Maharbal y Aníbal
Apulia, agosto de 216 a. C.
En la llanura a los pies de la fortaleza de Cannae, una unidad de jinetes africanos escoltaba a diez presos romanos que eran obligados a marchar veloces a pie para mantener el paso con el trote de los caballos. Un oficial alto, moreno, con barba poblada, encabezaba la comitiva. Era Cartalón, un noble cartaginés a quien Aníbal había puesto al mando de aquel destacamento que partía de Cannae con dirección a Roma.
Maharbal contemplaba la escena perplejo. Ésos eran todos los soldados cartagineses que su general en jefe ordenaba avanzar hacia la ciudad contra la que llevaban dos años en guerra, la misma ciudad que los había humillado en la anterior guerra y la misma ciudad que había visto desaparecer todo su ejército bajo el poder de la caballería y la infantería cartaginesas. Aníbal se limitaba a enviar a Roma una pequeña unidad para negociar el cobro del rescate de los miles de presos romanos que habían hecho aquellos días, especialmente los que se entregaron en el campamento romano al norte del río. Y no habían pasado ni unos minutos desde que Aníbal había ordenado a todos los oficiales que preparasen una larga marcha hacia el sur de Italia. Hacia el sur, no hacia el norte, hacia Roma. Aquello era absurdo. Maharbal era el primer sorprendido por su reacción, pero se vio a sí mismo replicando, por primera vez en su vida, a su general en jefe.
—Eso es un sinsentido, mi general —la voz disonante de Maharbal, prácticamente interrumpiendo las órdenes de Aníbal, dio paso al silencio en medio de la reunión de los oficiales en la tienda del general de los ejércitos de Cartago en la península itálica—; lo siento, pero debo decirlo. Es lo que piensan muchos soldados y muchos de los aquí presentes: ¿para qué hemos aniquilado el ejército de Roma? ¿Para ir ahora hacia el sur? No tiene sentido. ¿De qué vale ganar una gran batalla si luego no se aprovecha la victoria hasta sus últimas consecuencias? Hay que ir a Roma.
En el denso silencio, Aníbal optó por sentarse en la gran silla, cubierta de pieles de oveja, que los soldados habían dispuesto junto a la mesa de los mapas. Magón fue a decir algo para replicar a la rebeldía de Maharbal, pero Aníbal levantó despacio su mano y su hermano guardó silencio. Aníbal prefirió dejar que el silencio perviviera durante largos segundos. Se limitó a observar a Maharbal con atención. Éste al fin empezó a sentir un sudor frío por su amplia frente y cómo varias gotas de líquido salado se deslizaban por la piel de su rostro. Seguía haciendo calor en aquel tórrido estío itálico, pero su cuerpo estaba habituado a calores más inclementes en Numidia; aquel sudor tenía un origen no térmico. Maharbal mantuvo la mirada de su general durante varios de aquellos eternos segundos pero, al fin, bajó sus ojos sin añadir más. Ya había dicho bastante. Para muchos demasiado. La cuestión era, en cualquier caso, saber si para Aníbal también aquéllas habían sido demasiadas palabras o no. Nadie nunca antes había osado contradecir al general y, por muy peculiar que pudiera parecer la estrategia de alejarse ahora de Roma, era difícil oponerse a quien no había hecho sino acumular victoria tras victoria, incluso allí donde todo parecía estar en contra. Por eso nadie más se había atrevido a transformar en palabras sus dudas ante aquella nueva y sorprendente estrategia de su líder.
—Mis órdenes son —dijo Aníbal cuando consideró oportuno quebrar la tensión que crecía por momentos en espera de su respuesta— prepararnos para ir al sur. Quiero un puerto de mar en el sur y eso vamos a conseguir. Y que parta alguien de confianza, Cartalón estaría bien, es un buen oficial, con un grupo de prisioneros romanos para negociar su libertad. Lo que pague Roma nos vendrá bien para costear la campaña contra ellos mismos. Será divertido verlos buscar dinero para liberar a sus familiares para que con ese mismo dinero sigamos hostigándolos hasta su rendición incondicional —aquí el cartaginés se detuvo y soltó una sonora carcajada que arrancó más risas entre el resto de los generales, excepto en Maharbal; luego Aníbal prosiguió retomando su expresión seria y serena—. Creo que está todo dicho y que todos tenéis cosas que hacer para preparar la marcha al sur. Dejad que los hombres disfruten un par de días de esta victoria, que coman y beban bien y luego hacia el sur. Podéis retiraros todos… todos menos… Maharbal.
Magón, seguido de Himilcón, fue el primero en salir. Tras ellos el resto de los oficiales corrió con prisas hacia el exterior de la tienda. Nadie tenía interés en quedarse allí, con Maharbal y la más que segura furia de su gran general. Algunos miraron al jefe de la caballería cartaginesa como quien mira a un muerto.
Maharbal permaneció en la tienda, esperando la bronca y la reprimenda, cuando menos, de su líder, temiendo incluso por su vida, pero seguía sin entender cómo aquel general de generales al que en el fondo tanto admiraba, se obstinaba, porque sí, ésa era la palabra, se obstinaba en no aprovechar la ocasión para marchar al fin sobre Roma, sobre una Roma herida de muerte. Maharbal esperó gritos o, directamente, el filo de la espada de su jefe. Se puso frente a Aníbal y aguardó lo que tuviera que venir.
Aníbal se levanta despacio y desenvaina su espada. Maharbal observa aterrado el movimiento y responde de la misma forma, sacando con suavidad, pero con firmeza, su propia espada africana. En el exterior de la tienda los guardias escuchan el filo de las armas al deslizarse por sus vainas de plata y bronce. Varios oficiales se acercan a la tienda. Los centinelas de Aníbal dudan en entrar para proteger a su líder, pero éste les ha ordenado a todos, menos a Maharbal, que salgan de la tienda. En el interior, Maharbal empuña en alto su arma. Aníbal sostiene la suya con fuerza, pero aún si alzarla. Están a tres pasos de distancia. Maharbal entonces arroja desde lo alto su espada, dejándola caer sobre el suelo, a sus pies.
—Nunca lucharé contra ti —dijo Maharbal con sorprendente serenidad—; si crees que merezco la muerte por decir lo que pienso, que así sea y que los dioses bendigan tu acción. No entiendo tus órdenes y así lo he manifestado, pero nunca lucharé contra ti. Sólo sé luchar a tu favor y así lo haré hasta el final de mis días, incluso si ese final lo dictaminas tú ahora. No veo mejor forma de morir ni mejor verdugo.
Aníbal suspiró largo tiempo, envainó su espada y volvió a sentarse.
—Coge tu espada Maharbal; un soldado sin arma no me sirve.
El general de la caballería se agachó y recogió su espada del suelo. La insertó en su sitio, junto a su cintura y volvió a ponerse firme ante su líder.
—Maharbal, ¿tenemos catapultas?
El interpelado abrió los ojos. No entendía aquella pregunta.
—No, mi señor, no tenemos.
—Bien. Maharbal, ¿tenemos escorpiones?
—No, mi señor, no tenemos.
—Maharbal, ¿tenemos una torre de asedio? —continuó preguntando Aníbal.
—No —respondió Maharbal que empezaba a entender el sentido de aquellas cuestiones—; no, es cierto, pero podemos construir ese material de guerra.
—¿Podemos construir ese material? —Aníbal sonrió casi con ternura—. ¿Y cuánto, si puede saberse, tardaremos en construir todas esas máquinas? ¿Una semana, un mes? ¿Varios meses, quizá? ¿Y cuántas catapultas, escorpiones y torres de asedio se necesitan para que caiga la ciudad de Roma a la que tú te empeñas en empujarnos? En Sagunto no conseguimos nada hasta que construimos y llevamos hasta la muralla la torre de asedio y utilizamos decenas de catapultas y escorpiones que ya teníamos hechos y que trajimos desde Qart Hadasht, y ¿contra que fuerzas combatimos?, apenas unos centenares de soldados y unos pocos miles de ciudadanos sin experiencia, valerosos sí, hasta el fin, pero sin experiencia. ¿Sabes tú lo que nos vamos a encontrar en Roma? En Roma tienen dos legiones dispuestas que ni siquiera han salido de la ciudad, diez mil hombres armados esperándonos; luego están las milicias, triunviros los llaman allí, cuyo número desconozco, y luego los miles de ciudadanos que armarán sin duda para la defensa, defensa que tendrán todo el tiempo del mundo en preparar cuando averigüen, porque lo harán, no lo dudes, que estamos preparando armamento de asedio; ¿cuánto crees que tardarán en reclamar sus tropas desplazadas en Sicilia, Cerdeña o Hispania, por mencionarte algunos sitios? Antes de que ese asedio empiece, habrán congregado todos los aliados que les quedan en Italia; unos no responderán, eso es cierto, a su llamada por temor a nuestro ejército, pero otros sí. Muchos pueblos itálicos aún les son fieles porque Roma lleva ejerciendo su poder sobre ellos durante decenas de años y nosotros sólo estamos aquí unos meses. No, Maharbal, no. Tardamos ocho meses en abatir Sagunto, peor pertrechada para su defensa y desasistida por todos y nosotros disponiendo de todo el armamento de asedio necesario. Aquí no luchamos contra una pequeña ciudad abandonada por sus amigos y sin recursos a los que acudir en una situación de emergencia, además de que no poseemos el armamento necesario. Nuestro ejército tiene su mejor baza en el movimiento, en el despliegue de fuerzas veloz, golpeando en diferentes lugares con fuerza mortal. Roma es aún sólida en sus bases, aunque hayamos cortado varios de sus tentáculos con el norte y con Hispania. Ahora toca el sur. Y, por encima de todo, ¿tú crees que yo he empezado esta guerra para conquistar una ciudad, no importa lo importante que sea esa ciudad? Si es eso lo que piensas, entonces es que me crees alguien demasiado pequeño. Cuando entiendas de qué estamos hablando, de qué trata esta guerra, serás tú quien dé las órdenes. Mientras tanto, limítate a obedecer y nunca, ¿me oyes bien?, nunca jamás vuelvas a contradecirme en público o será lo último que hagas en esta vida. Ahora sal y nunca más vuelvas a pedirme explicaciones ante otros oficiales. Tu lealtad te ha salvado esta vez, pero no lo hará en una próxima ocasión. Que mis palabras penetren en tu mente y que los dioses preserven tu vida y te hagan entender lo que te he explicado hoy, algo que hasta la fecha sólo había compartido con mis hermanos. Sal ya.
Maharbal dio media vuelta y salió de la tienda. Fuera, decenas de oficiales, Himilcón y Magón esperaban el desenlace de aquella entrevista. Junto con la frescura del aire, el jefe de la caballería sintió la intensidad de las miradas de todos clavadas en su persona.
—Vamos hacia el sur —respondió Maharbal a las preguntas silenciosas de los que le rodeaban. Avanzó rápido entre el corro de oficiales que se hacían a un lado abriendo un estrecho pasillo por el que caminó hasta alejarse de la tienda de Aníbal y los que allí estaban y descender colina abajo hacia donde sus hombres, nerviosos por los rumores que corrían por el campamento, le esperaban.
Magón entró en la tienda de su hermano mayor.
—Creo que ha entendido —respondió Aníbal—; he compartido con él parte de las razones. Es leal y valiente. Su fidelidad a las órdenes servirá de ejemplo a los demás. Ahora debemos proseguir con el plan. Hermano, debes marchar lo antes posible hacia las ciudades Brutias, en el extremo sur de la península. Varias se pasarán a nosotros con tu sola presencia. No dudes en anunciarte a esos pueblos como mi hermano, como el enviado de Aníbal al sur de Italia. Luego, la parte más importante y compleja de la misión: tendrás que cruzar el mar hasta Cartago y, una vez allí, presentarte ante el Senado y el Consejo de Ancianos y solicitar refuerzos. Llévate los anillos de todos los patricios y senadores romanos muertos en Trebia, Trasimeno y Cannae. Eso allanará un poco el camino, aunque ya sabéis que Hanón y los suyos se opondrán en el Senado. Siempre se han opuesto a nuestra familia, a nuestros planes y, en especial, a esta guerra.
—Cuenta conmigo para persuadir al Senado —respondió Magón con decisión—. Regresaré a Italia con más tropas sea como sea, aunque me vaya la vida en ello. Y Asdrúbal también lo hará. Juntos, los tres hermanos, terminaremos con el poder de Roma.
Aníbal miró a su hermano con sentido aprecio.
—No lo dudo, hermano, no lo dudo. Baal es testigo de tu determinación y sé que tu corazón está con nuestra familia. Nuestro padre hoy se sentiría orgulloso de nosotros. Estamos cerca, pero no hemos terminado; hemos de continuar y no desfallecer.
—¿Y tú qué harás, hermano? —preguntó Magón.
Aníbal no era tan intolerante con las interpelaciones de sus hermanos, los seres en los que más confiaba, a los que más amaba en la tierra, los únicos con los que compartía sus objetivos, sus anhelos y, en alguna contada ocasión, sus dudas. Se dirigió al plano y señaló un punto al sur de Roma.
—Aquí, a Neapolis. Ése será nuestro puerto o… Bien, si eso no resultase, tengo pensadas otras opciones. Tengo informes interesantes de la situación compleja en la que se encuentran varios de los grandes puertos del sur. En sus senados hay división. El temor a Roma es grande, pero el temor ante nuestro avance crece. Cada gobierno empieza a dudar sobre con quién establecer su fidelidad. Me aprovecharé de esas divisiones. Tú ocúpate de conseguir los refuerzos, que yo conseguiré un puerto donde desembarcarlos. En que cada uno consiga el objetivo aquí marcado reside la victoria. Y ahora, bebamos por ella, que creo que nos lo hemos merecido.
Aníbal dio un par de palmadas y dos esclavas entraron veloces como gacelas.
—Traed vino y volved acompañadas de más esclavas. Ya sabéis lo que quiero —y volviéndose hacia Magón—, es hora de que nos relajemos un poco y disfrutemos ahora que los dioses parecen bendecir nuestros movimientos en Italia.
Los centinelas escucharon a los hermanos riendo y voces de mujeres jóvenes suaves que luego se tornaban en gemidos. Mirando hacia el valle, los guardias veían un inmenso ejército celebrando la mayor victoria nunca vista sobre las legiones de Roma. Habrían de pasar siglos antes de que alguien fuera testigo de algo similar.