Sífax
Numidia, norte de África, 213 a. C.
Los jinetes romanos se detuvieron a las puertas de Cirta, la ciudad del norte de África, el lugar donde semanas atrás los enviados del rey númida, Sífax, habían pactado con los procónsules de Hispania una reunión en la que deliberar sobre el transcurso de la guerra contra Cartago. Los caballeros romanos habían navegado desde Tarraco hasta las costas de Numidia y, tras desembarcar, habían cabalgado durante toda la mañana y toda la tarde. El sol yacía en el horizonte y el calor asfixiante que los había perseguido en su trayecto dejaba paso a una brisa nocturna fría que los envolvía de forma inesperada, a la vez que miles de dudas sobre el posible éxito de su misión henchía de nerviosismo el ánimo de aquellos legionarios recién desembarcados en el norte de África.
Cirta no era una ciudad en el sentido en el que los romanos entendían el término. Se trataba más bien de un nutrido y extenso agrupamiento de pueblos nómadas, con apenas algunas edificaciones de importancia en medio de un mar de tiendas cubiertas de polvo y arena. Desde que dejaron la costa, de forma intermitente, se habían encontrado con cadáveres devorados por las bestias, armas semienterradas en la arena y carros abandonados al borde de los caminos. Eran los restos del enfrentamiento entre Sífax y el ejército cartaginés. Numidia era una tierra salvaje y peligrosa dividida en dos bandos irreconciliables. Al este reinaba Gaia, una mujer ya mayor pero tenaz en su afán por mantener el control que consideraba suyo por herencia dinástica. En el oeste, Sífax gobernaba considerándose el único rey legítimo de toda la región. Cartago vio en aquella división de sus vecinos el mejor caldo de cultivo para promover una guerra civil que le permitiese controlar todo aquel territorio y mantener así tanto la explotación de sus riquezas como el flujo de valerosos jinetes númidas con los que completaba sus ejércitos y que tan buenos servicios habían prestado a Aníbal en sus victorias itálicas. El Senado púnico se alineó con Gaia y su hijo Masinisa. Sífax se defendió con gran fortaleza, más bien por los amplios recursos de sus tierras fértiles del oeste, que por una gallardía que le era impropia a su carácter complaciente y hedonista, pero hasta tal punto intimidó a Cartago que el Senado hizo venir a Asdrúbal desde Hispania para poner orden. El hermano de Aníbal recondujo la situación y en unos meses Sífax se veía obligado a replegarse a sus territorios abandonando su ofensiva sobre el este de Numidia, pero Cartago libraba una guerra mucho más temible contra Roma y el ejército de Asdrúbal fue reenviado a Hispania para derrotar a los procónsules Escipiones primero, con el objetivo final de cruzar los Pirineos y la Galia para unirse a las fuerzas de Aníbal en Italia. Aquello llamó la atención de Sífax. Un día estaba en su tienda, tendido su largo cuerpo, con sus musculosos brazos desnudos, su piel morena y oscura, tersa, acariciada por las manos de dos esclavas que, temerosas de su amo, se esmeraban en proporcionar su masaje con ternura y suavidad —dulzura obligada pero dulzura al fin y al cabo— cuando hizo llamar a varios de sus oficiales.
—Esta guerra contra Cartago no la podemos ganar solos —dijo y se sacudió las esclavas de encima. Éstas, rápidas, se escabulleron detrás de los cojines sobre los que el rey estaba recostado y desaparecieron de la vista de todos, escondiéndose hasta que alguna palmada de su amo indicase que su presencia era necesaria.
—¿Y qué sugerís, mi rey? —preguntó el oficial más veterano.
—Hemos de pactar con los romanos. Si los cartagineses los temen tanto como para ordenar a Asdrúbal que se retire de vuelta a Iberia antes de terminar con nosotros, es que son temibles de verdad. Debemos contactar con ellos y pactar. Tenemos un enemigo común: estarán interesados. Enviad mensajeros —y sin esperar respuesta alguna de sus oficiales dio dos palmadas, dejando claro que la compañía que su alteza deseaba ya no era la de sus hombres, sino la de sus mujeres.
Los oficiales no tardaron en organizar varios grupos de mensajeros que partieron para Hispania con el fin de contactar con los romanos.
Mario Juvencio Tala, centurión de una de las legiones desplazadas a Hispania, encabezaba el reducido grupo de jinetes que se detenía a la entrada de Cirta. Varios jinetes númidas salían a su encuentro: primero una decena y, casi sin saber de dónde, los romanos se vieron rodeados por más de cien númidas. Mario mantuvo la compostura. En su mente perduraban las palabras de Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma.
«Hemos tratado con enviados númidas. Debes partir allí, selecciona hombres de confianza, Mario y, una vez allí, debes pactar con el rey Sífax. Está en guerra contra Cartago, pero ha sufrido grandes pérdidas y serias derrotas ante Asdrúbal. Irás allí y ofrecerás el apoyo de los hombres que selecciones: hemos acordado que enviaremos oficiales que instruirán a sus tropas en tácticas de guerra para que derroten a Gaia, la reina númida apoyada por Cartago. Sífax reinará sobre toda Numidia a cambio de su acoso a los cartagineses en África. ¿Entiendes bien la situación?».
Mario asintió. Se había pasado la mano sobre la barbilla recién rasurada, pero ante la pregunta del procónsul tensó los músculos y se puso firme. El otro procónsul, Cneo Cornelio, completó las explicaciones de su hermano.
«Como ya sabes, Aníbal ha pactado en Italia con el rey Filipo de Macedonia. Roma también necesita aliados y Sífax puede sernos de gran ayuda. Por sí solo ya hizo que tuvieran que llamar a Asdrúbal de vuelta a África durante un tiempo, pero con adecuada instrucción, sus tropas serán algo más que bandadas de excelentes jinetes: debes convertir a esos nómadas en algo que preocupe y ocupe a Cartago durante los próximos meses».
—Así lo haré. Así lo haré, mi general.
Mario salió de la estancia contemplando a los dos procónsules de Hispania mientras ambos retomaban su conversación sobre unos planos de la región.
Los guerreros númidas los habían rodeado por completo y bajaron sus lanzas apuntando hacia las corazas de sus pechos. Mario ordenó a sus hombres que no desenvainasen las espadas y que no hicieran movimiento alguno.
—¡Venimos en son de paz! —dijo Mario en latín y, ante la ausencia de respuesta por parte de los númidas, repitió su mensaje en griego, pero aquello tampoco alteró la situación y las lanzas que los rodeaban se acercaban peligrosamente a ya tan sólo diez pasos. Mario ordenó a sus hombres que arrojasen, despacio, al suelo sus pila y sus espadas. Los romanos dudaron, pero ante la insistencia del oficial al mando, obedecieron. Esto detuvo a los númidas unos segundos, pero no se veía más reacción.
—¡Sífax! ¡Vengo a hablar con Sífax! —gritó Mario al fin y encomendó su alma y las de sus hombres a los dioses. Quizá no deberían haber arrojado las armas después de todo. Sin embargo, los númidas, al escuchar el nombre de su rey, alzaron sus lanzas y dejaron de acercar sus afiladas puntas a las gargantas de los romanos. Uno de los jinetes, cubierto de una larga capa por la que Mario interpretó que debía de estar al mando, hizo un gesto con la mano y los jinetes africanos emprendieron el camino de retorno hacia Cirta. Mario ordenó a sus sudorosos y nerviosos hombres que recogieran las armas y que siguieran a aquellos jinetes.
En unos minutos cruzaron al trote gran parte de aquel mar de tiendas hasta alcanzar una de las pocas edificaciones de piedra y adobe de la ciudad. Era un palacio en construcción aún, rodeado de decenas de guardias. Un númida, en griego bastante corrupto, hizo entender a Mario que sólo él sería admitido en el edificio y que sus hombres tendrían que esperar. El oficial romano asintió y, tras ordenar a sus soldados que le esperasen, entró en el edificio.
En Tarraco, los procónsules compartían vino suavizado con agua fresca.
—¿Crees que Mario conseguirá un pacto con Sífax? —preguntó Publio.
—Bueno, más le vale, o no le volveremos a ver —concluyó Cneo mientras escanciaba más vino en ambas copas.
Mario vio una gran sala de paredes blancas, recién pintadas, cuyo olor aún se hacía palpable en el ambiente, llena de soldados con lanzas en todas partes. En un extremo estaba un hombre gigante, cuya corpulencia trajo a la memoria de Mario la imagen del procónsul Cneo, tumbado sobre un montón de cojines y alfombras rodeado de varias mujeres cuya hermosura, a medida que el oficial romano se aproximaba al rey de los númidas occidentales, resultaba cada vez más evidente. Había también abundante comida dispersa por las alfombras: frutos secos, pasteles de diferentes colores, cocos recién abiertos y frutos de colores intensos, naranjas unos, otros amarillos, desconocidos para Mario. También había numerosas jarras y unos cuantos vasos, sin embargo, no parecía que allí bebiera ni comiera nadie que no fuera el rey.
De pronto, las palabras de Sífax le sorprendieron mientras admiraba aquella extraña suntuosidad en medio de una ciudad de nómadas.
—¿Te sorprende que algunos sepamos vivir bien en medio de estas tierras? No lo niegues. Se lee en tus ojos.
Mario calló, ya que se le impedía negar lo que habría sido la respuesta mejor que podría haber dado. El rey hablaba griego con bastante soltura.
—Siéntate, romano, siéntate.
Tanta amabilidad despertó las dudas en Mario.
—¡Siéntate, he dicho! ¿O crees que estoy acostumbrado a repetir mis órdenes, romano?
Mario obedeció y se sentó en el único lugar posible: el suelo, sobre las alfombras, frente a la comida.
—En fin, veamos —continuó Sífax—, pido ayuda a Roma y qué me envía Roma: diez soldados. Eso, digámoslo así, no parece un gran ejército, ¿no crees, romano?
—Mi misión… Podemos adiestrar a tus hombres en tácticas con las que luchar mejor contra los cartagineses.
—Ah…, ésa es la idea. Entiendo. No sé. Quizá esté bien. De eso sabéis mucho los romanos, ¿no? De luchar contra los cartagineses.
Mario asintió.
—Lo que no comprendo es por qué, si sabéis tanto, no sois capaces de sacudiros a ese Aníbal de encima. No sé hasta qué punto pueden serme de utilidad los conocimientos guerreros de los que no aciertan ni a proteger sus territorios más próximos.
Mario pensó en varias respuestas ante aquel comentario humillante, pero optó por el silencio.
—En fin, si esto es lo que me da Roma, lo tomaré. Instruiréis a mis hombres, empezando por mis oficiales pero, que quede claro, espero resultados óptimos de este adiestramiento; si no, más les valdría a tus jefes haberme enviado una hermosa mujer romana o ibera con la que solazarme. Las caricias de una mujer son conmigo casi tan persuasivas como un ejército bien armado.
Mario guardó silencio pero tomó oportuna nota de aquel comentario. En boca de un soldado extranjero aquello no sería más que una fanfarronada, pero en la persona de un posible aliado, aquello podía ser anuncio de sólo los dioses saben qué. Hablar de mujeres en medio de una negociación sobre un pacto entre pueblos para combatir a los cartagineses le parecía algo absurdo y estrafalario al disciplinado oficial que era Mario. Quizá aquel largo enfrentamiento contra la reina Gaia tenía un poco ofuscado al rey númida en lo que hacía referencia a las mujeres, seres que ni en Roma ni en Cartago ni en casi ningún lugar tenían capacidad de influencia sobre los acontecimientos del mundo. O, al menos, eso pensaba Mario.
Sífax miraba fijamente a su invitado romano y sonreía con cinismo. «Qué poco sabe este hombre de la vida», pensó, «espero que sepa algo más de la guerra».