76

En busca de Rufo

Roma, de 214 a. C. hasta la primavera de 213 a. C.

Dos días después, Tito se sorprendió de seguir vivo. Los dioses debían de disfrutar tanto viéndole sufrir que habían decidido prolongar su tortura. Pensó largo rato en quitarse la vida. Podría arrojarse al río y hundirse con su obra. Sonrió melancólico. Sería una muerte apta para la mejor de las tragedias, pero él pretendía, había pretendido, ser autor cómico. Si no se mataba, tendría que subsistir. Tenía un hambre voraz. Las heridas habían cicatrizado bajo las vendas sucias. Tenía algo de fiebre, pero sin salir de allí no habría comida así que, herido, magullado y con algo de calentura tanto en su cuerpo como en su ánimo, Tito Maccio acudió, como siempre, al molino para no perder su única fuente de ingresos.

Convivió con aquellos cortes mal vendados, abriéndose en ocasiones por el esfuerzo de hacer girar la piedra del molino, durante los primeros días tras la brutal paliza que había sufrido, pero lo peor no era el sufrimiento físico, sino la desazón absoluta en la que se había sumido su espíritu. Maduraba en su cabeza una salida a su dolor por la pérdida de su obra escrita con sudor, sobreponiéndose al agotamiento cada noche, en la oscuridad de su angosta habitación. Su maldición contra los dioses lanzada al cielo tras la muerte de su amigo Druso en la batalla de Trasimeno parecía perseguirle y las divinidades se mostraban tercamente persistentes en tomarse dilatada venganza por haber renegado de ellas aquel terrible amanecer entre la niebla junto a aquel lago del norte, cuando el cuerpo aún caliente de su amigo legionario teñía con su sangre la hierba verde de las montañas de Etruria.

Durante días Tito se transformó en un ser sin alma. Caminaba con la mirada perdida, vacía, de su habitación al molino, vueltas infinitas a la rueda y, al finalizar la jornada, de regreso a su habitación para repetir ese mismo ciclo al día siguiente; así hasta el final, pensó, sin más, siempre. Cansancio, fatiga y nada.

Sin embargo, su espíritu irreductible, con el paso de las dos primeras semanas recobró cierto vigor y, sin decirse nada a sí mismo con claridad, sin que pareciera que tomaba decisión alguna, se encontró de nuevo en el mercado comprando más papiro y tinta para volver a escribir. En las semanas siguientes, pero como si no hiciera nada especial, impulsado por una extraña inercia, volvió a transcribir la obra, palabra a palabra, verso a verso, escena a escena, al completo, casi tal y como la había escrito inicialmente. Cambió alguna cosa, alguna broma absurda que no recordaba bien por otra que le pareció más apropiada. Las palabras se vertían sobre el papel como si fuera la sangre de un suicida tras cortarse las venas: cada línea fluía por sí sola, suave, dócil, constante, hasta que cuando volvió a firmar el último rollo de su nuevo manuscrito, sintió que un enorme suspiro lo embargaba y dejó expulsar durante casi medio minuto todo el aire de sus pulmones. Había tardado seis meses en reproducir su comedia. Hasta allí todo había pasado como por sí solo, pero ahora sí, en ese momento debía tomar una decisión que entraba en colisión con su rutina y su sustento: volver a buscar en la noche la casa de Rufo para así evitar perder su trabajo en el molino, o bien ausentarse del molino sin decir nada, a sabiendas de que una falta podía suponer el final de su empleo, pero al menos así se garantizaría llevar a cabo la tarea de buscar a Rufo, abrigado por la seguridad del día, evitando las peleas y los peligros de las nocturnas calles de Roma. Esto último, tras una larga reflexión, es lo que decidió.

Una mañana cambió su rutina y se encaminó por el río primero y luego atravesando el foro hasta llegar cerca de la Vía Appia en busca de la casa de Rufo. Su memoria parecía indiferente a sus sufrimientos y le prestó un notable servicio pues la encontró con cierta rapidez. Llamó golpeando con la palma de la mano en una puerta que se veía sucia, polvorienta. No hubo respuesta ni nadie abrió. Se fijó entonces en los goznes y vio telarañas por las esquinas del umbral. Aquella puerta no se había abierto en semanas, meses quizá. Una voz se dirigió a él desde el otro lado de la calle.

—No vive nadie en esa casa desde hace más de dos años —era un hombre mayor el que se dirigía a él. Estaba sentado en el suelo, frente a su pequeña tienda de cestos.

—Busco a Rufo, el director de la compañía de teatro. En tiempos vivía aquí.

—Sí, Rufo. Le recuerdo. Un miserable. —El viejo hablaba mientras con sus manos, de forma diestra y ágil, entrelazaba mimbres diferentes para formar otra cesta que añadir a su oferta de productos.

Tito estaba de acuerdo en la definición de su antiguo patrón como miserable, pero ahora no quería entrar en un debate sobre la ética de Rufo, sino localizarle.

—¿Sabéis dónde vive ahora?

El viejo se echó a reír.

—Los dioses tuvieron el buen sentido de llevarse a ese avaro de nuestra vista. Está en el Orco y ojalá le tengan sufriendo. El muy mezquino se murió y me dejó a cuenta más de treinta cestos.

Tito observó con detalle aquellos cestos y reconoció en sus formas la de los cestos que se usaban para guardar pelucas de los actores y diversos trajes para escena, pero mientras que parte de su mente vagaba en aquellos recuerdos, la parte más ocupada por la inmediata actualidad se debatía en un océano tempestuoso de incertidumbre y decepción. No había contando con la ausencia de Rufo. ¿Qué hacer ahora con su obra?

—¿Y quién lleva ahora la compañía? —Acertó a preguntar Tito en un esfuerzo final por encontrar una salida de aquel callejón del destino.

—Cayo Servilio. Cayo Servilio Casca. Otro ladrón.

Tito se sorprendió de la precisión en el nombre, pero el anciano le aclaró el porqué de tal conocimiento.

—Intenté que él, como nuevo gestor de la compañía, se hiciera cargo de la deuda, pero el miserable, así le maldigan los dioses, dijo que no había ningún documento con esa deuda. Y yo qué culpa tengo si no hay documentos, le dije, si Rufo venía y me pedía lo que quería y luego tenía que ir detrás de él durante meses para que me pagara. Y sólo lo hacía cuando necesitaba más cestos y yo se los negaba. Cayo Servilio Casca es el dueño ahora. Que los dioses maldigan sus pasos.

Mucho trabajo quería aquel anciano que los dioses hicieran.

—¿Y sabéis dónde puedo encontrar a ese hombre?

El anciano levantó la mirada hacia Tito y dejó de trabajar en su cesta.

—¿Intercederéis para que me pague la deuda? —Tito meditó su respuesta.

—Os seré sincero —empezó—. No tengo dinero ni influencia sobre este hombre que decís pero voy a… a ofrecerle un negocio y, si acepta, yo mismo os satisfaré la deuda. Es lo mejor que puedo deciros.

—¿Un negocio? ¿Qué clase de negocio?

Aquel viejo lo quería saber todo, pero Tito tampoco tenía muchas alternativas.

—Una obra. He escrito una obra y se la voy a ofrecer para la compañía. Si acepta, con lo que me pague yo os pagaré la deuda, pero necesito saber dónde vive este hombre.

—¿Una obra? ¡Por Hércules, un escritor! ¡Ahora sí que estoy seguro de que no cobraré nunca!

Tito se desesperaba, pero contuvo la respiración y aguardó sin decir nada.

—Vive allí —el viejo señaló tres puertas más abajo y sin decir más reanudó su trabajo tejiendo con destreza el cesto que le había ocupado la mayor parte de aquella mañana.

Tito tampoco añadió más y sin despedida, de igual forma que tampoco había habido presentación ni saludo, dejó a aquel hombre y, una vez junto a la puerta señalada, volvió a llamar. Mientras esperaba intentó asearse algo, alisando un poco su arrugada y desaliñada túnica y sacudiéndose un poco del mucho polvo que cubría sus sandalias desgastadas.

Un esclavo alto, moreno, con el pelo bien cortado y una túnica impoluta abrió la puerta.

—¿Qué queréis? No os conozco —dijo al tiempo que le miraba de arriba abajo formando una clara concepción despreciativa de quien había llamado a la puerta.

—Soy Tito, Tito Maccio, trabajaba hace tiempo para Rufo y tengo un negocio que ofrecer a tu amo con relación a la compañía de teatro. Es un buen negocio.

—¿Un negocio? ¿Qué negocio?

Todos parecían hacer las mismas preguntas aquella mañana.

—Una obra de teatro. Tengo una buena obra de teatro que ofrecerle. Tu amo necesitará obras.

—Mi amo ya tiene muchas obras de todo el mundo que merece la pena. Tu nombre no me suena de nada y tu aspecto no me suscita mucha confianza. No creo que deba molestar al amo con tu presencia —y empezó a cerrar la puerta.

—¡Por favor, por todos los dioses, escuchadme, os lo ruego! —dijo Tito aceleradamente y mostró los rollos que traía consigo—. Aquí tenéis la obra. Sólo os pido que se la deis a leer y que sea él quien juzgue. Si no la quiere, sólo tiene que decirlo y me marcharé sin más. Por favor. Por favor.

Tito extendía ambos brazos con los rollos en sus manos. Estaba a punto de arrodillarse, aunque estaba tratando con un esclavo, pero no fue necesario.

—Bien. Se lo comentaré al amo —dijo el atriense y cogió los rollos—, pero no esperéis nada. Y cerró la puerta.

Tito se sentó despacio apoyándose en la pared. El sol de la primavera calentaba su cuerpo. Esperó en silencio. Pasó una hora, dos. Llegó el momento de la comida. Lo sabía por su estómago, pero no tenía nada con qué apaciguarlo. Pensó en su obra para intentar alejar el hambre de su mente. Nada. El sol comenzó su descenso por el horizonte. La tarde pasaba lenta. Empezó a anochecer. Nada. Tito pensó en llamar a la puerta de nuevo, pero no quería molestar y que le tomasen por impertinente. Eso sería el fin de sus posibilidades en aquella casa. Se levantó y empezó el camino de regreso a casa. Si acaso vendría mañana a ver si había respuesta. Tendría que esperar. Encogido de hombros, triste y hambriento empezó a caminar cuando en ese momento, para su sorpresa, la puerta se abrió y el esclavo se dirigió a él.

—¡Eh, tú! ¡Ven! El amo quiere verte.

Cayo Servilio Casca era un hombre obeso, mayor, de unos cincuenta años, edad que intentaba ocultar llevando una estrafalaria peluca rubia que Tito no tenía claro que fuera capaz de exhibir en público. Servilio Casca tenía papada y manos y dedos gruesos. Frente al triclinium sobre el que estaba recostado una profusa mesa rebosaba de todo tipo de manjares: carne de buey, poco frecuente a no ser que hubiera sacrificios en el foro y siempre cara; pollos asados, manzanas, nueces y otros frutos secos que no acertaba a reconocer; pasteles de todo tipo, cerdo cortado cocido en espesas salsas de diferentes colores; uva blanca y uva negra; numerosas copas vacías volcadas y otras copas llenas; jarras de vino en cada esquina de la larga mesa y seis triclinia más para los invitados al convite: varios hombres entre los cuarenta y cincuenta años, probablemente comerciantes bien situados, amigos de su anfitrión, celebrando una pequeña orgía de comida y otras cosas: varias jóvenes esclavas estaban a los pies del triclinium de Servilio Casca mientras otras dos limpiaban la mesa de platos y copas vacías. Todos los invitados estaban en diferentes grados de embriaguez. Dos de ellos roncaban profusamente. El resto le miraba enigmáticamente sin entender bien a qué se debía la presencia de aquel harapiento en su fiesta. ¿Seria otro entretenimiento que Casca les había preparado?

—¡Que lo azoten! —dijo uno de los invitados y eructó—. ¡Va tan sucio que da asco! Tus nuevos amigos dan pena, Casca.

El aludido no respondió. Miraba con una amplia sonrisa al recién llegado. Tito se limitó a dejarse examinar. No mentía el atriense cuando decía que su amo estaba muy ocupado y que, en consecuencia, no se le podía molestar. Ocupado había estado. Probablemente ya estuviera aburrido de comer y de hacer lo que fuera que habían estado haciendo con aquellas esclavas. Dos de ellas llevaban las túnicas rotas, arrastrándolas por el suelo en sus idas y venidas para retirar los platos de la mesa. El estómago de Tito hizo ruidos que evidenciaban que sus jugos gástricos se habían despertado ante toda aquella exhibición de comida.

—¿Tienes hambre? —preguntó Casca.

Tito asintió con la cabeza, pero su atención pronto se desvió de la comida a sus rollos que, al retirar una de las esclavas un par de jarras de la mesa, aparecieron ante su vista: uno de ellos manchado de vino, el resto, aparentemente intacto. Casca se percató de lo que estaba mirando.

—Ah, sí: tu obra. Tu gran obra, sin duda —y se echó a reír.

Tito se mantuvo callado. El orgullo lo había dejado fuera. Sabía que si quería conseguir algo de aquella entrevista que no fuera una patada o unos azotes, como ya alguien de los presentes había sugerido, lo mejor era mostrarse humilde y encajar todos los insultos hasta conseguir que alguien se leyera la obra. Si luego seguían insultándole, quizás es que merecía entonces tales apelativos y lo mejor que podía hacer era regresar al molino o a la mendicidad hasta el final de sus días.

—Bien —dijo Casca deteniendo bruscamente su carcajada—, verás, no es que no haya leído tu obra por desprecio, pero ocupado como estoy en tantas cosas no tengo tiempo para leer lo que no me interesa así que, antes de dedicarle un minuto de mi tiempo a tu obra te haré algunas preguntas. Sólo si me ofreces algo que pueda ser de mi interés, la leeré.

Tito Maccio asintió. No había esperado un examen.

—¿Es una tragedia tu obra? —preguntó Casca.

Tito dudó.

—Vamos, responde —insistió Casca cogiendo una copa de vino de uno de sus invitados dormidos, la suya estaba vacía, y echando un largo trago.

No tenía sentido mentir, de forma que Tito respondió con sinceridad.

—No. Es una comedia.

—¿Una comedia? —Casca se incorporó ligeramente en su triclinium y dejó la copa enfrente de su invitado—. Bien; primera respuesta correcta. Estoy harto de tragedias. Roma se hunde. Estamos en guerra no sé ya cuántos años y todos los autores parece que no tienen otro deseo que regodearse en la tragedia. ¡Por Cástor y Pólux, como si no sufriéramos ya bastantes desastres en el campo de batalla! Espero ser encargado de las representaciones por alguno de los nuevos ediles de Roma, que sé que andan buscando nuevas obras para que sean presentadas con el fin primordial de distraer al pueblo, ¿y qué tengo yo? Dos tragedias más: una de Ennio y otra de Livio Andrónico. Bien escritas, sí, eso me dicen ambos y lo están, pero por todos los dioses, son tragedias, tragedias y más tragedias. Y luego tengo a Nevio con su última comedia, pero Nevio me pone más nervioso cada día con ese afán suyo por criticar a los patricios, a los poderosos dice él. En fin, no sé por qué comparto contigo estos asuntos. Supongo que agradezco unos oídos sobrios frente a la general embriaguez que me rodea.

Casca volvió a su carcajada sonora que nuevamente detuvo de igual brusca forma.

—¿Y es divertida tu comedia? —Fue su siguiente pregunta.

—Yo creo que sí; con ese fin la escribí.

—Bueno, se ve sinceridad en tus palabras. No sé si alguien así tiene futuro en el teatro. Pero bueno, por Hércules, has respondido bien a ambas preguntas. Me leeré las primeras líneas de tu preciada obra. Siéntate, allí, en el vestíbulo y espera.

El esclavo que le había abierto la puerta le condujo hasta el vestíbulo. Allí había un par de pequeños taburetes y Tito Maccio se sentó en uno de ellos. Y esperó. Desde allí podía escuchar lo que se hablaba en el interior.

—No le has azotado. Eres malo, Casca. Malo.

La voz del borracho era débil y pronto pareció añadirse un nuevo ronquido a los otros dos.

—Casca —dijo otro de los invitados despiertos—, me voy a una de las habitaciones con esta esclava.

—Y yo también.

—A mí no me dejéis atrás.

Casca se quedó solo, acompañado de los ronquidos de sus invitados desmayados por el vino y la comida. Abrió el primero de los rollos y empezó a leer con atención. Al principio, cansado como estaba, no prestó demasiada atención, pero al poco tiempo sacudió la cabeza. Dejó el rollo, con cuidado, sobre la mesa, cogió una jarra de agua y se mojó las manos y luego, bien empapadas se las pasó por la frente para despejarse un poco. Se secó las manos en su túnica blanca plagada de manchas grasientas y volvió a tomar el rollo. Prosiguió con la lectura. Estaba leyendo el diálogo inicial entre un esclavo y su amo y tenía gracia. Aquello era gracioso, pero se trataba tan sólo de la primera escena. Continuó la lectura: la segunda escena era un monólogo; correctamente escrito, pero se perdía un poco de la vivacidad del principio. Casca frunció el ceño y suspiró. Se podría corregir, pero si la siguiente escena era aburrida, lo dejaba; sin embargo, el siguiente cuadro era brillante, un vivo diálogo, mordaz como pocos, entre una lena y un cliente. Fin del primer acto. Bueno, en conjunto bastante bien. La primera escena del segundo acto volvía a la fórmula del monólogo, pero breve, bien, bien, y luego otro diálogo, entre dos esclavos, dos auténticos bribones y éste sí que era divertido. Aquello era realmente entretenido; la tercera escena era de continuidad, para explicar la trama, pero con ágil concisión, para en la cuarta desplegar un larguísimo diálogo en donde los dos esclavos toman el pelo al mercader. Esta obra estiraba las escenas de diversión hasta el infinito y sometía las secciones de contenido que sujetaban el entramado de la obra a su mínima expresión. Primaba la diversión por la diversión. Era perfecto. Perfecto. Casca siguió leyendo, durante una hora, rollo a rollo, hasta llegar al final, riendo a ratos, en ocasiones con el ceño fruncido, y, las más de las veces, con una distendida sonrisa en sus labios. Llegó al final y sus ojos terminaron posados sobre la firma: Tito Maccio Plauto. Casca estalló en una sonora carcajada que desveló a uno de sus borrachos amigos que alzó la mirada confundido, preguntó si pasaba algo, pero antes de que nadie le respondiera volvió a su letargo anterior.

Tito Maccio esperaba nervioso en su silla el dictamen sobre su obra. Se decía una y otra vez que lo más probable era que aquel hombre, medio borracho y vicioso, le ordenara a su atriense que le diera una patada y lo echara de casa, pero él no pensaba irse sin que le devolvieran su obra. En ese instante llegó el esclavo. Tito se levantó y se protegió con la pared, guardando sus espaldas, iba a pedir su obra antes de que le empezaran a pegar, cuando las palabras del esclavo quebraron sus esquemas.

—El amo quiere que volváis al atrium. Seguidme.