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La agonía de Capua

Capua, 211 a. C.

La ciudad estaba rodeada por una red de empalizadas, fosos y pequeñas plazas fuertes que los romanos habían levantado durante los dos años que duraba ya el asedio de Capua. La ciudad se había pasado al bando cartaginés en 216 tras la derrota romana de Cannae, dando ejemplo a muchos pueblos y poblaciones en Italia central que siguieron a la gran Capua en su defección de la metrópoli romana.

Roma no había olvidado esa traición y todo lo que la misma había conllevado. Tal era la saña con la que los romanos se empleaban en aquel asedio, que Aníbal había tenido que intervenir el año anterior para, con su ayuda, aliviar el cerco que los romanos tendían contra aquella ciudad, la capital de Campania. Roma había marcado Capua como principal objetivo a recuperar en el frente italiano y, desde entonces, los cónsules acechaban con sus dos ejércitos la urbe campana de forma perenne, sin descanso. Aníbal consiguió algunas victorias que dieron cierto respiro a Capua. Primero derrotó a ocho mil legionarios inexpertos de una de las nuevas levas que apenas había tenido tiempo para el adiestramiento y luego asestó una derrota absoluta al ejército romano en Herdónea. Sin embargo, pese a aquellas victorias del general cartaginés, los romanos se las ingeniaban para mantener en mayor o menor medida un asedio continuo e interminable sobre Capua.

Tarento, 211 a. C.

Mientras tanto, Aníbal, pese a sus victorias en Campania, se veía obligado por las circunstancias de Tarento a retornar al sur para poner orden en aquella región. Y es que la ciudadela del puerto de Tarento seguía en manos de la guarnición romana, que, al igual que hacían los campanos en el centro de Italia, resistían un asedio constante, esta vez, por parte de los cartagineses.

—Un nuevo mensajero de Capua, mi general. —Era la voz de Maharbal. Aníbal se volvió con lentitud. Dejó de observar las murallas de la ciudadela de Tarento y de valorar los puntos débiles por donde se podría volver a intentar un nuevo ataque; otro más de una larga serie de fracasos.

—¿Y qué quiere? —preguntó Aníbal.

—La situación de Capua es insostenible —aclaró Maharbal—. Necesitan una vez más de nuestra ayuda o la ciudad se rendirá.

—¿Se rendirán? —La voz de Aníbal denotaba cierta incredulidad—. ¿Saben lo que les espera en manos de los romanos si ceden?

—Sí, mi general —continuó Maharbal—, pero aun así tendrán que ceder, aunque luego recurran al suicidio; eso dice el mensajero. En cualquier caso, la ciudad se perderá y eso…

—Y eso no podemos permitirlo —interrumpió Aníbal—. Eso no podemos permitirlo. Si tan desesperados están como para considerar el suicido colectivo, será mejor que regresemos al norte y que en esta ocasión, de una vez por todas, deshagamos aquel cerco. Hemos de lograr que los campanos se puedan aprovisionar bien de víveres y agua para el próximo invierno. Eso nos dará el tiempo suficiente para, manteniendo nuestras posiciones en Campania, asegurarnos el dominio del sur, con el control del puerto de Tarento. Luego llegarán los refuerzos. Pero llevas razón, mi buen Maharbal: no podemos perder Capua. ¡Vamos al norte! ¡Una vez más al norte! ¡Que se preparen las tropas para una larga marcha!

Y tras esas palabras dio la espalda a Maharbal y volvió a contemplar las murallas de la ciudadela de Tarento. Tendría que esperar aquella fortaleza dentro de la ciudad portuaria puerta del sur de Italia. Tendría que esperar el momento oportuno. Ahora debía encontrar la forma de romper el asedio de Capua. Cartago le había dado fuerzas para una conquista, para la toma de Roma y sus aliados, pero ahora se encontraba, años después, teniendo que gestionar una invasión y no tenía ni el ejército ni los recursos suficientes para semejante empresa. Los refuerzos no llegaban. Sus líneas de aprovisionamiento eran dificultadas por guarniciones romanas que surgían por todas partes. Sus aliados eran inconstantes y confusos en sus pactos, exceptuando quizá el rey Filipo. Su ejército expedicionario era una amalgama de pueblos que sólo se mantenían unidos por su odio a Roma y por la tenacidad de su liderazgo, pero Aníbal se sentía cansado. Se sentó sobre un banco de piedra. Varios soldados de su guardia personal vigilaban que nadie se acercase para molestarle mientras reflexionaba. Sólo a sus hermanos, y ahora sólo a Maharbal, se les permitía cruzar esa frontera que la guardia de Aníbal marcaba a su alrededor. Aníbal había sido herido en el campo de batalla en el asedio de Sagunto, había perdido un ojo en los pantanos del norte, pero lo que más temía era una daga por la espalda, una traición pagada por Roma. Maharbal había partido ya para organizar todo lo necesario para acudir en ayuda de Capua. Capua, sí, ésta era su preocupación actual. El año anterior no consiguió que los romanos aflojasen el cerco pese a atormentarlos con dos duras derrotas. Roma había puesto en pie de guerra toda Italia, acumulaban legiones y más legiones, aunque muchas fueran inexpertas y apenas un obstáculo para el experimentado ejército africano, númida, galo e ibero que él lideraba, pero los romanos siempre encontraban más recursos con los que resistir y con los que atacar las ciudades amigas de Cartago. Y unos y otros, romanos y cartagineses, habían convertido a Capua en un enfrentamiento singular, en algo más que en lo que era, un enclave militar central en aquella guerra. No, Capua ahora era el símbolo de aquella confrontación, era el fiel de la balanza, que determinaría hacia qué lado terminarían por inclinarse los favores de los dioses: quien se quedara con Capua ganaría aquella guerra. Y Aníbal lo sabía. Por eso, aquella mañana fría en Tarento, contemplando el cambio de guardia de los vigías romanos en la ciudadela, tomó la decisión más difícil de su vida, una determinación desesperada o una estrategia genial, en la que alguna vez había pensado ya, pero de la que siempre, en última instancia, había huido por temor al fracaso. Ya no había más margen: con el retraso en la llegada de refuerzos desde Hispania o desde África, ésta era la única decisión posible, el único camino, la salida final. Aníbal se encomendó a Baal y conminó al dios supremo de su pueblo a que le marcara con signos precisos si ésta debía ser la solución y el futuro.