El juicio a los derrotados
Roma, final del verano de 216 a. C.
Era día de audiencia y toma de decisiones en el Senado de Roma. Presidía Marco Junio Pera, nombrado dictador por unos días para coordinar las decisiones que debían tomarse en aquellos graves momentos. La situación era límite y se había recurrido de nuevo a la figura del dictador, y de un nuevo jefe de la caballería, es decir, de lo que de ésta quedaba después de Cannae. Este segundo cargo recayó en T. Sempronio Graco. El dictador, respaldado por el Senado, tomó decisiones que rayaban la desesperación: se alistaron dos nuevas legiones y turmae de caballería hasta reunir mil jinetes recurriendo a todos los adultos mayores de diecisiete años, pero, aun así, no eran estos suficientes recursos con los que afrontar el peligro que se cernía sobre la ciudad. Los nuevos generales de Roma manifestaron al Senado que se necesitaban más hombres si se quería hacer frente al ejército cartaginés. Se recurrió a lo impensable tan sólo unos meses antes: se armaron ocho mil esclavos, resarciendo a sus propietarios con dinero del Estado y, más allá, para muchos, de todo límite de lo razonable, se propuso que seis mil convictos, reos de muerte, fueran liberados a condición de que sirvieran en el ejército; se les daba la posibilidad de redimirse en el campo de batalla, salvando a la patria, a la misma ciudad que los había apresado y condenado a morir. Se aceptó la propuesta. Sin embargo, al tiempo que se buscaban más recursos extraordinarios mediante los que sobreponerse a la tremenda catástrofe de Cannae, llegaban noticias del abandono de la fidelidad a Roma de multitud de diferentes tribus y regiones. Los hirpinos, los samnitas, los brucios y metapontinos, la mayoría de los griegos de la costa y hasta Argiripa se pasaban al bando cartaginés. Roma sólo dominaba la Italia central: el Lacio, la Umbría y Etruria. En el resto sólo les quedaban pequeños reductos de dudosa lealtad en la península itálica y las fuerzas desplazadas para mantener el control sobre las colonias de Sicilia y Cerdeña, además de las tropas leales y firmes desplazadas a Hispania bajo el gobierno de los procónsules Cneo y Publio Escipión. Así estaban las cosas cuando los tribunos y oficiales que habían sobrevivido a Cannae y regresado a Roma fueron conducidos al Senado para ser juzgados.
De esta forma Quinto Fabio, hijo de Quinto Fabio Máximo, Lucio Publicio Bíbulo, Apio Claudio Pulcro, Lucio Cecilio Mételo, Publio Sempronio Tuditano, Cayo Lelio y Publio Cornelio Escipión, hijo del procónsul de Hispania, entraron en el Senado para afrontar el dictamen del Senado con relación a su conducta en la batalla. En este caso Fabio Máximo guardó silencio, por encontrarse su hijo entre los juzgados, pero, sin duda, el hecho influyó notablemente en la sentencia final a los tribunos de la misma forma que la presencia del hijo de Fabio Máximo influyó también en que en esta ocasión no se recurriese a él como dictador, para evitar que fuera él el que tuviera que presidir un juicio en el que se juzgaría a su propio hijo. Nadie quería enfrentarse con quien de alguna forma había mostrado el mejor de los autocontroles en los momentos en que a Roma llegaron las peores noticias posibles sobre el funesto desenlace de la batalla, pero tampoco querían tenerlo como dictador si también se debía decidir sobre su propio hijo, además del resto de los tribunos supervivientes a Cannae. Al fin, se valoró positivamente el hecho de que los tribunos, con sus acciones en la batalla y con su repliegue posterior hacia Canusium, hubieran conseguido salvar el equivalente a dos legiones, aunque fuera a base de retales de diferentes unidades desperdigadas durante la contienda. Por ello, se les preservó de la condena que el Senado tenía reservada para el resto de los componentes de todas y cada una de aquellas unidades. No se felicitó a los tribunos, pero tampoco se les dio condena alguna y se dictaminó que el tiempo y el respaldo o no de los dioses a cada uno de aquellos tribunos en futuras y muy próximas contiendas con el enemigo cartaginés decidiría por ellos. No se quiso hacer diferencias entre unos y otros, y se evitó así entrar en las escabrosas propuestas de deserción de Mételo, para de esa forma evitar asi también dar paso a que se hablara de la firmeza y dignidad de la defensa que el joven Publio Cornelio Escipión hizo de los valores de Roma, algo que Fabio Máximo se esforzaba por mantener en mero rumor sin que llegara a rango de reconocimiento oficial. No obstante, sí se alabó la decisión de Sempronio Tuditano de unirse en la noche a los supervivientes del campamento sur para, juntos, ir hacia Canusium, aunque esto le llevó a enfrentarse con los que se quedaron en el campamento norte, que luego serían apresados por las tropas de Aníbal. En aquellas moduladas intervenciones, tanto Publio como Lelio coincidieron en ver la mano oculta de Fabio Máximo pese a su silencio aparente, pero no era aquél momento de disputas sobre viejos rencores cuando Roma estaba luchando por su propia subsistencia. Ambos callaron y acataron los dictámenes del Senado sin reclamar entrar en pormenores ni en que se reconociera la heroica intervención de Publio frente a Mételo para evitar la deserción en masa entre los supervivientes al desastre. Al fin, los tribunos, cabizbajos pero suspirando con gran alivio en sus corazones, salieron del edificio.
El día, no obstante, era largo y aún restaban dos complejas decisiones que tomar: qué hacer, no ya con los tribunos, a los que habían exonerado de culpa, sino de qué forma tratar a los legionarios supervivientes a Cannae y si pagar o no el rescate por los prisioneros que estaban ahora en manos de los cartagineses. Dos decisiones difíciles en las que el Senado dudaba entre obrar con mesura y tiento o bien actuar de forma enérgica y sin lugar a enmienda. Fue en este debate, salvada ya la difícil posición de su hijo, cuando Quinto Fabio Máximo se alzó de nuevo y se hizo escuchar por todos los senadores de Roma.
—Como veis, hoy he permanecido en silencio largo tiempo —comenzó el viejo senador—; además, cuando las decisiones que se han tomado han sido todas ellas sabias y tomadas con firmeza no había lugar para mis comentarios, pero veo que ahora el Senado duda. El Senado ahora no sabe bien qué hacer con los que han sido derrotados, con los que han traído a Roma la mayor de las humillaciones. Y me sorprendo. ¿Cómo dudar ante quien ha traído la vergüenza sobre nuestra ciudad? ¿Es que acaso vamos a premiar con agasajos a los que se han dejado vencer doblando en número al enemigo? ¿Es así como hemos de animar a los nuevos soldados que estamos alistando en las legiones? «No pasa nada; luchad si queréis, si os place, pero si tenéis miedo, si el temor os vence, no dudéis, escapad, marchad y refugiaos, que Roma luego os premiará por vuestra cobardía». ¿Es eso lo que deseáis que se difunda desde aquí hoy? ¿Y esperáis luego que los nuevos legionarios defiendan la ciudad, especialmente aquellos que son esclavos o reos de muerte? ¿Qué disciplina vamos a encontrar en esos hombres con un gobierno que perdona a los débiles y cobardes en el campo de batalla?
Fabio Máximo guardó silencio. Nadie osó responder a sus preguntas. Él tampoco esperaba respuesta alguna. Continuó:
—Sé que dudáis pensando en el bien de Roma. Tenemos pocos recursos, hemos tenido que recurrir a jóvenes de diecisiete años, a esclavos y hasta a convictos para poder plantear una defensa capaz ante el enemigo y por eso pensáis, reflexionáis, dudáis al fin de actuar como se debe, pero yo os digo: estáis equivocados. Estimáis que dos legiones pueden sernos de mucho servicio en una situación tan extrema como la que nos encontramos hoy día, pero yo afirmo de nuevo que os equivocáis los que así pensáis. Roma no combate con vencidos. Roma no necesita a derrotados. La gloria, la fuerza de Roma se sustenta sobre el valor de nuestras legiones, no sobre los que huyen en el campo de batalla. Estos legionarios no habrían encontrado siquiera el camino de vuelta si no es por el mando de los tribunos a los que habéis perdonado haciendo gala de una enorme magnanimidad. Es correcto salvar al que está dotado para el mando en las situaciones comprometidas, pero es erróneo dar más oportunidades a los que siendo su función combatir, son incapaces de hacerlo con honor. Preferiría combatir con los legionarios muertos caídos en batalla que con los que se han salvado. Además, habláis de dos legiones cuando lo que tenemos son pequeños grupos de unidades, de manípulos que se han reagrupado de forma inconexa. Lo que tenemos aquí, lo que estamos juzgando es escoria de Roma, miseria que ha sido derrotada, humillada. No merecen seguir combatiendo por Roma. Si tuviéramos el tiempo y las condiciones para ello, me plantearía seriamente considerar la pena capital para todos y cada uno de esos legionarios vencidos, pero como no tenemos ni el tiempo ni los recursos adecuados para dar ese castigo ejemplar, propongo que nos defendamos con las nuevas legiones de jóvenes romanos valientes, con las legiones urbanae, con los esclavos y los convictos y que se destierre para siempre de Roma a los vencidos en Cannae, que se les destierre a Sicilia y que allí, si valen de algo, defiendan nuestros intereses y los de sus familias deshonradas, pero que nunca jamás, nunca, regresen a Roma o al menos que no se les permita regresar hasta que el cartaginés haya sido derrotado de forma absoluta y Cartago sometida a Roma. Yo declaro a estos supervivientes como legiones vencidas, legiones malditas.
Fabio Máximo se sentó y aguardó la decisión de sus colegas. Marco Junio Pera ordenó que se procediese a votar la propuesta del exdictador. La mayoría de los senadores se alzó sin dilación y los pocos que habían dudado, al ver el amplio respaldo que obtenían las palabras de Fabio, se alzaron también. Sólo quedaban los espacios desnudos de los senadores ausentes, muertos o presos por Aníbal.
—Bien —dijo el dictador Marco Junio—, se acepta la propuesta de Quinto Fabio Máximo por unanimidad; —guardó entonces una breve pausa, se pasó la palma de la mano derecha por la frente hasta llegar al cabello y, por fin, concluyó con su sentencia—. Los legionarios supervivientes de Cannae serán desterrados. Propongo que el procedimiento sea el siguiente: se reagruparán los diferentes manípulos y unidades supervivientes constituyendo dos legiones. Se constituirán en la quinta y la sexta legión de Roma cuyo destino será Sicilia y allí se desplazarán en los próximos días con la condena de no regresar nunca a Roma hasta la derrota definitiva de Aníbal y la rendición incondicional de Cartago. La quinta y la sexta serán, hasta ese momento, legiones malditas. Sólo tras una victoria absoluta sobre Cartago se podrá reconsiderar por parte del Senado esta sentencia.
Los senadores asentían. Era una sentencia terrible, quizá algo extrema, exagerada para algunos, pero para Fabio y muchos de sus seguidores, necesaria en el contexto actual: no se podía dar a entender que se animaba a huir ante el enemigo, un enemigo que ya se acercaba a las puertas de Roma. No. Eran momentos que requerían una inusitada firmeza. Por otro lado, para los senadores era agradable, entre tanto desastre, escuchar expresiones como las que el dictador acababa de proclamar: rendición incondicional de Cartago. Sin embargo, en su fuero interno sentían que estaban tomando decisiones basadas en un inconmensurable orgullo, un sentimiento que quizá los estuviera alejando de la realidad, una realidad que se aproximaba más a si Roma se rendiría incondicionalmente, que a la remota posibilidad de que se consiguiese revertir el curso de la guerra hasta conducir a una derrota de Cartago; pero después de las palabras de Fabio y de la votación, nadie se atrevió ya a añadir nada. En aquella ciudad convulsionada y atemorizada nadie quería ser acusado de antipatriota y Fabio Máximo parecía, pese a no ejercer formalmente como dictador, haberse apropiado de todo aquello que significaba ser patriota. Eso iba estrechando los márgenes de maniobra del Senado. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar Fabio Máximo? ¿Hasta dónde estaba dispuesto el Senado a seguirle?
En ese momento las puertas que daban acceso a la gran sala donde estaban reunidos los senadores se abrieron y un centurión entró despacio, dubitativo, nervioso, buscando con sus ojos la mirada del dictador. Marco Junio le hizo una señal para que se acercase. El centurión acudió diligente junto al dictador y le habló en voz baja. Marco Junio Pera se llevó el dorso de la mano derecha a la boca, meditando.
—Bien —dijo en voz alta y clara—, que esperen un momento.
El centurión salió de la sala. El dictador se dirigió al cónclave de senadores que le miraba expectante.
—Estimados amigos, éste es un día difícil para Roma. No sólo hemos tenido que tomar medidas extraordinarias para controlar el orden público y preparar la defensa de la ciudad para un más que posible e inminente ataque, sino que además hemos juzgado primero a oficiales de alto rango y a los supervivientes de la reciente derrota de nuestras tropas. Se han tomado decisiones graves que sé que a todos os han consternado, pero aún tenemos que tomar más decisiones complicadas.
Fabio Máximo, al igual que el resto de los senadores, escuchaba con gran atención, sentados, pero con las espaldas rectas, erguidas sobre sus asientos de piedra. Con frecuencia muchos traían almohadones para acomodarse en la gran sala y evitar el frío de la piedra, pero aquel día de enormes tribulaciones, pocos habían tenido tiempo para recordar algo tan nimio. Fabio, como tantos otros, sentía el frío gélido de la piedra traspasando su túnica y su toga, pero era verano y el frío no era desagradable. Era la dureza del material lo que le molestaba, pero aquel día, como bien decía Marco Junio, no era momento de pequeñeces. En eso Máximo estaba de acuerdo con el dictador, pese a que dudase de su competencia y sintiera que el Senado debía haberle encomendado a él tal misión. Muchos se opusieron ya que hacía apenas unos meses que Fabio Máximo había sido dictador y nadie quería que un senador se acostumbrara a ostentar el cargo de dictador con frecuencia. Estaba seguro además de que la estrategia de Aníbal, preservando sus fincas en los ataques del año anterior, pese a que luego las vendiera para pagar el rescate de muchos prisioneros, había causado mella en su imagen y la calumnia y la duda se habían instalado, hasta cierto punto, sobre su persona: se le escuchaba y se le respetaba; más aún, se le temía, pero el Senado se había vuelto cauto a la hora de otorgarle poderes especiales. Y que su propio hijo estuviera entre los oficiales juzgados por la derrota de Cannae tampoco había ayudado. Pero ¿qué sería lo que ahora se llevaba Marco Junio entre manos?
—Me informan —empezó el dictador—, de que ha llegado a Roma una delegación de varios prisioneros apresados por Aníbal tras la batalla. Vienen a informar al Senado del coste de su rescate y de las condiciones que sobre el mismo ha establecido Aníbal. Se trata de diez delegados de los prisioneros acompañados por un caballero cartaginés. El cartaginés espera a las afueras de la ciudad nuestra respuesta. Los prisioneros han sido detenidos en la puerta y tres de ellos han sido traídos hasta el Senado. Creo que es oportuno que los escuchemos y que nos presenten su caso antes de fijar nuestra opinión. Luego podemos decidir si convenimos con las condiciones que se nos planteen o bien cuál es nuestra contraoferta. También me gustaría que supieseis que la voz ha corrido por la ciudad y la guardia me ha confirmado que un gran número de personas se está congregando en el foro a la espera de nuestra decisión sobre el asunto. Muchos de los que allí se están reuniendo son familiares y amigos de los que han caído prisioneros de Aníbal. Sé que el Senado no se somete nunca al chantaje ni a las amenazas del pueblo, pero pienso que es importante que conozcáis el estado de cosas antes de tomar cualquier determinación.
Marco Junio Pera hizo una señal a los guardias de las puertas del Senado y uno de los legionarios se ausentó para, al instante, regresar acompañado de tres hombres, desprovistos de uniforme, vestidos tan sólo con túnicas engrisecidas por el polvo del camino recorrido hasta alcanzar la ciudad, sin armas, con marcas en las muñecas de los grilletes que se habían visto obligados a llevar durante los días de cautiverio bajo el control de las tropas cartaginesas. Eran Lucio Escribonio, Cayo Calpurnio y Lucio Manlio. Se trataba de un tribuno y dos centuriones de las tropas rendidas a Aníbal tras Cannae en el campamento menor al norte del Aufidus. Los ahora prisioneros venían custodiados por un grupo de legionarios armados con espadas, escudos, corazas y pila. Al estar rodeados por estos últimos, el contraste entre los que se habían rendido y la figura de un legionario romano libre y armado resultaba aún más humillante a los ojos de muchos de los allí presentes; no obstante, en muchos senadores se albergaba la esperanza de volver a ver con vida a multitud de parientes y amigos que se encontraban entre los apresados por el general cartaginés. Era importante ver cuánto dinero pedía Aníbal por rescatar a estos soldados y decidir la mejor forma de reunir la cantidad necesaria para satisfacer el rescate, por muy humillante que pudiera resultar todo aquello.
Con el permiso de Marco Junio Pera, el primero de ellos se situó en el centro de la gran sala y tomó la palabra.
—Estimados senadores, a vosotros me dirijo en nombre de miles de vuestros compatriotas que ahora sufren el peor de los cautiverios. Aníbal, como sin duda sabréis, no es el rey Pirro en el trato a los prisioneros. Sin embargo, todo lo sufrimos y todo lo resistimos por nuestra patria. —Aquí Lucio Escribonio se detuvo y navegó con sus ojos por la gran sala en busca de miradas de complicidad y aceptación a sus palabras iniciales; encontró una mezcla de compasión y desconfianza que le hizo ver que, si bien había posibilidades de persuadir al Senado para que se pagara el rescate de todos los cautivos, debería ser extremadamente cauteloso en su discurso: la vida de sus compañeros y, lo que le preocupaba bastante más, la suya propia, dependía de ello. Continuó—. Estimados senadores, Cannae quedará como un día nefasto en nuestra historia. Se combatió desde el alba hasta la noche. Cincuenta mil de los nuestros yacen muertos al norte del río Aufidus. Se luchó con valor hasta la última gota de nuestra sangre, hasta que ya no tuvo ningún sentido aquella carnicería y con la última luz de aquel terrible día, unos pocos supervivientes conseguimos replegarnos en el campamento establecido al norte del río. La noche llegó y resultaba imposible salir de aquel encierro. Los cartagineses dominaban los caminos y nos cuadruplicaban en número, de tal modo que sólo nos restaba resistir. Y así se hizo, hasta que al día siguiente quedó claro que toda lucha era inútil. Era sólo cuestión de tiempo que fuéramos diezmados por el enemigo y, pregunto yo, ¿qué servicio podríamos entonces prestar a la patria siendo ya sólo unos miles de cadáveres más extendidos sobre la tierra entre Canusium y Cannae? ¿Era aquélla nuestra mejor forma de servir al Estado o cabían otras posibilidades? Roma necesitaría soldados hábiles pronto ante un enemigo cada vez más poderoso. Algunos recordaron que no es extraño a nuestra historia negociar con el enemigo un rescate mediante el que salvarse y poder así subsistir para contribuir en posteriores batallas a la defensa de la patria. Así lo hicieron nuestros antepasados tras la batalla de Allia en la guerra contra los galos. ¿Por qué no hacer de nuevo lo que antepasados ilustres hicieron ya en momentos donde toda esperanza está ya perdida? De esta forma se convino en mandar una delegación para negociar con Aníbal un rescate razonable y se llegó a un acuerdo: quinientos denarios por cada jinete, trescientos por cada soldado y cien por cada esclavo. Y diréis, ¿por qué pagar estas cantidades? A esto yo os respondo: nos consta, por lo que nos dicen nuestros familiares, que el Senado está vaciando las arcas del Estado para pagar a los amos de ocho mil esclavos a los que armar para que actúen en la defensa de Roma, y pregunto yo, ¿se pueden comparar esclavos con legionarios expertos en el arte de la guerra y que, además, os costarán menos que pagar por todos esos esclavos a los que estáis recurriendo? ¿Qué mejor forma de fortalecer la defensa de Roma que la de recurrir a soldados ya preparados e instruidos en el combate? Y si el peso y la abrumadora realidad de estas razones no os convencen, sólo os pido que miréis en vuestros corazones y que, por todos los dioses, al tiempo que lo hacéis, escuchéis al pueblo de Roma que clama por nuestra libertad, que es la libertad de sus familiares y amigos, con llantos y gritos de dolor desde el foro. ¿Vais a desoír el clamor de vuestra propia sangre, vais a negar el sentimiento de compasión que abunda en vuestros corazones, vais a cegaros frente a la realidad de la razón misma que no hace sino subrayar la necesidad de liberarnos? —Lucio, rojo, encendido su rostro por la pasión en la que había concluido su discurso, detuvo su parlamento para respirar, recuperar el aliento y mantener fijos sus ojos en cada uno de los senadores, sintiendo cómo en todos ellos su voz había penetrado hasta lo más hondo, de modo que su ánimo recobraba confianza, hasta que su mirada se cruzó con unos ojos fríos, helados, impertérritos que sin parpadear congelaron la sangre del propio Lucio: eran las pupilas oscuras de Quinto Fabio Máximo las que así le observaban; Lucio, no obstante, con orgullo y seguridad de haber conseguido el apoyo de la mayor parte de los senadores, mantuvo, retador, la mirada de su evidente oponente. Y, de esa forma, clavando sus ojos en Fabio Máximo primero y luego en el dictador Marco Junio Pera que presidía la sesión, dio término a su discurso—. En vuestras manos está, pues, dar vida a la esperanza de vuestros compatriotas, de los que claman por sus familias en el foro y de los que, cubiertos de cadenas, se ven obligados a arrastrarse ante Aníbal; sólo unas palabras más: pensad bien, ¿quién luchará con más ahínco sino aquel que ha sido humillado a tal extremo por el enemigo y, en última instancia, fue salvado por la generosidad de su patria? ¿Qué mejores soldados encontraréis sino aquellos que profesan odio al enemigo y tendrán siempre una deuda de vida con su patria que los liberó del yugo de la tortura y la esclavitud?
Con estas preguntas Lucio Escribonio se inclinó ante el dictador y el resto de los senadores y, alejándose del centro de la gran sala, retomó su posición junto con sus dos compañeros que, conmovidos por su enfervorecida defensa, saludaron con palmadas en la espalda a su compañero de cautiverio. Ninguno de los dos tenía dudas de que el rescate sería concedido por el Senado. De hecho, los senadores hablaban entre sí de forma airada, entre grandes aspavientos y marcadas muestras de asentimiento hacia lo que acababan de escuchar.
—Hay que satisfacer el rescate.
—Es importante recuperar a estos soldados.
—No podemos dejar a nuestros familiares a merced de ese salvaje.
Y así decenas de comentarios iban circulando por el Senado, de boca en boca, pasándoselos de unos a otros hasta que llegaban a la proximidad de Quinto Fabio Máximo y otros viejos senadores que se mostraban menos conmovidos que el resto de sus colegas, aunque no supieran bien cómo formular una respuesta contraria a conceder el rescate tras el emotivo discurso de Escribonio. Fabio Máximo se tapó el rostro con ambas manos, sentado pero inclinado hacia delante, sopesando las circunstancias en silencio, mientras sus oídos se empapaban de los comentarios que corrían por toda la sala. Marco Junio Pera compartía en gran medida la visión de la gran mayoría en el sentido de satisfacer el rescate, pero la expresión seria de algunos senadores y, en especial, la actitud callada de Fabio Máximo, le hicieron tomar con voz poderosa la palabra para establecer el orden en aquel delicado debate. Aquel día estaba resultando agotador. Una jornada de sentimientos encontrados en medio de la mayor crisis de la ciudad desde su caída ante los galos hacía ya más de siglo y medio.
—¡Senadores, senadores! ¡Silencio! ¡Silencio! —Poco a poco los senadores fueron retomando sus asientos, y el murmullo de los comentarios fue apagándose—. Bien, hemos de decidir sobre si se satisface el rescate en las condiciones que los prisioneros acordaron con el general cartaginés o…, o si alguien considera que debe actuarse de otro modo…, éste es el momento para hablar. El Senado escucha.
La mirada del dictador barrió la sala despacio. Nadie se alzaba. Tampoco lo esperaba el dictador, al menos, hasta cruzar sus ojos con Fabio Máximo. Al llegar a él, en efecto, el viejo exdictador de sesenta y siete años se levantó con parsimonia infinita pero con una firmeza que no podía pasar por alto ninguno de los presentes. Fabio se situó entonces, de nuevo, en el centro de la sala, justo donde había intervenido Lucio Escribonio en representación de los prisioneros, y tomó la palabra al tiempo que se inclinaba ante el dictador en señal de reconocimiento a su autoridad y por concederle la posibilidad de expresarse de forma abierta y directa.
—Estimados colegas, amigos y, por qué no decirlo, oponentes también —y esbozó una sonrisa al tiempo que miraba a algunos de los más afines a los Emilio-Paulos y Escipiones que allí se encontraban, con lo que, acompañado de una suave sonrisa, consiguió arrancar algunas risas entre los unos y los otros, relajando un poco el ambiente tras la intensa intervención de Lucio—; bien, pues, colegas todos, en este sagrado lugar, éste es un día duro para todos y cada uno de nosotros. Hasta tal punto se atropellan unos acontecimientos con otros que es fácil perder la perspectiva de las cosas y dejarse llevar por la enorme fuerza de los sentimientos, sentimientos, no lo pongo en duda, todos justos y llenos de dignidad, tal y como corresponde a vuestras personas. Pero creo que, llegados a este punto, quizá sea importante recapitular un poco para entender mejor exactamente lo que se está juzgando. Veamos: hemos empezado esta que sé será recordada en los anales como histórica sesión del Senado juzgando a los oficiales que sobrevivieron al desastre de Cannae y que, si bien no supieron darnos la victoria, al menos sí fueron capaces de regresar a Roma como soldados libres, sin honor en la batalla pero sin tener que venir a implorar un rescate por sus vidas. Bien. A estos oficiales se les ha valorado su capacidad para, en medio de una deleznable derrota, salvar una cantidad significativa de hombres. Por ello se les ha perdonado de igual forma que, sin embargo, tampoco se les ha premiado. Bien, justa decisión. Sigamos: luego el Senado ha debatido sobre qué hacer, no ya con estos oficiales, sino con los soldados que se salvaron y, ante tanta deshonra acumulada en un campo de batalla donde nuestras tropas eran diezmadas por el enemigo pese a que lo doblaban en número, ¿qué decisión ha tomado el Senado? No sé si lo recordáis —aquí Fabio Máximo hizo una breve pausa, retórica, en espera de ninguna respuesta, sino sólo de ganar el dominio, el control de la situación—, aquí se acaba de acordar desterrar a todas esas tropas por su nula capacidad de combate. Es cierto que estamos necesitados de soldados, pero de legionarios valientes y no huidizos y por ello, de forma sabia, el Senado ha condenado al destierro a todas estas tropas y declarado las legiones quinta y sexta en las que se integrarán todas estas unidades como legiones malditas para Roma. Se ha preferido recurrir a jóvenes, esclavos y convictos antes que defendernos con los que no supieron defender nuestros intereses en Cannae. Ahora bien, yo no discuto esta decisión que, como bien visteis, apoyé con mis palabras, pero de igual forma que hemos declarado a esas futuras quinta y sexta legiones como malditas y desterradas, hemos de reconocerles, al menos, un valor: fueron tropas que como mínimo supieron salvarse a sí mismas. Es cierto que nos han traído la humillación de la derrota y por ello son desterradas y despreciadas, pero al menos, no han venido, además de traernos una derrota inaceptable, a rogarnos que paguemos el rescate por unas vidas cuyo valor, es justo aunque doloroso decirlo, es más que cuestionable. Debo ser delicado en mis palabras porque sé que hablamos de romanos y que entre ellos hay familiares y amigos de todos los presentes aquí, míos también. Pero bien, tomadas todas estas difíciles decisiones, el día se nos alarga y los dioses nos ponen ante la más que difícil prueba de seguir juzgando a los derrotados de Cannae. Hasta este momento sé que se ha obrado con ecuanimidad, pero ahora me asalta la duda y el temor a que Roma vacile y que en su vacilación proporcionemos al enemigo unos recursos adicionales con los que ahora no cuenta: quinientos denarios por cada jinete, trescientos por cada legionario, en fin, así se han dado en llamar, y cien más por cada esclavo. Y se nos dice que ese dinero es menos de lo que nos está costando armar a los esclavos de la ciudad. No sé si, echando cuentas, al final sea más o menos una cantidad que otra, pero lo que sí sé es que una cosa es dar dinero del Estado a conciudadanos que ceden sus esclavos para la defensa de la ciudad y, algo muy distinto, es regalar dinero a nuestro más mortal enemigo. Pues en todo esto conviene recordar que si hay algo de lo que carece Aníbal hoy día es de dinero, oro y plata con la que pagar a sus miles de mercenarios galos e iberos. Varios miles de denarios, en pago por el rescate de los prisioneros de Cannae, estoy seguro de que serán muy bienvenidos por Aníbal. Sé que vuestros corazones ven el dolor y el sufrimiento de los allí apresados y encadenados, pero os invito también a que dibujéis en vuestra mente la sonrisa de Aníbal y la celebración con vino itálico junto con sus generales y su hermano Magón, mientras cuentan su nuevo oro y cómo se congracian con todos sus mercenarios con el mismo, repartiéndolo por doquier, inflamando los ánimos de los iberos y de los galos y de sus tropas africanas, anunciándoles que este pago que ahora reciben es sólo el aperitivo de lo que les espera cuando marchen sobre Roma. Sí, con el rescate se liberaría a estos que aquí hoy se han defendido, pero tened presente que ese mismo dinero el Estado lo daría para alimentar a su más mortal y voraz adversario. Y, me diréis, que no sea el Estado sino que se permita que de forma privada cada familia que pueda haga frente al rescate que le corresponda en función de los que deba o decida liberar. Y a esto yo os digo que, si bien se preservarán las esquilmadas arcas de la ciudad, la celebración de Aníbal será la misma y las sonrisas de los mercenarios igual de complacidas, pues al cartaginés y su ejército no les importa ahora tanto de dónde provenga ese dinero sino el hecho de recibirlo y, a fin de cuentas, Aníbal siempre podrá presentarlo ante sus soldados como dinero romano y no mentiría. Y bien, ahora que ya hemos revisado lo que hemos juzgado hasta ahora en este día y que hemos examinado las consecuencias que un pago del rescate tendría en el fortalecimiento de nuestro enemigo, juzguemos ya pues a estos hombres que nos ruegan por dinero para salvar sus vidas. ¿Quiénes son con exactitud estos que a sí mismos se dan el nombre de legionarios? Yo os lo diré. Son aquellos que en el campo de batalla primero huyeron, que luego en el campamento norte se escondieron y que, por fin, ante la llegada del enemigo a las puertas de su escondrijo, como colofón a su gran jornada, se rindieron. Y yo os pregunto, senadores, ¿es esto lo que hacen las legiones de Roma: huir, esconderse y rendirse? ¿Es eso lo que se enseña a nuestros soldados hoy día? Y se ha osado aquí hablar de nuestros antepasados, como si éstos se hubieran dedicado a huir, esconderse y rendirse. ¿Tendríamos la Roma que hoy tenemos con antepasados así? ¿Habríamos conseguido doblegar a los galos de Italia central, a los etruscos, a Umbría, Campania, Sicilia, Cerdeña huyendo, escondiéndonos y rindiéndonos? ¿Es esto lo que Roma premia ahora? Porque si es así, yo no me reconozco en esta nueva Roma que premia a los cobardes. Cobardes digo, porque este mismo día se nos ha manifestado cómo un tribuno con sólo seiscientos de esos soldados consiguió pasar en mitad de la noche del campamento norte al sur y así unirse al resto de las fuerzas de los otros tribunos para al menos de esa forma alcanzar juntos Canusium y luego Roma, sin tener que rendirse ante el enemigo. ¿Y mientras que a estos que, por lo menos, fueron capaces de regresar a Roma, los castigamos con el destierro, vamos a premiar a estos otros que se rindieron pagándoles el rescate, diciéndoles lo bien que hicieron en no arriesgar sus vidas? ¿Qué debemos esperar entonces de las nuevas legiones: que luchen hasta el fin en defensa de Roma o que, tranquilos, que no se preocupen, que si las cosas se ponen difíciles, se rindan, que ya vendrá luego el Senado a rescatarlos con dinero para ir haciendo cada vez más fuerte y más rico al enemigo? ¿Por Cástor y Pólux y por todos los dioses, es que tiene esto algún sentido? ¿Es que en el Senado se ha perdido la razón y ya no se gobierna, sino que se agasaja con dádivas a los que huyen? Si antes dije que no quería a los supervivientes libres de Cannae en la defensa de Roma sino en el destierro, sólo me queda por decir que de los soldados que huyen, se esconden y se rinden no es que los quiera en el destierro, es que no quiero saber nada de ellos. Y si tanto valen, como esta tarde han osado decir ante nuestros ojos, que lo demuestren salvándose, rebelándose, luchando y no arrodillándose ante el enemigo y luego rogando a sus familiares que les den dinero para los cartagineses para que con esas mismas monedas luego se financie a los que vendrán a violar, matar y asesinar a cuantos reunimos el oro con el que se les liberó. No, yo no pienso formar parte de semejante Roma. A los que son derrotados y sobreviven, cuando se debería haber ganado, se les destierra y a los que se rinden sólo resta dejarlos en manos de su nuevo amo, pues al negociar con éste un rescate, además de perder el poco honor que les quedase, para mí, como sé que para muchos de los presentes, ya no son ciudadanos romanos, sino esclavos de Cartago y yo no pago dinero por esclavos de extranjeros.
Y con esto Fabio Máximo terminó su largo discurso, pronunciado, especialmente en la última parte, con intensidad, pero con voz serena, sentida, pero calmada. Entre los senadores el debate se reabrió con discusiones vehementes. Lo que antes de la intervención de Fabio Máximo estaba tan claro, ya no lo parecía tanto. La decisión era mucho más controvertida ahora. Pagar a un enemigo necesitado de dinero era darle aliento y fuerzas para lanzarse sobre Roma. Ahí, el viejo exdictador había puesto el dedo en la llaga. Por otro lado, estaban los familiares y amigos apresados. Todo era confuso. Entre los senadores de mayor edad, las palabras de Fabio Máximo habían calado de forma evidente y senadores como el anciano Torcuato Manlio apostaban con firmeza por la decisión de no pagar el rescate. El dictador Marco Junio, finalmente, decidió ordenar el debate y plantear una votación.
—Ésta es la más difícil de las decisiones de una jornada cargada de determinaciones graves e ingratas, pero debemos tomar una decisión. Las posiciones han quedado planteadas con claridad. Se ha permitido a los representantes de los prisioneros defender su causa y apuntar las razones que justifican su actitud y su solicitud del pago del rescate; por otro lado, el senador Quinto Fabio Máximo ha podido exponer sus argumentos en sentido contrario recordándonos todas las consecuencias que tal pago del rescate conllevarían y ha compartido con todos su juicio sobre los que se rindieron a Aníbal. Creo que podríamos pasar días, semanas debatiendo sobre lo que es justo hacer y es posible que nunca alcanzásemos el acuerdo, pero no hay tiempo. Hay una ciudad que gobernar y que defender y una respuesta que dar rápidamente a los representantes de los prisioneros y, a través de éstos, al enviado de Aníbal que aguarda a las afueras de la ciudad. ¿Qué mensaje va a mandar el Senado de Roma? Los que estén a favor de satisfacer el rescate que se levanten ahora.
Lucio Escribonio y sus dos compañeros de cautiverio vieron cómo poco a poco se fueron levantando varios grupos de senadores, pero sus corazones se congelaron cuando, después de unas decenas, los movimientos entre los bancos se detuvieron, permaneciendo un gran número sentados. El dictador, asistido por otros senadores, empezó el recuento de votos. Los prisioneros intentaban hacer lo propio, pero desde su posición en un lateral de la sala era difícil determinar con precisión el número exacto de los que se habían alzado y sus nervios los traicionaban de forma que se descontaban una y otra vez y se veían obligados a volver a empezar el recuento.
—Creo que entre setenta u ochenta con nosotros —dijo Lucio.
—No son suficientes —comentó uno de sus compañeros—, pero hay que ver cuántos se atreven a votar en contra.
El dictador anunció el resultado de la votación.
—Setenta y nueve a favor de pagar el rescate. Ahora, sentaos, y que se alcen los que opinen que Roma no debe satisfacer este pago por los prisioneros.
Más despacio, algunos de los senadores más viejos, dirigidos por Manlio, se alzaron, y a éstos los siguieron algunos otros, pero la gran mayoría observaba expectante a Quinto Fabio Máximo. Éste miró a su alrededor. Sólo unos treinta estaban en pie. En ese momento Máximo se levantó y con él, como una cascada, decenas de senadores de ambos lados de la sala se alzaron. Aunque no todos. Estaba claro que había un pequeño grupo de senadores que no había optado por ninguna de las dos opciones. Eran ciento ochenta y nueve los senadores supervivientes, después de la interminable serie de derrotas militares que había ido diezmando de representantes el Senado de Roma, donde normalmente se reunían hasta trescientos antes de ir cayendo en Trebia, Trasimeno y Cannae.
El dictador contó despacio y, cuando hubo terminado de hacerlo, inspiró profundamente. Repitió la operación. Una vez bien seguro y confirmada su cuenta con la de otros dos senadores anunció el resultado definitivo.
—Ochenta y ocho en contra de pagar el rescate —una breve pausa en medio de un sepulcral silencio y sobre éste la voz angustiada del dictador de Roma, Marco Junio Pera, segando con sus palabras la esperanza de los prisioneros—; el rescate no será pues pagado ni con dinero público ni privado; nadie podrá pagar bajo pena de muerte. Los representantes de los prisioneros serán devueltos a Aníbal para que transmitan la decisión del Senado y que los dioses se apiaden de ellos y de sus familias y amigos. Y ahora que sean escoltados por la guardia. Ordeno también que las legiones urbanae patrullen las calles de Roma. Que todo el mundo vaya a sus casas y que se disuelva a la muchedumbre del foro… con la fuerza si es necesario. No se tolerarán ni tumultos ni revueltas en las calles de la ciudad. Estamos en guerra y hay que prepararse para la defensa. Ruego que la totalidad de los senadores muestre con su ejemplo el modo en que un romano debe acatar las decisiones aquí tomadas, más allá de su acuerdo o desacuerdo con las mismas. En la obediencia por parte de todos a nuestras decisiones reside el fundamento del Estado. Que Júpiter y Marte y los dioses Quintes protectores de la Urbe nos asistan en estos momentos de dolor y peligro y que nunca jamás contemplen mis ojos una reunión del Senado como la que hemos presenciado hoy. Se levanta la sesión.
Aníbal no ocultó su sorpresa cuando Cartalón le transmitió la respuesta que a él, a su vez, le habían traído unos desesperados y cabizbajos prisioneros de vuelta del Senado, entre lágrimas y ruegos por sus vidas.
—¿Roma no paga el rescate? —Aníbal frunció el ceño; había contado con ese dinero para satisfacer algunas de las pagas pendientes a los galos y los iberos; aquello era un contratiempo. Una respuesta radical—. Quiero, Cartalón, que nuestros espías trabajen con esmero: he de saber qué pasó en el Senado y quién ha promovido esa respuesta —aunque, en el fondo, el general cartaginés intuía con bastante certidumbre de quién podía provenir una decisión tan fría y tan calculada que, sin duda, suponía un obstáculo en sus planes; sólo alguien con la cabeza fría de Fabio Máximo podía concebir una respuesta tan dura.
—Así se hará, mi señor, pero… —aquí Cartalón dudó un momento.
—¿Pero? Habla, oficial.
—¿Qué hacemos con los prisioneros?
—¿Con los prisioneros? —preguntó Aníbal, como recordando algo ya lejano en su mente—. Con los prisioneros, claro, algo habrá que hacer con ellos. —Se hizo el silencio; echó un trago de vino puro, sin mezclar; sintió el escozor del alcohol descendiendo por la garganta. Dejó la copa de vino vacía sobre la mesa. Sintió las miradas de su hermano Magón y de Maharbal tras de sí, de Cartalón y del resto de los oficiales presentes—. Los prisioneros… sí…, ¿qué hacer con ellos…? Bien. Quiero a trescientos de los prisioneros apartados del resto y bien custodiados: patricios, senadores, si queda alguno vivo entre ellos, a familiares de éstos. Los usaremos como rehenes en su momento. Que los galos y los iberos se diviertan con los demás. Que los hagan luchar, que los torturen o que los despedacen. Me da igual, mientras acaben con todos ellos. Si a Roma no le interesan, no tienen tampoco ningún valor para mí. Si Roma los desprecia, yo también.
Así, durante una larga noche de cielo despejado, con miles de estrellas como testigos mudos del sufrimiento y la locura humanos, se oyeron espadas golpeándose entre sí, se presenciaron combates cuerpo a cuerpo entre hermanos, entre padres e hijos sobre los que un enfervorizado público de guerreros iberos, celtas y galos cruzaba apuestas sobre quién sobrevivía o sobre quién caería primero; se oyeron terribles aullidos de dolor, chasquidos de huesos que se quebraban entre risas provocadas por el vino fresco de ánforas oscuras, y se propagó el olor a muerte por cada rincón del valle. Al amanecer, los buitres disfrutaron de un auténtico festín de carne fresca de miles de cadáveres ensangrentados y heridos agonizantes expuestos sobre la tierra, un regalo del ejército cartaginés a las bestias aladas.