71

El reparto del mundo

Palacio real de Pella, Macedonia, 215 a. C.

Era el día que el rey Filipo V de Macedonia reservaba para audiencias de embajadores de los territorios bajo su dominio y de otros enviados de reinos vecinos, amigos y enemigos. Tenía tan sólo veinticinco años, pero ya llevaba seis años en el trono y había conocido la guerra en varias ocasiones. Los etolios, al sur, eran especialmente beligerantes y se oponían con tenacidad a reconocer el poder de Macedonia sobre todos los confines de Grecia. No hacía mucho que habían devastado varias ciudades. Filipo lamentaba de forma particular la destrucción del teatro de Epidauro. Tenía planes para su reconstrucción. Esta vez no sólo las gradas del público serían de piedra, sino también la antigua escena de madera, que sería reemplazada por otra de sólida piedra y mármol. Así se levantaría de nuevo el gran teatro. Sí, los etolios al sur, pero luego estaba el más grande y poderoso vecino: el reino seléucida que se extendía al este, en Asia Menor, Siria y la antigua Persia, por un lado, y el reino tolemaico rigiendo el devenir de Egipto. Filipo estudiaba un mapa de todo el Oriente. En el plano se dibujaban las siluetas de lo que llegó a ser el gran imperio de Alejandro Magno. Tan descomunal, tan vasto que a su muerte nadie pudo retenerlo todo y se troceó en tres grandes pedazos: la gran Persia hasta el río Indo para Seleúco, Egipto para Tolomeo, Siria y Asia Menor para Antígono, y Macedonia y Grecia para Lisímaco y Casandro. Cada general estableció monarquías independientes que derivaron en largas dinastías. Era el mundo heleno que legó Alejandro a la humanidad. Ahora Antíoco III, descendiente de Seleúco el Grande, tenía pretensiones de reconquistar el viejo imperio de Alejandro y pugnaba contra Egipto por el control de Siria y las ricas costas fenicias, por un lado, y con el propio Filipo por el dominio de Asia Menor. Filipo había derrotado a los etolios restableciendo así su control sobre las ciudades griegas y había llegado a un cierto entendimiento con Antíoco para que éste luchase con Egipto a cambio de que redujese sus pretensiones en Asia Menor y al tiempo asegurarse las islas del Egeo sobre las que Egipto tendría que disminuir su influencia al tener que concentrarse en defenderse de los seléucidas de Antíoco. Oriente era un enrevesado campo de batalla. Filipo estudiaba con detenimiento las estrategias a diseñar para restablecer la hegemonía macedónica sobre Grecia y asegurar todas sus fronteras con su imperial vecino del este y mantener a raya la influencia egipcia del norte de África. Durante este tiempo, el rey de Macedonia había menospreciado el Occidente. Cartago era allí la fuerza preponderante desde tiempos de Alejandro. La única ciudad fenicia que mantuvo su independencia después de que el gran conquistador se hiciera con Tiro y Sidón en su despliegue político y militar por Oriente. Pero Cartago se mantenía en sus áreas de influencia. Se adentraba hacia África y hacia la lejana península ibérica. Y ahora atacaba Italia, pero aquello no le concernía.

—Majestad, han llegado los emisarios cartagineses —anunció un hombre mayor, pelo cano, nariz aguileña, encogido de hombros, con mirada furtiva, Demetrio de Faros, un rey depuesto por los romanos. Los romanos, sí, pensó el joven Filipo. Ahí tenía otro vecino que crecía y que empezaba a resultar molesto. Los romanos se hicieron con las colonias griegas de la Magna Grecia en el sur de Italia primero. Luego decidieron intervenir en el Adriático. Los piratas de Demetrio de Faros obstaculizaban el comercio por mar. En eso llevaban razón los romanos, pero finalmente establecieron tras la guerra un protectorado en la costa de Iliria que tenía su frontera con la propia Macedonia. A Demetrio le obligaron a dejar su isla, Faros. Desde entonces éste se refugió en la corte de Filipo y actuaba como su consejero en todo lo relacionado con el Occidente. Un consejero resentido con Roma. De eso el joven Filipo era muy consciente.

—Que pasen —dijo Demetrio de Faros a los guardias de la gran sala del trono.

Uno de los soldados atravesó la puerta de bronce y se dirigió a la antesala donde dos oficiales cartagineses con uniformes y armas romanas esperaban mientras admiraban las riquezas atesoradas en aquel palacio. Estaban en el corazón de Macedonia, cuna del gran Filipo, padre de Alejandro y ahora residencia de Filipo V. Aquél era un reino secular que había llegado hasta la India y, aunque ahora reducido en poder, controlaba una importante región entre el Adriático y el mar Negro, además de ser el dominador de las ciudades griegas continentales, del Egeo y de parte de Asia Menor, con sus más y sus menos, con varios pequeños reinos que pugnaban por su independencia, cierto, pero Macedonia permanecía como la potencia hegemónica en la región. Los oficiales cartagineses entraron en la sala del trono y saludaron con marcadas reverencias al joven monarca, que los recibió sentado, con atuendo militar, espada en la cintura, escudo, lanza y casco próximos, al pie del trono. Un hombre de guerra. Los oficiales cartagineses se sintieron satisfechos de aquella presencia.

—Bien, hablad —dijo el joven rey—, os escucho.

La voz segura y decidida del monarca impresionó a los oficiales. El más veterano, un fornido hombre de unos treinta años, con densa barba y varias cicatrices visibles en sus piernas y brazos desnudos, respondió al rey.

—Nos envía, como ya sabéis, Aníbal, general en jefe de los ejércitos cartagineses en Italia —el griego del oficial no era muy fluido, pero se hacía entender—. Mi general os propone un pacto para detener la expansión de Roma. Yo no sé expresar bien los detalles de este acuerdo en vuestra lengua, pero aquí os traigo un documento en griego donde mi general os indica los puntos para un posible acuerdo entre Cartago y Macedonia.

El oficial mostró un rollo que sostenía en su mano. El joven monarca no hizo ademán de tomar el documento. En su lugar hizo una pregunta.

—¿Y mi embajada? ¿Qué ha ocurrido con Jenófanes, a quien envié para entrevistarse con vuestro general hace casi un año?

Los oficiales cartagineses se miraron entre sí. El oficial que llevaba la conversación guardó el rollo bajo su capa antes de responder.

—Majestad, la entrevista tuvo lugar, en efecto, en el monte Tifata, cerca de Capua, en Italia central…

—Sé dónde está Capua, soldado; no necesito lecciones de geografía de un extranjero, sino que se me explique dónde está mi embajador. No tengo por costumbre repetir la misma pregunta dos veces y menos en mi palacio. Os aconsejo, soldado, que no me hagáis perder el tiempo. Mi paciencia es escasa. No os dejéis engañar por mi juventud. Quizá estaría bien que recordaseis que estáis hablando con un descendiente de Alejandro Magno.

El monarca levantó la mano y decenas de guardias macedonios armados con espadas y escudos rodearon a los embajadores cartagineses. Los oficiales africanos reconocieron su error: se habían mostrado demasiado cómodos para estar ante un rey y sí, era cierto, la corta edad del monarca los había conducido a tratarle con cierto paternalismo, lo cual había exasperado a su majestad. «Filipo V combate con poderosos reinos vecinos, con Siria, con Egipto y con las rebeldes ciudades griegas que se le oponen, además de mantener a los celtas a raya en sus fronteras del norte; no menospreciéis su capacidad o no regresaréis vivos de esta embajada». Las palabras de Aníbal al despedirlos en Capua resonaban con sorprendente nitidez en aquel palacio real, rodeados por los guardias macedonios. Los oficiales se arrodillaron ante el rey.

—Jenófanes se entrevistó con mi general en Tifata —retomó la palabra el veterano cartaginés mirando al suelo, rogando a Baal que le sacase con vida de aquella sala—; allí ambos acordaron lo que se recoge en el documento que os mostré como un acuerdo válido para ambas partes, pero Jenófanes fue hecho preso por los romanos cuando regresaba a Macedonia; eso es cuanto sabemos. Lamentamos semejante acontecimiento. Mi general decidió entonces enviarnos a nosotros para poder cerrar el pacto entre ambos estados, siempre que a vos os pareciese oportuno.

—Claro que —comentó el joven rey—, ahora los romanos son conocedores de este posible pacto.

—Así es, majestad —de rodillas, los ojos en el suelo.

—¿Y cuándo pensabais compartir conmigo esa información? —preguntó el monarca.

—No teníamos intención de ocultar ese hecho, majestad.

—Llevan espadas y ropas romanas —comentó Demetrio de Faros que, hasta el momento, se había mantenido en silencio.

—Estas armas y esta ropa son producto de nuestras victorias sobre los romanos en Trebia, Trasimeno y Cannae —se defendió el oficial cartaginés.

Demetrio de Faros guardó silencio.

—El apresamiento de Jenófanes está recogido en este documento que os estaba mostrando. Es la mejor prueba de que ni nosotros ni mi general teníamos intención de ocultároslo.

Filipo V de Macedonia volvió a reclinar su espalda sobre el respaldo de su trono. Quizá aquellos emisarios no mintiesen. Era una lástima lo de Jenófanes. Siempre había sido un fiel servidor. El destino no es siempre justo con los mejores.

—Ese documento, entregádmelo. Veamos si lo que decís es cierto.

El veterano oficial cartaginés sacó el rollo de debajo de su capa, se levantó despacio, avanzó un par de pasos y, antes de que pudiera dar otro más, un guardia se acercó y tomó de su mano el rollo. El soldado macedonio, rápido, se aproximó a su rey y le entregó el rollo. Filipo V lo abrió y empezó a leerlo, sin prisa, digiriendo cada frase, cada propuesta. El oficial cartaginés volvió a arrodillarse y a fijar sus ojos en el suelo. Los guardias macedonios, espadas en ristre, seguían rodeándolos a la espera del dictamen de su rey. De esta forma, los cartagineses no pudieron ver los lentos asentimientos que Filipo hacía con su cabeza, muy leves, pero perceptibles para los presentes, de modo muy especial para Demetrio de Faros, que presentía un cambio en el sentido del viento. Filipo V alzó de nuevo su mano y los guardias se retiraron diez, veinte pasos hasta quedar junto a las paredes de la sala. Los cartagineses suspiraron, pero no se atrevieron a moverse.

—Alzaos —dijo al fin el rey—; creo que entre Cartago y Macedonia se abre un tiempo para la amistad. Debéis de tener hambre después de un viaje tan largo.

—Hemos descansado poco para llegar lo antes posible ante vuestra presencia, majestad. Cualquier cosa que nos ofrezcáis será recibida con sumo agrado por nuestra parte, majestad.

El rey sonrió. El veterano cartaginés parecía, por fin, haber encontrado el tono adecuado para dirigirse a su alteza, salvar la negociación y salir vivo de aquel lugar.

—Que estos hombres coman y que les envíen alguna mujer —ordenó el rey—; quiero que vuelvan satisfechos y vivos junto a su general.

Hubo un cierto tono irónico cuando dijo la palabra «vivos» que los cartagineses captaron, aunque, en realidad, nunca fueron conscientes de lo cerca que habían estado de morir.

Los soldados africanos salieron y, tras ellos, a una señal del rey, todos los guardias de la sala. Sólo quedaron Demetrio de Faros y el monarca.

—¿Qué opinas, Demetrio?

—Es una oportunidad de recuperar la salida al Adriático y barrer a los romanos de ese protectorado que han osado establecer junto a las fronteras de Macedonia.

—Y una oportunidad de que tú recuperes el trono, ¿no es cierto, Demetrio?

—Eso sólo si vuestra majestad así lo dictamina.

—Sabia respuesta, Demetrio, sabia respuesta. ¿Crees que Aníbal derrotará a los romanos por completo?

Demetrio de Faros meditó unos segundos antes de responder.

—Sí, creo que sí. Después de Trebia, Trasimeno y Cannae, Roma está muy debilitada; muchos de sus aliados naturales en Italia están abandonando su fidelidad a Roma. Y Capua ha caído en manos de Aníbal.

—Qué lástima, Demetrio, que hayas dudado unos segundos. Esa duda tuya la tengo yo también; la tengo —y el monarca se levantó y paseó con las manos cruzadas en la espalda por la amplia sala del trono—; en cualquier caso, no podemos dejar pasar esta oportunidad. Pactaremos con ese general cartaginés y atacaremos el protectorado romano en Iliria. Quién sabe, Demetrio. A lo mejor vuelves a ser rey.

Demetrio de Faros sonrió con suavidad e inclinó su cuerpo ante el joven monarca macedonio. Después, tras pedir permiso y éste serle concedido por el rey, se retiró. Filipo V de Macedonia continuó paseando por aquella gran sala. Quizá las dudas de ambos fueran infundadas, pensó. Tal vez no. Hacía un año que ya ascendió por el Adriático para enfrentarse con los romanos, pero éstos habían dispuesto una poderosa flota esperándole. En aquel momento rehuyó el combate y decidió que se mantuviera el statu quo[*]. En la próxima ocasión no se retiraría. Habrá que ver cómo luchan esos romanos. Si un cartaginés puede derrotarles, un macedonio también.