La caída del cónsul
Apulia, agosto de 216 a. C.
Ala derecha romana
«Nos triplican en número», pensó Emilio Paulo, pero igualmente dio la orden de cargar contra el enemigo que acometía al galope contra ellos. El encuentro entre ambas fuerzas fue contundente y muchos jinetes de ambos bandos cayeron en el primer enfrentamiento. Las bestias relinchaban nerviosas, intentando evitar pisotear los cuerpos de los caídos, pero no siempre podían evitarlo y algunos tropezaban poniendo en peligro el equilibrio de sus jinetes, que no disponían de estribos sobre los que apoyarse.
Los iberos llevaban entre ellos honderos baleáricos, que aprovecharon la lucha cuerpo a cuerpo que se estableció para lanzar piedras contra las líneas de jinetes romanos más retrasadas. Emilio Paulo se esforzaba por mantener la formación de sus hombres y evitar que fuera desbordada por la superioridad numérica de la caballería enemiga, cuando una piedra que cruzó el aire silbando impactó en su cabeza. El casco mitigó el golpe en gran medida, pero el viejo cónsul sintió un chasquido en su cráneo, como si algo se soltase por dentro y, por un instante, perdió la consciencia. El temple de su caballo y la recuperación del sentido evitaron que el cónsul cayera al suelo, pero desde aquel momento sintió una extraña debilidad en todo el cuerpo, más allá de la normal por sus años.
—¿Se encuentra bien, mi general? —le preguntó uno de los lictores de su escolta.
El cónsul asintió y respondió conminando a que sus hombres impidieran el avance del enemigo, pero no se encontraba bien y al fin puso pie a tierra. Su guardia personal hizo lo mismo para defender a su general y, poco a poco, perdida toda posibilidad de reorganizar las líneas, todos los jinetes desmontaron. Himilcón mantuvo, no obstante, a parte de sus jinetes a caballo acosando a los romanos mientras otros jinetes luchaban desde tierra contra el enemigo. En pocos minutos la caballería romana estaba diezmada y cediendo terreno en una huida sin ningún orden. Los lictores rogaron al cónsul que volviese a montar para poder retirarse de allí y hacerse fuerte en el centro de las legiones romanas, a salvo de la caballería enemiga. Muy a su pesar, Emilio Paulo reconoció que allí no quedaba nada por hacer, que la posición estaba perdida y que lo mejor era refugiarse entre la infantería para, desde allí, ayudar en la batalla.
—Espero que Varrón haya tenido mejor suerte con los númidas. Vámonos de aquí —comentó Emilio Paulo, una mano en las riendas y otra en el casco. La cabeza parecía que le fuera a estallar o que le hubiera estallado por dentro. Galopando, él y su guardia personal se retiraron hacia las posiciones en las que se encontraban Lelio y Publio luchando contra la infantería ibera y gala.
Ala izquierda cartaginesa[M]
Himilcón vio cómo su cometido estaba siendo conseguido a la perfección. La caballería romana había sido barrida, tal y como Aníbal había anticipado. Ahora quedaba seguir con la parte del plan que le correspondía. Reagrupó a todos sus jinetes y les ordenó que le siguieran.
Himilcón se lanzó entonces hacia el norte, bordeando las legiones romanas sin entrar en combate con ellas, alejándose hacia el horizonte seguido por sus miles de jinetes, sorprendidos de aquella maniobra, pero disciplinados siguiendo a su general. Eso sí, la nube de polvo de sus caballos fue un envenenado regalo para los confusos legionarios que veían con los ojos semicerrados cómo la caballería enemiga victoriosa, en lugar de lanzarse sobre ellos, se alejaba hacia el norte.
Ala izquierda romana
Terencio Varrón estaba satisfecho consigo mismo. Las cosas no podían marchar mejor. Las legiones avanzaban mejor incluso de lo que él mismo había previsto. El centro de la infantería cartaginesa cedía ante la contundencia del avance romano penetrando como una cuña, de forma que pronto conseguirían partir la formación de Aníbal en dos. A partir de ahí la superioridad numérica de sus fuerzas acabaría con los enemigos de Roma en unas pocas horas. Pensar que tantos generales habían sucumbido ante aquel cartaginés. No lo entendía. Un jinete le comunicó que Emilio Paulo tenía problemas con la caballería cartaginesa en el otro flanco. El pobre viejo. Seguramente terminaría cediendo. Aquello sería un inconveniente pero, con un poco de suerte, el viejo caería en el combate y así, aunque eso supusiera un pequeño contratiempo al tener luego que luchar contra ambas caballerías enemigas, podría después disfrutar por sí solo de la gloria de aquella victoria. Ya imaginaba su gran triunfo en Roma.
Frente a ellos estaba la caballería africana. Númidas decían que eran. Varrón ordenó que avanzara la caballería. Los doblaban en número. Terminarían primero con estos africanos y luego iría a resolver el desastre que hubiera organizado el viejo en el otro flanco. Avanzaron al encuentro de los númidas. Sin embargo, éstos rehuían el combate frontal. Se replegaban y, cuando los romanos se detenían, retornaban para atacar por los flancos. Cuando la caballería romana nuevamente se ubicaba para repeler el ataque de los númidas, éstos volvían a replegarse. Así llevaban una hora. Ya se cansarían. Mientras, las legiones avanzaban. Era cuestión de tiempo.
Centro del ejército romano
Emilio Paulo llegó junto a Publio y Lelio. En pocas palabras les explicó el desastre de su enfrentamiento con la caballería cartaginesa. Publio le comentó sus dudas con relación al continuado avance de las legiones. El cónsul miró con rostro serio a su alrededor. El muchacho tenía razón. Aquella maniobra era peculiar. Y la infantería pesada de Aníbal aún no había entrado en combate.
—¡Hay que detener este avance! —Emilio Paulo gritó para poder hacerse oír sobre el estruendo de la encarnizada lucha—. ¡Si seguimos adelantando nuestras tropas puede que nos ataquen por los flancos y la caballería, al menos por este lado, no podrá ayudarnos!
Publio y Lelio asintieron e intentaron contener el avance de las legiones, pero las órdenes que tenían los tribunos, muchos de ellos de la confianza de Varrón, eran las contrarias: avanzar sin parar un instante. Además, los legionarios estaban contentos de encontrar tan poca resistencia. Sentían que estaban, por fin, acabando con Aníbal. De esta forma, las órdenes de Emilio Paulo no surtieron ningún efecto y el viejo cónsul vio cómo las legiones proseguían con su avance entrando en aquel enorme espacio que el general cartaginés había dejado en el centro de su formación. En ese momento fue cuando Emilio Paulo tomó la decisión más importante de su vida: podía marcharse con su guardia hacia una zona segura bien alejado de la vanguardia o adelantarse con las legiones e intentar poner orden en aquel desatino. Meditó durante varios minutos. Suspiró al fin largo y despacio y cuando sus pulmones quedaron vacíos se dirigió a Publio y Lelio.
—Vosotros quedaos aquí, en la retaguardia; yo avanzaré con la vanguardia al frente de las legiones, ya que ésas son las geniales órdenes de nuestro querido colega en el mando, al que espero que algún día todos los dioses confundan para siempre jamás.
Publio fue a decir algo, pero el cónsul no dejó tiempo para aclaraciones o preguntas. Rodeado por los lictores fuertemente armados de su guardia personal se adentró en la formación romana, avanzando entre los manípulos hasta alcanzar la vanguardia. Allí los triari se turnaban con los hastati y los principes en el combate. Los velites supervivientes estaban diseminados entre los diferentes manípulos. Era difícil moverse y las maniobras de reemplazar unas hileras de combatientes por otras de refresco eran complicadas. Además, tan agrupados eran un excelente objetivo para una lluvia de flechas o jabalinas. Emilio Paulo miró al cielo con temor. El molesto polvo arrastrado por aquel incansable viento le hizo intuir que lo peor estaba por llegar.
Centro del ejército cartaginés
Aníbal observaba todo desde el altozano en que se había ubicado para asegurarse así el control de todas las maniobras de sus tropas. La infantería gala e ibera estaba siendo diezmada, pero aquello no le preocupaba en demasía. La mayoría eran hombres de dudosa lealtad. Sin embargo, disponía de sus tropas de infantería pesada, compuestas de africanos veteranos y siempre fieles a su causa, intactas y dispuestas para entrar en acción. Himilcón, por su parte, ya había borrado a la caballería romana y había partido hacia su destino rodeando las posiciones de las legiones. Era el momento.
—¡Que avance la infantería pesada. Despacio, pero con firmeza! —dijo el general.
—¿No esperamos a que Himilcón termine su misión? —preguntó Magón.
—No. No te preocupes. Cumplirá bien su cometido. Que avance ahora la infantería pesada. No quiero esperar más. El día avanza, el viento pronto dejará de incomodar a los romanos y no quiero que llegue la noche antes de tener decidida la batalla. Hay que empezar ya.
Magón asintió varias veces y se alejó para comunicar a los oficiales africanos, que hacía horas que esperaban ansiosos, la orden de entrar en combate ya que, en efecto, el general reclamaba que había llegado la hora en la que debían ponerse en movimiento.
Al sur del río, campamento romano y fortaleza de Cannae
Al sur del río, lejos de la batalla principal, la legión dejada por Varrón se esforzaba en seguir las instrucciones que éste había dejado a su marcha hacia el norte: tomar la fortaleza de Cannae, para evitar que Aníbal tuviera un lugar donde refugiarse una vez infligida sobre él la derrota que el cónsul tenía prevista. Los romanos, no obstante, se encontraron con una guarnición de veteranos africanos que defendían el fortín de Cannae como si de Cartago se tratase. Los legionarios eran rechazados una y otra vez, con jabalinas, flechas y, en las pocas ocasiones que algunos llegaban a las derruidas murallas, con la espada en una tumultuosa lucha cuerpo a cuerpo.
Los romanos se reagruparon en el valle frente a Cannae. Estaban sorprendidos y desanimados. No sabían bien qué hacer.
Centro de la batalla
La infantería pesada africana compuesta de dieciséis falanges de mil veinticuatro hombres cada una repartida en dos bloques iguales en cada uno de los extremos de la formación cartaginesa empezó a avanzar, pero con mayor velocidad en los extremos más alejados de la batalla y mucho más despacio en los lados más próximos al centro del combate, allí donde se encontraban las legiones romanas. De esta forma en unos minutos, como si de dos puertas se tratara, se fueron plegando sobre los flancos de las legiones enemigas.
Publio y Lelio, desde la retaguardia, observaban impotentes el desplazamiento de la infantería cartaginesa que se cerraba sobre sus filas.
—¿Y la caballería de Varrón? —preguntó Publio—. Por todos los dioses, ¿dónde está la caballería, Lelio? Sin su apoyo, terminarán por rodearnos.
Lelio no supo qué responder. Miró hacia atrás, buscando los jinetes de Varrón, pero lo único que alcanzaron a detectar sus ojos fue la inmensa polvareda que levantaba la caballería de Himilcón al rodear la retaguardia romana.
—Ésos van a por Varrón —dijo Lelio—; creo que no debemos esperar mucho apoyo de nuestra caballería.
Ala izquierda romana
Terencio Varrón comenzaba a desesperarse con la táctica de los númidas. Lo mejor sería olvidarse de ellos. Desde la distancia observaba cómo la infantería pesada cartaginesa empezaba un extraño avance lanzándose sobre los flancos de las legiones. Quizá sería más oportuno dejar a una parte de la caballería con los númidas y coger varias turmae para proteger los flancos del ataque de las falanges africanas. Varrón meditaba sobre todo esto cuando, desde la retaguardia, infinidad de jinetes enemigos se aproximaban al galope. Entretenido por las maniobras númidas y el avance de las legiones, no había observado el largo recorrido de la caballería de Himilcón.
—¡Estamos rodeados! —comentó un decurión al cónsul en espera de una orden para solucionar el problema, pero Terencio Varrón no tuvo tiempo de decidir ya nada pues, aprovechando la llegada de Himilcón con más de seis mil jinetes iberos y galos, Maharbal lanzó al galope a todos los númidas, esta vez dispuestos a entrar en lucha sin cuartel. Los romanos pasaron de las pequeñas escaramuzas de hacía unos minutos a un combate total rodeados de enemigos que los embestían, se replegaban y dejaban que nuevos jinetes de refresco los reemplazasen. Varrón vio cómo su superioridad numérica contra los númidas había quedado invertida, pues con la llegada de la caballería de Himilcón eran ahora los cartagineses los que los doblaban en número, pudiendo turnarse en los ataques que mantenían de forma continua para no dar posibilidad a que los romanos se recuperasen.
Varrón vio cómo sus caballeros caían uno a uno y cómo, al perder fuerzas sus hombres, éstos derribaban cada vez menos enemigos. Y las legiones estaban siendo rodeadas por las tropas africanas. El cónsul no podía entender lo que estaba ocurriendo. Si eran el mayor ejército de Roma, dobles en número que las tropas de Aníbal, ¿qué pasaba?, ¿qué estaba pasando?
—Hay que marcharse, mi general —comentó uno de los lictores—. Aquí no podremos protegerle mucho más tiempo. Lo mejor es escapar ahora antes de que sea demasiado tarde.
Varrón miraba confuso a su alrededor. Veía a sus jinetes atravesados por lanzas númidas, por dardos iberos y galos; llovían piedras del cielo lanzadas por los honderos baleáricos y en la distancia veía sus legiones rodeadas por las fuerzas cartaginesas. ¿Cómo podía haber ocurrido aquello? Los jinetes caían heridos o muertos por todas partes. Estaban siendo atacados por todos los flancos a un tiempo y el desorden absoluto se apoderó de la caballería aliada romana. Algunos empezaron a huir en pequeños grupos que eran atrapados por los númidas y masacrados antes de que pudieran alejarse de la batalla. Los lictores y un par de decuriones se dirigieron al cónsul para que se organizase un rápido repliegue. Terencio Varrón no acertó a recuperar el orden en su caballería y al final optó por escapar con un nutrido grupo de jinetes compuesto de sus más leales oficiales, los lictores de su guardia personal y aquellos que pudieron unirse a ellos entre la confusión y el desconcierto reinante. Varios grupos de númidas se acercaron para acosarlos y algunos jinetes romanos cayeron acribillados por flechas o con sus brazos y piernas heridos por tajos profundos de espadas enemigas. Sin embargo, la mayor parte de aquel grupo, al ser mayor en número que los anteriores que habían intentado escapar, consiguió zafarse de los jinetes bajo el mando de Himilcón y Maharbal y, azuzados por el miedo y el ansia de supervivencia, desaparecer entre la densa nube de polvo que el viento Volturno seguía agitando con fuerza. El grupo de jinetes romanos derrotados y en franca huida no relajó su humillante galope hasta alcanzar la cercana fortaleza de Venusia. Allí, Terencio Varrón desmontó y ordenó reforzar la vigilancia de las murallas y fortificaciones de aquella plaza, mientras su orgullo herido de muerte le reconcomía las entrañas. Se encerró en una de las torres de Venusia y, a solas con su rabia, soltó lágrimas de desazón y angustia no por los muertos y el fracaso de Roma, sino por el final de su gloria, de su carrera política y de su fugaz poder. Todo se lo había llevado el viento de aquel día nefasto, como un sueño es borrado de nuestra mente cuando abrimos los ojos y descubrimos que estábamos dormidos.
Centro de la batalla
Publio vio cómo se aproximaban los cartagineses con su infantería pesada africana fuertemente armada con los mismos cascos, espadas y escudos que los romanos llevaran en Trebia y Trasimeno. Los dioses, sin duda, se solazaban en jugar con el destino de los hombres: las mismas espadas que se forjaron en Roma para detener al invasor eran las que los hombres de Aníbal utilizaban para masacrar a los propios romanos.
—¡Hay que defender los flancos, Lelio!
Con rapidez ambos tribunos se afanaron en formar con varios manípulos una improvisada defensa del flanco derecho en el que se encontraban, confiando en que el buen sentido de algún otro oficial se encargase del flanco izquierdo. Un legionario, herido en el brazo pero con aspecto de fortaleza y espíritu de combate en sus venas, se acercó a Publio mientras éste daba órdenes.
—El cónsul, tribuno, el cónsul Emilio Paulo ha caído herido. El desorden es completo en la vanguardia y los cartagineses se reorganizan.
Los ojos del legionario volvieron su mirada del joven tribuno Publio Cornelio Escipión, al que se dirigía, hacia las falanges de cartagineses que se abalanzaban por los flancos. En su rostro de soldado curtido en mil batallas se adivinaba la certeza del mal presagio de aquel movimiento envolvente de las tropas enemigas.
—¡Lelio! —gritó Publio desde su posición—, ¡ocúpate de mantener la formación en este flanco! ¡Han herido a Emilio Paulo!
Y sin esperar respuesta de su colega y amigo, se desvaneció entre una densa masa de soldados que pugnaban por abrirse camino hacia el frente de combate, embarullados por la falta de espacio para maniobrar en la abigarrada bolsa de legionarios en la que se habían convertido las legiones de Roma. Avanzando hacia la vanguardia, Publio volvió a encontrarse con el polvo en su rostro empujado por el viento con una tenacidad terca y cruel que volvía a cegarle en su camino en busca del cónsul caído. Al cabo de unos minutos, abriéndose paso a empellones y gritos, el joven tribuno alcanzó la posición del general herido, apoyado junto a una roca de grandes dimensiones rodeado por los lictores de su guardia, con varios jinetes pie a tierra y una docena de caballos de la antigua fuerza ecuestre del ejército romano desperdigados en un extraño claro que la guardia del cónsul preservaba para alivio de su general herido.
Los lictores, que reconocieron al joven tribuno amigo de su general, se hicieron a un lado para permitirle acceder junto al cónsul. Emilio Paulo estaba sentado con una flecha cartaginesa en el muslo. Se había quitado el casco y un reguero de sangre brotaba de su sien derecha y se deslizaba con fluidez mortal por la mejilla y el cuello. Tenía un aspecto terrible, los ojos semicerrados para eludir el polvo en suspenso que rodeaba toda la batalla y que se mezclaba con la sangre vertida por su malherido cuerpo.
—¡Debéis marchar de aquí, mi general! —exclamó Publio nada más aproximarse al cónsul. Emilio Paulo sacudió la cabeza.
—Es ya demasiado tarde para mí, muchacho. No saldré de aquí ya. Así lo han querido los dioses, así será.
—Eso es absurdo —dijo Publio y se levantó para requerir la ayuda de los lictores—; ¡rápido, ayudad al cónsul a montar y preparaos para escoltarle fuera de esta zona! —Pero el cónsul alzó despacio su mano y el avance iniciado por los lictores se detuvo de inmediato. Debían obediencia total al cónsul, incluso herido, más aún en ese estado.
—Escucha, Publio, no te he hecho llamar para que me salves como hiciste con tu padre en Tesino. La vida se me escapa. No es la pierna sino esta herida en la cabeza. Un bárbaro me acertó bien desde el principio. Ha estado manando desde el comienzo de la batalla. No me quedan fuerzas ni arrojo. Permaneceré aquí y haré todo lo que esté en mi mano por mantener el orden. ¡No, no repliques ni contestes! ¡Eres tribuno de la tercera legión y estás bajo mi mando! —Aquí, además de elevar el tono de su voz de forma sorprendente, el cónsul, apoyándose en su espada se alzó y de pie continuó con sus palabras—. ¡Soy cónsul de Roma y me debes obediencia y fidelidad, así que ahora, tribuno de la tercera legión, escucha mis palabras y calla!
El joven Publio selló su boca asombrado por el esfuerzo sobrehumano del cónsul para imponer su autoridad más allá de lo que convenía a su propia supervivencia. Una vez asegurado el cónsul del silencio y la atención del joven tribuno, volvió a sentarse, casi desplomando su cuerpo maltrecho sobre el suelo. Varios lictores se acercaron, pero nuevamente la mano del cónsul se alzó y todos mantuvieron sus posiciones. Alrededor se escuchaban los gritos de los oficiales ordenando luchar y mantener las filas, y por encima de aquellas voces, un fragor inclemente de aullidos, golpes de espadas, silbidos de dardos y lanzas rasgando el aire, todo ello traído por un viento henchido de polvo y olor a sangre.
—Escucha bien, Publio. Has de marchar de aquí con aquellos oficiales de tu mayor confianza, abrirte camino por la retaguardia antes de que, además de la infantería, los cartagineses usen su caballería para hostigarnos. Varrón ha huido. Ya sé, ya sé, no digas nada. Los dioses lo maldecirán por su cobardía, pero ahora escúchame. Es importante. Forma un fuerte grupo de manípulos con tus más fieles y sal de aquí. Primero hacia el norte, a favor de este maldito viento. Igual que Aníbal lo aprovecha contra nosotros, tú puedes usarlo para luchar en dirección norte contra su infantería que nos acecha por detrás. Ayudado del viento y antes de que llegue su caballería, sal y luego gira hacia el sur, cruza el río lejos de la batalla y ve al campamento general que tenemos al sur. Varrón dejó allí dos legiones de hombres con la misión de atacar el campamento cartaginés. Seguro que Aníbal les habrá preparado algo, pero es difícil que les vaya peor que a nosotros. Con los hombres que saques de aquí y los del campamento debes replegarte a Canusium y hacerte fuerte allí hasta evaluar el resultado de esta batalla. A partir de ahí sigue tu criterio y, escúchame bien, muchacho: hazte valer, hazte valer por la fuerza si es necesario. No tenemos mucho tiempo. ¿Has entendido bien todo lo que te he dicho?
Publio asintió, aunque sin mucho convencimiento.
—Bien, bien, muchacho —continuó el viejo cónsul malherido; el aire entrecortado salía a trompicones de su boca mezclado en ocasiones con pequeños grumos de sangre que el general escupía a un lado sobre su ya ensangrentada coraza—; siento poner sobre tus hombros una carga tan pesada, pero intuyo en ti una fuerza que me anima a confiar en el más joven de mis tribunos; ahora sólo una palabras para mis hijos, sobre todo para Emilia; sé que Lucio Emilio estará a la altura de las circunstancias; salúdale de mi parte y dile que su padre luchó noblemente hasta el final; a mi hija… a mi hija es difícil qué decirle… qué decirle… escucha, dile que…
El cónsul contuvo la respiración, cerró los ojos. Publio pensó que había perdido el sentido y por un momento pensó en aprovechar esa pérdida de consciencia del cónsul para retomar su plan de sacarlo de allí, pero el anciano abrió los ojos de nuevo y le dijo las palabras que quería que transmitiera a su hija. Luego en voz alta ordenó a los lictores que sacaran de allí a ese tribuno para que cumpliera con sus órdenes. La fidelidad ciega de los lictores hacía imposible sacar al cónsul sin combatir contra todos ellos. Era un intento inútil iniciar una confrontación entre romanos rodeados de todas las fuerzas de Aníbal.
Publio partió de aquel círculo de dolor y sufrimiento establecido en torno a la silueta yaciente del cónsul caído y se encaminó hacia las posiciones de la retaguardia, donde debía de seguir luchando Lelio. En un último instante, Publio se giró y vio al cónsul montando a su caballo, ayudado por los lictores y, azuzando con los talones a su montura, dirigirse hacia el mismo centro de la más cruenta batalla que nunca jamás hubiera luchado Roma. Ésa fue la última vez que Publio vio la vieja silueta del cónsul de Roma, Emilio Paulo, el padre de su prometida, espada en ristre, enardeciendo con su poderosa y profunda voz a los legionarios que luchaban contra las fuerzas de Aníbal.