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Las Lupercalia

Roma, febrero de 212 a. C.

Era el sexto año de guerra contra Cartago. Aníbal asediaba Tarento. Capua permanecía en manos del enemigo. Marcelo seguía combatiendo en Sicilia, pero Siracusa resistía. Se luchaba en Cerdeña, la Galia Cisalpina seguía en rebelión y amenazaba las fronteras del norte y el rey Filipo de Macedonia, aunque repelido su primer ataque contra el protectorado romano de Iliria por las tropas desplazadas hasta allí por mandato de Fabio Máximo, no se desdecía de su pacto con Aníbal. Roma mantenía un pulso con el mundo en el que no ya su hegemonía, sino su propia supervivencia estaba en juego. Y Roma lo sabía. El Senado lo sabía. De los ejércitos regulares consulares anuales en donde se agrupaban hasta ocho legiones entre legionarios romanos y aliados, la ciudad se veía obligada ahora a mantener en activo, a un mismo tiempo, hasta un total ya de veinticinco legiones para poder abarcar todos los frentes: el Adriático, el Mediterráneo occidental, Hispania, y el más temido de todos, el frente abierto por Aníbal en la propia Italia. El desánimo y el agotamiento hacían mella entre los romanos: el dinero, el oro y la plata se dedicaban a la guerra y los campos eran arrasados por los combates o quedaban desatendidos ante la ausencia de campesinos. En medio de aquel funesto paisaje, el joven Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de los procónsules de Hispania, contra todo pronóstico por causa de su juventud pues apenas contaba veintitrés años, fue elegido edil de Roma. Su cargo conllevaba la gestión de diversos asuntos que afectaban a la ciudad, además de la organización de los juegos y festejos que debían acompañar las diferentes fiestas del calendario romano. Eran tiempos difíciles para que un edil pudiera congraciarse con un pueblo atemorizado por la continuada presencia de Aníbal en suelo italiano y exhausto por los esfuerzos de aquella guerra: los unos habían visto empobrecerse sus negocios ante la inseguridad de las fronteras, otros tenían hijos o padres o tíos en alguno de los múltiples frentes de guerra y todos habían perdido al menos a un ser querido en aquella interminable locura.

Era el 15 de febrero y el nuevo edil de Roma se dirigía, acompañado de su mujer y dos esclavos como salvaguarda, en dirección a la colina del Palatino. Muchos le reconocían y le saludaban con respeto. Una de sus primeras medidas había sido la de ordenar distribuir aceite entre todos los ciudadanos. Era una forma modesta, —las arcas del Estado y las suyas propias no daban para mucho—, de contribuir a mitigar en alguna medida las carencias de los habitantes de Roma. Y los romanos, conscientes de las limitaciones, agradecían el gesto del nuevo edil que, algo era algo, parecía mostrar una cierta sensibilidad hacia las penurias de la plebe. Además, el aceite, usado como condimento, como comida misma o para cocinar, estaba siempre presente en la mesa romana, de forma que con poco gasto y mucha habilidad el joven edil había sabido entrar bien en su mandato. Una buena edilidad abría el camino en el cursus honorum[*] y, si bien no era garantía de ascenso en la carrera política, siempre era una ayuda y lo que estaba claro es que una mala gestión en uno de los primeros cargos de responsabilidad civil podía significar el fin de la vida pública de quien cometiera errores que el pueblo no olvidaría con facilidad; por eso, en aquellos tumultuosos tiempos de miedo y penuria pocos fueron los que se aventuraron a presentar su candidatura, algo que, no obstante, no arredró al joven Escipión.

En aquel estado de cosas, el joven Publio y su mujer se sintieron más tranquilos cuando esa fría mañana de febrero, camino de la gruta del Lupercal, en la ladera del Palatino, vieron que eran saludados con aprecio y no con desdén o furia por los que se cruzaban con ellos. Sin duda, la pertenencia a una de las pocas familias romanas que aportaban buenas noticias a Roma también ayudaba a esa impresión favorable que el pueblo se iba forjando de aquel joven edil. Tanto su padre como su tío continuaban impidiendo que los cartagineses cruzasen el Ebro y acudiesen con otro ejército en ayuda de Aníbal, lo que, con toda seguridad, podría suponer el principio del fin para Roma. Y no sólo eso, sino que habían conseguido reconquistar la semiderruida fortaleza de Sagunto. Una conquista que, irónicamente, no era suficiente ya para dar término a aquella guerra que su caída encendiera hacía ya más de seis años. Era, no obstante, una victoria moral que al menos contribuía a insuflar ánimos a unos romanos cansados ya de oír hablar de derrotas.

Aquellos saludos de respeto y las buenas noticias de Hispania hacían que, pese a todo, en medio del fragor de aquella guerra el joven matrimonio de Publio y Emilia se sintiera entre los afortunados del mundo. Sin embargo, una sombra enturbiaba el horizonte de los pensamientos del nuevo edil de Roma: llevaban casi tres años casados y Emilia no se quedaba embarazada. El asunto preocupaba al joven Escipión desde hacía tiempo y sabía que también perturbaba, probablemente aún más, a su mujer. Con el paso de los meses se convirtió en un tema tabú y ninguno de los dos lo mencionaba ya. Su madre, Pomponia, cooperaba con su discreción, lo cual ambos agradecían sobremanera. Publio necesitaba herederos y, aunque aún era muy joven para preocuparse, el tema permanecía anclado en su mente ensombreciendo su existencia, acumulándose junto con las preocupaciones por su padre y su tío en Hispania y con los quebraderos de cabeza de todos los esfuerzos que se debían volcar en aquella guerra. Por eso, aquella fría mañana de invierno decidieron acudir a la ceremonia de las Lupercalia. Las creencias religiosas del joven edil no es que fueran muy profundas; más bien era detallista en su aplicación en todo lo tocante a la vida pública, como no podía ser de otra forma, pero era bastante más relajado a la hora de vivir la religión en la esfera privada, donde hacía más caso de sus intuiciones que de los dioses. Pero las celebraciones en honor del dios Lupercus eran específicas para promover la fecundidad y no acudir, en sus actuales circunstancias, ya pasaría a formar parte del cotilleo público. Por eso se vistieron con toga y túnicas impolutas y resplandecientes y salieron aquella mañana hacia el Palatino y la gruta Lupercal.

A los pocos minutos de llegar aparecieron, saliendo de la caverna, los luperci[*], semidesnudos, cubiertos sus cuerpos con apenas unas pieles que ocultaban sus órganos sexuales, haciendo frente al frío y al viento que se había levantado. Llevaban las caras marcadas con la sangre de los animales sacrificados aquel día en honor de Lupercus. Unos llevaban pieles de chivo, otros de cabra y uno de perro, pero todos iban armados de unas largas tiras de piel de cabra que llamaban februa[*], de donde los romanos decidieron extraer la raíz del nombre de aquel mes. Los luperci se acercaban a los ciudadanos allí congregados y buscaban a las mujeres más jóvenes. Al acercarse a ellas blandían sus februa y golpeaban las manos extendidas de las jóvenes romanas que, sonrientes unas y ruborizadas otras, recibían con agrado y entre sonrisas de sus acompañantes las sacudidas secas de aquellas pieles sagradas. Uno de los luperci se detuvo ante Emilia y, al ver al edil de Roma junto a ella, dudó. Entonces Emilia extendió su mano. El luperci miró al edil y éste asintió. Se alzaron en el aire los februa y las tiras de piel chocaron contra la mano de Emilia. La joven se estremeció, más por la sorpresa del tacto áspero de aquellas pieles que por el dolor. El luperci, una vez cumplido su cometido, saludó con una suave reverencia al edil de la ciudad y se dirigió, ya más relajado, a otros grupos de jóvenes que allí se estaban congregando.

Emilia y Publio se retiraron despacio del lugar, entre las miradas de los romanos, con la sensación de que, al menos, habían sido fieles a las tradiciones de la ciudad y, si bien eran conscientes de que se murmuraba sobre la posible esterilidad de Emilia, no podrían a ello añadir que no siguieran de forma escrupulosa los dictados de los dioses romanos para circunstancias como aquélla. Publio pensó en acercarse a su mujer y besarla para que se tranquilizara. Sabía que a Emilia no le gustaba ser el centro de atención, pero se contuvo. Las muestras públicas de afecto, incluso entre cónyuges, estaban mal vistas en general, pero de forma particular en quien ostentaba un cargo público y, más aún, en tiempos de guerra y carencia. Publio no quería dar pábulo a comentarios que en minutos llegarían a oídos de sus enemigos políticos, Fabio Máximo y su apadrinado Marco Porcio Catón, ambos siempre estrictos en sus costumbres y celosos de que todos fueran igual de escrupulosos con las formas, los servicios religiosos y las leyes de Roma. Publio se limitó a abrazarla por la cintura un instante, sostener su cuerpo con fuerza y luego, con suavidad, separarse para continuar caminado junto a ella de regreso a casa. Emilia le miró y le sonrió. No dijeron nada más, ni siquiera cuando llegaron a la domus de los Escipiones. La falta de un hijo seguía pesando sobre sus almas.

Una vez en casa, Emilia se dirigió a su habitación a descansar mientras que el edil de Roma se dedicaba a atender primero los asuntos de la familia y luego los del Estado que le competían en razón a su nuevo cargo. En el vestíbulo se acumulaban una decena de personas que venían para pedir consejo o instrucciones. Empezó recibiendo en el atrium del hogar familiar al esclavo encargado de velar por el mantenimiento de los cultivos de las propiedades familiares en Liternum. Allí, al igual que en otros muchos lugares, se padecía la carencia de trabajadores para el campo y la recogida de algunas cosechas de frutales peligraba.

—De acuerdo —respondía Publio tras escuchar las explicaciones de su sirviente—, tomo nota de todo. Mi hermano Lucio partirá para allá en los próximos días y velará por poner orden en todos estos asuntos. Ahora puedes descansar en esta casa y salir mañana de vuelta a nuestras propiedades del campo.

El esclavo, capataz de la finca, asintió y se retiró con una reverencia a su joven amo. Siempre había tratado con el padre, pero aquel joven sustituto había escuchado con atención el informe que traía y el hecho de que decidiese enviar a su hermano pequeño a revisar todo aquello subrayaba que su venida a Roma a solicitar ayuda no era tomada en vano.

Después trató con mercaderes que planteaban reclamaciones sobre los problemas que los triunviros creaban en su celo por vigilar todo lo que entraba y salía de la ciudad para evitar el estraperlo que con tanta facilidad emergía en tiempos de guerra y escasez. El edil tomó buena nota de todas aquellas quejas y al fin pudo recibir a un amigo que, con paciencia, había esperado en el vestíbulo su turno para ser recibido. Al verlo entrar, el joven Publio se levantó de su asiento y se acercó a abrazarlo.

—¿Pero cómo no me avisan de que Cayo Lelio está esperando verme? —comentó en voz alta el joven edil—. ¡Alguien va a tener que ser castigado por semejante ultraje, hacer esperar al mejor de los amigos!

—No, amigo, no. No se ha de castigar a nadie —respondió Lelio sonriente—; lo de la espera ha sido cosa mía: un edil de Roma debe atender antes los asuntos del Estado y luego a los amigos.

—Bien, hombre, bien. ¡Pero que nos traigan vino! —dijo Publio dirigiéndose a un joven esclavo—. ¡Y que sea el mejor que tengamos en casa! ¡Mulsum[*] para mí!

En unos minutos una mesa tenía todo lo necesario: una jarra de vino tinto, una de agua y otra con mulsum acompañada de un cuenco con miel para añadir en caso de que se desease reforzar el dulzor de la bebida. Sacaron también dos triclinia y frutos secos. Cómodamente recostados, los dos amigos brindaron juntos.

—¡Por los procónsules de Hispania! —propuso Lelio.

—¡Por ellos, sin duda! —respondió Publio—. Y, por todos los dioses, ¿alguna nueva de mi padre y mi tío de la que aún no tenga conocimiento?

—Sí, y buenas noticias son. Vengo de hablar con los Emilio-Paulos, tu familia política: hay un levantamiento general de los númidas al mando del rey Sífax en África y parece que tu padre y tu tío están detrás del asunto. Se dice que han enviado mensajeros para pactar con el rey númida. En todo caso, pronto tendremos confirmación del tema, pero lo importante es que el Senado de Cartago reclama a Asdrúbal y sus refuerzos de vuelta a África. Eso diluye la ofensiva que los cartagineses habían lanzado en Hispania.

—Sí, eso suena a estrategia ideada por mi padre. En fin, buenas noticias son, en efecto, ya lo creo. Esperemos que se confirmen del todo. ¿Y en otros frentes?

—Más noticias buenas: Marcelo ha entrado en Siracusa.

—No puede ser. Venimos del Palatino y hemos pasado por el foro. No se comentaba nada. Es imposible.

—Amigo mío, eso era esta mañana y ya estamos a media tarde. Quizá no te des cuenta, pero el tiempo ha ido pasando. El foro es ahora una pura fiesta. Marcelo ha entrado en Siracusa: tenemos el control de la ciudad clave de Sicilia.

—Eso son magníficas noticias. ¿Se sabe algo de aquel griego, ese ingeniero Arquímedes, que tantos quebraderos de cabeza dio con sus ingenios mecánicos y sus argucias en la defensa de la ciudad?

—Ha muerto.

—¿Muerto? —la información le dolió—. Es una lástima.

—Así es —coincidió Lelio—. Marcelo había dado órdenes expresas de que se le capturase con vida, pero en medio de la batalla el pobre viejo cayó en manos de alguno de nuestros legionarios más jóvenes y éste no supo distinguir entre un enemigo más y el genio griego de la ingeniería. Muerto en el campo de batalla. Dicen que cerca del puerto.

—Sí que es de lamentar. Hombres de esa talla no se encuentran a menudo. Me pregunto cuántos más han de perecer antes de que consigamos la victoria. Esta guerra está costando demasiado esfuerzo, demasiadas vidas. Aunque por las noticias que traes, parece que las cosas comienzan a enderezarse con Hispania y Sicilia más controladas, los problemas en Numidia… Pero ¿y Aníbal? ¿Sigue en Tarento?

Lelio asintió.

—No cejará —añadió Publio—. Lo intuyo desde hace tiempo. Tiene Capua y ahora va a por Tarento. Es una salida natural al mar por el sur. Si Tarento cae y los cartagineses aplastan el levantamiento de Sífax, los refuerzos para Aníbal no tendrán que cruzar toda Hispania y la Galia, sino ir directamente en barco hasta Tarento. Ése es el peligro inmediato ahora.

—Sí, pero las murallas de Tarento son inexpugnables. Es imposible que tome esa ciudad —comentó Lelio.

—También era imposible que nos derrotasen en Cannae donde los doblábamos en número y ya ves lo que hizo Aníbal. Creo que los hechos nos han mostrado que con este general debemos ser cautos en lo que se considera posible o imposible.

—Puede ser —respondió Lelio—, por cierto, eso me recuerda que las legiones quinta y sexta, desplegadas en Sicilia, han pedido a Marcelo que interceda por ellas ante el Senado para que se les levante el destierro al que están sometidas o para que al menos se las haga participar de forma activa en la guerra.

—Eso es lo mismo que decir que se lo piden a Fabio Máximo y Máximo no estará por la labor —dijo Publio.

—¿Por qué crees eso? Vendrían muy bien dos legiones adicionales.

—Por el orgullo de Máximo: él las condenó hasta que se derrotase a Aníbal y Aníbal sigue en Italia. No, esa petición no tendrá ninguna respuesta positiva por parte del Senado ni aun cuando la plantee un victorioso Marcelo. Menos aún si la plantea Marcelo. Es de los generales que hacen sombra a Máximo y éste se tomará esa petición como un pulso personal. No, estos hombres de la quinta y la sexta se equivocan. Si quieren conseguir algo, deben dirigirse directamente al que los condenó, sin intermediarios. Y más te digo: después de esto, dudo mucho que Fabio Máximo conceda el perdón a esos hombres tras una victoria sobre Aníbal. Les tiene rencor porque al igual que tú y que yo, su hijo Quinto estuvo en Cannae y, como a nosotros, parte de esa vergüenza nos mancha. El que nos eximieran in extremis no borra el hecho de que tú y yo estuvimos allí, y también su hijo. Fabio debe de pensar que desterrando a esas legiones destierra la memoria de aquella batalla.

—¿No crees que esos hombres o nosotros mismos podemos hacer algo alguna vez que borre esa derrota de nuestro pasado? —preguntó Lelio.

El silencio se apoderó del atrium. Se oía el fluir del agua en la fuente del jardín al que se accedía por el tablinium. Pomponia y Emilia estaban en sus habitaciones. Los esclavos, en sus tareas, habían desaparecido del atrium, a excepción del joven mozo que estaba atento a cualquier señal del edil de Roma.

—No lo sé —empezó el joven Publio—. Lo he pensado en muchas ocasiones y no veo respuesta a tu pregunta, pero te diré una cosa: siento que mi destino, nuestro destino, el de todos los que participamos en aquella horrible batalla de Cannae está unido. Ahora estamos separados y no tengo idea de qué caminos llevaremos en el futuro cada uno, Lelio, pero siento que en algún momento nuestras vidas volverán a cruzarse con la quinta y sexta legión de Roma y, si eso ocurre, ése será el momento de lavar, juntos, nuestro pasado.

—Las legiones malditas, las llaman —dijo Lelio, en voz baja, casi con miedo.

—Legiones malditas, en efecto, eso es lo que son —concluyó Publio.

El atriense de la domus de los Escipiones entró en el atrium.

—¿Qué ocurre?, ¿por qué nos interrumpes? —preguntó Publio, molesto, con sus pensamientos aún en Sicilia, rodeado de legionarios maldecidos por Roma.

—Lo siento, mi señor, pero el hombre que esperabais ha llegado según estaba citado.

—¿El hombre, qué hombre…? Ah, por Cástor y Pólux, es cierto: el director de la compañía de teatro, es cierto. Que pase, que pase —y dirigiéndose a Lelio—; es el director de una de las compañías de teatro de la ciudad: he de organizar los festejos del año y tenemos que planificar, entre otras cosas, las obras que se representarán. Parece tan absurdo ocuparse de estas cosas cuando el mundo está en pie de guerra… pero el teatro ofrece entretenimiento y toda distracción que brindemos al pueblo es poca en estos momentos de tumulto e incertidumbre, ¿no crees?

Lelio asintió. Pensó en comentar que donde hubiera un buen combate de gladiadores se quitaran todas las obras de teatro del mundo, pero no dijo nada sobre el asunto y sonrió antes de despedirse.

—Bien, creo que es mejor que deje a solas al edil de Roma con sus ocupaciones y busque otro lugar donde descansar.

Publio se levantó y le volvió a abrazar.

—Que sea guapa, no mereces menos —dijo el edil de Roma—. Y cuídate, que ese barrio es peligroso.

—No sé de qué me hablas —respondió el oficial romano mesándose la barba con la mano derecha—, pero me cuidaré —y, riéndose, pensando para sus adentros que precisamente a por eso iba, a por una mujer guapa en el barrio de las putas de la ciudad, junto al río, concluyó que su cabeza no albergaba demasiados secretos para su joven amigo. Al salir, se cruzó en el vestíbulo con un hombre obeso, mayor, con una ridícula peluca rubia en la cabeza. Lelio le miró fijamente y aquel hombre le saludó con una leve inclinación del cuerpo. Un actor, sin duda, pensó Lelio y se reafirmó que la vida política no era para él: no se veía tratando con semejantes personajes sin perder la compostura.

El atriense invitó a Casca a que entrase en el atrium.

—¿Deseas vino o alguna cosa? —preguntó Publio a su nuevo interlocutor. Casca contempló las jarras sobre la mesa y los frutos secos. Sí, le apetecía sobremanera un poco de vino y algo de comer.

—No, gracias, mi señor —respondió Casca. Pensó en lo oportuno de mantener un tono oficial en aquella conversación con el nuevo y sorprendentemente joven edil de Roma. No quería que el licor nublase su conocimiento. Aquélla era la negociación más importante del año. El edil dio una palmada y un par de esclavos retiraron con rapidez la comida, la bebida y la mesa. Casca, ante una señal de su anfitrión, se reclinó en el triclinium que antes había ocupado Lelio.

—¿Y bien? —empezó Publio—, ¿qué tenemos para este año? Espero grandes cosas de ti. Me han hablado bien, pero por eso espero que tus actos no desmerezcan las referencias que he recibido de tu persona y de tu compañía.

Casca recibió con una reverencia de la cabeza aquellos comentarios de la máxima autoridad civil de la ciudad en lo tocante a festejos, organización de juegos y otras cuestiones del devenir diario de la urbe.

—Tengo dos, no, tres buenas tragedias, de autores ya conocidos por el público. Veamos —Casca sacó un pequeño rollo de debajo de la túnica y comenzó a leer sus anotaciones—. De Livio Andrónico tengo dos obras que agradarán, sin duda, por su gran fuerza dramática, Aquiles y Andrómeda. Estoy seguro de que impactarán.

Casca alzó su mirada del rollo que estaba consultando y observó que el edil no parecía muy convencido. No se desalentó. Continuó leyendo sus anotaciones.

—Bien. Tengo algo especial del gran Ennio: Alexander. Eso gustará sin duda. Es una obra épica.

Publio asintió algo más convencido, pero aún no estaba satisfecho.

—Eso último —empezó el edil de Roma— puede estar mejor: una obra que espero que ensalce el valor del gran general puede estar bien, pero Ennio es siempre tan poco oportuno en sus temas. Alejandro es, a fin de cuentas, macedonio, y quizá no sea el mejor momento para reproducir las hazañas del antepasado de un rey como Filipo que no hace sino atacarnos y pactar con Aníbal, ¿no crees?

—Sí, claro, por supuesto; no lo había considerado desde ese punto de vista, pero sin duda estáis en lo cierto. Entonces, quizá, mejor las tragedias de Livio.

—¿Y comedia? —preguntó Publio—. ¿Es que ninguno de tus autores escribe alguna comedia con la que distraer a la gente de la guerra y los trabajos a los que todos nos vemos sometidos por la misma?

—Sí, comedia, claro, por supuesto, mi señor. Tengo algunas cosas interesantes. Veamos…, permitid que consulte mis notas, la memoria mía ya no es lo que era; pensar que antes era capaz de memorizar obras enteras, ahora, sin embargo…, pero no, eso os aburre, veamos… Sí, por ejemplo, está Nevio, con una comedia divertida: La muchacha de Tarento.

—Esperemos que Tarento no caiga en manos de Aníbal antes de que la obra se represente y espero también que la obra venga sin la acostumbrada crítica política que acompaña a sus obras —incidió Publio.

—Bien, bueno, me ocuparé de que todo esté controlado.

—Debidamente controlado —insistió el edil de Roma.

—Así se hará, sin duda, mi señor —Casca hizo una nueva reverencia con la cabeza. Dudó en si añadir algo o mejor dejar la conversación en ese punto. No parecía que ninguna de sus propuestas estuviera entusiasmando demasiado a la autoridad que disponía de la potestad de contratar sus servicios o bien prescindir de los mismos, y no quería tentar su fortuna.

—Ibas a decir algo. Habla. —Publio no era hombre al que se le pasase por alto la duda en la faz de su interlocutor.

—Bien, veréis, tengo también un autor nuevo, Tito Maccio, Tito Maccio Plauto, para ser exactos.

—¿Plauto? Es un nombre extraño para un escritor, ¿no?

—Bien, sí, pero he leído su trabajo. Tiene una comedia, La Asinaria la llama, sin ningún contenido político, puro divertimento, ágil, encantará, estoy seguro. Creo que es lo que buscáis.

—Os pido comedias y o bien me proponéis a autores de dudosa honorabilidad en lo político con títulos desafortunados, o bien a un completo desconocido. Casca, esperaba más de ti.

—Bien, siento no poder ofrecer más. Lo cierto, con todo el respeto sea dicho, mi señor, es que no hay tanto donde elegir. Seguiré buscando, por supuesto, pero esto es lo que tengo por el momento.

El edil guardó unos segundos de silencio. Casca pensó que su contrato para representar varias obras aquel año estaba a punto de desvanecerse en el aire.

—Bien —concluyó al fin Publio—. Esto es lo que haremos: empezaremos con las tragedias de Livio, pero no se representará la obra de Ennio, no, al menos hasta que terminemos con el enfrentamiento con Macedonia. Y luego, a partir del verano se representará la comedia de Nevio, de la que espero no recibir ninguna queja desde el Senado. Recuerda que Fabio Máximo y otros senadores no hacen sino esperar una oportunidad para prohibir el teatro para siempre, así que por la cuenta que te trae, sé meticuloso en tu supervisión de la obra. Y bien, al final, para las Saturnalia[*] de diciembre, le daremos una oportunidad a tu nuevo autor y espero por tu bien que guste. No querría terminar el año desagradando al pueblo. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí, claro. Me parece perfecto: Livio, tragedias, comedia de Nevio, supervisada, supervisada, por supuesto, y luego el autor nuevo, Plauto —Casca repetía las palabras con esmero—, no os defraudaré, mi señor. El pueblo estará contento del teatro de este año. Os recordarán con agrado.

—Bien, Casca. Tengo mi confianza puesta en ti y en las obras que hemos comentado. Ahora, por favor, déjame descansar. He tenido un largo día. Marcha y que los dioses estén con tus escritores protegidos.

Casca se levantó y, con pasmosa velocidad, desapareció por el vestíbulo. No quería dar ocasión a que el edil pudiera replantearse la oferta que acababa de hacer: dos tragedias y dos comedias; cuatro obras. Aquello estaba bien; más que bien. Ahora tendría que tratar con los escritores. Caminaba ya por la calle de regreso a su casa. Los escritores. Eso significaba celebrar con Livio las nuevas representaciones, explicar a Ennio la inoportunidad de su Alexander; eso requerirá tacto, igual que controlar a Nevio. Eso sería lo más difícil de todo. Y, en fin, luego sosegar al impaciente de Tito Maccio, para que aguarde anhelante pero paciente el momento de estrenar su primera obra. Ya está, le diría que fuera escribiendo otra entretanto. Sí, ésa sería la mejor forma de invertir su tiempo. Claro que si luego el estreno resultaba un fracaso, allí terminaría su carrera, pero había que considerar la posibilidad, por remota que ésta fuera, de que la obra cosechase éxito. Si así fuera, el edil, el pueblo, todos desearían más y Casca tendría más para ofrecer. Aquél se presentaba como un año lleno de posibilidades.