La deserción de los tribunos
Apulia, verano de 216 a. C.
Publio Cornelio, tribuno de las legiones de Roma, intentaba que los hombres mantuvieran la formación. El resto de los tribunos apenas daba muestras de ánimo suficiente como para transmitir órdenes con una mínima dosis de convicción.
—¿Adónde vamos? —preguntó Lelio, con la voz rasgada por una desesperanza que conmovió al propio Publio.
—A Canusium. Es la población más cercana bien fortificada en la que podemos encontrar refugio mientras vemos con qué fuerzas contamos más allá de las que hemos reagrupado aquí y entonces veremos qué se puede hacer.
—A Canusium, entonces —confirmó Lelio, aún con desazón, pero Publio detectó un tono más vivo en la respuesta. Lo vio alejarse comentando a todos los oficiales aquella orden. Ningún tribuno cuestionó la idea ni se planteó oponerse a que el más joven de entre todos ellos, con tan sólo diecinueve años, decidiera por todo el ejército superviviente. No había cónsules ya para mandar, no había apenas otros tribunos y los centuriones respetaban el coraje en el mando que el Escipión manifestaba: el nombre de aquella familia era respetado en el ejército y más en momentos de crisis. Quizá si el hijo de Fabio Máximo hubiera hecho algo por rebatir aquellas órdenes, las cosas hubieran sido diferentes, pero o no sabía o no quería decir nada. Poco a poco, en la más triste marcha militar que Publio jamás dirigiría en su vida, aquellos diez mil soldados, despojos del mayor ejército que nunca jamás hubiera alistado Roma, se arrastraron hasta alcanzar la pequeña ciudadela de Canusium. Allí acamparon, derrotados, sin alma ni ánimo, dejándose caer por entre las callejuelas de la ciudad, sentados, apoyados contra las paredes de sus casas unos, otros intentando levantar junto a la fortaleza algo que de alguna forma pareciese un campamento romano, con los pequeños pertrechos que habían podido salvar de la catástrofe. Apenas había víveres y poca agua. Los heridos más afortunados eran vendados con trozos de tela arrancados de las propias ropas de otros soldados. Otros se desangraban entre horribles alaridos de dolor sin que los pocos médicos supervivientes tuvieran tiempo de acercarse a ayudarlos. Canusium era el cementerio de las legiones de Roma.
En medio de aquel panorama de desesperanza el miedo comenzó a abrirse camino más allá de los padecimientos físicos de los hombres. ¿Cuánto tardarían los cartagineses en perseguirlos y darles caza? Las fuerzas de Aníbal apenas habían sufrido bajas comparables a las de los romanos y disponía bajo su mando de unas tropas eufóricas dispuestas a seguir a su líder a cualquier lugar. El miedo prende como una chispa entre la leña seca y, así, el temor empezó a propagarse, primero entre los legionarios, luego entre los oficiales de menor rango, hasta llegar a los centuriones y los propios tribunos supervivientes. Éstos, al fin, decidieron convocar una reunión para debatir sobre los pasos a seguir en aquellas terribles circunstancias. Junto a las murallas de Canusium, que a la mayoría de los soldados empezaban a antojárseles como una pobre defensa para las huestes cartaginesas embravecidas por la sangre enemiga vertida en Cannae, se reunieron Quinto Fabio, hijo de Fabio Máximo, Lucio Publicio Bíbulo, Apio Claudio Pulcro, Lucio Cecilio Mételo y Sempronio Tuditano entre otros, junto con el joven Publio; también fueron llamados varios de los centuriones de mayor rango y algunos de los oficiales de caballería más expertos, entre los que se incorporó Lelio. En total veinticinco hombres reunidos para dilucidar el destino de las escasas fuerzas que Roma había conseguido salvar del desastre y la muerte. Mételo fue el que empezó el debate.
—Estamos derrotados. No hay nada que hacer, sino ver la forma de salvarse. Hay que dirigirse a la costa por el camino más corto y buscar las naves de nuestra flota para buscar refugio en algún reino amigo. Refugiarse allí y esperar.
Aquello era alta traición, pero de alguna forma, tras ver diezmadas seis de las ocho legiones junto con innumerables tropas aliadas, las palabras de Mételo no fueron recibidas con especial desagrado por muchos de los presentes. Esto animó al tribuno a continuar con su discurso.
—Es horrible lo que estoy diciendo, lo sé, pero tenemos que entender todos que Roma, la Roma que todos hemos conocido, amado y respetado, ha llegado a su fin. Roma ya no existe como tal. No tiene ejército que la defienda. Las legiones han sido destrozadas por el poder cartaginés y Aníbal no tardará mucho tiempo en alzarse contra la ciudad. Han caído Atilio y Servilio y Emilio Paulo y Terencio ha huido. Nuestra única posibilidad es escapar hacia la costa.
Las palabras de Mételo parecían tener todo el sentido del mundo, pero era duro de escuchar, de aceptar. El miedo, no obstante, se había apoderado de todos y los informes que habían llegado de algunos exploradores que Publio y Lelio habían organizado para averiguar más sobre el auténtico estado de la situación sólo traían noticias que ahondaban en la magnitud del desastre: los cónsules del año anterior habían muerto, y lo mismo había ocurrido con el cónsul Emilio Paulo, como decía Mételo; y del otro cónsul, Varrón, no se sabía nada de momento; pudiera ser que estuviera vivo, pero aún no se conocía dónde podía estar y no llegaban emisarios con órdenes suyas, de forma que eran ellos, los tribunos y oficiales allí reunidos, los que tenían que decidir.
Publio había escuchado la intervención de Mételo con la boca entreabierta primero y luego apretando los labios con fuerza. Cuando se hizo el silencio y Mételo, con un fulgor brillante en los ojos se volvía hacia sus colegas, mirándolos a todos, en espera de asentimiento, Publio Cornelio Escipión rompió a hablar como un torrente al que sus aguas hubieran contenido en un embalse hasta que la presa revienta y desparrama el líquido como un mar de furia.
—¡No puedo dar crédito a lo que mis oídos escuchan ni a lo que mis ojos ven! Me pregunto, pregunto a los mismos dioses, ¿estoy muerto?, ¿estoy soñando? Porque veo a tribunos, centuriones y oficiales de Roma planeando una deserción en masa. Mételo dice que la Roma que nosotros hemos conocido está muerta. Yo digo que puede que eso sea así, pero no porque nuestro ejército haya sido derrotado, sino porque aquí reunidos, los presentes estamos decidiendo matarla por la espalda y a traición. ¿Huir a la costa, marchar de aquí?
En el ardor de su intervención el joven Publio se había hecho con el centro del espacio donde se habían reunido, de forma que para hablar a su audiencia iba girando sobre sí mismo, dirigiendo sus palabras en un momento a unos y al instante al otro lado. Todos le escuchaban absortos, tensos, como si los pies de cada oficial estuvieran clavados en el suelo.
—No hay lugar en este mundo lo suficientemente seguro y protegido para preservar a un traidor a Roma —continuó Publio—, pero es que además no puedo creer que vuestros corazones estén de veras considerando semejante sedición. ¿Quién de aquí no tiene amigos, familia, casa, hacienda en Roma? ¿Qué creéis que esperan vuestras familias y vuestros amigos de vosotros? ¿Queréis dejarlos solos ante Aníbal? Y sí, he dicho Aníbal. Veo vuestros rostros palidecer ante la sola mención de su nombre y me avergüenzo y escupo en el suelo. —Y detuvo sus palabras un segundo para subrayar su intención con el gesto mencionando; se aclaró la garganta y prosiguió a la misma velocidad, con mayor intensidad—. Los oficiales de Roma asustados por un nombre. Sí, puede que sea el mayor enemigo contra el que jamás hayamos luchado, quién sabe, puede que los dioses le hayan elegido como hacedor de nuestro desastre y conductor de nuestro fin, pero en lo que a mí respecta, mis familiares y mis amigos, mi casa y mi hacienda, saben qué esperar de mí. Yo partiré hacia Roma en unas horas, en cuanto se puedan reorganizar los hombres y atender los heridos. Marcharé hacia Roma para luchar por esa Roma que Mételo os dice que está muerta. Yo lucharé hasta la última gota de mi sangre incluso por el solo recuerdo de lo que Roma fue un tiempo. Y no sólo eso, no sólo eso. Aún os digo más.
Pero Publio se contuvo. Muy, muy despacio, se llevó la mano derecha a la empuñadura de su espada. Dudó. Se lo pensó dos veces y, finalmente, decidió continuar. Prosiguió, mirando fijamente a los ojos a Mételo y al resto de los tribunos.
—Os digo además que aquel que se atreva a desertar recibirá de mi propia mano el justo castigo que tal traición merece. Espero que mis palabras os hayan despertado de vuestra locura, pero no pienso detenerme a intentar convencer al que siga enajenado. Si alguien se niega a volver a Roma, que lo diga, pero para cumplir su deseo tendrá antes que matarme. Y si hace falta que uno a uno me enfrente a todos, así será. Veremos entonces de lado de quién están los dioses.
Nadie se atrevía a hablar. Publio, su mano en la empuñadura de la espada, dispuesta a desenvainarla al más mínimo movimiento, giraba sobre sí, rodeado de los oficiales derrotados, supervivientes al desastre de Cannae. Cayo Lelio fue el primero en romper el silencio.
—Ya sabes que mi espada estará siempre junto a la tuya. Y antes de enfrentarse a ti, tendrán que matarme. Para mí Roma es nuestro objetivo.
—Bien —respondió Publio y se aproximó hacia la posición de Lelio.
—Yo también estoy contigo.
—Y yo.
—Y conmigo podéis contar también. A Roma.
Eran las voces de otros tres tribunos, Lucio Publicio, Apio Claudio y Sempronio Tuditano.
—También yo. Roma es nuestro sitio y hacia allí debemos ir —dijo Quinto Fabio, sorprendiendo a Publio. Con él todos los tribunos excepto Mételo estaban del lado de Publio. El joven Escipión se acercó entonces hacia Mételo hasta quedar a un par de pasos de distancia.
—¿Y bien, Mételo? Quedas tú entre los tribunos. ¿Qué tienes que decir?
Los labios de Mételo temblaron sin decir nada. Durante unos segundos ambos tribunos mantuvieron los ojos fijos en el contrario, sosteniendo una mirada intensa cargada de pasión y fuerza hasta que Mételo bajó los ojos.
—De acuerdo. Vayamos a Roma y que los dioses nos protejan —concedió al final.
—Bien —respondió con rapidez Publio mirando al resto—, ésa es la orden de los tribunos.
Bajó él entonces la mirada y se pasó la mano derecha, que hasta ese momento había estado clavada sobre el puño de la espada, por encima de su cabello.
—Estoy cansado. Hoy ha sido un día muy largo y doloroso para todos —añadió sin ya mirar a nadie—, os dejo; decidid quién debe tomar el mando en nuestra marcha de regreso a Roma. Acataré lo que decidáis. Me voy a asegurarme de que se atienda lo mejor posible a los heridos. Lelio me comunicará vuestra decisión sobre el mando de las tropas.
Y sin volverse, salió del corro de oficiales por el hueco que éstos abrían a su paso para dejarle salir. Descendió desde el borde de las murallas de Canusium hacia el campamento romano y fue a las tiendas en las que se habían concentrado gran parte de los heridos en la batalla. Se entretuvo hablando con los dos médicos que, agotados, con las manos ensangrentadas, le comentaban que necesitaban agua y vendas para continuar y gente que los ayudase para trasladar cuerpos de un lado a otro y vino para emborrachar a los soldados a los que tenían que amputar algún miembro. El joven tribuno pasó así media hora, escuchando a los médicos, tomando nota de sus necesidades y dando las órdenes oportunas para que se atendieran las necesidades que éstos le planteaban. Luego se paseó entre los heridos, firme, erguido, serio. En los ojos de aquellos hombres se leía el miedo, peor aún, la desesperación, el desamparo. Sin embargo, se dio cuenta de que algunos de ellos respondían a su paso levantándose en señal de respeto o, algunos que no podían alzarse, inclinaban la cabeza mostrando su reconocimiento al rango del alto oficial que por allí pasaba. Publio sabía que esos hombres llevaban horas sin recibir ni la más mínima muestra de la existencia de una autoridad. Se acercó a muchos de los que se alzaban o le hacían alguna señal y les preguntó por su parte en la batalla, por quién o cómo habían sido heridos: unos explicaban que habían sido atacados por los iberos o los galos, pero la gran mayoría confesaban que habían sido heridos por los africanos cuando luchaban desesperadamente por defender los flancos del ejército. Luego estaban los que se habían visto sorprendidos por la caballería enemiga y los que habían sido presa de jabalinas o piedras arrojadas por los temibles honderos baleáricos. De cada uno escuchó su relato, que todos abreviaban conscientes de que el tiempo de un tribuno era algo valioso y que no era frecuente que un oficial de tan alto rango caminase entre los heridos y se preocupase por sus sufrimientos.
Publio salió de aquellas tiendas aturdido por el olor a sangre y la sensación sobrecogedora de abatimiento que se había apoderado de todos aquellos legionarios. Sin embargo, percibió la extraña sensación de que de algún modo su futuro estaba unido a cada uno de esos hombres. Sin saber por qué, pensó que aquélla no sería la última vez que iba a ver aquellos rostros acercándose a él y hablándole de sus acciones en una batalla. Publio sacudió su cabeza. El enfrentamiento con los tribunos le había agotado y ya no sabía ni lo que percibía ni lo que sentía. Vio entonces a Lelio bajando desde el lugar de la reunión de los oficiales al tiempo que el resto de los tribunos y centuriones deshacía el corro del cónclave en el que se acababa de decidir quién debería tomar el mando. ¿Habrían cambiado de opinión? ¿Habría vuelto Mételo a intentar persuadir al resto para que traicionaran a Roma? Antes de que pudiera responderse mentalmente a tales preguntas, Cayo Lelio llegó junto a él.
—Ya está decidido: vamos a Roma, como se había quedado tras tu intervención —dijo Lelio como si leyera sus pensamientos.
—Bien, bien, ¿y quién tiene el mando? Cualquiera me parecerá bien excepto Mételo, pero si se ha decidido que sea él yo lo acataré aunque…
—El mando —le interrumpió Lelio— lo tienes tú.
—¿Yo? Pero si soy el tribuno más joven.
Lelio levantó sus manos con las palmas abiertas hacia arriba y levantó las cejas.
—Puede ser —dijo—, pero tú tienes el mando.
—¿Y todos estaban de acuerdo?
—Bueno, para ser sincero han sido Lucio Publicio y Apio Claudio los que te han propuesto; a ellos se han sumado casi todos los centuriones y el resto de los oficiales; Quinto ha concedido con la cabeza y Mételo no ha dicho que sí, pero tampoco ha dicho que no. Pero lo que procede ahora es que tú mismo te laves las heridas de los brazos.
—Tienes razón.
Publio tenía pequeños cortes en brazos y piernas a medio cicatrizar, pero ocupado primero en evitar la deserción de los oficiales y luego en que se atendiera bien al resto de los heridos, no se había ocupado de atender a su propio cuerpo.
—Vamos a por agua —dijo Lelio y Publio le siguió en silencio, casi como un niño siguiendo a su madre que se ocupa de curarlo. El joven tribuno estaba abrumado. Había recibido el mando de manos del resto de los oficiales y tribunos aun siendo el más joven. Siempre había soñado con estar al mando de una legión y servir con honor a su patria, lo que nunca había esperado ni podía haber imaginado es que su primer mando sobre un número de soldados equivalente a dos legiones iba a tener lugar tras la mayor de las derrotas, comandando a los supervivientes y heridos de la peor de las batallas en las que Roma hubiera luchado. El destino nos conduce por caminos extraños e inesperados.