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La unión de dos familias

Roma, enero de 215 a. C.

En 215 a. C. en el foro de Roma se hablaba sólo de dos cosas: del pacto al que Aníbal había llegado con Filipo V de Macedonia para luchar juntos contra Roma y de la unión de dos de las más importantes familias de la ciudad mediante el matrimonio del joven tribuno Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de los Escipiones, procónsules de Hispania, con la joven huérfana Emilia Tercia, hija del cónsul caído en Cannae, de la familia de los Emilio-Paulos. La historia de la autorización del viejo cónsul escrita en un papiro y guardada en un viejo arcón había corrido de boca en boca por toda la ciudad haciendo las delicias de matronas maduras, jóvenes patricias soñadoras y sirvientes y esclavos de toda condición.

En casa de Emilia, el primero de estos temas, aun de gran importancia para todos los allí presentes ya que, de un modo u otro, todo lo relacionado con la guerra de Aníbal les afectaba de forma muy directa, había pasado a un segundo plano en los últimos días presionados por los preparativos de la boda. En el atrium de su casa, la joven asistía nerviosa al largo debate entre su hermano Lucio Emilio y su prometido Publio, en busca de una fecha adecuada para la celebración de las nupcias.

—Bien, si eliminamos los días lunares —comentaba Lucio Emilio mirando unas tablas con un calendario romano—, tenemos que descartar las kalendae, las nonae[*] y los idus de este mes; y tampoco podemos contar con los días posteriores a estas fechas y hemos de dejar pasar los Parentalia[*]. No sería un momento ni correcto ni propicio.

—De acuerdo, pero tanto a tu hermana como a mí nos gustaría celebrar la boda antes de los Lemuria[*] —comentaba Publio, cuando la propia Emilia, saltándose las normas que el decoro marcaba, irrumpió en la conversación sobre su futuro enlace.

—Y no en mayo, por favor, trae mala suerte.

Los dos jóvenes la miraron con condescendencia y se sonrieron. Ambos se habían acostumbrado a los atrevimientos de la joven, fruto de un relajamiento en la disciplina en la educación de Emilia por parte de su padre una vez que su madre falleció. Mayo no estaba entre los meses inapropiados para casarse y, de hecho, se podría ajustar bien teniendo en cuenta las limitaciones que las diferentes fiestas en honor a los muertos y otras festividades presentaban a la hora de seleccionar un día aceptado por todos como propicio para el enlace. Sin embargo, mayo era tradicionalmente considerado como un mes desafortunado para los casamientos y estaba claro que Emilia era partícipe de dicha superstición. Publio no quería contrariarla. Además, sabía que había muchos ojos puestos en aquella unión y quería evitar que nadie pudiera presagiar desgracias para los contrayentes o para sus familias por seleccionar un día inadecuado. Publio no tenía muy claro el valor de todo aquello, pero había aprendido de su padre a no menospreciar el poder de las creencias de la gente y la importancia de las apariencias.

—Entonces ¿qué tal abril? —propuso Publio—, de esa forma dejamos pasar también las celebraciones y sacrificios de marzo para la nueva campaña de guerra —y volviéndose a Emilia— y abril es la primavera, la luz.

Emilia sonrió sin decir nada y bajó la mirada.

—Bien —asintió Lucio—, me parece bien abril. Consultaré a los augures para asegurarnos un día que no sea endotercisi, probablemente a finales de abril.

—A finales de abril —confirmó Publio—, pero evitemos consultar al viejo augur de Fabio Máximo; no creo que vea esta unión con buenos ojos y preveo cierta subjetividad en su interpretación del futuro.

—Por supuesto, sin Fabio —confirmó Lucio y ambos jóvenes se echaron a reír. Fabio era augur vitalicio, pero había otros augures a los que consultar. Publio y Lucio Emilio se levantaron y con un fuerte abrazo sellaron su acuerdo para celebrar el casamiento que uniría aún más a sus dos familias.

Publio, acompañado por un esclavo, regresó a casa chapoteando entre los charcos de las calles bajo una densa lluvia. Su corazón estaba feliz. Pronto Emilia sería suya y podría estrecharla entre sus brazos cada noche.

Roma, abril de 215 a. C.

Es la noche antes de la boda. Emilia, vestida con una túnica engalanada de púrpura, acompañada por su hermano Lucio, recoge todos los juguetes que decoraron su infancia. La mayoría eran regalos que su padre le había traído cuando regresaba del foro. Una vez amontonados todos en un arca, dos esclavos la levantan y se quedan esperando las instrucciones de su amo Lucio Emilio. La vida de Emilia debía seguir hacia un nuevo destino. Todo lo que la acompañó en su infancia y en su pubertad debía quedar atrás. Emilia se quita la pequeña bulla que pende de su delgado cuello y la entrega a su hermano que, despacio, con delicadeza, la coge en su mano derecha y la cubre con la mano izquierda. Lucio le concede unos segundos a su hermana que esta aprovecha para respirar profundamente hasta tres veces.

—Bien, vamos —indica Lucio.

El joven pater familias sale de la estancia, la bulla de su hermana envuelta en sus manos, seguido de los esclavos con el arca llena de juguetes y, cerrando la pequeña comitiva, Emilia, caminando lentamente, su mirada clavada en el suelo. Pocos ya serán los pasos que dé en aquellas habitaciones que la vieron crecer junto a su familia.

Todos juntos salen al atrium, donde los espera un amplio número de familiares y amigos. Allí, junto al pequeño altar de los dioses Penates de la casa, se consagran juguetes y bulla, haciendo una imprecación especial a Juno, para que proteja a Emilia en la nueva vida que la espera. La joven se quita la túnica que lleva y se pone la túnica recta[*], blanca como la leche y larga hasta cubrirle los pies. Se sienta y una mujer, amiga de la familia, que sólo se ha casado una vez, la ayuda a recogerse el cabello con cariño y esmero, envolviendo su tupida melena negra en una pequeña redecilla de color rojo. Así, después de saludar a todos los presentes, Emilia se retira de nuevo a su estancia, ahora mucho más amplia, casi vacía al haber limpiado todos los estantes y el suelo de sus recuerdos infantiles. Se echa sobre el lecho y aguarda la llegada del nuevo día. Apenas si puede dormir. Piensa en su futuro marido y en la vida que le espera con Publio. Sabe que es afortunada: muchas no conocen al que será su esposo hasta el mismo día de la boda; ella, en cambio, ha podido hablar con él innumerables veces, incluso en momentos de desdicha, cuando le dieron la noticia de la muerte de su padre, sintió el abrazo de los poderosos brazos de aquel joven que se iba a casar con ella. ¿Es amor lo que siente por él? Sabía poco del amor. Algunos poemas leídos casi clandestinamente, lo que decían sus esclavas: «Es como si el estómago se te encogiera y no pudieras ya comer y luego es una felicidad indescriptible; y siempre así, de un extremo a otro, mientras dura», le decían. Ella había sentido lo del estómago cada vez que Publio venía a visitarla a casa; siempre tenía miedo de que ya no quisiera hablar con ella, de que se hubiera cansado, de ya no resultarle divertida o guapa o lo que sea que buscan los hombres.

Se siente feliz por unos instantes, pero una alargada oscuridad se apodera de sus pensamientos: aquella larga e infinita guerra contra Aníbal que nunca termina. Esa guerra sabe que afectará a su vida. Su futuro marido es un importante tribuno militar y más tarde o más temprano se verá obligado a volver al frente. Publio había salido ileso de Tesino, Trebia, Trasimeno, y de la mismísima Cannae. ¿Seguirán los dioses velando por él? ¿Y ella? ¿Sabrá estar a la altura de las circunstancias? De la satisfacción de su prometido dependía gran parte de la alianza entre sus dos familias. Ella sentía que le quería desde el primer día que entró en su casa y se dedicó a pasear y conversar con ella, tratándola con ternura, casi como a una niña, pero mirándola como a una mujer, o eso le parecía. Ya no está segura de nada. Cierra los ojos y, arropada por esos cálidos recuerdos, rogando a todos los dioses que siempre protejan a su querido Publio, concilia al fin un débil sueño.

Con el amanecer, dos esclavas mayores la ayudaron a vestirse según correspondía a tan especial ocasión: se hizo un peinado complejo en el que se fundían hasta seis trenzas postizas adornadas con cintas; era una forma de arreglarse el pelo muy similar a la de las sacerdotisas vírgenes que consagraban su vida a la religión. Emilia quedó peinada como una vestal pura. Luego, sobre el tocado del cabello, se echó un fino velo de tono anaranjado cubriéndole la pálida frente. Temblaba. Tenía miedo y no quería confiar sus temores a esclavas o amigas de la familia. Tenía pánico a hacer algo inapropiado durante la ceremonia y que se considerase un mal presagio. Tenía pavor a que por su culpa su ya próxima felicidad pudiera verse deteriorada por un desafuero a los dioses. Echaba de menos a su madre más que nunca. Y a su padre. Sobre todo a su padre. En su cabeza bullía cada una de las cosas que debía hacer y cómo hacerlas. Mientras le ponían la corona de flores de verbena, arrayán y azahar, revisaba mentalmente cada paso que debía tener en cuenta.

Se levanta. La túnica recta está suelta. Emilia es delgada y el vestido le viene grande, pero la mujer amiga de la familia que la asiste a la hora de vestirse toma un cinto de tela y ciñe bien la túnica elaborando el complicado nodus Herculis[*]. Un nudo difícil de deshacer, igual que la unión que va a tener lugar en unos minutos. Sobre la túnica blanca, la mujer echa un manto de color crema y, a continuación, ayuda a Emilia a ponerse unas sandalias del mismo color. Lucio entra entonces en la estancia y se pone detrás de su hermana. Separa las cintas del tocado con cuidado y pone un collar metálico alrededor del cuello de la novia. Le da un beso en la mejilla.

—¿Estás preparada?

—Sí —asiente Emilia con decisión. Su hermano sonríe.

—Bien —le responde y la conduce de la mano hasta el atrium de la casa.

En esta ocasión no son sólo los amigos y familiares de su familia los que aguardan a la novia, sino que con ellos están también todos los familiares y amigos del novio que han podido acudir, entre ellos Pomponia, la madre, y Lucio Cornelio, el hermano de su prometido. No están los procónsules: tanto Publio Cornelio Escipión como Cneo Cornelio Escipión permanecen en Hispania, combatiendo por Roma. Publio padre ha enviado una carta para tan señalado momento que el hermano del novio lee en voz alta:

A Lucio Emilio Paulo, pater familias de la familia de la prometida de mi primogénito: con agrado recibo la noticia de la próxima boda de mi hijo Publio Cornelio Escipión con Emilia Tercia, hija de Emilio Paulo, senador que fuera cónsul de Roma en dos ocasiones. No me es posible estar en la ciudad y acompañaros en tan feliz jornada, pero desde aquí envío mi bendición y autorización a tal enlace, así como la bendición de mi hermano Cneo. Que los dioses protejan esta unión y que de ella surja la fuerza de Roma para doblegar a nuestros enemigos.

Firma: Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma cum imperium en Hispania.

Luego Lucio dio lectura a la carta de su padre que Emilia y el joven Publio encontraron en el viejo arcón de la domus familiar. Tras leer ambas cartas, Lucio se retira del centro del atrium y toma de nuevo su lugar junto al novio y su madre. La celebración da comienzo. Un popa trae un cordero grande que dócilmente es llevado hasta el altar familiar. Lucio Emilio lo sacrifica y vierte la sangre del animal en honor de los dioses. Se separa entonces del animal ya muerto y deja que se acerque un anciano que avanza ayudado por un largo bastón de pino que maneja como una estaca. El anciano es el auspex[*] de la familia de la novia. Se inclina sobre el animal sacrificado y con unas manos huesudas y arrugadas saca las entrañas del cordero y las vierte sobre el altar. Un espeso silencio llena de solemnidad aquel momento mientras el anciano escudriña las vísceras con detenimiento. Nadie apresura a aquel hombre ni comenta nada. Sólo se espera en medio de una gran atención. El auspex al fin se yergue de nuevo y, mirando a todos los presentes, comparte con ellos su vaticinio sagrado. Emilia mira al suelo. Publio mira a Emilia. Ambos, sin saberlo, contienen la respiración.

—Los auspicios son buenos. No veo nada malo ni inusual en las entrañas de este animal. La unión cuenta con el favor de los dioses. La celebración puede seguir adelante.

Emilia y Publio exhalan un largo suspiro al mismo tiempo. Publio, que la observa, sonríe. Ella, no obstante, mantiene su mirada fija en el suelo. Mientras, su hermano Lucio Emilio ha sacado las tabulae nuptiales[*] que diferentes amigos y familiares de ambas familias van firmando hasta que se consiguen los diez testigos preceptivos para validar la unión que va a tener lugar. Terminada la recogida de firmas, los familiares del novio y la novia se separan en dos grupos dejando un pequeño pasillo en el atrium por el cual se desplaza una mujer mayor. La prónuba[*], vestida de blanco, con su lento caminar, se acerca hasta ponerse en el centro del atrium. Lucio Emilio acompaña entonces a su hermana junto a la prónuba y Pomponia hace lo mismo con su hijo. La prónuba toma entonces las manos derechas de Publio y Emilia y las une frente a ella.

Se hace un silencio aún más profundo que cuando el auspex analizaba las entrañas del cordero sacrificado. La calma deja sentir el sonido del viento que agita las tiernas hojas de la primavera de los árboles del jardín de aquella casa. A un tiempo, las voces de Publio y Emilia se funden en una sola y pronuncian la fórmula nupcial sagrada de Roma.

Ubi tu Gaius, ego Gaia[*] —dice Publio.

Ubi tu Gaius, ego Gaia —pronuncia Emilia a la vez, con cuidado de que su voz no sobresalga por encima de la de su prometido.

El silencio es rasgado por un estruendo de vítores y palmas de todos los presentes.

—¡Feliciter, feliciter, feliciter[*]!

Lucio Emilio invitó a todos los amigos y familiares a pasar al jardín de la casa precedidos por los ya marido y mujer. En el peristilium de la casa de los Emilio-Paulos había un sinfín de triclinia y mesas con todo tipo de viandas: higos secos, manzanas, peras, ciruelas, uvas, membrillo, frutas de colores llamativos, muchas de las cuales eran vistas por primera vez por los allí invitados: melocotones de Persia y ciruelas de Armenia; también se habían traído quesos de cabra y de oveja, unos tiernos y otros más curados; rebanadas de pan con miel, cerdo asado y cortado en finas lonchas; cordero crujiente, muy tostado; conejo con salsas aromatizadas por especias exóticas; asado de toro en salsa; pero nada de carne de cabra, la más común en Roma, inaceptable en una boda de aquel nivel; sí que había pato, ganso, perdices, agachadizas, tordos, grullas, becadas y carne de paloma. En el centro, presidiendo todo aquel interminable festín emergían dos grandes jabalíes asados enteros; Lucio hizo traer también pescado salado para los que no estimasen tanto comer carne, en un esfuerzo por que todo el mundo se sintiera feliz aquel día, junto con un sinfín de diferentes manjares por los que todos paseaban los ojos al tiempo que sus estómagos se preparaban para recibirlos. Y por todas las mesas abundaban las jarras del mejor vino de los viñedos de la familia de los Emilio-Paulos. Los cocineros de la casa habían recibido la ayuda de los esclavos de la familia de los Escipiones para poder hacer frente al enorme reto de tener todo aquel banquete dispuesto a tiempo.

Familiares y amigos se sentaron a comer, a disfrutar de la multitud de viandas que salían de la cocina, donde los esclavos continuaban trabajando a pleno rendimiento, y del vino que corría en abundancia. Se habló de la familia, de la importancia de aquella unión, de los fuertes lazos que así se consagraban entre los dos poderosos clanes romanos. A esto Pomponia asentía respetuosa ante el joven Lucio Emilio, heredero de la gloria de su padre recién fallecido en Cannae.

—¿Qué pasará ahora con la guerra? —preguntó Lucio Cornelio, el hermano de Publio. La pregunta no iba dirigida a nadie en particular, sino que, apartado como había estado de los últimos grandes acontecimientos, al ver allí reunidos a varios de los oficiales participantes en las últimas batallas, no pudo contener su ansia por saber a dónde creían aquellos veteranos tribunos que conduciría todo aquello. Su madre le miró con cierta reprobación, pero enseguida Lelio tomó la pregunta de Lucio como una invitación abierta a debatir sobre temas en los que él se sentía mucho más cómodo que discutiendo sobre intrincadas genealogías de las diferentes familias patricias de Roma. De alguna forma, allí, entre amigos, saboreando buen vino y con el estómago repleto, uno se sentía más seguro, con las fuerzas suficientes para acometer aquel terrible asunto de la guerra contra Cartago o, lo que era lo mismo, contra Aníbal.

—Es difícil de decir —empezó Lelio—, primero, aún no está claro que la división que ha hecho Aníbal de su ejército haya sido acertada.

—Bien, puede ser —comentó Lucio Emilio—, pero Magón consiguió que muchas de las ciudades del sur, las ciudades brucias, se pasaran a los cartagineses. Y luego ha cruzado a Cartago para pedir refuerzos. Eso sí es peligroso.

—Sí, eso es lo más peligroso —comentó el joven Publio que, dejando por un instante de contemplar a su novia, su esposa, se introdujo en una conversación que enseguida le atrajo—; eso es lo realmente peligroso, pero tenemos que agradecer a los dioses que el Consejo de Ancianos cartaginés está igual de confundido que nuestro Senado. Hanón, tengo entendido, se manifestó en total desacuerdo con la idea de enviar más tropas a Italia.

—Sí —dijo Lucio Emilio—, sin embargo al final reunieron elefantes y un fuerte contingente de caballería, creo que unos cuatro mil nuevos jinetes, para que cruzasen a Italia con un nuevo general, un tal Bolmi… Bo…

—Bomílcar —añadió Lelio—, a mí también me costó aprender ese nombre. En cualquier caso, la división del ejército ha hecho a Aníbal más débil en Italia central. Su intento de tomar Neapolis fracasó y la rendición de Capua la consiguió al manipular al Senado de la ciudad y pactar con el líder de la ciudad, con Pacuvio.

—Lo de Capua es alta traición a Roma —dijo Lucio Emilio con tono indignado, casi vociferando; el vino empezaba a hacer mella tanto en invitados como en el propio anfitrión—; me consta que Fabio Máximo está dolido de forma muy particular con la ciudad y no tardará en hacer que dirijamos varias legiones contra Capua.

—¿Y los trescientos rehenes romanos que retienen en Capua, los que les entregó Aníbal para que los utilizasen como defensa ante un posible ataque? —preguntó Emilia, por primera vez introduciéndose en la conversación.

—Esos rehenes —respondió Lelio—, son los pocos supervivientes de los que se rindieron en Cannae que Aníbal ordenó salvar de la masacre a la que condenó al resto y ya sabemos todos la poca estima en la que Fabio Máximo tiene sus vidas. No, no creo que eso resuelva nada a favor de los ciudadanos de Capua cuando nuestras legiones se lancen sobre ellos. Lo malo es que Aníbal ha prometido a Capua el control de Italia si Roma es derrotada y así, a cambio, se asegura su lealtad, sobre todo mientras nuestras legiones no se muestren más eficaces para expulsar al invasor cartaginés. Lo de Capua ha sido un golpe terrible.

—Sí —dijo Publio—, pero Aníbal no ha conseguido vencer la resistencia de nuestro gran general Marcelo en Nola ni tampoco consiguió la rendición de Casilino. Es como si los vientos fueran cambiando.

—Sí, puede ser —intervino Lucio Emilio—, pero siempre que no lleguen refuerzos de África, o de Macedonia. No tenemos que olvidar el pacto con Filipo V. Las fuerzas se han equilibrado en Italia, pero es Aníbal quien juega con la ventaja de esperar tropas de refresco, mientras que nosotros tenemos los mismos recursos y cada vez más frentes que atender: están los galos en el norte, cada vez más sublevados, y las cosas en Sicilia y Cerdeña no están tranquilas.

—Lástima que el intento de asesinato de Aníbal fracasara —comentó Lelio mirando el fondo de su copa.

—¿Intentaron matar a Aníbal? ¿Entonces es cierto lo que se comenta en el foro? —preguntó Lucio, el hermano de Publio, los ojos grandes, abiertos.

—Sí —explicó Lelio—; el hijo de Pacuvio estaba descontento con la rendición que su padre hizo de la ciudad de Capua a los cartagineses y cuentan que intentó apuñalarlo durante la cena, pero la guardia de Aníbal intervino antes de que pudiera conseguir su objetivo. Una lástima, porque eso habría simplificado mucho las cosas. Una auténtica lástima. Con la de enemigos que el general cartaginés va acumulando, me pregunto quién será el que acabe con su vida. Pero, volviendo a lo que decía Lucio Emilio, es cierto lo de los galos. La muerte del cónsul Postumio y la pérdida de sus legiones en el norte nos ha dejado sin fuerzas más allá que para resistir, mientras que Aníbal está midiendo los tiempos a la espera de lanzarse sobre nosotros en cuanto reciba las tropas que espera.

—Y bien poco que tardó Fabio Máximo en aprovechar la ocasión de la muerte de Postumio —comentó Publio—; iban a nombrar a Marcelo cónsul, pero Fabio manipuló a todos los que de él dependen hasta conseguir ser nombrado él cónsul en lugar de Postumio para lo que queda de año.

—Su tercer consulado —apuntó Lucio Emilio— y, seguramente no será el último.

—¿Cuántas veces puede un senador ser cónsul? —preguntó Emilia en voz baja—, ¿no hay un límite?

—No, no hay un límite fijado —le explicó Publio— aunque se procura que el cargo no recaiga en la misma persona y que, si es el caso, no sea de forma consecutiva, pero Fabio Máximo utiliza la excepcionalidad de la guerra para defender que son precisas medidas extraordinarias y, entre éstas, claro, él incluye el que se le nombre cónsul tantas veces como juzgue oportuno.

—Aunque hay que reconocer que estuvo firme tras Cannae —comentó Lelio.

—Firme, sí —concedió Publio— pero esa insistencia suya por estar en el poder empieza a ser sospechosa.

—Sea como fuere —intervino Lucio Emilio levantando su copa— las pocas buenas noticias que llegan a Roma son la resistencia de tu padre y tu tío en Hispania, donde los Escipiones han derrotado a Asdrúbal, el otro hermano de Aníbal, impidiendo que alcance Italia por tierra desde Hispania con refuerzos africanos. La victoria de tu padre y tu tío ha frenado al hermano de Aníbal, que debía regresar hacia aquí con miles de soldados cartagineses de refresco para Aníbal y eso merece un brindis. ¡Por que los dioses protejan a los Escipiones de Hispania, que tan bien protegen a Roma!

Y todos alzaron las copas. Se brindó y se bebió con gusto aquella copa. Publio recordó a su padre y a su tío. Parecía que era ayer cuando éstos le adiestraban en el arte de la guerra. Desde entonces la guerra había estallado y Roma había sido derrotada en varias ocasiones por los cartagineses y, entre tanta derrota, sólo destacaban tres puntales en Roma: la pertinaz resistencia de Fabio en los momentos de mayor crisis, la audacia del general Marcelo en los últimos combates con Aníbal y las victorias de su padre y su tío en Hispania contra el hermano del general cartaginés. Publio sintió el profundo orgullo de ser hijo y sobrino de los ahora procónsules de Hispania. Había notado en los últimos días, cuando paseaba por el mercado y por el foro, pendiente de los preparativos de su boda, cómo la gente le miraba con un respeto abrumador, cómo se le atendía con aprecio y cómo con frecuencia muchas de las personas con las que hablaba se despedían deseando lo mejor para su padre y su tío. La gente estaba atemorizada por la posibilidad de que Asdrúbal consiguiera llegar a Italia, repitiendo así la ruta y la hazaña realizada por su hermano mayor unos años antes. Lo que antes parecía imposible, cruzar los Alpes con un ejército, ya no lo parecía y había quien aseguraba que Asdrúbal Barca había jurado por sus antepasados que fuera como fuera llegaría a Italia de nuevo con tropas suficientes para ayudar a su hermano y derrotar a Roma. De momento su padre y su tío, los Escipiones, se interponían en su camino. La derrota infligida a Asdrúbal había sido grande, pero si algo habían demostrado los Barca era una determinación más allá de toda lógica. Publio temía en silencio por la vida de sus familiares apostados en Hispania, pero calló sus dudas. Su mirada se cruzó con la de su madre y por un instante pensó que Pomponia seguía leyendo en su mente igual que cuando era niño, por eso cerró los ojos y, cuando los volvió a abrir, observó que su madre había desaparecido. Pensó en levantarse y acudir en su busca, pero se contuvo. Lo más seguro es que estuviera atendiendo en la cocina a los esclavos que había traído para ayudar en el banquete. La voz de Lelio, ya algo bebido, le devolvió al momento presente.

—¿Y qué me decís de la meretriz con la que Aníbal se acuesta en Arpi? Dicen que es la mujer más guapa del mundo. Creo que la ibera Imilce que se casó con Aníbal se va a quedar sin marido.

Lelio estalló en una sonora carcajada y varios veteranos le acompañaron con regocijo.

—Disculpa que te contradiga, querido Lelio —replicó raudo Publio una vez que las risas se diluían—, pero la mujer más guapa del mundo es mi Emilia y estoy seguro de que más de uno lo confirmará.

—Así es, mi hermana es, sin duda, la más guapa —afirmó Lucio Emilio.

Emilia se ruborizó.

—Bien, claro, bien —se defendió Lelio—; la de Arpi, en todo caso, la más guapa después de Emilia, por supuesto —y decidió añadir algo más para congraciarse con su joven amigo Publio al que parecía haber ofendido—. Tan bella es vuestra esposa —dijo levantando su copa mirando a Publio— que no necesita ni joyas ni colgantes de ningún tipo para subrayar su hermosura. Emilia Tercia, declaro, nunca deberá temer por la lex oppia que obliga a nuestras hermosas romanas a contenerse en el uso y exhibición de joyas en público, pues ella misma es la mayor joya de todas.

Todos asintieron y fueron testigos de cómo el joven esposo levantaba su copa y bebía de la misma mirando a Lelio. El rostro de Emilia estaba rojo carmesí. Ella se esforzaba por esconder su rubor mirando al suelo.

—Eso está mejor —añadió Lucio Emilio, buscando rescatar a su hermana de las miradas de todos sus invitados—, pero es cierto, no deja de sorprender el hecho de que Aníbal se busque una concubina después de haberse casado con una ibera de Cástulo; esa relación de Arpi no creo que contribuya a apaciguar los ánimos de los mercenarios iberos que han venido con el cartaginés desde Hispania.

—Puede que no —comentó Publio—, pero demuestra hasta qué punto Aníbal se siente seguro en Italia mientras espera refuerzos de África, de Macedonia o de Hispania. Creo que no tiene dudas de que más tarde o más temprano llegarán esas tropas.

—Fabio no ha dudado en reclutar más esclavos para el ejército —dijo Lelio—, lo terrible es que se niega a mandar refuerzos a Publio y Cneo Escipión en Hispania. Eso es injusto con los Escipiones y peligroso para su campaña en aquella región.

Publio escuchó con atención las últimas palabras de Lelio y sintió la preocupación instalándose en su ánimo. Vio entonces cómo su madre se reincorporaba a su triclinium. Tenía los ojos húmedos, brillantes.

—En cualquier caso —empezó entonces Publio—, ésta es mi boda y creo que basta ya de charla sobre la guerra. Por Cástor y Pólux, éste es el día de mi unión con la más bella de las mujeres y no quiero que se hable más de guerra.

Publio miraba a su madre mientras pronunciaba estas palabras. Pomponia sonrió y Publio sintió agradecimiento en aquel gesto.

Comieron durante horas sin parar, entre risas y un gran jolgorio general, hasta el atardecer. Publio y Emilia, sentados el uno junto al otro, se miraban con frecuencia, cómplices y, ocasionalmente, reían. Eran felices.

Cuando las sombras empezaban a estirarse por el jardín, llegó la hora de dar fin al convite y de que el marido se llevase a su mujer a su nuevo hogar para dar inicio así a una nueva vida como mujer casada. En ese momento, Emilia, ante la ausencia de sus padres, se lanzó al cuello de su hermano Lucio y rompió a llorar, gimoteando sin dejar que nadie deshiciera el nudo que sus delgados brazos trazaban en torno a su hermano mayor. Lucio Emilio reía y lo mismo el joven marido aunque algo sorprendido por la autenticidad con la que la joven esposa jugaba su papel de virgen arrastrada, raptada por un hombre que pronto la haría suya. Al cabo de unos minutos, el llanto de Emilia cedió ligeramente, momento que Publio tomó como la señal para continuar con los ritos de la unión nupcial. Cogió los brazos de Emilia y los asió con firmeza al tiempo que, con cuidado de no causarle daño, la separó de su hermano. Emilia fingió oponerse a tal escisión, pero fuera fingida o no su negativa a alejarse de su hermano, la fuerza de Publio era muy superior y pronto la joven esposa estaba abrazada por el marido y separada de sus familiares hasta ser conducida fuera de la casa. Una vez en la calle, Emilia dejó de luchar y Publio aflojó su firme abrazo. En la calle los esperaban varios flautistas y cinco hombres altos con antorchas que empezaron a desfilar para empezar la deductio desde la casa de la novia hasta llegar al hogar del marido. Tras los cinco hombres y sus antorchas desfilaban los amigos y familiares y, a continuación, tres niños pequeños que en cada caso debían tener ambos padres aún vivos. Cada niño mostraba en sus manos un utensilio propio de la vida en el hogar: el primero llevaba un huso, el segundo exhibía una rueca y el último llevaba otra antorcha encendida, pero ésta elaborada con espino albar. De este modo pasearon por las calles de una Roma en guerra que, al ver pasar la feliz comitiva, parecía olvidarse, siquiera por unos instantes, de la continua guerra y el constante peligro que los acechaba mientras Aníbal continuaba asolando gran parte de Italia y pactando alianzas con otros pueblos para someter y poner fin a la existencia de aquella ciudad que ahora se regocijaba con la boda de dos jóvenes patricios de sus más importantes familias.

¡Hymenaneus, Hymenaneus![*] —gritaban los amigos de los novios invocando al dios de las bodas.

A punto de llegar a casa de los Escipiones, desde el séquito que seguía de cerca a los novios, se lanzaron nueces para todos los niños que se acercaban a presenciar la feliz comitiva. Músicos, portadores de antorchas, niños, familiares y amigos se congregaron junto a la puerta en espera de la feliz pareja. Al llegar ésta al umbral, Publio cogió el mechón de lana y el pequeño frasco de aceite que le entregaba su hermano y los ofreció a su mujer. Abrieron entonces la puerta de la casa de par en par y Publio cogió en brazos a Emilia, con fuerza y, con extremo cuidado de no trastabillar, entró en la domus que ahora sería de ambos. Emilia se acurrucó como un cachorro, abrazada al cuello de su marido. No hubo tropiezos y juntos entraron en su hogar. Todos respiraron con sosiego y los vítores y felicitaciones se repitieron al tiempo que los músicos retomaban su oficio.

En el interior, en el atrium de la casa del marido, Publio hizo nuevas ofrendas a su mujer: en esta ocasión se trataba de ofertar un poco de fuego y un poco de agua, que Emilia aceptó. A continuación ella, a su vez, ofreció dos monedas, un as[*] para su marido y otro para los dioses Lares de aquel hogar. Sacaron entonces la imagen del dios Mutinus Tutinus y la tumbaron en el suelo, dejando el enorme falo del dios en alto. Emilia, con cuidado, se sentó encima de la estatua, junto al inmenso falo. Permaneció así unos segundos para asegurarse de que el contacto con el dios de la virilidad aseguraba su futura fertilidad; luego se levantó y volvió junto a su esposo.

Empezaron las despedidas. En pocos minutos, el atrium fue vaciándose de amigos y familiares hasta que sólo quedaron la madre y el hermano del marido. Tanto Pomponia como Lucio, tras desear las buenas noches a la joven nueva pareja, se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Ambos novios quedaron entonces solos en el atrium.

Era ya de noche. El aire fresco de la primavera recorría las paredes de aquel hogar centenario. Emilia miraba admirada los mosaicos donde se describían las hazañas militares de los antepasados de su marido. Fue a decir algo, pero se vio sorprendida por el abrazo poderoso de Publio y, de pronto, los labios de su marido sobre los suyos. No era la primera vez, pero sí con aquella intensidad. Ya no era un beso furtivo arrancado entre las sombras de los árboles del jardín de su padre. Emilia comprendió que no tendría que esperar mucho para sentir a su marido en todo su ser. Publio la cogió en brazos y cruzó el atrium con su mujer en brazos. No había esclavos a la vista. El joven tribuno había dado instrucciones precisas a todos sus sirvientes: nadie tenía que molestarlos una vez que los invitados abandonaran la casa. Emilia se acurrucó abrazando el cuello de Publio. El joven patricio sintió el latido de su mujer rápido, repetido, intenso, como si de un pequeño conejo asustado se tratara. Estaban ya en la habitación que Publio había ordenado que se preparase para su noche de bodas. Alrededor del lecho había una infinidad de pétalos de flores y ramas de romero y tomillo que, acariciadas por la brisa suave que entraba desde el atrium, impregnaban la estancia de efluvios relajantes y sugerentes. Publio sentó a su esposa sobre el lecho. Deshizo despacio la redecilla que ceñía el pelo de Emilia hasta que el cabello largo, lacio, oscuro quedó libre, suelto. Lo rozó con las yemas de sus dedos. Emilia miraba al suelo. Publio bajó su mano hasta detenerla a la altura de los pechos de su mujer. La mano rebuscó entre los pliegues de la toga de Emilia hasta palpar con firmeza un seno. Emilia se estremeció y cerró los ojos.

—No te haré daño —era la voz suave de su marido—; tranquila. Nadie te hará daño.

Emilia asintió, pero su cuerpo parecía temblar. Publio la tumbó sobre la cama. Sentado sobre el lecho buscó con sus manos el nodus Herculis y se entretuvo durante un minuto deshaciendo aquel complejo haz de cruces y giros de la cuerda que, anudando la túnica de su esposa, se interponía entre la hermosura del cuerpo desnudo de su mujer y el tacto de sus fuertes manos y su creciente deseo.

La cuerda, al fin, cedió. Deshecho el nudo, Publio tiró de la túnica hacia arriba. Emilia extendió los brazos facilitando la tarea a su marido. Así, en la débil luz de las lámparas de aceite, el cuerpo desnudo de la joven patricia parecía tan frágil como hermoso. Su marido se quedó quieto. Sin hacer nada. Ella permaneció tumbada, sin saber bien qué hacer. ¿Debía moverse?

—Realmente los dioses están de mi lado —dijo Publio con voz suave—. Eres aún mucho más bella de lo que había imaginado.

Y se hizo el silencio. El joven esposo pasaba las yemas de sus dedos por la piel desnuda de su mujer. Emilia cerró los ojos.

—¡Abrázame, por favor! —Se sorprendió a sí misma rogando a su marido. Éste aceptó la sugerencia y la levantó, sentándola a su lado, llevando su pequeño cuerpo junto al suyo, asiéndola con fuerza. Estuvieron así unos segundos. Publio sintió cómo el corazón de su mujer latía con más sosiego. La besó en el pelo, en las mejillas, en los labios, en las manos, la tumbó despacio, en el vientre, en los muslos, en los pies. Se levantó y se desnudó sin dejar de mirarla.

—Mantén los ojos cerrados —dijo él con firmeza. Ella obedeció. Saber que su marido se desnudaba, que estaba a punto de poseerla y, sin embargo, no ver incrementó el ansia de amor que embargaba a Emilia hasta el punto de sentirse extrañamente húmeda en su interior. De pronto, el inmenso cuerpo de su joven marido sobre su vientre, las manos de él en sus senos, sus delgadas piernas abiertas, y como un pinchazo en su ser. Lanzó un gemido, pero el dolor se desvaneció entre un mar de sensaciones desconocidas. Mantuvo los ojos cerrados mientras su cuerpo se derretía con su esposo en su interior y agradeció a los dioses haber nacido aunque sólo fuera para conocer aquella noche, aquel momento, aquella pasión.