a interpretar el último deseo de aquel general romano. Se acercó despacio hasta Cneo, una triste figura de sangre y heridas abiertas, que se tenía en pie más por influjo de sus dioses que por fuerzas propias. Los númidas, al ver acercarse a Asdrúbal, espada en ristre, se distanciaron dejando espacio a su general en jefe. Éste, una vez situado a tres pasos de Cneo habló en griego, para asegurarse de ser entendido, en voz alta y clara.

—Cneo Cornelio Escipión, procónsul de Roma, soy Asdrúbal Barca, general en jefe de Cartago en Hispania y hermano de Aníbal. Será mi espada la que termine con tu vida. Vete allí donde sea que vuestros dioses os lleven a los romanos, pero vete sabiendo que nunca vi a nadie combatir con tanto valor hasta el final.

Cneo asintió despacio con la cabeza. No había fuerzas para más.

La espada de Asdrúbal atravesó el pecho, las costillas y el corazón del procónsul y éste se desplomó sin decir nada, sin pronunciar un solo gemido, sobre la tierra empapada de su propia sangre. En su mente el murmullo de una lejana fuente parecía acercarse más y más, hasta inundar su alma con una embriagadora sensación de paz.

Asdrúbal sacó la espada del cuerpo del general romano y se quedó largo tiempo contemplando la faz de aquel guerrero. Jamás había visto nadie que tardase tanto en morir ni que luchase con semejante temple.

Mario y sus hombres dieron media vuelta y se adentraron en el bosque. Corrieron durante todo el día sin parar, huyendo, sin pronunciar palabra, sin decirse nada, sin casi pensar. Buscaban la supervivencia y olvidar lo presenciado, olvidar su fracaso, su sufrimiento y, sobre todo, el dolor de su general caído en combate. Pero cuando Mario relató a Lucio Marcio Septimio, el nuevo centurión al mando en Hispania, lo que habían contemplado, éste, tras un largo y pesado silencio, le encomendó su nueva misión.

—Marcharás a Roma e informarás al Senado de lo que aquí ha ocurrido. Les dirás que hemos detenido a los cartagineses en el Ebro, pero que sin refuerzos no podremos resistir mucho tiempo. Marcharás también a casa de la familia de los procónsules e informarás personalmente del valor y de su honorable servicio a Roma. Es una misión que nadie querría, pero lo menos que se puede enviar a esa familia que tanto ha entregado en esta guerra es un soldado con rango de centurión que haya sido testigo de los últimos momentos de uno de sus seres queridos. Varios soldados te escoltarán hasta Tarraco.

Publio estaba junto a la fuente del centro del jardín. El relato del mensajero había dejado a todos sin habla. Sobre las respiraciones contenidas se oía el murmullo del agua. Publio recordó, sin saber por qué, a su tío jugando con él junto a aquella fuente. Entre el murmullo agridulce de aquellos recuerdos se oía la voz del mensajero explicando cómo un centurión, Marcio, había sido elegido por el resto de los oficiales supervivientes en Hispania como comandante en jefe a la espera de recibir instrucciones del Senado. Era Marcio el que le había ordenado partir para informar al Senado, pero había insistido en que debía detenerse también en la casa de Publio y Cneo Escipión e informar a su familia de lo acontecido.

En medio del silencio, una voz habló titubeante. A Publio le costó reconocerse en aquel extraño timbre lleno de melancolía y duda.

—Que den agua y comida a este hombre, madre, te ocuparás de eso, ¿verdad? Ahora necesito unos minutos para pensar. Unos minutos. Enseguida vuelvo.

Publio se dirigió hacia el tablinium, mientras todos se hacían atrás para dejarle paso. De ahí se adentró en los aposentos de la familia. No tenía muy claro adónde ir. Al fin, sin saber muy bien cómo, se encontró en la biblioteca de su padre. Aquél le pareció un sitio tan adecuado como cualquier otro. Allí se detuvo. Allí tomó asiento en un taburete. Apenas entraba luz por la puerta. Las estanterías de los dos armarios estaban llenas de los rollos con los volúmenes que su padre había ido coleccionando durante su vida. Ya no compraría más. Allí estaba la traducción que Livio Andrónico hizo de la Odisea con la que les empezó a enseñar a leer latín hasta que al fin contrató al viejo Tíndaro para que prosiguiese con sus enseñanzas. Aquélla era la misma estancia de la que Cneo decía que sólo merecía la pena entrar en ella por los tratados de guerra y la colección de mapas de su padre. Cneo nunca fue hombre de letras. Nunca lo fue. Era de otra forma. Él los enseñó a luchar, a batirse en el campo de batalla. Ahora sus dos fuentes de conocimiento y de apoyo, sus dos sostenes en la vida habían sido fulminados por aquella guerra. Ya no estaban allí. Era así de cierto y así de sencillo. ¿Qué haría ahora? ¿Qué tocaba hacer ahora? En circunstancias de crisis todo se solucionaba reuniéndose su padre y su tío: ellos debatían, discutían a veces, pero siempre encontraban la mejor solución. Ahora no estaban. La guerra podría haberse llevado a uno. Era algo que siempre temió, pero para lo que intentaba prepararse. Pero los dos a la vez, aquello era algo tan terrible como inesperado. Abrumador.

—Los dos han muerto —pronunció en voz alta y su voz resonó en la soledad de la estancia. Lo decía en alto como para convencerse de lo inexorable de aquel acontecimiento. En el peristilium esperaban decenas de personas. Se había marchado, sin saber qué hacer, sin saber qué decir. Su madre estaba destrozada. En cualquier otro momento, para cualquier otra crisis podría haber recurrido a ella para pedirle consejo, pero no ahora. Eso sería cargarla con un nuevo dolor: la incompetencia de su hijo para asumir su responsabilidad. Pero cómo entrar de nuevo en aquel lugar y qué decir a todos los presentes. «No os preocupéis, yo me encargo de todo, soy el primogénito y asumo mi condición». Sonaba patético. Se echarían a reír. Su padre era un político apreciado entre casi todos los senadores de Roma, y temido incluso por Fabio y los suyos, además de notable en el campo de batalla. Su tío era de otra pasta. El relato de su muerte había conmocionado a los presentes. ¿Quién era él para pretender suplantar tanta valía, tanta dignidad? Sólo era un joven alocado que había cometido alguna heroicidad absurda en el campo de batalla de la que había salido a salvo gracias a la protección de Lelio, procurada con inteligencia por su propio padre. Luego había asistido de nuevo en la guerra para ser copartícipe de derrota en derrota ante Aníbal, para ser testigo y superviviente del mayor desastre del ejército de Roma en Cannae. Perdonado por el Senado, por su condición de patricio miembro de una de las más importantes familias de la ciudad, por salvar los restos de aquel ejército y no perjurar de su patria. Sí, algunos de esos episodios eran ejemplo de cierta dignidad, pero incomparables con los de su padre y su tío. ¿Qué tenía él que ofrecer a los familiares, clientes y amigos de los Escipiones? Donde su padre y su tío ponían sus cargos senatoriales, sus magistraturas y promagistraturas, él sólo era un edil de Roma. Podía organizar juegos, representaciones teatrales y regalar aceite entre los pobres de la ciudad.

—Grandes glorias —volvió a decir en alto, con voz desgarrada entre cínica y socarrona; no se merecía ni vivir en la misma casa en la que habían habitado su padre y su tío. Era indigno de ellos y no había nada para reparar aquello. La familia de los Escipiones estaba deshecha, terminada, sin destino. Cuanto antes lo asumieran todos antes podrían familiares, amigos y clientes buscarse otros que defendieran sus intereses.