73

Una pelea nocturna

Roma, 214 a. C.

Tito Maccio había concluido La Asinaria[*], que así era como había convenido denominar su obra, por tratar la misma de la gestión del dinero producido por la venta de unos asnos y las múltiples circunstancias cómicas que con relación a dicho pago surgen entre diferentes personajes: una cortesana, su amado, otros amantes competidores, padres, madres, esclavos. Acababa de regresar del molino, había repasado la última escena y sólo le restaba el gran momento de firmar su texto. Había escrito ya su nombre, Tito Maccio, pero sabía que para presentarse en el mundo del teatro era buena idea usar un nombre completo que se asemejara a los romanos que usaban de tres secciones en su forma de llamarse con un praenomen[*], un nomen[*] y un cognomen[*]. Tito servía como praenomen y Maccio como nomen, pero necesitaba de un cognomen para completar su nombre. Estaba sentado sobre las mantas, apoyada su espalda en la pared con las piernas bien estiradas intentando recuperar sus músculos del esfuerzo realizado durante la dura jornada de trabajo empujando la rueda del molino. Se había quitado las sandalias y vio sus pies desnudos, encallecidos por caminar eternamente, día tras día, en círculos infinitos. Le dolían. A su complexión de pies planos no le favorecía nada aquel esfuerzo continuo, igual que ya le torturaron durante las largas marchas en las campañas del norte. Se quedó con la mirada fija en ellos y se sonrió. Recordó cómo le llamaban en Sársina, de niño, por tener aquel defecto en los pies. Era el apodo que se daba en Umbría a todos los que tenían los pies planos. Le pareció una posibilidad, pero el nombre sonaba en latín muy similar a la palabra que se empleaba para referirse a un perro de orejas grandes y caídas. No parecía adecuado, ¿o sí? A fin de cuentas estaba firmando una comedia, donde todo estaba hecho para que el público se riera, ¿por qué no empezar a hacer sonreír a la futura audiencia con el nombre del propio autor? Sí, definitivamente sí. Tito se inclinó sobre el papiro del cuarto rollo que había necesitado para completar la obra y añadió un tercer nombre a los dos anteriores. Ahora tenía ya un nombre completo. Tito como praenomen, Maccio como nomen y un cognomen con el que completar la terna. Ya podía salir a presentar su obra a Rufo.

Había anochecido y la seguridad de las calles de Roma, especialmente en aquel barrio, brillaba por su ausencia, pero ¿quién querría robar a alguien como él, vestido casi en su totalidad de ropa harapienta y maloliente? No lo pensó más. Envolvió entre los pliegues de su túnica los rollos que contenían su obra y se encaminó hacia el río primero para, bordeando el barrio de las putas nocturnas, cruzar el foro y llegar cerca de la Vía Appia, en el otro extremo de la ciudad, donde Rufo vivía antaño. Era posible que ya no estuviera allí, pero alguien le podría decir dónde encontrarle. Sentía un optimismo jovial, casi infantil. Caminaba como un chiquillo al que le hubieran regalado pasteles. Pensó, antes de salir, en dejar los rollos en su habitación hasta asegurarse de la actual residencia de Rufo, pero sus ganas por presentar lo que él creía era una gran obra de teatro le vencieron y se llevó los rollos consigo.

Evitando a las putas y sus ofertas, algunas razonables y otras de locura, alcanzó el río. Era una noche tranquila de primavera, bulliciosa en las calzadas por donde los carros transitaban a gran velocidad cargados de todo tipo de mercancías y enseres para el mercado que debía abrir al amanecer. Fue junto al río aún, antes de poder girar para encaminarse hacia el foro, cuando apareció aquel grupo de jóvenes medio borrachos. Iban bien vestidos, hijos de patricios aburridos que, tras una noche de juerga entre las putas, habían decidido terminar la fiesta embriagándose en alguna de las sucias tabernas del Tíber. Sus buenas ropas no levantaron las sospechas de Tito. Ése fue su error y su perdición.

—Mira, un pobre, un miserable del río —escuchó que decía uno de aquellos jóvenes tras cruzarse con él.

—Son escoria —escuchó que decía otro—, escoria que ensucia las calles de Roma. Es por basura como ésa por la que no podemos derrotar a ese miserable de Aníbal. Contaminan el espíritu de Roma con su suciedad.

Tito empezó a apretar el paso. No quería ningún mal encuentro y esa noche menos que nunca. Llevaba sus preciados rollos consigo y podían estropearse en una pelea. No tenía miedo a luchar. Nada podía ser peor que el adiestramiento militar o las desastrosas batallas en las que se había visto envuelto, pero sus preciados rollos podían ser dañados, con sus palabras, con sus versos, sus escenas, sus cinco actos, toda su obra, el esfuerzo de un año. Los jóvenes corrían tras él.

—A por él, acabemos con la miseria de Roma, por Hércules, esta noche haremos limpieza en las calles de Roma —gritaron y se abalanzaron sobre él. Tito no sabía exactamente cuántos eran y si estaban armados. Al cruzarse con ellos había mantenido baja la mirada para evitar precisamente airar a nadie, pues sabía de las suspicacias de los habitantes de la noche romana. Sin embargo, con borrachos aburridos, hijos de patricios en busca de pelea no había contado. Le derribaron y cayó al suelo. Sonó un chasquido en el interior de su cuerpo. Algo parecía haberse roto, o torcido. Un dolor agudo en el hombro derecho. Mucho más daño del que se habría hecho en cualquier otra circunstancia, pues paró todo el golpe con su hombro y su brazo derecho porque no quiso soltar los rollos de entre sus manos. Se había roto algún hueso quizá pero había salvado su obra y eso era lo fundamental, pero, de pronto, le cogieron de los brazos y al agitarle sus preciados rollos, su tesoro se desparramó por el suelo. Dos rollos quedaron sobre la calzada bien cerrados, pero los otros dos se abrieron al caer y se desplegaron varios pasos tal y como eran de largos. Quiso levantarse para salvar sus rollos pero una andanada de patadas llovió sobre él hasta que instintivamente se acurrucó en posición fetal y se protegió la cabeza con las manos. Le golpearon hasta que se hartaron. Debían de ser cuatro o cinco.

—Dejadle. Ni siquiera pelea. Esto es aún más aburrido que las putas.

—¿Y si le matamos?

—Eso, matémosle.

Tito Maccio respiraba aún, entrecortadamente, intentando recuperar el aliento y fuerzas suficientes para desembarazarse de aquellos imbéciles, escapar de sus golpes y recuperar su obra. Miraba desde el suelo, tumbado de lado, a través de los huecos que dejaba semiabiertos entre los dedos de sus manos. Los rollos seguían allí donde estaban.

—Mira —dijo uno de los jóvenes—, llevaba esto.

Tito vio cómo uno de ellos cogía uno de sus rollos y lo enseñaba a los demás.

—Parecen rollos de papiro.

—Los habrá robado.

Tito Maccio, aprovechando que los jóvenes parecían haberse distraído con los rollos, se levantó.

—Dejad eso —dijo en voz alta, aunque no pronunció con claridad y su frase quedó en un gemido ahogado en la sangre que brotaba de su boca. Una patada le había partido el labio inferior y un diente. Escupió en el suelo.

Todos se volvieron a mirarle. Primero se sorprendieron, pues lo habían dado por prácticamente muerto, pero luego rieron a carcajadas.

—Por todos los dioses. Parece que aún respira la rata del río.

—Dadme esos rollos, me pertenecen —esta vez su pronunciación resultó comprensible. Sin embargo, las risas de sus agresores seguían reinando entre las sombras—. Dadme esos rollos, los he escrito yo, me pertenecen. —El tono de su voz era ya una mezcla de petición y súplica. Le dolía todo el cuerpo. No podía luchar. Sólo quería recuperar su obra, regresar a su pequeña habitación y recostarse hasta que sus heridas curasen.

Se hizo un breve silencio.

—Mientes —dijo uno de ellos al fin—. Los has robado. No es posible que miserables como tú se dediquen a escribir —y cogió un rollo y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia el río.

Tito Maccio se giró y vio cómo el rollo caía bien en mitad del caudaloso cauce. La luz de la luna se reflejaba en él y observó cómo el Tíber se llevaba sus palabras, perdidas para siempre. Se giró de nuevo hacia los jóvenes. La ira se apoderaba de él. Quedaban tres rollos. Sin mediar palabra se abalanzó sobre ellos y con una fuerza bestial salida desde lo más profundo de sus entrañas la emprendió a golpes con todos. A dos los derribó de un solo puñetazo, pero al tercero, mucho más alto y fuerte que él, no pudo tumbarlo. El cuarto entró entonces en acción y luego se les unieron los dos que habían recibido los puñetazos iniciales. En la lucha Tito les arrancó uno de los rollos y lo apretó contra su pecho mientras todos a una volvían a golpearle. Esta vez su objetivo era matarle y lo habrían conseguido, si no es porque los gritos de Tito llamaron la atención de los triunviros que patrullaban la zona y se acercaron para ver qué ocurría. Cuando los soldados de la milicia de Roma llegaron la visión de Tito Maccio era bastante triste. Estaba acurrucado en un charco de sangre que le brotaba de la cabeza y de un brazo. Le dolía el estómago y el hígado. Abrió los ojos desde el suelo y vio cómo los jóvenes se alejaban entre risas y cómo arrojaban al río los otros dos rollos que no había podido recuperar: uno, dos y… por Hércules y todos los dioses… tres. Miró entonces a sus manos y vio que durante la pelea le habían arrancado el rollo que había conseguido recuperar. Sólo le quedaba un pequeño trozo de papiro entre sus manos. Los triunviros, una vez disuelta la pelea y viendo que Tito, aunque medio arrastrándose, aún podía moverse, se limitaron a darle una patada más y ordenarle que se fuera. Medio a gatas, apoyándose en una pared, Tito se levantó y empezó, cojeando, su camino de regreso a casa. Una vez en su habitación, tras una penosa marcha de regreso, muy a duras penas se arrastró y se tumbó sobre sus mantas sucias para recuperar el aliento. Al cabo de unos minutos, encendió la lámpara para examinarse las heridas: cortes por todas partes, algunos profundos y mucha sangre. Arrancó algunos trozos de una de las mantas rasgándola y se hizo unos vendajes rudimentarios. Podía intentar buscar ayuda, pero había perdido su obra. Ya nada le importaba. Tampoco era probable que nadie le brindase asistencia a él, un pobre desarrapado, un mendigo miserable, herido, asqueroso. Sentado, con la espalda apoyada en la pared, entre sollozos apagados, se acercó el pequeño pedazo de papiro donde estaba todo lo que quedaba de su obra: sólo tres palabras sueltas. Irónicamente el destino sólo le había permitido preservar su firma al final del texto, su nombre, con su praenomen, su nomen y su cognomen: Tito Maccio… Plauto.

Se acurrucó en una esquina esperando desangrarse y dejar ya de una vez aquel mundo de hambre, sufrimiento y soledad. Hacía unas horas aún tenía algo por lo que luchar, pero el río se había llevado su última esperanza.