El cuarto consulado
Roma, 214 a. C.
Catón esperaba a su mentor. Se asomó a la puerta principal y admiró el camino que serpeaba entre cipreses. Era una ruta de suaves curvas que iba desde la calzada que conducía a Roma hasta terminar su sesgado recorrido en la entrada de la villa de Fabio Máximo en las afueras de la ciudad. La guerra continuaba y con ella Catón había visto a Fabio crecer en poder, padecer tremendos ataques, superarlos y subsistir no ya en el Senado, como uno más, sino permanecer en el centro del control de Roma. Acababa de ser reelegido para un cuarto consulado en lo que bastantes calificaban de una elección más que discutible: Otacilio Craso y Emilio Régilo, hombres de prestigio pero sin experiencia militar de renombre, habían sido los senadores electos. Catón presenció cómo Fabio Máximo se alzó en el Senado y rebatía con furia aquella decisión.
—¡Roma está en medio de la más cruenta de las guerras que nunca jamás ha tenido que afrontar! Y ante esto, ¿elegimos a hombres sin experiencia en el mando militar para enfrentarse al general más hábil contra el que nunca hemos luchado? ¿Es así como Roma quiere vencer o es así como Roma quiere suicidarse? Porque si es esto último lo que se busca, aquí me tendréis, a vuestro servicio, el primero para morir con honor, pero si aún no se ha caído en tanta desesperación, si aún no somos todos iguales a los que negociaron su rendición ante el cartaginés en Cannae, si aún hay quien piensa que la victoria no sólo es posible, sino que debe ser nuestra única salida, si es esto otro lo que se desea, entonces estos cónsules, sin entrar a menoscabar su honorabilidad, no nos valen para el campo de batalla. ¡Que Roma decida lo que quiera, pero que luego Roma sea consecuente con lo que ha elegido!
Aquellas palabras encendieron la cólera de los que veían en aquella intervención una nueva manipulación de Fabio Máximo para ser reelegido y continuar en el poder, pero muchos senadores sintieron el miedo en sus carnes y observaban a los recién elegidos cónsules, Craso y Régilo, con desconfianza e incertidumbre. Máximo se sentó y se limitó a contemplar el debate que condujo a una nueva convocatoria de todas las centurias de la ciudad y, reunidas todas las tribus, se transmitió la argumentación de Fabio Máximo y las consecuentes dudas que sus palabras habían suscitado en el Senado. En el foro se reproducía la misma discusión, divididos en sendos bandos, unos defendiendo la necesidad de seleccionar a líderes más expertos en la guerra y otros en que se discutía lo impropio e irregular de repetir unas elecciones consulares. Catón volvió a ser testigo de cómo el miedo, blandido con brillantez retórica por su mentor, concluyó en la consecución de sus objetivos: unas nuevas elecciones. El resultado fue bien diferente al obtenido hacía apenas unas horas: Quinto Fabio Máximo salía reelegido como cónsul, su cuarto mandato, mientras que Claudio Marcelo ocuparía la otra magistratura aquel año, su tercer mandato. Roma seleccionaba así a los hombres de más experiencia para proseguir la guerra contra Aníbal.
Aníbal. Aníbal. La sola mención de aquel nombre causaba estragos y torcía las estructuras del Estado. Por acabar con Aníbal se podía rehacer todo, cambiar todo, incluso lo impensable: repetir elecciones. Los enemigos de Máximo callaron ante el miedo plasmado en los ojos de los romanos. Se consolaron con que al menos esta vez no era una dictadura lo que tenía bajo sus manos el anciano senador, sino un nuevo consulado compartido con otro general de renombre, respetado y apreciado también por el pueblo: Marcelo se había ganado la consideración de los romanos por su resistencia ante el cartaginés en el asedio de Nola, donde Aníbal no consiguió doblegar al general romano ni con los refuerzos que Bomílcar, uno de los nuevos generales de Aníbal recién llegado de África, había conseguido reunir.
El poder en Roma quedaba aquel año dividido entre dos grandes y poderosos cónsules. Los únicos que de una u otra forma habían resistido al cartaginés: de Fabio se valoraba su capacidad estratégica, de Marcelo, su audacia en el campo de batalla. Durante meses se hablaba en el foro de que Roma, por fin, había encontrado la forma de luchar contra Aníbal mediante la combinación de un escudo, Máximo, y de una afilada espada, Marcelo.
Sin embargo, Catón, reflexionando a la espera de la llegada de Fabio Máximo de su paseo matutino por el bosque cercano donde el anciano cónsul se adentraba para meditar y relajarse, no pensaba que aquélla fuera una estrategia así observada por los personajes involucrados: ambos, Fabio y Marcelo, compartían el objetivo de derrotar a Aníbal y, si bien era cierto que sus métodos eran diferentes, y hasta allí había llegado el pueblo en su intuición, sin duda también eran distintos sus proyectos últimos: con toda probabilidad Marcelo buscaba renombre, gloria y prestigio y que todo esto quedara plasmado en una gran victoria, en un magnífico triunfo en Roma; no obstante, Marco Porcio Catón, aquí miró al suelo frunciendo el ceño, se preguntó: «¿Cuál es exactamente el objetivo final de Fabio Máximo?».
—¿Y bien, mi leal Marco? ¿Qué informes me traes? ¿Será éste el año de nuestra victoria final?
Marco Porcio Catón levantó sus ojos del suelo y vio a Fabio Máximo frente a él. Bien afeitado, erguido pese a sus años, algo más grueso que hacía unas semanas, pero sin estar gordo; ágil en sus movimientos y sigiloso. No había oído pasos que anticiparan su llegada.
—No lo sé, mi señor; tenemos más fuerzas que nunca, pero Aníbal es poderoso y tiene también poderosos amigos —respondió Catón.
—Bien, bien, bien. Vayamos por partes. ¿Más fuerzas que nunca, dices? Sí, en eso llevas razón. Dieciocho legiones con las últimas seis que hemos reclutado este año. ¿No es así?
—Dieciocho legiones más las fuerzas de Hispania —completó Catón.
—Humm. Sí, correcto. Siempre tiendo a olvidarme de ese par de legiones extra en Hispania. Debe de ser algún curioso desliz de mi mente, olvidarme de esos Escipiones. Quizá son legiones que doy por perdidas hace tiempo.
Máximo se echó a reír. Catón esbozó una malévola sonrisa llena de complicidad con el viejo cónsul, pero guardó silencio. Había aprendido a no comentar las ironías del anciano mandatario. Máximo apreció aquel silencio.
—Bien —prosiguió—, veinte legiones. Nunca Roma había tenido tantas fuerzas, es cierto, pero nunca antes tuvimos tantos frentes a los que atender. Por sorprendente que esta circunstancia pueda parecerte, quién sabe, es posible que algún día nos parezca algo normal. ¿Me miras extrañado? En fin, no anticipemos circunstancias. Son presagios de un viejo augur. Vayamos a nuestro tiempo. Veamos. Corrígeme si me equivoco. Empecemos por los pretores: Tiberio Graco en Luceria y Terencio Varrón en territorio piceno… Deberíamos haberlo mandado a Sicilia con el resto de los supervivientes de Cannae, pero le salvó la presencia de mi hijo entre los tribunos, eso le salvó. En fin, y Marco Pomponio en el norte, ocupándose de esos incómodos galos. Cornelio Léntulo en Sicilia y Tito Otacilio con la flota. ¿Quién me dejo?
—Entre los pretores a nadie, mi señor. Queda Quinto Minucio en Cerdeña y Marco Valerio en las costas del Adriático, como propretores.
—Correcto, correcto, y luego me quedan los procónsules de Hispania y mi colega en el cargo, el cónsul Marcelo asediando Siracusa, la traidora Siracusa pasada al bando cartaginés. —Máximo observó cómo Catón asentía; preguntó entonces—: ¿Y cómo van las cosas? Estás sudoroso. Has venido cabalgando con rapidez. No puede ser presagio de buenas noticias. ¿Debo sentarme o las podré digerir en pie?
—Creo que sentado podríais descansar de vuestro paseo.
—Siempre tan sutil, Marco; pero seguiré tu consejo. Adivino largos informes y eso siempre es tedioso —dijo Máximo al tiempo que daba una palmada. Tres jóvenes esclavas egipcias de tez muy morena, con túnicas en extremo cortas dejando a la vista brazos y muslos, se acercaron a su amo, que había tomado asiento en una silla en el centro del atrium, junto al impluvium. Traían vino, agua, copas y una pequeña mesita sobre la que dispusieron todos los elementos. Servidas dos copas acercaron una a su amo y otra al invitado. Marco no tenía ganas de vino, pero tomó el cáliz y se mojó los labios. Fabio Máximo tomó dos grandes sorbos y, copa en mano, se dirigió de nuevo a Catón—. ¿Cómo va todo? Sé escueto, ya sabes que no me gustan los rodeos.
—En el norte Pomponio mantiene las posiciones contra los galos lo mejor que puede; la situación no es buena pero no es lo más preocupante.
—Bien, sigue.
—El general Marcelo no consigue grandes cosas en su asedio. Los siracusanos resisten. Marcelo ha ideado nuevas estrategias para intentar acercarse a las murallas y tomar la ciudad por asalto: montó torres de asedio sobre plataformas que había establecido encima de parejas de trirremes. Los barcos unidos servían de soporte para las torres que se acercaban por mar hasta las mismas murallas de la ciudad, pero los siracusanos, además de defenderse con proyectiles de todo tipo, han desarrollado nuevas máquinas de guerra, con enormes garfios de una portentosa fuerza. Los garfios se ensartan en nuestras naves y luego las levantan en el aire con poleas gigantescas para al fin dejarlas caer sobre el agua. Al estrellarse varías se hundieron y otras quedaron inutilizadas para el asedio. Las torres se vinieron abajo. También usan espejos con los que ciegan a nuestros soldados. Marcelo ha desistido de momento. Parece que un tal Arquímedes es el que dirige la defensa o, al menos, el que ha diseñado esas máquinas.
—Nos hace falta ese hombre vivo. Y necesitamos Siracusa. No podemos permitir más sediciones. Primero fue Capua la que nos abandonó. Si dejamos que Siracusa triunfe pasándose al bando cartaginés, pronto no nos quedarán ciudades amigas. Tenemos que recuperar ambas. Cueste lo que cueste. Que Marcelo prosiga el asedio. Y a ese Arquímedes, lo quiero vivo. Nos hace falta gente con su inteligencia.
Marcelo ya había ordenado que en caso de entrar en la ciudad se respetase la vida del ingeniero griego, pese al sinfín de muertes que sus máquinas habían provocado entre sus hombres. Preguntado por sus legionarios, el cónsul Marcelo había sido claro.
—¡Precisamente por eso, porque sus máquinas son capaces de acabar con tantos legionarios, le necesitamos vivo!
Catón pensó en añadir este comentario de Marcelo a sus informes, pero decidió omitirlo.
—¿Dónde estás, Marco? ¿Ya no hay más que contarme? —La voz de Máximo le devolvió al presente.
—Capua resiste a nuestros ataques y ha recibido refuerzos de Aníbal: mercenarios iberos y jinetes númidas. Aníbal, entretanto, ha ido al sur y ataca Tarento.
—Está claro que Aníbal busca un puerto en el sur para recibir más refuerzos y pertrechos. Es importante que Tarento no caiga. Ya hemos perdido Capua, de momento al menos, y no podemos permitir perder más enclaves en suelo itálico.
—Nuestras fuerzas aliadas con los propios tarentinos están resistiendo.
Fabio Máximo asintió. Catón guardó silencio, parecía dudar.
—¿Eso es todo? —preguntó el cónsul.
—No, perdonad; hay más.
—Bien, Marco, habla.
—Marco Valerio ha conseguido detener las incursiones de Filipo V de Macedonia por la costa adriática, pero ahora el rey macedonio asedia por tierra Apolonia. —Catón lanzó la información con celeridad inusual. Le pesaba. Añadir la existencia de otro enemigo más a la ya eterna lucha contra Aníbal no era algo grato de presentar al cónsul de Roma. En la velocidad de su expresión, Catón pareció encontrar la única formar de transmitir sus pésimas noticias.
—¿Apolonia, la capital de nuestro protectorado junto a su reino? —Fabio Máximo dejó la copa en la pequeña mesita y juntó las puntas de los dedos de sus manos mientras meditaba—. Era de esperar que Filipo, nuestro joven y belicoso vecino, volviera a la carga, pero no pensé que fuera a hacerlo tan pronto. No tan pronto. ¿Y por tierra dices? Tiene su lógica. Por tierra los macedonios han conseguido siempre sus grandes victorias. Debemos enviar refuerzos. Esto no debe ir a más.
—Ya… eso he pensado… pero…
—¿Pero…?
—Apenas hace unos meses denegasteis refuerzos para los Escipiones en Hispania. Será difícil argumentar ahora que sí pensáis que se deben enviar al otro lado del Adriático.
—Sí, es posible. —Fabio Máximo observó inquisitivamente a Catón—, quizá tú ya has pensado en algo.
—Bien, sí. Una alternativa, aunque sólo para minimizar un poco el problema. El enfrentamiento a largo plazo no sé cómo podremos solucionarlo sin recurrir a nuevas legiones y estamos escasos ya de recursos. Una alternativa sería enviar sólo un pequeño contingente, unos mil o dos mil hombres que entraran en la ciudad por la noche y ayudasen en su defensa. Eso creo que lo aceptaría el Senado. No se trata de enviar legiones, como pidieron los Escipiones; sería enviar un pequeño grupo de manípulos para socorrer a una ciudad amiga. Con vuestra habilidad podréis persuadir al Senado sin problemas.
—Es muy posible, sí, ¿pero cómo van a entrar esos hombres en una ciudad asediada por miles de macedonios?
—Mis informadores aseguran que los macedonios están muy confiados en su asedio y que no han levantado empalizadas en torno a la ciudad; su campamento está desperdigado, sin orden. Por la noche podríamos conseguir introducir una guarnición en la ciudad.
—Bien —concedió Fabio—, me aseguraré de conseguir esa pequeña guarnición. Como dices, es posible persuadir al Senado siempre que no pidamos más legiones, pero con estos soldados, incluso aunque consigamos hacer desistir a Filipo de su actual asalto, no será suficiente para asegurarnos el control de ese frente, como muy bien has apuntado; con esto sólo retrasaremos el problema esencial: la apertura de un nuevo conflicto contra otro poderoso e incómodo enemigo —en ese momento Fabio Máximo continuó hablando mirando al suelo, distraído, absorto en sus propios pensamientos—, tendremos que encontrar algo con lo que mantener ocupado a Filipo hasta que nos deshagamos de una vez para siempre de Aníbal… algo o alguien que consiga preocupar a nuestro joven vecino lo suficiente como para que nos deje tiempo. Hemos de ver la forma.
Catón esperó la conclusión a la que parecía estar llegando el viejo cónsul, pero éste permanecía callado. Parecía que su mente navegaba alejada de aquel atrium, lejos de Roma, en regiones distantes, remotas. Al fin, alzó la mirada y retomó la palabra.
—Te voy a contar una historia Marco Porcio Catón. Ya sé que a menudo piensas que poco más puedes aprender ya de mí, pero hoy te voy a honrar con una lección de historia y arte de la guerra. ¿Ves aquel arcón, al fondo, en el tablinium?; Bien, ábrelo y tráeme unos rollos con el nombre griego Indiká escrito en los extremos.
Catón, sorprendido, se levantó y siguió con precisión las instrucciones. En el tablinium encontró un arcón grande de madera con rebordes de bronce. Lo abrió y observó que estaba repleto de rollos de diferentes colores y con nombres en diversas lenguas, latín, griego, fenicio y otras cuyos caracteres desconocía por completo. En la parte superior de aquella numerosa colección de volúmenes se veían dos rollos con el nombre Indiká grabado en griego. Los tomó y se los entregó al cónsul.
—Vuelve a tomar asiento, Marco. Supongo que no sabes qué volumen es éste, ¿verdad?
—Algo he oído hablar, pero no sé los detalles. Creo que tratan de la historia de la India, pero no sé quién los escribió y por qué.
—Bien, Marco, eso está bastante bien, pero si quieres llegar lejos, si tienes ambición y ansías lo mejor para Roma, eso que me has dicho no es suficiente. Hay que saber más, Marco. La información y la sabiduría sobre el arte del gobierno y de la guerra acumulada en volúmenes como éstos es oro, puro oro. Otros coleccionan obras de teatro, poesía, entretenimiento para un pueblo débil. Yo sólo guardo libros sobre cosas prácticas, sobre aquello que realmente importa. Te explicaré: los Indiká son, como bien has dicho, una historia del imperio de la India bajo el gobierno de la dinastía Maurya escrita por Megástenes, embajador de Seleúco Nicátor, uno de los antiguos generales de Alejandro Magno. En estos libros se nos narran multitud de episodios sobre el gobierno de aquella región, pero me interesan de forma especial las referencias a Kautilya, un sacerdote consejero de Sandrakuptos en lengua griega, Chandragupta para su pueblo. ¿Me sigues? Bien, Alejandro Magno llegó hasta la India y sometió el reino oriental y a su monarca Poros, pero el gran general macedonio se detuvo allí. La mayoría de los escritos nos dicen que fue a causa de la rebelión de sus tropas, cansadas de tanto combatir y de aquella marcha sin final, pero hay otros que consideran, y yo con ellos, que quizá a eso debieron añadirse las dudas de Alejandro sobre la posibilidad de someter el reino occidental de la India en manos de Sandrakuptos, pero divago, eso es otra historia. Sólo quería que te ubicaras en el tiempo para comprender la importancia de estos textos y de lo que narran. Lo que me interesa aquí es que este poderoso Sandrakuptos, del que hasta es posible que tuviera cierto miedo o, al menos, gran respeto, el propio Alejandro Magno, siempre invencible en el campo de batalla, tenía un consejero de nombre Kautilya y este hombre escribió un muy lúcido tratado sobre el gobierno y la guerra: el Arthashastra. Para mi desdicha no dispongo del original de ese volumen, pero algunas referencias aquí contenidas nos trasladan algunas de las ideas de este hombre del que tanto se fiaba Sandrakuptos. Y te voy a decir una de sus ideas: «tu mejor amigo es el vecino de tu enemigo». ¿Entiendes, Marco, ves adónde quiero llegar?
Catón miraba con los ojos abiertos. No alcanzaba a comprender de qué forma aquellas historias de embajadores, antiguos generales macedonios, herederos del poder de Alejandro Magno, y viejos emperadores indios podían guardar relación con el acoso al que uno de sus descendientes, el rey Filipo V de la actual Macedonia, los tenía sometidos en las costas del Adriático aprovechando la debilidad de Roma en su guerra contra Aníbal.
—Bien —continuó Fabio Máximo entre satisfecho consigo mismo y divertido por la aparente confusión en la que su interlocutor se encontraba sumido—; veo que la lección de historia no ha conseguido iluminarte. Te traduciré las enseñanzas de Kautilya: tenemos a un vecino molesto en grado sumo, el rey Filipo de Macedonia, que, aprovechando nuestros múltiples frentes de guerra con Cartago y la dispersión de nuestros ejércitos en la Galia, en Cerdeña, Hispania, Sicilia e Italia, decide atacarnos, ¿correcto?
Catón asintió, aún sin entender a dónde quería llegar el cónsul.
—Y yo pregunto, ¿a quién tiene de vecinos Filipo, además de a nosotros?
—¿De vecinos? —Catón empezó a encajar las piezas de aquel rompecabezas, «tu mejor amigo es el vecino de tu enemigo»—. Están los tracios al norte…
—Unos bárbaros —interrumpió Máximo—, no se puede tratar con ellos.
—Al este está el reino seléucida de Antíoco III…
—No, domina Persia y parte de Asia Menor, demasiado grande, demasiado ambicioso, demasiado arriesgado.
—En el Egeo Filipo tiene problemas con Ptolomeo Filopátor de Egipto…
—Sí, es una opción, pero alguien más próximo nos vendría mejor.
—Están las ciudades griegas de la liga etolia, al sur de Macedonia.
—Exacto, Marco. La liga etolia será «nuestro mejor amigo» en el futuro próximo. Eso, claro, requerirá tiempo. No es algo que podamos conseguir en unos días, ni siquiera en unos meses. De momento enviaremos ese grupo de tropas a Apolonia, pero el secreto de la victoria y, más aún, de la supervivencia está en marcar tus objetivos a largo plazo, con tanto tiempo que ni tus enemigos sean capaces de intuir por dónde serán atacados el día de mañana. La liga etolia. Ése es nuestro objetivo: un levantamiento de esas ciudades contra Macedonia. Tiempo al tiempo.
Fabio Máximo tomó su copa y bebió con ansia hasta el último sorbo. Estaba a gusto consigo mismo. Catón le observaba meditabundo. Aquél era un proyecto extraño, incorporar a aquella guerra más contendientes, pero quizá aquel sacerdote o consejero indio tuviera razón y, a largo plazo, encontrar enemigos de tus enemigos podría resolver aquel problema. Lo que estaba claro es que empezaba a ser insostenible atender a tantos frentes. Roma estaba llegando al límite de sus fuerzas y no se adivinaba un desenlace rápido del conflicto. Catón tomó su copa y, en esa ocasión, acompañó con avidez al viejo senador. Cuando terminó dudó, pero al fin planteó su interrogante.
—Señor…
—¿Sí…? —La voz de Fabio Máximo era distante, meditaba aún sobre su estrategia.
—¿Por qué Aníbal no se lanzó sobre nosotros, sobre Roma, tras Cannae?
—Era pronto. —Máximo respondió con rapidez, como quien ya ha reflexionado sobre un asunto y ha llegado a conclusiones evidentes—. Pronto. Teníamos recursos, las legiones urbanae, estábamos derrotados pero no vencidos, no vencidos, querido Marco. Y no disponía de armamento para el asedio. No, no éramos la fruta madura que el cartaginés espera recoger. Primero quiere apoderarse de Italia, hacer de nuestros aliados latinos y de las ciudades griegas del sur, ciudades y aliados cartagineses. Luego volverá a recoger los despojos de Roma. Por eso, Marco, por eso hay que evitar que consiga refuerzos ya sea por el norte o por mar desde el sur. Por eso tenemos dos legiones en Hispania y, cuando desaparezcan a manos de su hermano, enviaremos más, pero no ahora, no mientras estén al mando los Escipiones. Y por eso mismo debemos cuidar nosotros del sur y de sus puertos. De momento no puedo decirte más. Con tu inteligencia deberías poder desentrañar lo que resta por hacer… pero ahora estoy ya cansado… retírate y déjame reposar.
Marco Porcio Catón se despidió con una leve reverencia y abandonó la estancia. Su cabeza se esforzaba por discernir los planes de su mentor al tiempo que digería sus conclusiones sobre la estrategia que Aníbal había marcado para terminar con el poder de Roma. Las conversaciones con el viejo cónsul siempre daban mucho que pensar.