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El viejo arcón

Roma, octubre de 216 a. C.

El joven Publio regresó a la casa de los Emilio-Paulos para el funeral. Iba vestido, como correspondía, con túnica y toga gris oscuro elaboradas con lana virgen de Pollentia, en la región de Liguria. Todo fue algo extraño al no disponer del cuerpo del fallecido, perdido en el fragor de la peor de las derrotas que nunca jamás antes hubiera sufrido Roma. No se pudo hacer, pues, la deductio[*] completa llevando el cadáver hasta el lugar de la incineración y posterior enterramiento fuera de las murallas de la ciudad. Sin embargo, los Emilio-Paulos hicieron el resto de los ritos de la deductio y así, tras dos días de música fúnebre y de gemidos de plañideras, desfilaron con todas sus imagines maiorum[*] por las calles de Roma. El Senado otorgó a la familia del cónsul caído un permiso excepcional para poder llevar a cabo en público sus muestras de dolor más allá de la prohibición general de realizar funerales. Se quería evitar que la ciudad se convirtiese en un triste espectáculo de miles de entierros, millares de plañideras y dolor público generalizado, lo que de seguro habría trastornado los ánimos y debilitado la moral que debía recuperarse a toda costa para afrontar el avance del enemigo. Ahora bien, negar a la familia de un cónsul caído en el campo de batalla su derecho a honrar a su pater familias habría sido sacar las cosas de quicio. Así, en la deductio se mezclaban estatuas de antepasados y actores con máscaras representando sucesos relacionados con las grandes victorias del magistrado muerto. La larga comitiva de togas grises terminó en el centro del foro y allí Lucio, el primogénito de Emilio Paulo, honró su memoria con una larga láudano en la que rememoró todas las virtudes, heroicidades y grandezas de su padre. De este modo se hacían así partícipes a todos los ciudadanos de la grandeza de su linaje, de sus grandes antepasados y de la reciente pérdida que acababa de padecer la familia en servicio a la ciudad.

Hasta pasados los ocho días correspondientes al luto oficial no le fue posible a Publio volver a ver a Emilia. Tampoco quiso insistir, aunque presentía que disponía del favor de la familia y que, si presionaba, le dejarían hablar con la que era su prometida, pero prefirió asistir al sepelio y luego mantener una distancia respetuosa durante el luto. Además, las palabras de Emilia aún reverberaban en sus oídos: «Mentiroso, traidor». Sabía que eran el fruto amargo de una persona fuera de sí. También recordaba cómo el hermano de Emilia apuntó que ella se negó a dar por muerto a su padre hasta que lo oyó de sus propios labios.

Publio llevaba días reuniendo fuerzas para volver a acercarse a Emilia. Se dio cuenta de que combatir contra el ejército de Aníbal o evitar la sedición en tropel de los tribunos de las legiones de Roma era más sencillo para él que aproximarse a alguien tan querido como Emilia en momentos de tanto dolor; pero ése era su deber: asistirla, protegerla, cuidarla. Lo había prometido a su padre herido de muerte en el campo de batalla y estaba decidido a honrar tal juramento. No sólo eso: sentía que su posible felicidad futura, si es que en aquellos tiempos se podía pensar en ser feliz, dependía en gran medida de poder llevar a buen término la muy deseada tarea de proteger y cuidar siempre a Emilia.

—Está en el jardín —le dijo el atriense de la casa del cónsul fallecido una vez en el vestíbulo—; pasad, pasad, por favor. Está desolada. No habla con nadie. Veros le hará bien —el esclavo hablaba conmovido por el dolor de su joven ama—. Siempre se alegraba de veros y lo mismo con vuestras cartas, señor.

Pasaron por el atrium y luego por el tablinium hasta alcanzar el jardín. Emilia estaba sentada junto al frondoso árbol bajo el que tantas tardes habían pasado los dos, el mismo árbol que los abrigó con su sombra el día que se conocieron cuando Emilia se divirtió coqueteando con él como si, pese a ser ella un par de años más joven, le conociera desde la infancia. Sí, ésa era precisamente la sensación que había tenido el día que hablaron por primera vez: que se conocían, que se comprendían, por eso fue sencillo entenderse con ella, aunque las preguntas fueran con frecuencia inesperadas; la conversación fluyó fácil, entretenida, inteligente. Y era tan dulce su voz. Y tan hermosa. Ahora la veía bajo el mismo árbol, sola, sombría, distante, pero igual de bella. No. Más aún. Dos años habían pasado desde que se conocieron. Los senos de Emilia habían aumentado, igual que las suaves curvas de todo su cuerpo. Publio se acercó despacio hasta estar a un par de pasos de ella. Taciturna, miraba en dirección opuesta y no sintió su presencia. ¿Estaría roto ya el fino hilo de complicidad, tan delgado, pero tan intenso que siempre los había unido? Publio dudó varias veces antes de hablar.

—Emilia —dijo al fin, sin saber muy bien qué más añadir.

Ella oyó aquella voz fuerte, agradable, decidida y se giró con parsimonia. Había lágrimas en sus ojos. No había dejado de llorar ni un solo día desde la muerte de su padre. O, mejor dicho, desde que el propio Publio confirmase tal horrible suceso. Emilia se levantó y se echó en sus brazos. Publio la recibió con delicadeza y fuerza al mismo tiempo.

—Lo siento, lo siento —musitó ella entre sollozos—. Te he dicho cosas terribles. No era yo, era mi dolor, mi dolor. Perdóname, por favor, por todos los dioses, perdóname.

—No hay nada que perdonar, dulce mía. Nada que perdonar. Estoy aquí. Contigo. Siempre.

Permanecieron varios minutos abrazados. Sólo se oía el sollozo ahogado de Emilia que empapaba con sus lágrimas de cristal la toga de Publio. El viento, quizá por respeto, tal vez por tacto, había detenido su constante trasiego entre las hojas de los árboles.

Se sentaron en el banco. Publio decidió hablar por los dos.

—Tengo que decirte algunas cosas que me dijo tu padre antes de morir y de las que no he podido hablarte antes. Son pensamientos para ti que me transmitió cuando estaba muriéndose. ¿Crees que puedes escucharlos ahora?

Emilia, detrás de sus lágrimas, asintió lentamente.

—Bien —continuó Publio, limpiando con el dorso de su mano algunas de las finas gotas que se deslizaban por las sonrosadas mejillas de Emilia—. Tu padre me dijo que eras lo mejor que ha tenido en esta vida, que le has alegrado todos estos años y que espera haber sido todo lo que tú soñabas.

Emilia escuchaba muda, sus sollozos detenidos por unos segundos, los ojos abiertos de par en par.

—Tu padre me dijo que ha luchado por Roma siempre, pero que, desde que tú naciste, ha vivido por ti. Me dijo que sentía mucho que, perdida tu madre, ahora él te dejara también sin su compañía y protección, pero que toda la familia te cuidaría y te protegería —el joven hizo una pausa y añadió unas palabras más, rápidas, en voz baja, como con miedo—. Luego me preguntó a mí si deseaba casarme contigo.

Aquí Publio detuvo su relato.

—¿Y tú qué dijiste? —preguntó Emilia.

Por un instante a Publio le pareció ver que otra sensación distinta al dolor asomaba en la mirada de Emilia.

—Le dije que sí, que casarme contigo y cuidarte y protegerte y tenerte conmigo siempre era lo que más deseaba en este mundo.

Emilia no dijo nada, pero antes de que Publio se diera cuenta, la tenía abrazada a su cuerpo nuevamente deshecha en sollozos. El joven tribuno decidió concluir su relato hablando con ternura al oído de la muchacha.

—Tu padre me dijo entonces que, si tú me aceptabas, buscásemos en su estancia, en el arcón grande, en el fondo. Me dijo que sabrías dónde mirar. Sus últimas palabras fueron para ti, para que te recordase que él siempre estaría contigo y que te querría siempre. Terminó diciendo que los dioses le reclamaban en el reino de los muertos. Luego tuve que marcharme. No pude quedarme con él más tiempo. Le ofrecí mi caballo para salvarse, pero dijo que era demasiado tarde ya para él y me ordenó como cónsul de Roma que me montara en mi caballo y me alejara de allí. Incluso hizo que sus lictores me expulsaran de aquel lugar. Obedecí al fin. Ahora no sé si hice lo correcto. Lo siento.

Emilia se separó un poco de él, le miró a los ojos, y, aún con voz un poco débil, pero con cierta decisión, respondió despacio.

—Hiciste lo correcto. Si mi padre ordenó que te alejaras de allí y le dejases, eso es lo que debías hacer. Él era el cónsul y tú un tribuno a su servicio en una de sus legiones.

La sorprendente y sucinta síntesis de Emilia le dejó perplejo. Como en tantas otras ocasiones, la rápida resolución de la joven le dejaba un poco confuso, pero se sintió bien por dos cosas: por ver confirmada por ella la corrección de sus acciones y por detectar en las palabras de Emilia la acostumbrada determinación de la muchacha que desde el primer día cautivó su corazón.

—Ven, vamos —dijo Emilia levantándose con rapidez y llevando de la mano a Publio. Era casi cómico ver a aquel fuerte y alto joven conducido por una pequeña muchacha que apenas le llegaba al hombro.

—¿Dónde vamos?

—A la estancia de mi padre.

Entraron en la casa y, cruzando el atrium, se introdujeron en el tablinium. Una vez allí, Emilia señaló a Publio un gran arcón arrinconado en una de las paredes laterales. El joven tribuno abrió el arcón. Estaba repleto de rollos, volúmenes de filosofía, historia y estrategia militar. Muchos en latín, algunos en griego. Fue sacándolos metódicamente, con cuidado y pasándoselos a Emilia, que los ponía a su vez en la mesa de la estancia. Pasaron así unos minutos hasta que en el fondo del arcón, entre los últimos rollos, vieron cómo asomaban dos pequeñas tablillas plegadas. Publio las sacó y las separó con cuidado. Los dos jóvenes leyeron en silencio.

Yo, Emilio Paulo, cónsul de Roma, si no me encontrara ya entre los vivos por causas de esta prolongada guerra contra el poder de Cartago, manifiesto que en el supuesto de que el joven de nombre Publio Cornelio Escipión, en la actualidad tribuno de la primera legión de Roma, a mi servicio en el ejército consular, hijo y sobrino respectivamente de Publio Cornelio Escipión y Cneo Cornelio Escipión, procónsules de Roma cum imperium[*] sobre las legiones destacadas en Hispania, solicitase casarse con mi muy amada y siempre querida hija Emilia Tercia, que esta unión es grata a mis ojos y cuenta con mi bendición y autorización, lo cual manifiesto para que quede en conocimiento de todos mis familiares y amigos.

Emilio Paulo. Cónsul de Roma