Las profecías de Aníbal
Tarento, 212 a. C.
Maharbal contemplaba las murallas de Tarento admirado por su altura y su fortaleza. Aquella ciudad era inexpugnable. En gran medida le recordaron las fortificaciones de Qart Hadasht en Hispania: poderosas murallas dando cobijo a un puerto natural cuyo acceso quedaba perfectamente controlado desde la ciudad. No tenía ni idea de qué hacían allí: la empresa era en todo punto una aventura imposible. Es cierto que, si había alguien capaz de imposibles, ése no era otro que Aníbal, pero hasta él mismo ordenó replegarse tras Cannae en lugar de acudir a asediar Roma. Maharbal no veía qué diferencia podía haber entre intentar tomar una ciudad u otra, ambas fuertemente protegidas y con importantes guarniciones romanas para guardarlas.
—Leo en tus ojos la duda, Maharbal, ¿me equivoco? —comentó la profunda voz de Aníbal a sus espaldas. Maharbal se volvió sorprendido. Pensaba que estaba solo.
—Son estas murallas. Parecen infranqueables y, como explicaste en Cannae, no tenemos armamento adecuado para un asedio de este tipo. Ni siquiera pudimos tomar Nola cuando la protegía Marcelo. No quisiste tomar Roma y quieres tomar Tarento. La verdad, no veo a qué acudir aquí, en lugar de proteger el territorio que dominamos en Italia central; Capua, por ejemplo, está siendo asediada por los romanos por haberse pasado a nuestro bando y nosotros aquí…
—Nosotros estamos aquí —interrumpió Aníbal—, para tomar Tarento de una vez. Ya sé que estuvimos aquí el año anterior sin conseguir nada útil y ya sé que las ciudades fuertemente protegidas se nos resisten al asedio por falta de medios, pero, Maharbal, me sorprendes al comparar Roma con Tarento.
—¿Por qué? Ambas están igualmente protegidas.
—Puede ser, pero una es Roma misma, la otra es una ciudad aliada a Roma y como todo aliado, susceptible de traición.
Maharbal abrió bien los ojos. Era eso. Había un plan, algún contacto.
—Es evidente que se nos necesita en Capua, pero si conseguimos Tarento, cazaremos dos jabalíes en el mismo bosque, como les gusta decir a los romanos: por un lado obtendremos un puerto en el sur de Italia por el que obtener refuerzos de África y por otro fortaleceremos nuestra posición en el sur. El centro está en disputa, pero tenemos plazas importantes como Capua que luchan ya contra Roma, a nuestro favor, en el norte los galos atormentan a las tropas romanas allí emplazadas, Asdrúbal ha regresado a Iberia y pronto se enfrentará contra los procónsules y hemos abierto un nuevo frente en el Adriático con el apoyo de Filipo. Sí, ya sé que ha sido rechazado en Apolonia, pero Filipo sigue a nuestro lado. Lo volverá a intentar. Quiere recuperar el territorio del protectorado romano de Iliria. Y si tomamos Tarento, nos haremos fuertes en el sur.
Maharbal pensó que aquello era cierto, pero que no era menos cierto que Marcelo había conquistado Siracusa recuperando con esa ciudad gran parte de Sicilia para el bando romano, y todo eso pese a las defensas de Arquímedes. Y luego estaba el problema de Sífax. Maharbal intentó ser objetivo en su respuesta y fue con tiento.
—Es muy cierto lo que dices, pero Asdrúbal no puede ocuparse de aplastar a los rebeldes de África, como Sífax, y al mismo tiempo derrotar a los procónsules romanos en Iberia. Es demasiado para él —pensó en añadir lo de Sicilia, pero estimó más conveniente no presentar más problemas en los frentes de aquella interminable guerra.
—Sí, es verdad —respondió Aníbal—; se exige demasiado a mi hermano, pero Asdrúbal es hábil y fuerte: ha terminado con el levantamiento de Sífax y ya está de vuelta en Iberia. Te haré dos profecías esta noche y ya sabes que no soy amigo de adivinar el futuro, pero te diré estas dos cosas. Uno: esos procónsules, los Escipiones, son hombres muertos, sólo que no lo saben. Asdrúbal los derrotará y, más tarde o más temprano, alcanzará Italia por el norte para unirse con los galos. De esa forma estrangularemos a Roma con una pinza, con mi hermano y los galos por el norte y nosotros avanzando desde el sur. Y dos: esta misma noche, entraremos en Tarento. Y basta ya de cháchara. Que los hombres cenen temprano y bien, comida abundante, pero sin vino.
Maharbal escuchó con atención las palabras de su general: lo conocía bien y se empapó de aquellos presagios. Aníbal nunca lanzaba anuncios o amenazas que no sintiera como auténticos, pero mucho pedía de su hermano y demasiado fácil parecía pintar la toma de la fortaleza de Tarento. En cualquier caso, la noche estaba desplegándose sobre la región y las llamas de las hogueras empezaban a extenderse por el campamento. En cuestión de horas se dilucidaría la primera de aquellas premoniciones: la caída o no de Tarento. Sólo si se cumplía esa predicción, consideraría que quizá la otra también pudiera tener algún fundamento.
Era noche cerrada. Había un aire que agitaba las copas de los árboles. Filémeno se ajustó la capa con la que cubría su cuerpo del frío nocturno mientras esperaba junto con varios de sus hombres en un claro del bosque. Era lo acordado. Ésa sería una velada especial. Los que al fin se habían decidido a acompañarle aquella noche estaban tensos, nerviosos. A simple vista parecían formar parte de una partida de caza a la espera de una pieza de interés para lanzarse sobre ella con sus flechas y lanzas. Esa noche, sin embargo, a su atuendo habitual habían añadido escudos y cascos que habían sacado ocultos entre los bultos de los caballos. La falta de luz hizo el resto. Los centinelas de la guarnición romana de Tarento no se percataron de esos innecesarios complementos para una cacería, a no ser que lo que se estuviera pensando fuera en terminar cazando hombres aquella noche, romanos para ser precisos. Filémeno sonrió, pero había amargura contenida en aquel gesto del rostro. Aquella noche había salido de Tarento aparentando, como en otras ocasiones, que salía a cazar para traer alimento a la ciudad. Llevaba semanas haciendo lo mismo, retornando siempre con abundante carne fresca que luego distribuía en el mercado de la ciudad para apaciguar así un poco el hambre en aquellos tiempos confusos de guerra permanente. Los centinelas romanos le dejaban ir y venir a cambio del soborno acostumbrado: varias de las piezas cazadas no pasaban de la guarnición romana que vigilaba las puertas. Así, los centinelas llevaban saciando su gula desde hacía meses. Sólo controlaban que regresasen todos los que salían cada noche y que no entrase nadie que no hubiera salido. Estaban tranquilos. Filémeno mantenía su sonrisa torcida mirando el cielo estrellado. Ni su padre ni muchos de sus amigos volvería a ver aquellas estrellas. Habían sido tomados como rehenes cuando empezó la guerra. Era la forma habitual mediante la cual Roma se garantizaba la fidelidad de las ciudades de cuya lealtad dudaba, como Tarento. Pero en medio de la confusión de aquella guerra, los rehenes se escaparon de Roma. No fueron muy lejos y tras ser atrapados, cazados, pensó Filémeno, fueron conducidos de nuevo a Roma, juzgados por traición, torturados y despeñados desde lo alto de una roca. Para Filémeno y otros muchos tarentinos aquello supuso el final de su alianza con Roma, sólo que no podían manifestarlo aún. El Senado romano, diligente, envió refuerzos suplementarios para la guarnición de Tarento con la intención de, ante la ya ausencia de rehenes, asegurarse, no obstante, el control de aquel enclave marítimo.
—Pronto llegarán los cartagineses —dijo Filémeno cortando la madrugada con su voz resuelta.
Sus compañeros asintieron. Tenían miedo, pero la necesidad y el odio a Roma los empujaba. Por el extremo norte observaron una gran masa oscura, como si el bosque se moviese hacia ellos. La luz tenue de las estrellas era insuficiente para vislumbrar con claridad lo que ocurría y no había luna. De hecho, por eso habían acordado aquella noche. Filémeno recordaba las palabras del general cartaginés.
—La próxima noche sin luna, allí donde termina el bosque, al norte de la ciudad. Allí nos encontraremos. Tenlo todo preparado y yo cumpliré mi palabra.
Habían acordado que Filémeno y sus hombres se encargarían de conseguir que se abriesen las puertas de la ciudad en medio de la noche y que cooperarían en la lucha por el control de la ciudad, que pasaría al bando cartaginés al amanecer. Aníbal se había comprometido a cambio a respetar la vida y los bienes de todos los tarentinos y que sólo se quedaría con las propiedades de los romanos y con el control del puerto para poder usarlo como vía marítima para recibir refuerzos desde África. Filémeno meditaba sobre aquel acuerdo mientras observaba la masa oscura que descendía por la ladera desde el bosque. Las primeras sombras comenzaban a definirse con mayor precisión: lanzas, escudos, espadas, corazas, uniformes militares iguales a los romanos, arrebatados a aquéllos en decenas de combates. El ejército de Aníbal los rodeó en la densa penumbra de la noche.
Aníbal, acompañado por cuatro soldados de su confianza, se acercó hasta quedar a unos pasos de Filémeno y sus hombres. El noble tarentino se adelantó junto con otro ciudadano de la ciudad y bajo la titilante luz de las estrellas reafirmaron el acuerdo al que habían llegado unas semanas atrás.
Maharbal observaba aquel encuentro sin saber bien qué se estaba tratando. Estaba ocupado en mantener el orden y el silencio entre las filas de los jinetes númidas. Aquél era un terreno pedregoso, irregular y con árboles. Todo lo contrario a lo que sus jinetes requerían. Se sentía incómodo. Sin embargo, en el gesto y el andar de la silueta de Aníbal adivinaba seguridad y decisión. Quizá, después de todo, el general sabía lo que hacía y aquella noche tomasen Tarento. Quizá allí donde en otras ocasiones habían fallado, esta noche triunfasen. Volvió a pensar en las extrañas profecías de Aníbal. Tenía curiosidad por ver hasta qué punto se cumplían, de manera especial la relacionada con la futura llegada a Italia de Asdrúbal con refuerzos para concluir la guerra con los romanos, pero el propio Aníbal había establecido primero la toma de Tarento como unidad de medida en el cumplimiento de sus propias premoniciones. Quedaban siete u ocho horas de noche y Maharbal aún veía poco hecho y mucho por hacer.
El avance nocturno continuó durante dos horas más. Esta vez el ejército pudo acelerar la marcha de forma notable gracias a Filémeno y sus compañeros, que actuaban como guías a través de un bosque y unas colinas que conocían a la perfección. A cinco horas del amanecer alcanzaron a vislumbrar la silueta de las murallas de Tarento, recortada en el horizonte negro definido por la luz de las antorchas que la guarnición romana mantenía encendidas durante toda la noche en las decenas de pequeños puestos de observación y en las torres de la fortificación defensiva que rodeaban toda la ciudad. Y por encima de la primera barrera de murallas, se veían más luces y una segunda red de muros: la ciudadela, una fortaleza dentro del propio recinto amurallado, desde la que se controlaba el acceso al puerto.
A mil pasos de las murallas, el ejército cartaginés se detuvo. Los hombres de Filémeno se adelantaron, seguidos de cerca por un nutrido grupo de jinetes númidas al mando de Maharbal. El comandante de la caballería dudaba de aquella empresa más que nunca, pero Aníbal había sido explícito.
—Sigue a estos hombres y, cuando abran la puerta, entrad y luchad por el control de la misma. Mantenedla abierta y en unos minutos estaremos allí con todas las tropas. Te ayudarán desde dentro.
Maharbal asintió y seleccionó a cuatro decenas de sus mejores jinetes. Al galope dieron alcance a los tarentinos que cabalgaban al paso. Maharbal redujo la marcha de su caballo. Los tarentinos aceptaron de buen grado a los nuevos acompañantes en su aproximación a la ciudad.
Al cabo de un par de minutos, las murallas de Tarento empezaron a crecer de forma magnífica ante los ojos de Maharbal. Ya habían estado allí el año anterior, pero nunca tan cerca. Era una fortaleza inaccesible. Nuevamente le vino a la memoria Qart Hadasht en Iberia. Igual de imponente, imposible de tomar por la fuerza sin una traición: murallas altísimas y poderosas y, en muchos lugares, mar, dificultando aún más un asedio. De hecho, como en Qart Hadasht, los tarentinos aprovecharon que el mar ya los protegía de forma natural para concentrarse en fortalecer y fortificar de forma especial las murallas que protegían el flanco de acceso terrestre a la ciudad. Y precisamente hacia ese lugar inexpugnable es adonde dirigían sus monturas aquella noche.
Dos centinelas romanos jugaban a los dados en lo alto de la torre que protegía la puerta principal de la ciudad. Estaban cubiertos con sendas mantas para resguardarse del frío, sentados sobre la piedra de la fortificación sin prestar demasiada atención a los movimientos que se dieran por el exterior.
—Dos seises y un dos —dijo uno de ellos—; buena jugada, pero no suficiente.
El que hablaba tomó los dados y estaba a punto de lanzarlos sobre el suelo cuando se oyó un silbido. Ambos dejaron de jugar y despacio, con la parsimonia de la costumbre, se alzaron y miraron por encima de la muralla.
—Ya está aquí otra vez ese griego. Espero que hoy venga con algo mejor que aves para comer o no le dejaré entrar.
—Calla ya y pregúntale, por todos los dioses. —El centinela interpelado por su compañero elevó su voz hacia el exterior.
—¿Qué nos traes esta vez, Filémeno? Hoy no se te da paso si no traes algo que merezca la pena —y ambos legionarios se echaron a reír.
Fuera, junto a las puertas, Maharbal vio cómo Filémeno consultaba con sus hombres en voz baja hasta que tras asentir varios de ellos, devolvió la respuesta con vigor, hablando al viento en latín, mirando a la torre.
—¡Jabalíes! ¡Cuatro jabalíes y uno es para vosotros y toda la guardia! ¡Ésta es vuestra noche de fortuna!
—Por Hércules —se escuchó desde la torre—, que le abran las puertas y rápido. Esta madrugada desayunamos carne fresca.
Las puertas de la ciudad de Tarento se abrieron con la pesada lentitud de su enormidad de madera maciza y refuerzos de bronce y así los romanos dieron paso a su particular Caballo de Troya.
Pasados unos minutos, en la ciudadela, justo en el otro extremo de la ciudad, un centurión entró en la residencia de Cayo Livio, jefe de la guarnición romana en Tarento.
—Mi señor, se combate junto a la puerta este de la ciudad. Parece que un grupo de tarentinos se ha rebelado.
El comandante romano se levantó del lecho aturdido y nervioso, pero enseguida articuló la pregunta clave.
—¿Y las puertas? ¿Están abiertas o cerradas?
—No lo sé, mi señor. Aún no hemos conseguido recuperar el control del acceso a las mismas.
—¡Pues manda a los hombres que necesites, por Cástor y Pólux y todos los dioses!
El centurión salió raudo a cumplir las órdenes.
Pero ya era tarde para salvar la ciudad. Desde la distancia, a mil pasos de las murallas, Aníbal observaba la operación con el detenimiento y el deleite de quien ve su plan en funcionamiento después de haberlo meditado durante semanas. Tarento, con su vientre abierto, dejaba penetrar a centenares de cartagineses que, una vez asegurado el control de las torres próximas a la puerta, se adentraban por las calles de la ciudad matando a cuantos romanos les salían al paso. Los romanos, a su vez, intentaban detener aquel avance, pero cuando conseguían una formación ordenada de sus hombres y el control de una calle, eran atacados por la espalda por grupos de tarentinos en rebelión, lo que los cartagineses aprovechaban para cargar contra los confusos defensores.
Cayo Livio no tardó en comprender cuál era la situación y en lugar de ordenar la salida del resto de las tropas instó a que los legionarios que aún sobrevivían al ataque inicial y que combatían en las calles de la ciudad antigua se retirasen y se refugiasen con el grueso de la guarnición en el único punto que aún dominaban: la ciudadela. De esta forma, en pocas horas, con la llegada del amanecer, Aníbal hizo su entrada en una Tarento dominada por los cartagineses, a excepción del pequeño bastión de la ciudadela, donde los romanos, atrincherados y protegidos por las murallas de aquella fortificación, se habían hecho fuertes decididos a resistir el largo asedio que les esperaba.
Había un centenar de legionarios presos por los cartagineses. Eran soldados que se habían visto incapaces de alcanzar la ciudadela antes de que Cayo Livio ordenase cerrar sus puertas para evitar la entrada del enemigo. Los legionarios que quedaron fuera se vieron abocados a una muerte en combate, muchos, y, otros, a una rendición humillante y llena de incertidumbre. Aníbal contemplaba a los prisioneros sin bajar de su caballo. Fue entonces cuando Filémeno se le acercó.
—¡General! ¡Reclamo a esos prisioneros para nosotros! Los romanos juzgaron a nuestros familiares en Roma y es justo que ahora nos corresponda a nosotros juzgar a sus compatriotas.
Aníbal giró su caballo hacia Filémeno. Desmontó despacio. Rodeado de sus hombres de confianza se aproximó hacia Filémeno, pero el general alzó la mano indicando que le dejasen avanzar solo hacia el tarentino. De esa forma, sin acompañamiento, se aproximó hasta Filémeno, que con tanta decisión se había dirigido hacia él. Aníbal con voz grave y seria le preguntó.
—¿Es eso un ruego o una orden, ciudadano de Tarento?
Filémeno contuvo su respiración. Tenía la espada en su mano, goteando aún sangre. El general cartaginés se había aproximado hasta apenas dos pasos y ni siquiera había desenvainado su arma. Aquel cartaginés no tenía miedo de un hombre armado. Filémeno meditó su respuesta. Se dio cuenta de que él sí tenía temor, pero sabía que se estaban jugando muchas cosas en aquel momento. No había puesto en peligro su vida y las del resto de los que se habían rebelado para pasar de un sometimiento a otro aún peor.
—Ni un ruego ni una orden. Es una petición, general —dijo—. Una petición —repitió.
Aníbal guardó silencio. Miró a su alrededor. Más de un millar de tarentinos esperaban su respuesta. Había sido una ayuda casi divina para acceder al dominio de la ciudad. Aquél era un golpe importante contra los aliados de Roma en el sur de Italia y sólo le pedían disponer de unas decenas de prisioneros. En realidad era el tono del tarentino lo que le había molestado, pero parecía que Filémeno había captado la idea de que tenía que ser cauteloso en su forma de plantear peticiones.
—Ésta es una petición justa —respondió Aníbal y, a una señal suya, los cartagineses cedieron los legionarios presos, desarmados y aterrados a los tarentinos. Luego, pasando junto al tarentino, que tuvo que hacerse a un lado para no chocar con el general cartaginés que avanzó como si Filémeno no se encontrase allí, se retiró a una de las casas de la antigua guarnición romana en la ciudad antigua y ordenó que le trajeran vino y agua para celebrar aquella victoria. Maharbal le acompañaba mientras inspeccionaba unos planos que se albergaban en aquel edificio y otros que le trajeron sus soldados procedentes de diversas casas romanas en la ciudad.
—Bien, mi buen Maharbal —dijo Aníbal mientras escanciaba él mismo vino fresco en sendas copas—, como verás, Tarento ha caído; la primera de mis profecías se ha cumplido. Pronto caerá el resto del sur de Italia y sólo tendremos que sentarnos a esperar que Asdrúbal llegue por el norte para lanzarnos, esta vez sí, sobre Roma. Tu tan ansiado deseo podrá así cumplirse y, ahora sí, con garantías de éxito.
Maharbal aceptó de buen grado la copa que su general le ofrecía. Se oyó el grito desgarrador de un hombre y luego otro igual de desolador.
—¿Y eso? —pregunto Aníbal, sin temor, sólo por curiosidad.
—Son los tarentinos —respondió Maharbal, tomando un sorbo de vino—. Están despeñando a los prisioneros romanos desde las murallas de la ciudad. Es su venganza por la muerte de sus compatriotas rehenes a manos de los romanos.
Aníbal asintió y no hizo comentarios al respecto, pero le llamó la atención el rostro serio de Maharbal.
—Te veo preocupado. Hemos cumplido la primera de mis profecías y, sin embargo, no pareces satisfecho. ¿Qué te perturba?
—La ciudadela. Hemos tomado la ciudad antigua y parte de los accesos al puerto, pero los romanos controlan aún la ciudadela y con ella el control del puerto no es completo.
Maharbal pensó en añadir que de esa forma el cumplimiento de la profecía tampoco era completo, pero se contuvo.
—Bien, es cierto —respondió Aníbal—, pero la ciudadela caerá bajo nuestro asedio. Es cuestión de tiempo y paciencia. Paciencia, mi buen Maharbal. Paciencia. Ahora, cuando termines el vino, haz el favor de velar por que se asegure el control de la ciudad. Yo voy a descansar. Hace dos días que no duermo y, si no descanso un poco tras la toma de una ciudad como Tarento, no sé ya cuándo voy a hacerlo.
Maharbal vació el contenido de la copa de un trago y, con la garganta aún caliente por la caricia del licor, se despidió con un saludo oficial, mano en el pecho, de su general. Maharbal supervisó entonces las operaciones de toma de las casas romanas y del botín que de éstas se sacaba. Ordenó e insistió en que se respetasen las propiedades y las casas de los tarentinos. El pillaje sería castigado con la muerte. Los cartagineses obedecieron con disciplina: en aquellos momentos, dormir bajo techado, con agua y comida abundante y la protección de una muralla se les antojaba recompensa más que suficiente para las últimas campañas de victorias inciertas y de fracasos frecuentes. Eran los amos de Tarento. A nadie parecía preocuparle en demasía la pequeña guarnición romana atrincherada en la ciudadela. Maharbal pronto se dio cuenta de que él era el más molesto por aquello. Examinó sus pensamientos. Pronto comprendió el porqué de su desazón. Tarento no estaba tomada al completo o él, al menos, no lo veía así, de forma que la primera profecía de Aníbal sólo se había cumplido en parte. ¿Pasaría lo mismo con la segunda y más importante premonición? ¿Llegaría Asdrúbal a Italia, por el norte, con un poderoso ejército con el que atacar a los romanos después de derrotar a los Escipiones en Hispania? ¿O algo fallaría también en aquella profecía? Al fin sacudió la cabeza, intentando así quitarse de encima las preocupaciones y se llamó estúpido a sí mismo. Acababan de asestar un golpe mortal a la estrategia romana en la península itálica y él andaba preocupado por profecías, anuncios y adivinaciones. Tarento era de ellos y los pobres romanos escondidos en la ciudadela, más tarde o más temprano, serían pasto del odio que los tarentinos tenían acumulado contra ellos por el largo sometimiento de su ciudad. No, aquel amanecer no había lugar para temores absurdos.